Centellea

Yvonn Márquez

No le baja la fiebre, será mejor que lo lleve al hospital— dijo la madre con la preocupación de quien es primeriza….Así comienza esta singular narración realizada por una permanente colaboradora de cambiavías.

No le baja la fiebre, será mejor que lo lleve al hospital— dijo la madre con la preocupación de quien es primeriza.

— Se le baja con compresas de agua fría— respondió la abuela con calma y alerta al mismo tiempo, mientras masajeaba el helado cuerpo con ungüentos de alcanfor y mentol. En el fondo no estaba tan tranquila y se confortaba siguiendo un novenario.

El niño temblaba bajo las cobijas, sumido en un sueño inquieto. Nadie sabía qué se agitaba tras sus párpados de miel. En su rostro se asomaban apenas unas gotas de sudor y en su boca abierta, roja y reseca revoloteaban murmullos.

Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros y los pecadores…

Se oyen pasos, pasitos en el pasto fresco. Huele a humedad, a días de lluvia que se han ido. La tarde lentamente prepara su descenso, la luz ambarina ilumina todo por un lado mientras que por el otro se va cubriendo de finas sombras. Las plantas de la abuela se mecen con suavidad y las flores gustan de ser las más coquetas. Un pajarillo color tierra juguetea a lo lejos y él niño lo ve. Ha ido por una pala más grande para abrir un camino. Quiere acercarse, pero el pajarillo nervioso se aleja y se esconde en un árbol. Él regresa a su labor, siempre custodiado por la mirada de su madre. Le interesa abrir caminos en el pasto para que su tráiler pase sin problema. Tiene un overol rojo. Se revuelca, se arrastra, tiende el pecho en tierra y no le pasa nada con su overol, que le recuerda a su abuelo. “¿Y el abuelo?” pregunta varias veces. “Quiero ir con él”, insiste. “Volverá pronto”, le dice su madre mientras desgrana mazorcas y el niño continúa su labor de ingeniería. Ruega por nosotros los pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén… Conduce su tráiler por todos los caminos, pero estos se acaban pronto y el tráiler hace ruido. Va de reversa y toma impulso, se oye toda la fuerza del motor. Se atasca. Y él diligente, abre paso con su pala y el tráiler puede seguir. Encuentra lombrices que se vuelven pasajeras y que luego serán parte del menú vespertino de las gallinas. Encuentra gusanos amarillos, de textura más dura, a los que les dice “los comandos” y los pone a conducir. Pasa el tiempo y él no se aburre. La tarde se vuelve fría pero él no lo siente. La voz de su madre lo despierta. “Adentro, que te tienes que bañar” le grita ella. Él se levanta y ve su overol. Se sacude con sus brazos pequeños, está muy sucio. Es un overol parecido al que tenía su abuelo, le preocupa que esté lleno de tierra. Busca un lugar para lavarse sin que su madre lo vea. No alcanza el lavadero, no puede abrir la llave, pero sabe dónde hay agua, mucha, donde puede quitarse la tierra. Se acerca al estanque que está detrás de los corrales. Aprovecha, gentil, para dejarles un presente a las gallinas, a quienes saluda como amigas, aunque él las considere muy ruidosas; se aleja en busca del agua. Llena eres de gracia, el Señor es contigo…

El reflejo del sol en el estanque le indica que ya ha llegado. A lo lejos las milpas ya secas parece que platican cuando el viento las mece, ese viento cada vez más frío, cada vez más cercano al invierno. Se agacha y extiende los brazos, pero no alcanza, el agua le queda muy lejos debido a un bordo pedregoso. Vuelve a oír el grito de su madre, que lo está buscando y titubea entre regresar o lavarse. Busca otro lugar pues no quiere que su mamá le diga “puerquito” cuando lo vea. El niño se inclina de nuevo, extendidos los brazos, viendo de cerca el reflejo de su rostro en el agua pero se distrae al oír el murmullo de las milpas: rompe en centellas el agua que guarda al sol de la tarde. Él agita los brazos, las piernas, siente que no puede respirar y que todo está demasiado frío, ha soltado su tráiler pues su cuerpo se sumerge hacia lo más profundo,quiere gritar y llorar pero no puede. A través del agua ve la silueta de un hombre con overol y sombrero.

Después el agua se calma.

“Abuelo”, dice el niño. “¿Dónde te fuiste? ¿Por qué ya no estás en la casa, por qué no has venido a comer?” El abuelo acaricia el dulce rostro, húmedo de agua y lágrimas, y le da un beso en la frente. “Yo estoy muy triste. Quiero estar contigo, ir a donde vayas”. El abuelo le pone su tráiler bajo el brazo. “No estés triste, yo siempre te cuidaré. Ahora corre con tu mamá, que ya hace frío”, le dice. Pero el niño sólo quiere estar en esos brazos y cierra los ojos.

Le quitó la compresa de la frente mientras rezaba en silencio. “Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor está contigo, bendita tú eres entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. Le acarició dulcemente los cabellos con manos olor a alcanfor. El niño respiró profundo y tranquilo. La fiebre cedió. “Es otra vez de vida”, se dijo ella y lo arropó cariñosa. Vio cómo en la cara de su nieto se dibujó una sonrisa y eso la calmó. “Él ya no está triste”, pensó. “Algo lo ha hecho feliz.” θ