Miguel Ángel Echegaray
Interesante exploración creativa acerca de uno de los objetos que han marcado además de la historia, el destino de los trenes alrededor del mundo. Sin duda también un guiño al nombre de nuestra revista, lo cual se aprecia.
Para Adriana, por las referencias.
Es sugestivo pensar que a alguien, en cierto momento, se le dio al color rojo la función de una señal que advierte un peligro. Pudo escoger cualquier otro color. No el negro, por supuesto, que no se lleva con la luz, ni tampoco el blanco, que goza demasiado de ella. Supongo que eligió el rojo porque, según la teoría del color, existen pigmentos “fríos y calientes”. El azul o el verde, un tanto gélidos, tienden a esconderse y a pasar un tanto inadvertidos. En cambio, el rojo sale y nos enfrenta; es un color valiente que nos alerta y nos reta en situaciones difíciles. Si a una irisación le debemos mucho durante nuestra existencia, es al rojo. Por cierto, a veces no nos subordinamos a sus imperativos.
Con un: “¡Hola, el de ahí abajo!”, Charles Dickens comienza su cuento fantástico El guardavías. Un forastero vuelve a repetir : “¡Hola , el de ahí abajo! “, y momentos después, el guardavías le presta atención al impertinente que no sabemos qué hace ahí, ni cómo es físicamente, ni por qué se entromete en la vida del laborioso ferrocarrilero.
El guardavías, entonces, apunta con su banderola hacia el camino zigzagueante por el que puede descender el desconocido. Luego se inicia la conversación entre ellos. Al principio, no es muy fluida que digamos: intercambian desconfianzas y comercian franquezas de a poco. El intruso pretende ser visto de un modo peculiar: “en mí debía simplemente ver a un hombre que habiendo estado toda su vida encerrado en unos límites estrechos, y sintiéndose libre por fin, se le había despertado recientemente el interés por las grandes obras”.
“Le hablé en ese sentido, aunque estoy muy lejos de encontrarme seguro de que fueran ésos los términos utilizados, pues además de que no se me da muy bien iniciar una conversación, había algo en aquel hombre que me intimidaba”.
Nos queda claro que el guardavías era un empleado intachable; perfecto en el cumplimiento de sus rutinas diarias y que, en cierto modo, amaba su trabajo. Y, sin embargo, el mismo hombre “dirigió una curiosa mirada hacia la luz roja situada cerca de la boca del túnel, permaneció con la vista fija en ella durante un rato, como si le faltara algo, y después volvió a mirarme”.
“Le pregunté si la luz formaba parte de sus obligaciones: “¿Acaso no lo sabe?—me respondió en voz baja”.
“Al contemplar su mirada fija y aquel rostro melancólico, pasó por mi mente el pensamiento monstruoso de que se trataba de un espíritu, y no de un hombre”.
Y no, no se equivocaba el narrador; el tipo era simplemente un espíritu. Un espíritu que tantea a su interlocutor para saber si no será otro espíritu, aquel que se coloca en el túnel por donde se sumerge el tren y que se cubre con un brazo los ojos, mientras agita el otro brazo desesperadamente.
El hombre, o el espíritu encarnado en el hombre, muestra sus temores y los orea frente al visitante. Pero no lo hace enseguida ni se extenúa en ello. Promete que lo contará en otra ocasión, es decir, citándolo para el día siguiente : “—Y cuando venga mañana por la noche, ¡no me llame…! Permítame una pregunta antes de partir: ¿Por qué esta noche gritó “hola, ahí abajo?”.
— No lo sé – respondí yo sin pensarlo –. Debí gritar algo parecido…
— No algo parecido, señor. Exactamente esas mismas palabras. Las conozco muy bien.
— Admito que fueron esas mismas palabras. Sin duda las dije porque lo vi a usted aquí abajo.
— ¿Por ningún otro motivo?
— ¿Qué otra razón podría haber tenido?
— ¿ No tuvo la sensación de que le eran trasmitidas de una manera sobrenatural?
— En absoluto”.
Oportunidad perdida por el tonto forastero, al que un espíritu sofisticado le regala la ocasión de no tratarlo como a un simple semejante.
La historia se vuelve espesa: en palabras del guardavías, por confusión o lo que sea, el forastero bien pudiera ser el ánima que adivina la desgracia y que se parapeta en la boca del túnel, anunciando la consumación del peligro inminente.
Se experimenta cierta pena por el esforzado guardavías y su incierto destino. Alarma su confesión al crédulo forastero. Como guardavías ha fallado en dos ocasiones que turban su profesionalismo. Una de ellas: “—Seis horas después de la aparición , sucedió el conocido accidente de esta vía, y diez horas más tarde sacaban a los muertos y los heridos a través del túnel por el lugar en donde había estado la figura”.
Aunque el espectro se alejó de este buen hombre por un tiempo, regresó para subrayarle su presencia con otro accidente fatal varios meses después. Recuerda así el episodio: “Aquel mismo día, cuando un tren salía del túnel me percaté, al mirar hacia una ventanilla, que en el interior había una confusión de manos y cabezas, y que algo se movía. Lo vi durante el tiempo necesario para pedir al maquinista que se detuviera. Puso el freno, pero todavía el tren se deslizó hasta unos ciento cuarenta metros de aquí, o más. Corrí hasta allí y al llegar escuché terribles gritos y lamentos. Una mujer joven y hermosa había muerto instantáneamente en uno de los compartimentos y la trajeron hasta aquí, la colocaron en este suelo que hay ahora entre nosotros”.
No, ninguno de los dos era un espíritu; lo era un tercero, un desconocido que se cubría los ojos con el brazo izquierdo y al mismo tiempo agitaba el derecho. Atormentaba al guardavías con sus crímenes. Él no lo entendía y por eso, solamente por eso, se permite hablar del asunto con el forastero.
El espectro no ofrece ninguna explicación. Sus lamentos y acciones homicidas no responden a una grave traición humana o a un agravio especialmente ofensivo. Su violencia es maquinal. Es también una sinrazón que, aunque no lo reconoce abiertamente el Guardavías, gravita y domina su ánimo. Ninguna afrenta le ha infligido él al espíritu maligno y chocarrero, ninguna y, por ello, necesita explicarse con su visitante inesperado.
El buen hombre prosigue: “ – Y ahora, señor, — siguió diciéndome –, medite en ello y juzgue hasta qué punto está conturbada mi mente. El espectro regresó hace una semana. Desde entonces ha aparecido allí, una y otra vez, sin seguir pauta alguna.
–¿Junto a la luz?
— Junto a la luz de peligro”.
Es muy probable que existan los malos espíritus y que nos hagan la ronda fatal. Los buenos espíritus son más escasos y, cuando aparecen, son, sí, en verdad, perezosos; sus diminutas buenas acciones dejan mucho que desear y poco, poquísimo provecho. El Guardavías no se intimida y decide contender con el espectro; lidiará con él hasta la muerte y su oponente… lo vencerá.
Nada tonto, el Guardavías ha entendido que el espectro, en realidad, va por él. Por eso, cuando el forastero le pregunta por qué la rara entidad se comporta así y qué es lo que quiere comunicarle, el impecable ferrocarrilero discurre: “¿Cuál es el peligro? ¿Dónde está? Sé que hay peligro en algún lugar de la vía. Que va a suceder una calamidad terrible. No puedo dudar de ello en esta tercera ocasión, después de lo que ha sucedido con anterioridad. Pero seguramente se trata de algún cruel aviso dirigido a mí. ¿Qué puedo hacer?”.
Estaba inutilizado por el mal espíritu: supo en dos ocasiones que una desgracia ocurriría dentro del túnel, pero pudo evitarlo y antes informarlo por el telégrafo. Su argumento carecía de exageración, pues afirma que: “– Si telegrafío que hay peligro en alguna de las direcciones, o en ambas, no puedo explicar el motivo – siguió diciendo al tiempo que se secaba las palmas de las manos –. Tendría problemas y no serviría de nada. Las cosas sucederían así: mensaje: “¡Peligro! ¡Tengan cuidado!”. Respuesta: “¿Qué peligro? ¿Dónde?. Mensaje: “No lo sé, pero por el amor de Dios, ¡tengan cuidado!”. “Me despedirían. ¿Qué otra cosa podrían hacer?”.
¿En otra o en esta vida rozó la vanidad del meticuloso espectro? Pues no lo sabremos ya. Él Se lamenta: “¡Que el señor me ayude! ¡ solo soy un pobre guardavías en este puesto solitario! ¿Por qué no advierte a alguien que pueda ser creído y tenga capacidad de actuar?”.
Al forastero le interesa ayudarlo llevándolo con un psiquiatra, pero su incredulidad lo convierte en un equivocado de remate. A la noche siguiente, le hace una nueva visita para persuadirlo de que se trate médicamente, pero ya en las proximidades del lugar en el que lo había visto por primera vez, se sorprende: “No puedo describir la conmoción que sentí cuando vi que cerca de la boca del túnel aparecía un hombre que se tapaba los ojos con la manga izquierda y agitaba vehementemente el brazo derecho”.
El espectro había ejecutado su ¿venganza inmoderada o un designio gratuito? Es el momento de la verificación y de la perdida de la incredulidad. Confiesa el forastero: “ con una sensación irresistible de que algo iba mal, acusándome y reprochándome, por un momento, que había cometido una acción fatal al dejar allí a aquel hombre, sin enviar a nadie a que vigilara o corrigiera lo que él hacía, bajé por la escalera a toda la velocidad de que fui capaz.
— ¿Qué sucede? – pregunté a los hombres.
— El guardavías murió esta mañana, señor”.
Un momento un poco chocante de la sicología del forastero:
“– ¿ No será el hombre que vivía en esa caseta?
— Así es, señor.
— ¿Pero no el hombre al que yo conozco?”.
Como si mereciera demasiadas explicaciones el entrometido, recibe esta respuesta:
“—Podrá reconocerlo si lo ha visto antes, señor – dijo el hombre que hablaba en representación de los demás, quitándose con solemnidad el sombrero y levantando un extremo del lienzo – pues su rostro está entero”.
Triunfa la conjura espectral. El fuereño indaga:
“– ¡Ay! ¿Y cómo sucedió esto? – pregunté cambiando mi mirada de uno a otro mientras volvían a cubrirlo.
— Fue atropellado por una máquina, señor. Ningún hombre en Inglaterra conocía mejor su trabajo. Pero, aunque no sabemos por qué, no se apartó del riel exterior. Era a plena luz del día. Había apagado la lámpara y la llevaba en la mano. Cuando la máquina salió del túnel, le estaba dando la espalda, y la máquina lo atropelló. Aquel hombre la conducía y podrá decirle cómo sucedió. Cuéntaselo al caballero, Tom”.
Qué divagada y estricta es la truculencia narrativa de Dickens. El relato no culminará en ninguna explicación concreta de lo sucedido con el laborioso guardavías. Primero, pensamos que ese Tom pudiera ser otra encarnación del criminal fantasmagórico, pero luego…
“El hombre, vestido con un arrugado traje oscuro, se acercó al lugar que ocupaba anteriormente junto a la boca del túnel.
— Al coger la curva del túnel, señor, lo vi al final, como si mirara a través de unas gafas para ver de lejos. No tenía tiempo para cambiar la velocidad, pero sabía que él era muy cuidadoso. Como no parecía prestar atención al silbato, dejé de pitar cuando nos abalanzábamos sobre él y grité tan fuerte como pude.
— ¡Y qué le dijo?
— Le dije: “¡El de ahí abajo! ¡Cuidado! ¡por Dios, despeje el camino!.”
Sigue un apunte todavía más inquietante:
“ — ¡Ay! Fue un momento terrible, señor. No dejé de gritarle. Me llevé el brazo ante los ojos para no verlo y agite el otro hasta el final, pero no sirvió de nada”.
Qué se puede añadir o revelar en definitiva. Deliberadamente ambiguo el forastero concluye: “Sin prolongar la narración en ninguna de sus curiosas circunstancias, antes de terminar debo, sin embargo, señalar la coincidencia de que el conductor de la máquina no sólo incluía las palabras que el desafortunado guardavías me había repetido que lo acosaban, sino también las palabras que yo mismo, no sólo él, había asociado, y eso en mi propia mente, a los gestos que el guardavías había imitado”.
Bueno, la fantasía lingüística de una pregunta y la actitud que puede adoptar un espectro cuando se cubre los ojos con el brazo izquierdo son una rotunda explicación frente a lo desconocido.
El guardavías podría haber minimizado las dos primeras desgracias que atestiguó, si oportunamente hubiese conocido las formidables experiencias de un ferrocarril mexicano. Los trenes ingleses que él vigilaba no contaban con ciertas ventajas. Según relata Juan José Arreola, “en su afán de servir a los ciudadanos, la empresa debe recurrir a ciertas medidas desesperadas. Hace circular trenes por lugares intransitables. Esos convoyes expedicionarios emplean a veces varios años en su trayecto, y la vida de los viajeros sufre algunas transformaciones importantes. Los fallecimientos no son raros en tales casos, pero la empresa, que todo lo ha previsto, añade a esos trenes un vagón capilla ardiente y un vagón cementerio. Es motivo de orgullo para los conductores depositar el cadáver de un viajero – lujosamente embalsamado – en los andenes de la estación que prescribe su boleto”.
Se trata de otra narración corta: El Guardagujas. En el relato aparece otro forastero en una estación desierta. Se ocupa en mirar su reloj para confirmar la hora exacta en que debe abordar otro tren a T. Pero el caso es que “alguien, salido de quién sabe dónde, le dio una palmada muy suave. Al volverse, el forastero se halló ante un viejecillo de vago aspecto ferrocarrilero. Llevaba en la mano una linterna roja, pero tan pequeña, que parecía de juguete. Miró sonriente al viajero, que le preguntó con ansiedad:
— Usted perdone, ¿ha salido ya el tren?”.
La respuesta es un sarcasmo: “– ¿Lleva usted poco tiempo en este país?”. De ahí en adelante, el suplicio del viajero se aúna con el gozoso disparatario del viejo Guardagujas. Al modo del Gato de Cheeshaire, consultado por Alicia, el ferrocarrilero responde a su pregunta y le advierte:
“– ¿ Me llevará ese tren a T?
— ¿Y por qué se empeña usted en que ha de ser precisamente a T? Debería darse por satisfecho si pudiera abordarlo. Una vez en el tren, su vida tomará efectivamente algún rumbo. ¿Qué importa si ese rumbo no es el de T?”
Ingenioso hasta el delirio, el personaje se desborda en excentricidades. Recomienda al fuereño que busque alojamiento en la fonda cercana a la estación, aunque también le aconseja: “Trate de hacerlo cuando menos; mil personas estarán para impedírselo. Al llegar un convoy, los viajeros, irritados por una espera demasiado larga, salen de la fonda en tumulto para invadir ruidosamente la estación. Muchas veces provocan accidentes con su increíble falta de cortesía y de prudencia. En vez de subir ordenadamente se dedican a aplastarse unos a otros; por lo menos, se impiden para siempre el abordaje”.
¿Quién diablos es el viejo? Él mismo lo explica: “—Yo, señor, sólo soy guardagujas. A decir verdad , soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias”. Una de ellas: “Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a que los pasajeros desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas, de ruinas célebres: Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual, dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor”.
¿Un loco o un espectro? Luego de contarle tal historia , “el viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna”.
Es más probable que fuese un espectro, pariente y heredero, quizás, del espectro y del guardavías que describe Charles Dickens, pues “el anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
— ¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación! ¿Cómo dice usted que se llama?
— ¡X! – contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudentemente, al encuentro del tren. Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento”.
Ahora solamente queda repetir la advertencia de los letreros plantados al lado de las vías: “Cuidado con el tren”.ø
Ciudad de México, 1959. Editor, crítico de arte y promotor cultural, concibe la novela como un gesto esencialmente narrativo, pero esto no lo separa ni del cuidado de situaciones y caracteres psicológicos ni de su manifestación visual.