Ramiro Pablo Velasco
Rubén Mújica Vélez (Rodríguez Clara, Ver., 1939) pone en nuestras manos una novela formidable, la descripción de una recalcitrante realidad que se reproduce en muchas ciudades de la provincia mexicana. Cuenta la historia de una pareja de profesionistas que llega a una ciudad llamada Jobel, en los Altos de Chiapas, para encontrarse con la más salvaje de las desigualdades sociales.
Tiene Huellas en la bruma una atinada estructura compuesta por capítulos no numerados que aparentan cuentos cortos, lo cual hace más fluida y atrayente su lectura, además de que los acertados títulos de los capítulos introducen al lector en un ambiente que, de menos a más, nos absorbe.
Rubén Mújica pone a prueba nuestras emociones con la narración de violentos actos de injusticia y con el trazo de personajes inhumanos cuyas acciones están dominadas por la avaricia y el poder.
La novela nos atrapa obligándonos a acompañar la tragedia de un pueblo que sufre, hasta la muerte, la descarada y cínica injusticia social propiciada por los blancos, los caxlanes o los finqueros.
“¡Como si el enorme y prolongado sacrificio, por más de doscientos años, de las connotadas 70 familias de apellidos ilustres, por llevar el progreso a Los Altos, fuera cosa de ignorar, echar al cesto de la basura! Esta aportación invaluable a la historia y al avance de Chiapas, justificaba plenamente, haberse “hecho” de grandes fincas, hacerlas producir café, ganado, maderas preciosas, naturalmente a costa de talar enormes extensiones forestales. Ésta fue la forma más expedita de “llevar la civilización a Los Altos”. Además, argumentaban convencidos, los finqueros, los hombres blancos, los caxlanes, habían creado miles de empleos que para la turba de indios alcoholizados habían garantizado su sostén. Si la enorme mayoría de ellos se aferraba a su pobreza ancestral, al consumo de su maicito y frijolitos, con el horrendo aguardiente regional, el posh embrutecedor, era una manifestación clara de su atraso, de la vida cavernaria que difícilmente superarían.” p. 24-25
La historia que construye Rubén en Huellas en la bruma incluye escenas de infinita ternura, de solidaridad ejemplar y comprensión sincera, así como las más espontáneas explosiones de odio por parte de sus contrastantes personajes.
Lo que vamos experimentando en el desarrollo de la novela va dejando conmovedoras enseñanzas y sacude las fibras más profundas para la reflexión en torno a los viejos problemas nacionales como la discriminación, el racismo y la pobreza del campo.
Jobel puede también estar situado en la mixteca oaxaqueña, en la montaña de Guerrero o en el corazón de la Huasteca. Los personajes que Rubén dibuja cobran una inquietante actualidad en tanto que la desigualdad social en nuestro entorno es cada vez más evidente, sobre todo en entidades como las ubicadas en el sureste mexicano. “La discriminación racial prevalecía como en otras partes del país. ¿Acaso el hecho de que en otros lados diariamente se confrontaban indios, atenuaba los conflictos? Porque en Chiapas, especialmente en Los Altos, los indígenas topaban siempre con los caxlanes, con coletos auténticos o con sus herederos que mantenían y hacían gala de las brutales diferencias sociales basadas en el color de la piel, el origen étnico, en la riqueza mal habida, contrastada con la miseria de los desposeídos.” p. 96
La distancia que mantiene el autor con la historia que escribe, además de abundar en detalles sumamente conmovedores, hace que nos permita visualizar, desde una perspectiva panorámica, todo el abismo social que divide a la gente de Jobel: unas cuantas familias ricas y poderosas que se niegan a perder sus privilegios y la toma de conciencia de un pueblo indígena empobrecido y desfalleciente. María es el ser más sensible en esta comunidad provinciana cuyo “equilibrio” se sustenta en la explotación del indio y en el robo de sus propiedades, en su acoso, en la labor de desprestigio de sus costumbres y tradiciones, en el rechazo a su forma de ser, de pensar y de vestir. María es una doctora que sufre hasta el desquiciamiento el hambre, el dolor y el asesinato de quienes más quiere.
Ella conoce un niño desde el momento de su nacimiento, lo ve crecer y desarrollarse como un buen hijo y buen estudiante, no hay nada que le impida quererlo y admirarlo, pero un día alguien llega corriendo a avisarle que ha sucedido una espantosa tragedia con él y sus padres, es algo que podría provocarle un daño emocional considerable. Estas escenas se vuelven cotidianas en Jobel, donde impera la ley del poderoso, del adinerado, donde un grupo de setenta familias imponen la justicia por medio del abuso, el saqueo, el homicidio, las amenazas y las invasiones.
María no se explica cómo, por generaciones, se van perpetuando las diferencias de clase, cómo de padres a hijos se transmite el sentimiento de superioridad social, por parte de las familias acomodadas, y se rechaza y aplasta todo intento de nivelación y de justicia que intentan los desprotegidos.
Como si los compuestos en la sangre transmitieran el mensaje de poderío y de inferioridad, por ambas partes. Es solo hasta la agonía, como preludio de la muerte, que sobreviene el arrepentimiento. “La doctora oía sorprendida sin explicarse la razón de que la moribunda le confesara el peor pecado de su vida: el haber menospreciado a otros seres humanos sólo por ser indios. Era la tardía conciencia de la injusticia, la certeza de la aberrante explotación de unos por otros que al hacerlo extraviaban sus valores y su alma. Sintió que una tenue luz esperanzadora brillaba en esa confesión insólita que acogía como un buen augurio. Besó la frente a la moribunda y apenas alcanzó a oír que, como despedida, musitaba:
-Gracias por venir. Gracias por vivir con nosotros. Gracias por enseñarnos el camino verdadero con su ejemplo diario. Gracias.” p. 113 Sólo en mentes enfermas de poder y ambición cabe el deseo irrefrenable de enriquecimiento exagerado, a costa de lo que sea, inclusive a costa de la vida de los demás, en este caso de los indígenas que en su mayoría, en Jobel, sobreviven apenas con medio comer.
María no podía creer que existiera tanta maldad en al alma de algunas personas, un egoísmo ciego, tanta avaricia y sobre todo tanta violencia, de tal manera que al enfrentar la muerte del niño que ella misma ayudo a nacer no hubo freno a su desesperación, a su impotencia, a toda la rabia contenida.
“Repentinamente se aproximó uno de los médicos y le puso la mano en el hombro. Volteó a verlo y vio que las lágrimas corrían por su rostro; en silencio la condujo con una lentitud que parecía la secuencia de una película de terror. La llevó al extremo del patio en que se ubicaban los últimos cadáveres. Descubrió uno de ellos y entonces, enloquecida, sintiendo que las sienes le estallaban, vio la carita angelical de José María, su ahijado. Contempló su rostro indemne, pero su cuerpo perforado en pleno tórax.
Inexplicablemente dibujaba una sonrisa, una sonrisa que jamás olvidaría, que se le grabó con fuego en la conciencia y que en muchas noches atenazó su mente. Reaccionó como sonámbula levantando las sábanas que cubrían los cadáveres próximos: ahí estaban los compadres, muertos y sin cerrar sus ojos, con riesgo de ir mal encaminados al otro mundo. Ambos, cogidos de la mano, parecían haberse resignado a la muerte que les destrozó sus cuerpos. Ella, con una bala en la cabeza; él con otra, en pleno corazón. Entonces ya no pudo contenerse y surgió la fiera herida, el animal que todos llevamos dentro, y lanzó un grito que fue aullido de bestia, desgarramiento de todo su ser:
-¡Malditos!, ¡malditos!, ¡asesinos!, ¡asesinos! ¡Dios los juzgue, malditos! ¡Sobre sus hijos caerá este crimen!” (p. 118-119)
Una de las funciones de la buena literatura, en nuestro tiempo, es alertarnos sobre los procesos de deshumanización que estamos padeciendo, es llamar la atención sobre cómo las diferencias de clase inciden en nuestra vida cotidiana y transforman nuestros actos; la novela de nuestro tiempo nos ayuda a ubicarnos en el momento histórico reflexionando sobre lo que inconscientemente hacemos en detrimento de la convivencia y la solidaridad.
Rubén Mújica aporta al pensamiento liberador, haciendo el retrato de una abusiva sociedad tradicional enquistada en el poder provinciano, nos invita a la transformación de nuestros valores para darle mayor énfasis, en la práctica, al respeto y la tolerancia. El final de su novela Huellas en la bruma deja abierta la posibilidad de un destino compartido sin distinción de clases, razas o religiones. z
* * * * *
Huellas en la bruma. Rubén Mújica Vélez. Secretaría de las Culturas y Artes de Oaxaca, 2015. Colección Parajes, Serie Narrativa.