Lavoe: el cantante y el ritmo

Vicente Francisco Torres

Hagamos un poco de historia sobre lo que hoy conocemos, musicalmente, como salsa. En 1947, El Palladium, un inmenso salón de baile -ubicado en Broadway con la calle 53, en la famosa zona de la farándula neoyorkina- cuya pista tenía capacidad para 1000 parejas, estaba en decadencia…

Como eran pocos los blancos norteamericanos que iban a bailar tango, fox trot y algo de swing, el gerente del local, un hombre de apellido Moore, entra en contacto con Federico Pagani, promotor de música antillana que vio la solución en los músicos latinos pues, a fines de los cuarenta, Machito y sus Afrocubanos ya eran aceptados por los blancos de Broadway. A fin de que los negros no llegaran con sus puñales y desenfrenos, decidieron actuar con cuidado e hicieron matinés bailables dominicales. Es así que surge el Blen Blen Club (obviamente inspirado en la composición de Chano Pozo), y fue tal la afluencia de latinos al Palladium que debieron agregar un baile todos los miércoles por la noche.

 Durante la década de los cincuenta, reinaron en el Palladium tres orquestas: la de Tito Puente, la de Tito Rodríguez y la de Machito, aunque también llegaron y triunfaron el combo de Cortijo y su cantante Ismael Rivera, y Fajardo y sus Estrellas.

 De 1964 a 1970 asistimos a un periodo confuso, lleno de búsquedas, el cual está ejemplificado por las descargas, plenas de sonidos desordenados, en el que tuvo lugar un hecho fundamental: el dominicano Johnny Pacheco y el abogado judío norteamericano Jerry Masucci fundan la empresa Fania (1964), tomando el nombre de un son de Reinaldo Bolaños. A la compañía Fania empezaron a llegar músicos como Larry Harlow (quien había vivido en Cuba y alcanzaría el éxito al incorporar a su orquesta, como cantante, a Ismael Miranda) y un trompetista de 15 años de edad, Willie Colón, oriundo del Bronx, quien empieza a hacer mancuerna con un cantante originario de Ponce, Héctor Pérez, quien aconsejado por los empresarios cambiaría el Pérez por Lavoe.

 En 1966, el Palladium –que de 1960 a 1963 había experimentado la gloria de la pachanga, último ritmo que saliera de Cuba antes de que la Isla comenzara a padecer el bloqueo– recibió un golpe mortal cuando se le retiró la licencia para vender bebidas alcohólicas. Pero esto apenas fue la puntilla de algo que venía sucediendo desde 1964, año en que llegaron a Nueva York los Beatles, magníficos músicos y compositores, quienes eran, además, la personificación de la contracultura. Es la década de Vietnam, del surgimiento de los beatnik, y del movimiento negro inspirado en Malcolm X. En el suroeste de los Estados Unidos, César Chávez organiza a los campesinos mexicanos y en el noreste los jóvenes boricuas se organizan en el movimiento de los Young Lords, una agrupación semejante a los Panteras Negras. El espíritu festivo del Palladium, debido a estos hechos y a la creciente inmigración de latinos a Nueva York –con el consecuente incremento de los barrios marginales–fue desplazado por una voluntad aguerrida que pedía un nuevo tipo de música.

 En el Caribe, Santo Domingo recibe la invasión de los marines; Cortijo y su Combo se desintegran en Puerto Rico. Cuba se declara comunista, viene la invasión de Bahía de Cochinos y la Isla deja de ser palmeras, ron, mulatas y música para convertirse en el enemigo número uno de Estados Unidos. Las compañías disqueras le retiran su apoyo comercial a la música cubana, núcleo de la afrocaribeña y Tito Rodríguez, dios tutelar de esta música, desintegra su orquesta y se limita a cantar boleros. Es en este momento cuando surge La Perfecta, una orquesta formada por dos trombones, piano, bajo, tumba y bongó. Estaba dirigida por Eddie Palmieri, hermano del arreglista y compositor Charlie. Aunque los trombones ya habían sido usados por Mon Rivera en Puerto Rico, ahora aparecían como sección aislada definida:

La variante palmeriana, no obstante, sería la que determinaría todo el posterior sonido de la salsa. Eddie los arreglaba de tal manera que siempre sonaban agrios, con una ronquera peculiarmente agresiva. En ningún momento ellos respondían a las funciones convencionales establecidas por las jazz-bands; eran tan sólo una escuálida sección de apenas dos trombones, y ellos por ninguna circunstancia podrían reproducir aquellos edificios sonoros que hacían las grandes orquestas a la hora del mambo. Y esta diferencia ya afectó con fuerza el oído del melómano: la música dejaba de ser ostentosa para volverse aguerrida; ya no había pompa, sino violencia. La cosa, definitivamente, era distinta […] Todavía faltaban unos cuantos años para que la salsa como tal anunciara su despegue; sin embargo, ya Eddie Palmieri, funcionando como un pionero aislado, marcaba los rumbos definitivos: antes de que terminara la década, ya el Caribe -y con él las comunidades caribeñas que viven en Nueva York-, estaba lleno de trombones, de una música todavía incipiente y desesperada. pero novedosa, que tenía tres características fundamentales: 1) el uso del son como la base principal de desarrollo (sobre todo por unos montunos largos e hirientes), 2) el manejo de unos arreglos no muy ambiciosos en lo que a armonías e innovaciones se refiere, pero sí definitivamente agrios y violentos, y 3) el toque último del barrio marginal: la música ya no se determinaba en función de los lujosos salones de baile, sino en función de las esquinas y sus miserias, la música ya no pretendía llegar a los públicos mayoritarios: su único mundo era ahora el barrio; y es este barrio, precisamente, el escenario que habría de concebir, alimentar y desarrollar la salsa; aquí arranca la cosa.

En la segunda mitad de los sesenta sucederá un fenómeno muy importante: la música rudimentaria, nacida en el barrio de Nueva York, es asumida por los barrios del Caribe y Tierra Firme debido a la semejanza que dan la miseria, la marginalidad y la violencia.

 Los ruidos hirientes del barrio se traducen en lamentos de trombones pues la vida de esos lugares no es plácida y su música no podía ser melosa como el cha-cha-chá. Todo esto sin olvidar, claro, que los mismos músicos y cantantes procedían de asentamientos marginales: Ismael Miranda, de La Cocina del Diablo (Manhattan); Willie Colón, del South Bronx; Ismael Rivera y Cortijo, de Llorens Torres; Andy Montañez, igual que Daniel Santos, de Trastalleres; Larry Harlow, quien nació en un barrio de Brooklyn y asistió a una escuela en el Harlem hispano:

La salsa es contribución moderna antillana a la cultura mundial. Aunque no siempre fue tan aceptada como lo es hoy. Su rechazo se debía a que se escuchó (se gozó, y se goza) primero en los barrios populares y/o tolerantes de las grandes urbes. Mucho ha cambiado la salsa desde un tiempo que va desde los barcos negreros hasta las calles asfaltadas, con la miseria y el desarrollo típicos de cualquier ciudad latinoamericana.

 Los homo salseros (aquellos que tienen corazón que late, golpea, al ritmo de la clave) están en los barrios, en los edificios multifamiliares, en las esquinas, en los bares donde se beben las pasiones de la represión cotidiana, en los suburbios, en cualquier rincón marginal de Nueva York, Caracas, San Juan, Cali… en todas partes. El obrero, el intelectualoide, la señora encopetada que mira con desdén, el bacán, la de vida licenciosa (¿con licencia para qué?), el poeta… se extasían con el teclado irreverente de Eddie Palmieri, con el mensaje de Rubén, la descarga de cueros de Barreto, la voz sacarosa de Celia, el melao de Lavoe…

La noche del jueves 21 de agosto de 1971, en Cheetah, en un inmenso galpón ubicado en la calle 52, la grabadora Fania organizó un gran concierto descarga que perdura en cuatro discos y en una película, Nuestra cosa latina, dirigida por León Gast. Fue el comienzo del auge de una música que todavía no era bautizada. La película resultó un testimonio del Barrio Latino, marginal y ubicado en pleno corazón de la Babel de Hierro: estaban los galleros que organizaban las peleas en los sótanos de los edificios derruidos, las tiendas de los yerberos, los toques orishas, los vendedores de raspados, los tumbadores intuitivos y los vecinos exhibiendo el tumbao latino.

 A mediados de los setenta, esta expresión musical vive una especie de boom y surge la necesidad de venderla. Es cuando nos enfrentamos a un viejo lugar común que discute el origen de la palabra salsa, sin importar que las cosas no se hubieran alterado si en lugar de salsa se hubiese dicho azúcar o fuego, porque lo que se necesitaba era expresar un vivo estado de ánimo y no bautizar un nuevo ritmo musical.

 El fenómeno musical conocido como salsa surge en los barrios latinos de Nueva York, en donde los jóvenes provenientes de Puerto Rico, República Dominicana, Panamá, Cuba y Colombia, entre otros países, reciben todas las influencias culturales posibles y, si bien se sienten atraídos por el rock y el jazz, sólo encontraron en la salsa la expresión de sus deseos y el reflejo de sus vivencias. Si bien la música popular caribeña de la primera mitad de nuestro siglo surgió en los barrios, éstos pertenecían a ciudades provincianas que no conocían el vértigo social y comercial de las ciudades enormes: la distancia entre el campo y la ciudad era todavía pequeña, tal como lo testimonian los éxitos del Trío Matamoros, Celina y Reutilio y La India de Oriente, entre otros.

 Para encontrar el nombre de la criatura, los cubanos afirman que Ignacio Piñeiro, en la década del veinte, ya había compuesto Échale salsita; los venezolanos dicen que la expresión surgió en 1966, cuando Federico y su Combo lanzaron el disco Llegó la salsa, y agregan que el disc-jockey Phidias Danilo Escalona ya había popularizado la expresión en Radiodifusora Venezuela en su programa La hora del sabor, la salsa y el bembé.

 Al leer el libro de Sergio Santana, formado con declaraciones de músicos, directores de orquesta, periodistas y escritores, uno se queda con la sensación de que, a pesar de todas las teorizaciones de Rondón, la salsa es sinónimo de música afroantillana, o tropical, como solía decirse en México, y que, al margen de revistas, periódicos, polémicas y libros, el término fue una expresión que Fuente Ovejuna echó a rodar por el mundo sin pensar que la palabra negaría el son cubano ni, mucho menos, que estaban gozando una música nueva o llenándole los bolsillos a Johnny Pacheco y Jerry Masucci. Entre las opiniones que entrega el libro de Santana, destaca la de Eithel Martis, musicóloga de Curazao, quien resume el asunto de la siguiente manera:

La salsa es un término colectivo para denominar una corriente musical de raíz afrocaribeña que abarca todos los ritmos populares derivados de esta raíz. La salsa, como corriente musical, ya existía mucho antes del empleo del término para fines publicitarios y comerciales en las últimas dos o tres décadas. Es una forma de expresión musical desarrollada y adaptada paulatinamente, desde la época de la esclavitud, en el campo y en los barrios populares de las ciudades de los países de la cuenca del Caribe y, posteriormente, en los barrios latinos de Nueva York. Durante su existencia experimentó altibajos y cambios, o innovaciones respecto a arreglo, instrumentación y temática.

Como nadie niega que el corazón de la salsa es el son cubano, pero enriquecido con la cumbia, el porro, el merengue, el vallenato, el tango y hasta la ranchera mexicana, tenemos que la salsa viene a ser una gran síntesis que le canta a los países latinoamericanos, a sus distintas regiones (“Santa Isabel de las Lajas”, “Me voy pa’Pinar del Río”, “Sabor a Caney”), a los barrios pobres y sus habitantes (“La Perla”, “La Lapa”, “Pablo Pueblo”), a la vida en las grandes ciudades, con su hipocresía, alcoholismo, consumismo, adulterio y crimen (“Plástico”, “Decisiones”), al hogar (“Guajira, ven a gozar”, “El amor de mi bohío”), a sus frutas y alimentos (“Sopa de pichón”) y a cosas como plantas e instrumentos musicales (“Las maracas de Cuba”, “Tingo talango”, “Mata siguaraya”, “El sofá”, “Melao de caña”). Si la salsa surgió del Caribe, no podían faltar las canciones a las virtudes y bellezas de los negros (“Las caras lindas”, “Guerrera”, “Pa’ bravo yo”), a los orishas (gran parte del repertorio de Celina y Reutilio, y otras como “Changó ‘ta vení”, “Elegua quiere tambó”, “Babalú”, “Nina, Nina”) y la exhibición de las lenguas africanas (“Bruca maniguá”, “Bilongo”).

Las composiciones pícaras están representadas por “Cuidadito compay gallo” y el famoso “Cubanito”; las humorísticas por “El negro bembón” y “Hueso na’má”; y entre las anécdotas hiperbólicas tenemos la de “Pío mentiroso”: “Un caimán en altamar / con una pita pesqué./ La barriga le piqué, / y para que usted me escuche/ durmiendo dentro del buche, / un caballo le encontré…”

No podían faltar los oficios o empleos (“Cochero pare”, “El bodeguero”, “Mango mangüé”, “El yerbero moderno”, “El corneta”, “El carretero”) ni los personajes (“Pedro Navaja”, “Juan Pachanga”, “El Watusi”, “Amalia Batista”, “Juancito Trucupey”, “El muñeco de la ciudad”, “El negrito del batey”, “Pachito e’ ché”, “El bobo de la yuca”, “Mentira Salomé”, “Don Toribio Carambola”, “Rita la Caimana”, “El manisero”) hasta llegar -y cortando por razones de espacio– a la salsa erótica o salsa-cama con sus éxitos como “Devórame otra vez”. Sobra decir que las líneas aquí apuntadas son sólo dominantes, porque lo común es que se mezclen, tal como sucede con “Los tamalitos de Olga”, que habla de alimentos pero evidentemente tiene una carga picaresca.

Ahora bien, si muchos escritores latinoamericanos se han ocupado del barrio como ámbito literario –en México Armando Ramírez es el ejemplo por antonomasia pues a través de todos sus libros le ha dado una presencia al popular barrio de Tepito–, el caso de Umberto Valverde (Cali, Colombia, 1947) es paradigmático pues en sus dos primeros volúmenes ejemplificó la situación del barrio típico latinoamericano y su relación con la salsa. A este respecto escribió César Miguel Rondón:

Es así como el barrio (esas calles con periódicos y latas vacías, con vecinos irreverentes en camiseta y tomando cerveza, con niños que juegan beisbol, carteristas y malandros que azotan a la otra comunidad) empieza a ser el tema central de inspiración. Los del barrio -y sólo ellos- se identifican con la música. Se llama salsa, y para los demás sitios es una expresión chabacana, vulgar. Y es esta distancia, precisamente, uno de los factores que valorizan la autenticidad de la nueva expresión, que le da valor cultural a esta música agria, con ritmos y acordes hirientes y con letras que para ser comprendidas a plenitud hay que compartir la vivencia que las motivó.

El personaje

Hace más de dos décadas, gracias al trabajo periodístico, advertí que, en América Latina, se estaba produciendo una novelística con elementos comunes: sus personajes eran cantantes populares que, habiendo alcanzado el éxito y la fortuna,  concluían sus días en la miseria o en la tragedia. Parecía que el dinero les quemaba las manos y procuraban tirarlo a manos llenas. Al margen de sus temas, eran libros sumamente gozosos o, al menos, muy disfrutables; combinaban la historia, el ensayo y la biografía.

El tema parece no agotarse pues cada día aparecen nuevos libros, como Mi novia la tristeza (Océano, 2008), de Pável Granados y Guadalupe Loaeza,   que releen y reescriben las vidas de nuestros ídolos populares, hecho que habla de su vitalidad, de su interés y de la sabrosura de sus biografías.

Pues bien, en una tienda de discos del viejo centro de la ciudad de México, encontré Cada cabeza es un mundo. La historia de Héctor Lavoe, del periodista boricua Jorge Torres Torres, impreso en Colombia por Mariana Editores desde 2003 y que, a la fecha, ha conseguido ya dos nuevas ediciones.

Si la novelística arriba referida trazaba un arco en donde veíamos el surgimiento, el cenit y la caída de los ídolos populares, en el libro de  Torres, cargado hacia la biografía, el acento está puesto más en el drama vital del Cantante de los Cantantes. Es una vida novelesca. El proyecto surgió el domingo 26 de junio de 1988, cuando se supo que Lavoe se debatía entre la vida y la muerte tras lanzarse desde el noveno piso del Hotel Regency, en el Viejo San Juan. Entonces, con el material de varias crónicas y algunas entrevistas con el cantante, Jaime Torres se aventuró a escribir el libro que concluyó cuatro años más tarde.

Héctor Juan Pérez (1946 – 1993), oriundo del barrio de Machuelito, en Ponce, Puerto Rico, emigró Nueva York a los 17 años, cuando era tan flaco que su sobrenombre era Pajita. Si en su infancia trabajaba buscando comida para los cerdos, en la Babel de Hierro fue obrero, maletero, dependiente, pintor de brocha gorda y… cantante.  El hombre que en los buenos tiempos andaba cubierto de joyas en modelos Cadillac, BMW, Camaro y Mercedes,  estuvo en el cementerio 10 años sin lápida, mientras su esposa trabajaba en una base de taxis.

Héctor Lavoe creció, musicalmente hablando, asociado a la figura de Willie Colón, su futuro compadre, que lo definiría como maleante honorario graduado en la universidad del refraneo, dada la cantidad de dichos que intercalaba no sólo cuando cantaba, sino en su vida diaria. Desde la portada de su disco El malo (1966) crearon fama de malotes y a ella hicieron honor protagonizando múltiples pleitos de donde salieron con la quijada fracturada. Pero aquí también comenzó el tobogán  de la mariguana, la heroína y la cocaína, culpables de los retardos y faltas de Héctor a sus presentaciones y que, paradójicamente, le merecieron una de sus canciones más típicas, “EL rey de la puntualidad”, en donde decía, cachazudamente, que él no llegaba tarde, sino que el público llegaba temprano.

Héctor tuvo dos muertes y dos entierros: murió como artista y como hombre, y fue enterrado, primero, en Estados Unidos, en el cementerio de Saint Raymond, en el Bronx, y después en el Cementerio Municipal de Ponce, en su tierra natal.

 Tal como vemos en la novelística referida, antes de su caída los ídolos populares llevan una vida sentimental huracanada. Aunque Héctor no fue la excepción, su drama con las adicciones ocupó más espacio en su vida que sus amores. La madre de su primer hijo, Carmen Castro, tenía un cuerpo escultural como el de Iris Chacón, pero Héctor la abandonó para casarse con Nilda Georgina Román, Puchi, una mujer autoritaria que le hizo ver su suerte. Con ella precisamente discutía antes de lanzarse  desde el noveno piso del Hotel Regency. Salvó milagrosamente la vida porque cayó sobre una rejilla de aluminio que cubría la planta del aire acondicionado. Por cierto, en 2002, Puchi falleció al caer desde un segundo piso mientras buscaba salir por la ventana de su departamento porque la cerradura se había trabado.   

En 1968, inducido por Ismael Miranda, El Niño Bonito de la Salsa, entró al mundo de  la droga, sobre todo la heroína, de la que Miranda pudo salir, pero no El Cantante de los Cantantes, por razones que es aventurado dilucidar. La criminalidad en que México está hundido nos hace olvidar que para el pueblo de Estados Unidos el drama también es grande. Baste recordar que un hermano de Héctor y una hermana de Willie Colón murieron de sobredosis. Héctor  experimentó dos: una en un vuelo, mientras viajaba de Miami a Nueva York; otra mientras cantaba y tuvo que ser internado en un sanatorio para enfermos mentales.

La droga lo introdujo también al mundo de la santería, en donde padrinos y madrinas lo desplumaban y  empujaban al consumo de enervantes. Atribuyó sus logros a los santos y sus desdichas a los trabajos de sus enemigos.

Se estima que Lavoe contrajo el virus del sida al inyectarse la heroína (en 1980 le hicieron cirugía para quitarle las cicatrices de los brazos). Comenzó a perder peso en 1988 y el sarcoma facial apareció en 1990.  La enfermedad, primero, lo aniquiló como cantante. Los excesos habían mermado sus facultades vocales, pero también se dijo que un hongo se había alojado en su garganta.

 El año 1988 fue trágico para Lavoe. Una mala fecha elegida para su actuación, y conciertos gratuitos simultáneos y de gran cartel, hicieron que su presentación se cancelara por malas ventas de las entradas. Héctor se empeñó en cantar gratuitamente para la fanaticada, pero le apagaron las luces y le quitaron el sonido. Esto fue premonitorio porque al otro día tuvo lugar  el episodio del Hotel Regency que lo mandó al hospital con los huesos rotos. Y su estancia en el hospital reveló un secreto más: no tenía dinero. Para salvar la situación, el 14 de agosto se organizó, en el estadio Hiram Bithorn, de Hato Rey,  un concierto para reunir fondos. Se dio cita la plana mayor de los salseros y, en un intermedio, Héctor dio un mensaje de agradecimiento; lo habían llevado al estadio en una ambulancia.

El dos de septiembre de 1990, Lavoe fue anunciado para una reaparición. Jorge Torres voló desde Puerto Rico para entrevistarlo en New Jersey y lo vio acabado por la enfermedad, pues el tartamudeo ni siquiera le permitía expresarse claramente. Esa noche, su aspecto era tan cadavérico que, antes de salir al escenario, lo tuvieron que maquillar. Era un hombre “herido de muerte”, sin brillo en los ojos y con una expresión de dolor. Como no podía cantar, los coros intentaron hacerlo fuerte pero, finalmente, se rindió, ante Ismael Miranda y Adalberto Santiago, que reprimían los deseos de soltarse a llorar.  “Mi gratitud, dijo Lavoe, gracias por venir…Perdonen que no puedo cantar porque estoy enfermo (…) Con dificultad, Héctor descendió del escenario (…) A las cuatro p.m. de ese día yo lo dejé con el boxeador Macho Camacho que era su amigo (…) Su voz estaba bien, pero cuando llegó al camerino, lo que llegó fue un zombie”, sostuvo Maisonave al ser entrevistado por el autor.

Si Agustín Lara conoció el ocaso no sólo a consecuencia de la caída que le fracturó la cadera, sino por la llegada de baladistas como Enrique Guzmán y César Costa, Héctor Lavoe se derrumbó ante el sida y la llegada de la salsa erótica y la salsa monga, o banal, con estrellas como Eddy Santiago, Willie González y Luis Enrique.

 Héctor Lavoe, al final de sus días, con el pelo cayéndosele  a mechones, iba a buscar el puyazo salvador en edificios en ruinas del Bajo Manhattan. Más tarde, debilitado por la diarrea, temblaba, ardía por la fiebre y se ensuciaba en la cama. Si ya había muerto como cantante, el martes 29 de junio de 1993, a los 46 años de edad, pero  aparentando 70, murió como hombre. Fue expuesto en la misma funeraria en  donde estuvieron Tito Rodríguez y Machito.

 Rubén Blades le compuso “La fama” y “El cantante” mientras Héctor convalecía de una crisis. Willie Colón dijo estas palabras que bien pueden ser el epitafio del Cantante de los Cantantes:

 “La seducción y el éxtasis de la fama conllevan un precio muy caro. La fama es tan adictiva como la heroína, tan fugaz como una quimera y tan inconstante como una mujer, incondicionalmente necesitada e implacable en sus  exigencias”.