Martha Robles
Este mes se cumplen cien años del nacimiento de Margarita Michelena, escritora que explora diversos géneros en su vida creativa. A modo de remembranza , la autora hace un profundo análisis de sus facetas como periodista, poeta, esposa y mujer de amplio talante que dejó una estela siempre perceptible.
Nadie escapa al signo de su tiempo. Es el río en que cada uno se moja. Ahí se prefigura el que llamamos destino o modo de ser, de amar, pensar, actuar o no actuar y relacionarse con los demás. Ultranacionalista, cerrado, antifemenino, predominantemente emocional e intolerante, el México que tocó en suerte a Margarita Michelena no dejaba opción: condenaba a las mujeres al determinismo “propio de su sexo”, a su marginación de la ciencia y del pensamiento o al ninguneo por atreverse con el trabajo, la inconformidad, la burla, la transgresión o la búsqueda de saber.
Tanto en el periodismo como en el medio editorial y la poesía, donde legó lo mejor de su obra, se distinguió por ser “un carácter”, como diría Unamuno. Caminó en solitario, sin simpatizar con el feminismo ni con vertientes liberadoras. Transitó sin embargo y al uso, entre el poder y las letras, con la salvedad de que, a la hora del reparto de reconocimientos, merecimientos y distinciones, su condición femenina acentuaba su presencia incómoda.
Esta ambigüedad entre la supuesta admiración y el rechazo es singularmente notoria, hasta la fecha, respecto de mujeres consideradas amenazantes. Podría o no ser apreciada en privado e inclusive calificada de simpática; sin embargo, su pluma era temida y celebrada por las mismas causas; es decir, por dar en el blanco, por su sintaxis precisa y por jamás dudar a la hora de liquidar, literalmente, a sus adversarios. No es casual, en ese sentido, que ante la presión imparable a favor de la equidad de género de los últimos años, tanto el Colegio Nacional como la Academia de la Lengua subsanaran las críticas sobre su natural excluyente mediante el ingreso de miembros tan acríticos como definidos “cómodos y orgánicos”, en los términos inequívocos de Antonio Gramsci.
Apasionada del idioma y en atención a esta realidad manifiesta, Margarita nunca consiguió lo que más anhelaba: ser miembro de la Academia Mexicana de la Lengua. En cambio encumbró con su obra a su Hidalgo natal y así lo reconoce la cultura del Estado al conmemorar el Centenario de su nacimiento. Por el destino de algunas mexicanas corroboramos el alcance de estas palabras proféticas de Jaime Torres Bodet: “México es una llanura, al que asoma la cabeza, se la cortan”. Manera cruel, pero cierta, de referirse al “ninguneo” o reducción del ser a “ninguno”, practicada por una costumbre desdeñosa de la individualidad. Peor si se trata de agredir a una mujer. Entonces el medio traspasa su afán de ignorarla y, entre reconocer su vigor o reconocerla, elige la indiferencia, quizá porque tal actitud se ajusta a una tradición oral de espaldas a la fuerza formativa de la escritura. El fenómeno entraña una fatalidad ancestral. Además de hacer como que el que es no es, nadie lo ve ni se da cuenta de su existencia, el “ninguneo” provoca una de dos consecuencias: contribuye al desapego de sus víctimas, a la manera budista, o despierta a sus Furias, como le ocurrió a Michelena. En lo primero, el “ninguneado” sigue su propio camino sin abandonar su misión y, en el mejor de los caso, a su muerte es encumbrado. En el segundo, indeseable y frecuente, los afectados tienden a defenderse de su frustración irritando sus partes más débiles. Lastimados, se convierten en agresores públicos o domiciliarios. Amargan su tinta, sus vidas y el resultado de sus tareas. De manera inconsciente se contagian de tal furor y gastan lo mejor que tenían repitiendo lo peor. Así se alimentan ciclos de repudio y continuidad de uno de los ejercicios más nocivos de esta cultura.
Margarita Michelena, fue una escritora de reciedumbre peninsular y dura, como las piedras de su Hidalgo natal. Tuvo el oído en alerta a los horrores del habla, que confirman la ignorancia secular de nuestra lengua. Sintió, acaso sufrió o figuró el “ninguneo” durante su etapa de mayor productividad y donde más le afectaba: su vigilante cuidado del idioma. Solía lamentarse por dificultades interpuestas, en México, al trabajo creativo e incluso, al convertirse en miembro de un Colegio de Literatura escasamente conocido, admitió su elección de un “oficio paraliterario” que si bien le permitió subsistir, la obligaba “casi a no existir”, según lo describió en estos términos: “Siempre, si se tiene por vocación una chifladura como la mía, hay que buscar como medio de subsistencia algo completamente diferente a esta vocación.” Verdad discutible si consideramos que aun frente a una misma adversidad social y económica los escritores “de raza”, como los llamara con precisión Camilo José Cela para tipificar un destino ineludible, han encontrado modos para sortear obstáculos en atención a lo prioritario en sus vidas.
La dualidad ancestral, por otra parte, encontraría el modo de infiltrarse hasta el eje de nuestra cultura y, más allá, en el carácter del mexicano. Visible en los tránsitos de verso a prosa, el típico pensamiento dual de nuestra cultura también se percibe como seña de identidad en la autora que, en plena madurez, declara su ardor/desolación tanto en Laurel del Ángel (1948) como en La tristeza terrestre (1954): poemas que fueran publicados inicialmente en revistas locales ya desaparecidas. No deja de llamar la atención cómo, quizá de manera inconsciente, asimila además la tendencia intimista de nuestra tradición poética en tanto y, de manera simultánea, su fervor por la palabra la ciñe al rigor de la preceptiva tal vez por apego no al clasicismo, sino a sus lecturas francesas.
Sin dificultad va avanzando, como con claridad canta en “la tristeza terrestre”, “por esta ciudad equivocada del cuerpo/ donde somos viajeros extraviados”. Así trasmite su estado dual, sobre las “dos vidas juntas y distantes”, que en su hora la hicieron decir que ella misma era “astro en plena combustión”. Si atendemos su lamento autobiográfico, ese astro reiterado se quemaba por dentro e imploraba hacia fuera de modo que, al releerla, no queda más que confirmar que una era la mujer de fuego en los versos y otra al esgrimir la crítica en el plano editorial porque al periodismo reservaba el tono batallador que cancelaba al referirse a sus derrotas amorosas. Su estilo confesional no impidió que, al descubrir su pasión por el lenguaje, Margarita deseara “morir ardiendo… como un astro a ras de tierra”: una hoguera, como sin duda lo fue sin ocultamientos, salvo que en sus versos huía del amor mientras perseguía el fuego que la nutre y que la mata en su condición de abandonada. Singular como era, frente al gran público, el de los lectores de diarios, cultivó la imagen de una e inquebrantable que se llevó a la tumba en su fase de colaboradora de Excélsior.
En su emotividad desbordada en poesía, inclusive cuando teñida de fastidio, tentación de vacuidad o imprecisa exploración de lo sagrado, se infiltra el espíritu del medio siglo mexicano. Un espíritu que especialmente en literatura y mediante la creación de revistas culturales, pugnaba entre la minoría de autores por hallar una voz propia –o al menos hispanoamericana-, después de ceder al influjo francés que perduró casi un siglo, hasta que la benéfica presencia de los transterrados españoles revitalizaron la vida académica, editorial e intelectual de la naciente expresión cultural de la posguerra.
Caso peculiar el suyo en la poesía, en el periodismo y aun en el estilo intransferible de absorber la circunstancia que de una parte y como indudable “espina estéril”-como se sintiera- aniquila el brote de razón y de talento en el alma femenina; y de otra, como en “Entrega y muerte”, fertiliza el impulso creador “como un infinito número de cadáveres de trigo verde”. Cuanto más repaso sus palabras más compruebo que ni ella, recia a simple vista y con la voz entintada en ristre, se sustrajo al carácter de un México que vaga aún en pos de identidad como sustancia dividida, según resalta en sus poemas de gran aliento. Fragmentada la emoción, dual el sentimiento, contrastantes sus afanes por vivir y renacer, a pesar de tan densa desolación que, más que luchar contra ella, Margarita tendió a sostenerla sosteniéndose, quizá para continuar su equilibrismo entre la tentación del vacío y el llamado de la muerte: tal la imagen que deja de sí misma en sus palabras.
De entre sombras y cenizas algo se renueva de manera inexorable en su poesía. No fue innovadora, pero su factura impecable le permitió destacar entre sus coetáneos. Acaso esta hidalguense singular extrajo de un silencio largo expresiones comunes para nombrar su dualidad en tránsito hacia la insumisión. Y de dualidad, como apuntamos, es el eje de una poesía que prefirió llorar hacia adentro, añorar y auscultar el torrente intranquilo de su sangre antes que abrirse a plena luz. Nada más alejado, en tal sentido, del ángel exterminador que la habitaba y que cifró su ejercicio periodístico. Diáfana en su dolor y en “la luz callada” que ilumina el camino indescifrado de su cuerpo, Michelena se refiere una y otra vez a su “escondida” manera que tuvo de amar o a la parte nocturna de su sueño/muerto. Es curioso comprobar cuán lejos se mantuvo de la unidad que pudiera acabar con tan terrible destierro de lo femenino en su patria. Tal sentimiento de desolación impotente, inclusive pasiva, fluye entre imágenes variadas de una misma pretensión de matarse en vida o de forzar la vida/viva para reducirla a “una emoción innominada”.
Sólo en la poesía por consiguiente, y no en los fuegos de artificio que gustaba detonar en sus editoriales, Margarita descubrió e inclusive encubrió su peculiar recurso de salvación. Con mayor eficacia que la de sus escasísimas coetáneas escritoras, ella dotó de voz a sus “fuegos subterráneos” y de una incesante ansia de lúcida luz a la terca figura de la muerte que la envuelve en soledad. En tan clara exploración retórica deja en claro que en el amor, respecto de sus colegas varones y aun en su biografía, fue un referente, con frecuencia intimidante, de hasta dónde la voz femenina puede zaherir o endulzar, añorar, plegarse al Mandato o devastar la fragua que la moldeó, según los espacios desde donde se dirige la palabra.
Como el trayecto vital que la llevó a liberar la voz de sus raíces hasta gestar una clara individualidad, la cultura mexicana pugnaba por adquirir presencia y rostro, mientras la Segunda Guerra Mundial agitaba lo mejor y lo peor de la humanidad. Los saldos tremendos de devastación y dolor auguraban que nada seguiría igual ante los desafíos públicos y privados de una restauración que se antojaba imposible. A la sombra de las grandes potencias, no obstante heridas de muerte, los relojes biológicos y culturales de México se aferraban al lento transcurrir del miedo al cambio, a pesar de que el estallido demográfico era acicate de transformaciones sociales y económicas ineludibles. Todo cambió, sin embargo, a partir de un 1968 colmado de signos generacionales que desde luego Michelena desdeñó de manera radical y ostensible.
En tanto y a cuenta gotas algunas mujeres se incorporaban a las aulas superiores, aun a riesgo de sumarse a las altas cifras de deserción universitaria, como Elena Garro o Margarita Michelena, entre otros nombres que con desigual fortuna se probarían en las letras, comenzaban a notarse los frutos intelectuales de un exilio español que prodigaba talento en revistas en boga como Letras de México, Taller, El hijo pródigo, España peregrina, Las Españas o Romance. Ignorar esta importantísima aportación sería tanto como decir que las actuales generaciones de escritores e intelectuales, en México, casi venimos de la nada o de lo poco que se venía gestando hasta que la pléyade de maestros, editores, filólogos, periodistas, filósofos, pintores, etc, entre cuyos escritores vale recordar a Max Aux, José Moreno Villa, Eduardo Nicol, Antonio Gómez Robledo, Manuel Altolaguirre, Juan Larrea, Juan Rejano, León Felipe, Luis Cernuda, Pedro Garfias y un largo, larguísimo etcétera.
Hasta antes del agitado surtidor de cambios generacionales algunas, muy pocas jóvenes, se aventuraron no solamente a inquirir la hondura de sus emociones y el deseo, sino al de por sí escasamente frecuentado mundo del saber. No extraña, por eso, que durante su corta no obstante fecunda trayectoria en la poesía, Margarita vinculara su reconocimiento del amor a la dulce espera del dolor que le aguardaba: actitud que no deja de sugerir una cierta pasividad “ardiente”, más congruente con la educación sentimental imperante que con la apertura social y laboral que derivó al periodismo, como si en la prosa encontrara el medio idóneo para lanzar los dardos que, de manera reveladora, apagaron sus versos en 1968: año cifra de la contracultura y de la radicalización del feminismo que criticó con ostensible encono.
Espejo y suma de su dualidad, poesía y prosa fueron caminos paralelos en un carácter que hoy, con suavidad obligada, se califica de incómodo. El amor sería su Paraíso inmenso, como insistiría en sus versos. Allí, además de percibir su cuerpo como “un campo de difuntas espigas” se confesó “confinada en luminoso exilio”: imagen de posesión, sufrimiento y abandono que resalta desde las primeras letras en Paraíso y nostalgia (1945) y se confirma hasta “El tiempo del ser” que cierra “El país más allá de la niebla”, publicado unos 20 años después, como si mediante este hermoso canto a la gente de su tribu, memoria y voz coincidieran en el adiós definitivo del arte de sus letras.
Lo que dejó en Reunión de imágenes explora con tenacidad su certeza de abandono con el hallazgo poético/doliente del erotismo expresado en una honda, permanente introspección. Algo por cierto nada infrecuente durante la afición de juventud –como observaría Octavio Paz- de quienes eligieron leer y escribir poesía. Curiosamente, la abultada tendencia intimista en nuestra tradición no suele abrirse -como gustan los ingleses, por ejemplo-, a la simbología del paisaje ni al acontecer extramuros de la vida/viva de otras culturas.
Atesorado por hombres que no concebían que las mujeres plantearan dudas o se preguntaran cómo era el trasfondo de las cosas, el lenguaje era un río delimitado y, aunque en movimiento inevitable, echaba en falta el surtidor de voces que, durante tanto tiempo reprimido, dotara de luz, de sentido y libertad la expresión de lo femenino. Y esa es, entre otras aperturas, el tributo del puñado de buenas plumas que, en prosa o en verso, comenzaron a mostrar al filo de los años cincuenta cuán distinta no obstante intimista es y llega a ser la palabra cuando esgrimida desde la realidad femenina.
No la intimidó el precio de quedar señalada por distinta. Tampoco ignoró cuán grave y permanente es el estigma de las mujeres inteligentes en México. Para empezar, el drama se manifiesta en las relaciones amorosas y se extiende hasta padecer obstáculos nada sutiles e inclusive burlas y expresiones de desprecio en el mundo social. Es el machismo, ni duda cabe, aun tan arraigado en nuestra realidad, que como indicador visible observamos que políticos y empresarios, ante de arriesgarse con mujeres cultas, pensantes e intelectuales, a puños desposan actrices menores, modelos, figuras del espectáculo y representantes de esa feminidad inofensiva y cómoda que abarca la popularidad y abiertamente repudia el mundo del arte y el pensamiento y muy particularmente de la crítica. A cuenta gotas y no sin miramientos, la Universidad fue sin embargo abriendo puertas a las primeras profesionistas, calificadas de inteligencias masculinas en el mejor de los casos. Era el tiempo en que, inconcebibles en la mujer, tanto el pensamiento como la capacidad de decidir y el privilegio de ser económicamente activos eran atributos exclusivos de los hombres. Ni qué decir del derecho a moverse en libertad, sin horario ni condiciones.
Salvo un par de médicas, una ingeniera, dos o tres abogadas y varias inscritas en la carrera de Letras, que en mayoría no concluyeron la licenciatura –como fuera el caso de doña Margarita-, puede decirse que en la primera mitad del siglo pasado se cumplía a plenitud la célebre máxima que Rosario Castellanos elegiría para titular, muchos años después, sus artículos reunidos: “Mujer que sabe latín, ni tiene marido ni tiene buen fin”.
Mujer atípica, temible, inteligente. Abrió puertas de plomo sin olvidar la coquetería que ostentaba con indudable elegancia e, inclusive a su pesar, era la que era sólo en poesía. “Toco la oscura brasa de mi nombre -esto que soy, que amo y que recuerdo-. Luego voy más allá de mi memoria y de lo que ahora es la isla de mi cuerpo, de la sonoridad iluminada donde acceden las cosas a su forma bajo las raíces de mi sangre…”
Rellenó con cantos sus ausencias y reveló, tras un cúmulo de llagas y de miedos, la comunión con la palabra, el ser en cuerpo y alma. Recuerdo y sangre, dolor y diálogo con la muerte fueron eje de su canto y un secreto fuego en su Reunión de imágenes, para situar la voz en la orilla de su hoguera. Sólo se inclinó ante las palabras. Soberbia en este medio que devora a los mejores, se convirtió en guerrera. Así pasó las décadas entre dardos que lanzaba y recibía, entre amores y rechazos siempre fieles y siempre a tono con lo rojo de su ánimo. Estuvo donde quiso estar, “en donde el mundo empieza y donde acaba”; dijo cuanto pudo; escribió agarrada con fuerza a la puntilla, como si en cada frase se vaciara de alma.
Su índole verbal transmite remotas tonalidades y en especial la ausencias de poetas que lleva en la raíz. Baudelaire y Mallarmé en ocasiones, Quevedo a la cabeza de una cadencia que reanima el barroco sedimentado en la sangre. Eco lejano de Castilla, no obstante en su lenguaje vagan sombras de Unamuno y Miguel Hernández. Sólo vagan, porque Margarita tuvo música en su tiniebla sorda y melodía e ideas para decir que las cosas arden sobre el rostro, “como testigo de la luz y del orden”. Luz y orden, según el puntilloso contraste del azar que hace posible un estallido y el sosiego, el caos total, fulgor que ciega frente a la muerte.
Venció enfermedades largas. Conoció el dolor. Cuando convalecía de una última y larga gravedad que le hizo perder el habla, volvió a escribir en Excélsior, aunque con tinta disminuida. El 27 de marzo de 1998 comía con su hija Andrea cuando algo se atoró en su garganta y sufrió un ataque de asfixia. Los cuidados filiales, el hospital: todo infructuoso. Era el fin, su última batalla y episodio que literalmente sellaba una vida por donde más disfrutaba. Oportunamente pidió que sus cenizas se dispersaran en las aguas de Veracruz.
Como otros de su edad, experimentó en carne propia el ascenso constitucional, el apogeo y el declive del México inventado por el levantamiento armado. Hasta parece que en sus biografías personales, como en su hora ocurriera con José Vasconcelos, quedaran asimiladas las líneas de una geografía espiritual que los hizo como fueron y algunos todavía son: iracundos, mesiánicos, encarnados en juez y parte del ser nacional, divagados y también portadores de una inconformidad sin la cual los demás, hijos del desconcierto y de la ansiedad por dotar de sentido al recuento de olvidos, andamos por este mundo con los ojos abiertos y ávidos de paz.
Muerta ya, silente y quieta, Margarita se incorporó a nuestra reunión de ausencias, las que por sus huecos indican lo que queda cuando algo abultado se ha ido, su esencia. De ella permanece la voz, el habla que habla, un caudal de nombres y el “Tiempo del ser”, con el que nos honramos honrándola.