Miguel Ángel Echegaray
“Es difícil imaginar que una monda calavera sea una calavera de mujer”, escribe, como de improviso, Ramón Gómez de la Serna, escritor con el que el pintor Alberto Gironella tuvo verdadera empatía. ¡Vaya si lo respetaba con enconado entusiasmo¡
Se cuenta que en una ocasión, en horas inciertas de la madrugada, Gironella corrió de su casa de Valle de Bravo a un par de visitantes que confesaron abiertamente no saber quién fue ni qué escribió el greguero español. Craso error. Desbarrancada ligereza de sus invitados.
El pintor supo muy bien que una monda y lironda calavera era una calavera de mujer. Así se percibe cuadro a cuadro, dibujo a dibujo, retrato a retrato, siguiendo la crónica de una visión degradante en que la carne no es joven ni vieja; sólo está ahí, descomponiéndose.
Cuántas veces no pintó el hermoso espectro de hueso que se asoma lentamente en sus modelos favoritas. Ninguna agraciada ni desgraciada por su mano; puras facciones que van agotándose en sí mismas, como caricaturas de un cuerpo insidioso que se obstina en decaer. Bien pudo, al finalizar un cuadro y después de firmarlo, estampar la leyenda que da título a esta breve nota: “¡ Y que no se les olvide lo de dejar esta vida !”,frase pronunciada, luego de participar en una bacanal, por un personaje de Scott Fitzgerald.
Pero el desfiguro no fue tratamiento sólo para sus musas. También lo es la propia pintura. Así se encuentra con Velásquez. Sus reinas Marianas concluyen la degeneración de su porte y elegancia. De su inmoderada alcurnia y su altanero esplendor no quedan más que jirones de brocado, tejidos con hilos de oro que se disipan en una honesta náusea. Música fúnebre que arrastra un rollo gastado de pianola.
Las pinturas de Gironella son una maraña de instantes expresivos y, por ello, se suele asociarlas naturalmente con la literatura. Parece empeñado en poner a prueba las cosas y las gentes excepcionales como en una novela de caballerías.
Sus favorecidos escritores o toreros, sus íconos revolucionarios y sus mujeres
extravagantes ( y por supuesto sus pintores) no se van lisos de sus óleos y
grabados salvo en contadas ocasiones.
Fija un retrato de Gómez de la Serna entre papelillos floridos y vulgares, al tiempo que lo hace convivir con viejas estampas con escenas taurinas. Es la pose del escritor lo que trasmite cierto orden; la pose sellada por la elegancia de un sincero señorito. Pero contra lo que pueda pensarse, Gironella no extremó la composición de su ensamblaje, no se empecinó en desfiguro alguno, pues recurrió a fotografías de Ramón cuando éste era todavía muy joven y declara que escribe en su “torreón” madrileño, rodeado de cachivaches, adquiridos las más de las veces en el mercado de pulgas del Rastro.
Objetos inusitados, miniaturas de toda especie repartidos aquí y allá y, como telón de fondo, la pared tapizada de recortes de litografías, impresos y folletos, así como retratos de tamaño distinto. Plenitud de cachivaches que perdieron su primer sentido, decorativo o documental, y que han pasado a reorganizarse en un nuevo orden tramado con minúsculas e impredecibles referencias.
En otra fotografía de su estudio, sobre una mesa repleta se despliega “la plaza de los pisapapeles”; sobresale “un farol” que la ilumina (una lámpara con base de porcelana y pantalla redonda de cristal). También en la pared abigarrada conviven (en un singular acomodo de collage ) un recorte con la imagen de Marcel Proust, una carta con los tres oros, el corte ovalado de un retrato decimonónico de mujer lánguida… e incalculables representaciones del exceso ramoniano. Así lo pintó Gironella, otro tratante de cachivaches, desde maniquíes hasta corcholatas.
Por eso sus alusiones pictóricas a Gómez de la Serna son más bien, si vale el término, realistas: no hay engaño para verlo envuelto en su gran artificialidad de figuras de cerámica y porcelana; junto a sus retratitos de factura reproducida, calendarios, armatostes telefónicos y cajas chinas, o sentado en un sofá junto a su muñeca de cera de tamaño natural a la que parece leerle alguna de sus miles de conferencias; muchacha mustia y un poco cursi como toda muñeca que se respete. Que sigan los exegetas confirmando o no que esa chica demacrada fue la metáfora pasional de su novia Carmen de Burgos, después de separarse.
Si el retrato que Diego Rivera le hizo a la manera cubista (que además incluye la portada de su libro acerca del Rastro) pareciera insinuar el estrambótico desorden en que gustaba situarse, en cambio, los que le brindó Gironella reflejan el descarado trampantojo en que vivió enmarcado. De igual modo, tanto en fotografías personales como en sus propios ensamblajes, se puede observar al pintor triunfante entre cachivaches, al pintor hastiado de lo común y corriente, haciendo de la tela una figuración delimitada con corcholatas y animada por latas de chorizos y sardinas.
El retazo que hace significado entero y la asociación de ciertos libros y escritores son la liga entre ambos, especialmente con don Ramón María del Valle Inclán, de quien Gironella facturó notables retratos y del que su tocayo tejió una admirable biografía.
Ramón inserto en la composición de su existencia individual; Ramón retratado en la recreación compositiva de la existencia individual del escritor; pedacería de los sentidos y las cosas; Ramón, más que homenajeado, exorcizado por sus representaciones. ¿Somos nuestra propia representación rodeados de objetos?
Pues bien, la memoria parece estallar en objetos atesorados; se nos va la vida por adquirir y conservar los objetos que creemos necesariamente nuestros. Formadores y custodios de tesoros y necedades que nos hablan y hablan de nosotros: Que no se nos olvide lo de dejar está vida, rodeados de las cosas más queridas, pues igual no se mueren por completo. Gironella y Gómez de la Serna no entenderían jamás ni a los minimalistas ni a los mezquinos.
Unas cuantas, algunas greguerías , que Gómez de la Serna hubiese asociado a las pinturas de Gironella:
Según envejece la mano vamos viendo en ella la rama seca del racimo de la vida.
Vieja: cara de hombre con pendientes.
El as de copas queda como el trofeo de la noche perdida.
Ningún espacio mejor aprovechado arquitectónicamente que una lata de sardinas.
En la vida no estamos más que haciendo tiempo para ir al museo de los huesos.
Ciudad de México, 1959. Editor, crítico de arte y promotor cultural, concibe la novela como un gesto esencialmente narrativo, pero esto no lo separa ni del cuidado de situaciones y caracteres psicológicos ni de su manifestación visual.