Miguel Ángel Echegaray
Interesante recorrido del autor por algunos referentes de las obras de Pérez Galdós, Buñuel y O’Connor para referir dos temas permanentes en la historia de la humanidad: Eros y Tánatos.
En el viejo barrio madrileño de Chamberí, el “hidalgo de buena estampa y nombre peregrino: Don Lope Garrido”, caballero venido a menos, vive con dos mujeres: “criada la una, señorita en el nombre la otra, confundiéndose ambas en la cocina y en los rudos menesteres de la casa”.
Ambas, sirvienta y entenada, sobrellevan con dignidad las penurias y apuros que propicia el magro imperio de Don Lope. Haciéndose el remolón, Benito Pérez Galdós tarda un poco en darles nombre a las dos mujeres.
La criada es alta y seca, tiene los ojos negros y es un poco hombruna. Viuda de un albañil y madre de un hijo al que mantiene en un hospicio. Se llama Saturna. La otra, que sólo era señorita por denominación de edad, es bonita, esbelta y de una blancura inverosímil, tiene 21 años, es huérfana y se llama Tristana. Personaje y relato que, como es sabido, fascinaron en su momento a Luis Buñuel y por eso los convirtió en cinematografía.
La vida de Tristana está marcada por su resentimiento a Don Lope, protector que abusó de ella por lo menos en una ocasión, con lo cual le hizo confuso y vago el futuro. Aún ahora, como sus vecinos entonces, conjeturamos: ¿era su padre, era su amante? Unos afirmaban lo primero; otros no pudieron comprobar lo segundo. Se les cansó la chismosa curiosidad.
Tristana y Saturna se acompañan y conviven a toda hora, pero no como dama y doncella. Tampoco como ama y fámula. Como las define Pérez Galdós, solamente “se confundían en la cocina y en los menesteres de la casa”, sin advertir entre ellas jerarquía alguna. La convivencia se extiende a los días domingo, en que visitan un hospicio para reunirse con Saturnito, que así se llamaba el hijo de la sirvienta. En tales ocasiones, Tristana le obsequiaba una naranja y una moneda al interno.
Fue precisamente en uno de esos domingos cuando Tristana y un galano joven pintor, Horacio, quedaron atraídos para siempre o eso mismo se imaginaron. Vino el trato continuado y los encuentros nada fortuitos; las cartas de amor inflamado; las promesas que se multiplican para tomar su posible lugar en el porvenir. Pero también vinieron las escenas de celos y amenazas de Don Lope en su papel de hombre despechado, y más tarde llegarían también las escenas de preocupada resignación paterna del “hidalgo de buena estampa y nombre peregrino” por lo que pudiera ocurrirle a Tristana con su nueva pasión.
En una de esas cartas que el galán Horacio recibe de manos de Saturna (en tareas de celestinaje), Tristana le confiesa que le “duele una pierna. ¡Ay¡ ¡ay¡ ¡ay¡ ¿Sabes dónde? Junto a la rodilla, donde existe aquel lunar…” Y es tal el dolor que le impide caminar. Medio en broma y medio en serio le pregunta: “¿Y tú me querrás cojitranca?”.
La duda habrá de someterse más tarde a la triste realidad: dolores sin fin de músculos y huesos estragados obligan a un médico amigo de don Lope a amputarle de emergencia la pierna. Mucho se dice de la traumática operación en el relato, al igual que de la conversión definitiva de don Lope en un auténtico padre para la lisiada. No se ahonda más en el lento y al parecer inevitable abandono del gallardo Horacio, quien sale por piernas de su comprometedora relación con Tristana.
De lo que también se habla poco es de la prótesis que debe usar la muchacha. Apenas se dice que “la pierna de palo que le pusieron a los dos meses de arrancada la de carne y hueso era de lo más perfecto en su clase; mas no podía la inválida acostumbrarse a andar con ella, ayudada sólo de un bastón. Prefería las muletas, aunque éstas le alzaran los hombros, destruyendo la gallardía de su cuello y de su busto”.
Nada se agrega posteriormente del miembro falso y por ello nos sorprende que Luis Buñuel le rinda admirado tributo en su película: recuérdese la dilatada toma en que la prótesis de Tristana permanece al descubierto entre las sábanas revueltas de su cama, como un objeto que imantara miradas maravilladas.
En otra latitud y en otra época, la señora Hopewell, nos refiere Flannery O’Connor en su relato La buena gente del campo, gobierna una granja en una zona rural de Georgia. La auxilian en las tareas domésticas y las faenas en la granja la señora Freeman y su marido. También vive con la señora Hopewell una joven de nombre Joy, su hija de treinta y dos años. Siempre está malhumorada y es cortante en su trato con los demás. Estudió un doctorado en Filosofía y decidió por propia iniciativa cambiar legalmente su nombre por el de Hulga.
Un acontecimiento traumático marcó su biografía: cuando era niña recibió accidentalmente un disparo durante una cacería y perdió una pierna. Creció desconfiada y resentida; era rubia, gruesa de cuerpo y usaba anteojos. Su madre no sabía cómo tratarla. Su condición de inválida llamaba poderosamente la atención de la señora Freeman. Flannery O’Connor refiere que: “Había algo en ella que fascinaba a la señora Fremman, y un día Hulga se dio cuenta de que era la pierna artificial (…) Hulga había oído a la señora Hopewell explicarle los detalles del accidente de caza, de qué manera la pierna había sido literalmente arrancada, que ella en ningún instante había perdido el conocimiento. La señora Freeman podía escuchar esto en cualquier momento como si hubiera sucedido hacía una hora”.
Nos inquieta que ciertas personas mantengan latente su curiosidad frente a otra que ha perdido un miembro y que se auxilia de una prótesis; pero nos inquieta aún más que sea la prótesis la que por sí misma despierte y excite esa atracción. Por eso también nos causa cierta turbación el simulador que se aparece un día a las puertas de la casa de la señora Hopewell, pretextando vender ejemplares de la Biblia.
Es un muchacho atrevido que carga con una maleta, suponemos, cargada con Biblias de pastas negras. Habla y habla con fastidiosa mitomanía y no logra convencer a la señora Hopewell de que le compre un ejemplar. Pasado un rato, Manley Pointer, así asegura llamarse este “muchacho del campo”, logra burlar el hartazgo de la patrona, al escucharlo confesar que padece del corazón. La enternece y lo convida a que se quede a comer y él acepta gustoso.
Durante la comida, Hulga apenas se permite hacer un cambio de miradas con el joven locuaz; pronto se levanta de la mesa y se retira. Un poco después, la señora Hopewell logra deshacerse del inevitable. Pointer sale de la casa y se topa con Hulga en el pórtico. No solo conversan sino también acuerdan salir de paseo el sábado. Ella miente sobre su edad; dice tener 17 años. Es probable que él mienta también al decir que tiene 19. De esa y otras cuestiones se engañarán durante su breve trato. Antes de despedirse la elogia: “Veo que tienes una pierna de palo – dijo–. Creo que eres muy valiente. Creo que eres muy dulce”.
Se encontrarán a las 10 de la mañana nuevamente en el pórtico y ella trama antes una especie de acción filosófica: “Esa noche, Hulga se había imaginado que lo seducía. Imaginó que los dos caminaban hasta el granero que había más allá de los campos, y allí las cosas llegaban a tal punto que lo sometía con facilidad, y luego, por supuesto, tenía que vérselas con el remordimiento de él. Un genio de verdad podía llegar a hacer entender una idea hasta un cerebro inferior. Imaginó que ella transformaba su remordimiento en una comprensión más profunda de la vida. Ella le arrancaba toda la vergüenza y la transformaba en algo útil”.
Craso error de la cerebral Hulga, pues la debilidad de Joy, la niña que aún habitaba dentro de ella, acabará con sus planes. El vendedor de Biblias será el único seductor en esta historia. Lleva con él su estorbosa maleta “porque nunca se sabe cuándo se necesitará una Biblia”. Ya en el camino al bosque la abrazará y le hará preguntas disfrazadas de ingenuidad: “¿Dónde está la juntura de tu pierna de palo?”. Luego la retará a subir por la escalerilla que conduce a la parte alta del granero. Recostados allí sobre el heno, inician la ronda de los besos y las caricias que harán añicos la fortaleza de la lisiada, quien ahora le confiesa tener 30 años de edad.
Atiende un primer pedido del amante improvisado: escucharla decir que lo quiere. El segundo es más complicado de satisfacer: él desea que le muestre la juntura de la pierna de palo. Ella le aclara que llega a la rodilla, solo a la rodilla, y no entiende por qué ahora quiere verla. Tensión creciente. Se rinde: “Poco a poco él empezó a subirle la pernera del pantalón. La pierna artificial, con un calcetín blanco y un zapato plano marrón, estaba envuelta en una tela gruesa como lona y terminaba en una juntura desagradable que estaba atada al muñón”.
No termina todo ahí. Con actitud reverencial le solicita que le muestre “cómo se quita y se pone”. Lo complace, se la quita y se la vuelve a colocar; él mismo repite la operación “manipulándola con tanta ternura como si fuera una pierna de verdad”, pero no se la coloca de nuevo pues se deleita al mirarla. De nada valen los ruegos de Hulga para que le devuelva su prótesis; el representante de la “buena gente del campo” se incorpora y coloca la pierna dentro de la maleta, la cierra y la lanza hacia la entrada del granero, baja rápido por la escalerilla y sale por piernas. A modo de despedida le dice que no se llama Pointer, que no podrá atraparlo y que no es tan inteligente como ella cree.
En la maleta, el ladrón había acumulado ojos de vidrio, brazos y manos de madera y prótesis de otra clase. ¤
Ciudad de México, 1959. Editor, crítico de arte y promotor cultural, concibe la novela como un gesto esencialmente narrativo, pero esto no lo separa ni del cuidado de situaciones y caracteres psicológicos ni de su manifestación visual.