El Exilio

Ana Laura Bonilla

Obra reciente de una autora que conjuga personajes, momentos y lugares de manera singular, siempre dejando entrever intimidad personal.

Sentada a la orilla del lago Silvia miraba los nenúfares mientras pensaba en Zulema. La primera imagen en su mente eran sus blancas manos y su piel, más sedosa que la de cualquier otra persona. –Los pliegues en sus dedos son perfectos y su anillo con una enorme piedra cobalto hacia que por instantes aquellas manos se convirtieran en porcelana. –pensó.

Diez años atrás, tuvo lugar la reunión en la que se conocieron. En aquella ocasión, Silvia y Zulema acudieron a la misma clase de costura en la escuela. Ésta se hallaba en un antiguo monasterio que había sido restaurado sólo una vez en más de doscientos años.

Manchones de colores pertenecían a los antiguos murales que adornaban las bardas de todo el recinto, y que ahora sólo eran figuras opacas. En el muro más alto del atrio principal, se leía una inscripción acerca del tributo que debía rendirse a la luz matinal; estas líneas habían sido reescritas por alumnas de la escuela, modificando así la inscripción litúrgica original. Un cinturón de pinos bordeaba los muros y circundaba así toda la edificación.

Silvia y Zulema compartían la mesa de corte y la máquina para coser en aquel taller, en donde le dedicaban mucho tiempo, incluso, el de descanso, y lo utilizaban para hacer ropa holgada y anticuada. Casi no hablaban entre ellas, pero siempre estaban juntas. Ambas vestían enormes faldas color café, que ellas mismas habían confeccionado, -dignas de cualquier hermana de la caridad-, contrario a sus compañeras de clase que las doblaban para que les llegasen arriba de la rodilla.

Una tarde, en los baños, algunas de sus compañeras intentaban perforarse el lóbulo de la oreja con una de las agujas que ocupaban en el taller de costura. Silvia y Zulema entraron en aquel momento. Silvia las miró con altivez:

–¡¿Qué hacen jovencitas?!–preguntó casi gritando.

Silvia era muy bella, de cuello largo y esbelto, tenía hermosos labios rosados y una mirada penetrante. Parecía haber disfrutado el sobresalto provocado.

–¿Quieren volverse rebeldes? –volvió a preguntar con sarcasmo cuando entró a un retrete y cerró la puerta de un golpe.

Zulema que no era tan alta como Silvia saludó a las demás chicas con timidez y rápidamente entró a otro sanitario.

Una de las chicas del grupo; una de ojos color miel, tomó uno de los botes que contenía basura,y sin quitar los papeles lo llenó con agua y lo vació por encima del cubículo donde había entrado Zulema.

–¡Enséñanos lo que es la rebeldía!­–gritó.

El grupo de bandidas salió del sanitario festejando su victoria.

En el silencio absoluto del cuarto del baño se escuchaban los sollozos de Zulema. Su rostro, que generalmente era amable se tornaba en una faz de profunda tristeza. Sus lágrimas pronto bañaron la piedra azul cobalto.

En los siguientes días la chica de los ojos color miel evitaba cualquier ruta y cualquier sitio que fuese un probable punto de encuentro con Zulema y Silvia, y, comenzó a ausentarse en las clases ante la represalia que pudiera tener Silvia o Zulema, pero Silvia sólo la miraba con desprecio.

Por esos días se hizo público un próximo festival de poesía. Muchas de las alumnas se mostraron emocionadas, entre ellas Silvia. Cuando llegó el día del evento ésta pasó al centro de la sala a leer su poema. En silencio sostuvo el papel en sus manos. El polvo acumulado en su garganta la dejaba afónica. Su boca era como esa valija inservible que se lleva de viaje y en aquel instante por primera vez al abrirse, crepitarían los goznes por encima de todos los sonidos, entonces leyó. Hablaba de una ciénaga, la cual no podía cruzar nunca; de cómo el miedo, la ansiedad y otras sensaciones la hundían y la sujetaban al fondo del depósito.

Zulema escuchó atenta, sus ojos brillaban y aunque estaban llenos de lágrimas, los abrió muy grande. Todo había en ellos. Escuchó una voz que resonaba fuerte y claro en su interior: “he estado ciega, pero ahora puedo ver”. Creyó que este pensamiento evitaría que sufriera, pero no fue así, pues era una punzada dolorosa, sólo secó las lágrimas con su enorme falda.

Desde una esquina en penumbras, unos ojos color miel, asombrados, observaban la escena. Con el paso de los días esta chica de ojos color miel, se mostraba cada día más avergonzada y más apartada,–el color de sus ojos se ensombreció,–decían sus compañeras. No era capaz de sostenerle la vista a Zulema, quien la miraba con amabilidad, y mucho menos a Silvia quien tenía una mirada fría y directa. Ya no hablaba con nadie, se le veía sola en los rincones, hasta que un día desapareció. Jamás se supo de la chica de ojos color miel.

–Ella se encuentra en una pendiente. –dijo Silvia con tono indiferente. Zulema no la miró.

–Nos queda poco tiempo aquí, tengo miedo de desaparecer también. –contestó Zulema.

–Anímate, imagina la vida que nos espera más allá de esos árboles. –volvió a decir Silvia y abrazó fuertemente a Zulema.

Ambas se quedaron mirando los cipreses que se asomaban en lo alto del muro, y la forma en que el viento soplaba entre ellos, y sintieron una helada ráfaga de soledad.

La escuela era cada vez más silenciosa y sombría; los gruesos muros que enfriaban poco a poco los salones, extinguían la poca energía que les quedaba para hablar.

Zulema sentía miedo de lo que encontraría más allá de los muros, escuchaba el cauce del manantial de su vida correr y no sabía cómo dejarlo fluir, o hacia dónde.

Tenía en su armario una colección de enormes faldas cafés, todas iguales, llenas de polvo, pues al ser iguales sólo usaba un par. Se sentía como una de aquellas faldas arrumbadas en fondo del closet, perfectamente inmóvil. Deseaba tener un rostro imponente, como el de Silvia; duro pero hermoso, que lograra impactar a las personas con su presencia, y construir algo en sus mentes cuando la escuchasen hablar. Pero una placa de hierro estaba soldada en Zulema, no había forma de salir de sí misma. Se encontraba en una pendiente y no hallaba nada de dónde asirse.

El último día de clase los familiares acudieron a la celebración y despedida de las alumnas. Silvia escuchó el tumulto de gente en el segundo nivel cuando subía por las escaleras. Llegó a un auditorio donde en ese momento alguien abría los enormes postigos de la ventana, era Darío, el hermano de Zulema. Silvia se quedó quieta, casi como un muerto, le atrajo de inmediato. Él buscó sus ojos y le sonrió. Tenía una cicatriz en el labio superior y el cabello alborotado, y dijo al aire en voz alta para que ella lo escuchase, ­–¡preséntame a tu amiga!­–y rió con descaro. Dio la vuelta y desapareció de la ventana.

Desde aquel encuentro, Silvia se obsesionó con aquel chico, quién sólo la trataba con indiferencia, a lo que ella se preguntaba sin descanso, cómo había sido posible que el arrebato de aquellas palabras “preséntame a tu amiga”, hubiese cambiado al instante por una mudez total de parte de él. La primera impresión, ni siquiera podía haber tornado en una segunda, ya que no la hubo, pues él inmediatamente perdió el interés en conocerla, eso la llenó de ansiedad y frustración.

Pasaron algunos años y la amistad de Silvia y Zulema continuó. El bello rostro de Silvia se tornó melancólico y desvelado, pues pasaba las noches velando aquel encuentro irrealizable, pensando en qué flores podía ofrecer cuando se consumase, pero las flores se marchitaban una y otra vez. Se había enamorado de una figura vacía parecida a un lujoso abrigo en un perchero. Se había ilusionado con una persona inexistente que la miraba con lascivia una y otra vez. Silvia escribió decenas de cartas, algunas se las entregó a Darío, otras, las guardó para ella, pero siempre, pidiendo un encuentro; mientras él, sonreía para sí mismo, pero no contestaba nunca.

Todos sus escritos los enviaba en un sobre violeta con bordes plateados que ella misma construía. Una noche en que dormiría en casa de Zulema, vio algunos de los sobres orlados de plata en la mesa de su amiga y enfureció, pero muy pronto supo que el sedimento amargo que se había formado profundamente en ella, no se debía a las cartas que Zulema no había entregado a su hermano, si no, al rechazo directo de éste. Volvía entonces a encontrarse con todos sus deseos que le ataban el cuello en el fondo de la ciénaga. Ahí se ahogaba sin descanso.

Silvia tenía también un hermano, un medio hermano, para ser exactos, diez años mayor que ella; y aunque estuvieron relativamente poco tiempo de su vida juntos, había sido un buen confidente.

Por esos días, Silvia lo llamaba con frecuencia, necesitaba repetir una y otra vez las mismas reflexiones acerca de Darío, las mismas lamentaciones. Lo buscaba a diario. Una mañana antes de que hiciera la llamada habitual, recibió una: “-tu hermano murió en un accidente-”,pero Silvia prefirió caminar al lugar donde seria velado. Al ir caminando con la mirada desecha, cruzó el puente por donde le dijeron había caído el cuerpo de su hermano. Ahí se detuvo, miraba incrédula, ­–es imposible caer por aquí, solo caben las piernas­, porque el dorso no entra por este pequeño espacio que dejan los tirantes metálicos; alguien, únicamente podría caer al vacío si lo hubiesen subido al estribo, o si él mismo por voluntad propia se hubiese precipitado- Pensó.

Subió entonces al estribo y vio en lo hondo del río el cuerpo de su hermano, dormido entre la vegetación y las flores del fondo, no lloró, pero en ese momento conoció el dolor de una herida que no cicatrizaría jamás.

Los silenciosos encuentros entre Zulema y Silvia continuaron de la misma forma que cuando se conocieron en el taller de costura. Por las tardes se encerraban en la habitación de Zulema, con las ventanas abiertas; abiertas al viento, a la lluvia y después…, abiertas a la noche. Disfrutaban la actividad moribunda de la tarde, cuando el sonido iba apagándose, hasta que era sólo un rumor sordo. –Este es el sonido real de la agonía, –dijo Zulema, mientras untaba crema en sus piernas que eran tan blancas como un lienzo de algodón. Irónicamente el reciente sufrimiento que había traído la muerte del medio hermano de Silvia, y que, naturalmente había dejado el ambiente enrarecido, parecía haber inyectado aún más belleza alas fieles compañeras. El rostro de Silvia adquiría madurez y serenidad; elegancia y añoranza. Las personas que hablaban con ella se tornaban sorprendidas porque el misterio en ella era inquietante. Zulema en cambio, era el sueño apacible del pastor; el sueño en medio de los campos de trigo y cebada, donde el ruido sordo de la agonía de la vida no existe. Silvia podía ver el brillo de los ojos de Zulema, aún entonces, a través de las aguas del rio donde dormía su hermano, aun cuando estas aguas se ponían cada vez más turbias.

Llegó así el día en que Silvia se mudaría de ciudad, esperaba despedirse de Zulema a la orilla del lago, donde sus siluetas se dibujasen en el agua, como dos columnas de mármol…, como dos robles; solitarias como los cipreses que custodiaban su antigua escuela: silentes e inmortales.

Zulema llegó con el rostro descompuesto, se encontraba nuevamente en una pendiente, más inclinada que las anteriores. Ambas sabían lo que era la soledad, ambas habían recibido en su rostro el agua sucia y la basura en aquel cuarto de baño. También juntas, se enfrentaban al lodazal de la ciénaga, ambas habían subido al estribo para ver el fondo del río, aún sin saberlo. Y ahora ambas sufrirían la ausencia de un hermano, Darío había sido asesinado un día antes. Zulema no quiso decírselo a Silvia, la vio animada y con un brillo de esperanza en los ojos. Esa ilusión crecía también en ella y germinaría a pesar de todo.

Sonrieron pensando en lo que les esperaba: a Silvia, más allá del lago, y a Zulema, más allá de la fosa abierta de Darío. Ö