Juan Rulfo y mi maestro

Vicente Francisco Torres


A través de una reminiscencia personal, el autor nos comparte su aproximación a un autor mexicano fundamental y la develación que de él hicieron académicos y amigos.

Desde hace varias décadas tengo una deuda de gratitud con el escritor puertorriqueño y Maestro (con eme mayúscula), de la UNAM, José Luis González. Disculpen ustedes si soy un poco digresivo pero al final podrán comprenderme.

Estaba en vías de obtener mi grado de licenciatura en la Facultad de Filosofía y Letras y andaba recopilando firmas de los lectores de mi tesis. Ya llevaba cuatro, incluida la de José Luis González quien aceptó firmar como tutor. Fui en busca de la última firma y el diablo metió el rabo porque ese quinto profesor me dijo, con aire doctoral: “no le puedo aprobar esto porque es muy subjetivo”.  Con esas palabras se me caía el mundo porque, a pesar de tener cuatro votos aprobatorios, por el quinto profesor debía escribir la tesis otra vez, con el riesgo de que a alguno de los cuatro que ya me habían dado luz verde dijera que el nuevo trabajo no le parecía. Quienes han pasado por este trance seguro han recordado a otro maestro de esos que sufren mal de montaña cuando pueden ensañarse con algún muchacho.

Regresé con José Luis González en busca de ayuda y saqué tremenda experiencia. El gran cuentista ni se inmutó con lo que para mí era una tragedia. Movió afirmativamente la cabeza, encendió uno de sus Raleigh con filtro que siempre lo acompañaban, puso una goma de tuti fruti en su boca y me dijo:

–Va a regresar con ese profesor y le dice: mire usted, como yo soy un sujeto, lo que escribo es subjetivo. Si yo fuera un objeto entonces podría ser objetivo.

Como yo me horroricé pensando en cómo reaccionaría ese profesor, José Luis González me apaciguó:

–Dígale que yo lo digo.

Volví con el susodicho y con voz temblorosa dije el dictado del tutor.

El maestro (con eme minúscula) se puso un tanto colorado, pero preguntó en dónde debía firmar.

He dado este rodeo para decir que las clases de José Luis González eran de literatura, pero también de ética, de vida, o de vida literaria. Él llegaba al salón a conversar y de la plática surgían las enseñanzas, por la sencilla razón que él vivía la literatura, era su protagonista y no el típico profesor que llega con tus tarjetas bajo la manga. Un día nos dijo:

–En 1970, un poco antes de morir, Òscar Lewis y yo tuvimos una discusión porque él decía que Los hijos de Sánchez era una novela (González fue el traductor de ese libro al español) y yo le decía que, aunque su libro era muy ameno y él escribía muy bien, eso era un trabajo antropológico. Y de aquí derivó una clase sobre lo que es una novela.

Otro día hablaba de los escritores raros que obtienen el premio Nobel y los predicamentos en que ponen a los redactores de revistas y suplementos culturales. Recordó a Haldor Laxness y dijo que Fernando Benítez andaba como loco en 1955 buscando a alguien que conociera la obra del novelista islandés hasta que dio con mi maestro, quien había leído su novela Independent people e hizo la semblanza del nuevo Nobel. Días más tarde encontré a Juan (Rulfo, naturalmente), dijo González, y resultó que también él conocía a Laxness y nos pusimos a platicar sobre el autor.

La clase fue entonces sobre los escritores que son buenos lectores y los que suelen frecuentar escritores extraños, como era el caso de Juan Rulfo. Y como estaba encarrerrado el ratón, la clase derivó a escritores con una producción homeopática como María Luisa Bombal y Juan Rulfo.

El gran maestro boricua contó una anécdota para decir que Rulfo sí había sido parco, pero no tanto como se cree porque escribió una segunda novela, llamada La cordillera, no porque tratara sobre la vida en las montañas, sino porque en Jalisco una cordillera es una cuerda con muchos nudos, es decir, la novela era un conjunto de historias que tenían un común denominador. Y se extendió en su anécdota de la siguiente manera:

–Fui a la Editorial Siglo XXI a ver a Jaime Labastida, quien muy orgulloso me enseñó un original: “Es la próxima novela de Rulfo”, me dijo Labastida, y me la entregó para que la hojeara. Mientras esto hacía, le dije: “si viene Juan a pedírtela, para hacer nuevas correcciones, no se la vayas a dar, porque nunca la volverá a traer”. En esas estábamos cuando llegó Juan, quien iba a pedir la novela porque necesitaba hacer nuevas correcciones. Yo vi a Jaime (Labastida, se entiende) por lo que acaba de decirle, pero me miró y le entregó el original de la novela, que nunca se ha publicado.

Y concluyo con una anécdota más que involucra a Ramón Rubín, otro de mis Maestros que también era gran amigo de Juan (Rulfo, se entiende). Rulfo se expresaba muy bien de Rubín porque estimaba su manera de contar pero, sobre todo, porque no era hablantín. A Rulfo, según me dijo don Ramón, no le gustaban las personas locuaces, quizá porque él estimaba en gran medida las palabras (su obra es prueba de ello) y no le parecía correcto el mal uso que se hace de ellas.

Yo había ido a ver a Rubín a Jalisco para hacerle una de las varias entrevistas que sostuve con él. Tenía ganas de mostrarme un libro de cuentos que, decía, eran muy fuertes y no había tenido la presencia de ánimo para presentarlo en alguna editorial.  Me pidió que fuéramos a su recámara para que me enseñara esas historias que se ubican en la ciudad de México y hablan de enfermedades venéreas en los tiempos en que no había penicilina. Finalmente  ese libro lo traje a la ciudad de México y lo publicamos en la UAM.

Fue así como estuve en lo que podría llamarse su estudio con su extraña biblioteca, ya que los libros estaban envueltos en bolsas de plástico para que no se los comiera la polilla pero, cuando uno tomaba los libros que llamaban la atención, estos parecían sonajas porque Rubín los embolsó, pero la polilla se quedó adentro. Abrió el cajón de su escritorio buscando un bolígrafo y puso encima varias cosas entre las cuales una llamó mi atención. Era una foto en color sepia, de tono muy claro porque seguramente había estado expuesta al sol. Vi que eran Rulfo y Rubín, sentados debajo de un papayo. ¿Quién les tomó esta foto, don Ramón? pregunté lleno de sorpresa, y Rubín me contestó como si se tratara de una obviedad: “pues Juan; él la tomó, ya ve que le interesaba la fotografía”. Mi pasmo debió ser tan grande que don Ramón remató: “si le interesa llévesela”. Y yo la traje para enmarcarla, para que estuviera junto a los pocos cuadros que tengo en mi departamento del pueblo de Tacuba. Ö