El Hombre rata

Yvonn Márquez


Nueva creación que la autora comparte como primicia con los lectores de cambiavías

Comencé a ir a ese bar después del trabajo. A veces termino tan cansado que unas cervezas me bastan para regresar a casa, y dormir. Beber todas las noches me sirve para despejar la mente y no pensar ─Me gusta no pensar. Me gusta oír el silencio que se agolpa en mi cabeza nocturna y me arrulla hasta caer rendido en sus negruras─. Ahí, en ese bar vi por primera vez al hombre gris, pequeño y gordo, mientras yo contemplaba el color suave y burbujeante de mi bebida. Nos sentábamos a unos cuantos metros de distancia, cada quien metido en sus silencios. La gente nos rodea, la gente habla, a veces hay música, sobre todo los viernes, el bullicio se hace incontrolable. No siempre puedo permanecer sentado con una sola cerveza. Cuando el bar se llena, siempre hay quién está deseoso de ocupar mi banco, empujándome como una leve advertencia de salida y yo tengo que pedir una nueva cerveza para ganar nuevamente mi espacio, entonces, con el vaso lleno, vuelvo a tener respeto. Eso mismo le pasa al otro hombre, sentado en la otra esquina. Muchas veces he tenido ganas de sentarme de aquel lado y cruzar palabra con él. Pero su mirada nerviosa y su nariz alargada me detienen. Siempre lo miro beber cabizbajo, doblando los brazos pegados al cuerpo, como queriendo ocultar que está ahí, con sus bigotillos escasos, con su turbio gris. A veces lo miro por largo rato tratando de entender un rostro como aquel, hasta que él me mira y mis ojos, incapaces, huyen de ese contacto. Porque ese hombre mira con esos ojillos oscuros, redondos, de brillo turbio. Algo tiene ese hombre al mirar que da frío. Una mirada que parece haber salido de alguna alcantarilla oficinesca. Tiene la mirada negra e inofensiva del hacinamiento, del hombre que pasa los días royendo documentos, archivos, montañas de papel copulando palabras monótonas, que colonizan territorios donde habitan más como él, un ejército cosmopolita y vivaz. Pero él es un verdadero acróbata de la burocracia. Lo veo roer la madera de las puertas mejor cerradas, subir los cables más elevados, abrir huecos en el cemento más duro, para estar ahí, en su cómodo taburete, cada noche en este bar, agachado, como si fuera un hombre, luego de que, seguramente, ha sorteado algunas batallas por la espalda. Sí, eso debe ser. En algún punto él no se dio cuenta de que sus pensamientos lo iban devorando a sí mismo, transformándolo en una esencia roedora y solitaria, encogido en su bebida de cada noche, encogido en su silencio, sin querer pensar en nada. Hoy como otras noches, termino mi tercera cerveza. Estoy agotado. Me levanto y salgo entre el bullicio. Ante la puerta me volteo y el hombre también se ha levantado, y viene hacia la salida. No lo espero. Me adelanto a la noche en la que seguramente escucharé sus pasos.