Nuestro hombre en Washington

Carlos Rodríguez y Quezada

A través de una reminiscencia personal, el autor nos comparte su aproximación a un diplomático mexicano clave al interior de un organismo internacional.

Entre las múltiples comisiones que tuve en el Servicio Exterior Mexicano hubo una en particular que me llenó de satisfacciones, de emoción y de orgullo por la importancia del puesto (era consejero por ese entonces), por la relevancia de la comisión en un organismo internacional donde la voz y el peso político de México son incontestables. Pero sobre todo, pedí esa adscripción porque el titular de la misión de México era el maestro de generaciones de diplomáticos mexicanos y un hombre extraordinariamente sabio, con las mejores dotes de un diplomático, lo que todos los diplomáticos jóvenes deseamos llegar a ser: me refiero a don Rafael de la Colina. Y es que yo había trabajado como jefe del departamento de la OEA en la entonces dirección de organismos internacionales de la Secretaría de Relaciones Exteriores y nada se me hizo normal y lógico que seguir mi trayectoria diplomática en la OEA, organismo que conocía muy bien.

Una vez en Washington pronto me percaté que más allá de los pleitos parlamentarios y discusiones bizantinas que tenían lugar en la arena de las sesiones, a veces demasiado prolongadas éstas porque a los latinoamericanos nos encanta hablar, todos los embajadores y alternos se trataban con gran camaradería, afecto y amistad, casi casi como una familia. La OEA es un organismo internacional bastante democrático porque es muy fácil entablar relaciones con los delegados alternos, con los embajadores y altos funcionarios del organismo. Además, el personal de la OEA es bastante accesible y amistoso con todos los delegados, al grado que es común comentar entre todos asuntos delicados, y triviales también, con la mayor libertad y, sobre todo, chismear sabroso de todo lo que acontece al interior del organismo y de las delegaciones permanentes.

De ahí que no tuve mayor dificultad en entablar amistad y contactos con un buen número de embajadores y delegados alternos, con quienes intercambiaba información y análisis sobre los temas de la agenda del organismo. Una cosa que me había llamado la atención desde México, era la referencia, casi religiosa, que se hacía de la estructura y funciones del organismo. Una de éstas, sin duda, era la obligada alusión por todos a los Tres Pilares en los que descansaba todo el entramado jurídico, político y administrativo de la organización. En efecto, siempre que había ocasión, uno se refería a los Tres Instrumentos Básicos de la OEA: La Carta de la OEA (que se aboca al orden y estructura de todo el entramado de la organización); El Pacto de Bogotá (para la solución de controversias) y el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca, conocido popularmente como el TIAR o Tratado de Río, para cuestiones  de seguridad continental.

Pues bien, en cierta ocasión durante una larga cena, el recién nombrado embajador de Argentina, cuyo nombre he olvidado, hizo un repaso bastante divertido de cuando lo nombraron titular de su misión en la OEA, su preparación en la cancillería, así como los estudios y análisis de la situación de Argentina en la OEA y su carpeta de instrucciones. Cuando el director de organismos internacionales le había dado un panorama amplio y exhaustivo de lo que era la OEA en esos momentos de 1983, le dijo que los Instrumentos Básicos de la OEA eran cuatro. El embajador contestó argumentando que él sabía que los Instrumentos Básicos de la OEA eran tres, a lo que el director insistió que eran cuatro, a saber:  La Carta de la OEA, el Pacto de Bogotá, el TIAR y …. ¡Don Rafael de la Colina!

Para la cancillería argentina y para cualesquiera otras del continente, la presencia del embajador de México era fundamental para  arreglar cualquier entuerto político o diplomático que pudiera presentarse. Don Rafael, como todo mundo lo conocía, era el fiel de la balanza, el faro y guía cuando las cosas se salían de control en los debates que con harta regularidad se presentaban en el seno del consejo permanente o en la asamblea general. Todos recordaban cuando don Rafael llegaba a las asambleas cargando un enorme portafolios negro que contenía las resoluciones y documentos fundamentales de todas las asambleas generales, del consejo permanente y de los principales órganos del sistema. Nada escapaba a su mirada escrutadora utilizando una enorme lupa, porque él mismo se encargaba de microfilmar los documentos que luego guardaba en microfilmes cuidadosamente organizados fuera por reunión, por fechas, o bien por temas. Así que era prácticamente imposible ganarle el debate. Además, don Rafael estaba dotado de una privilegiada memoria fotográfica y de un enorme y envidiable bagaje cultural, de ahí que bien podía referirse a cualquier tema, por muy relevante o por muy poco atractivo o simple que pudiera parecer.

Embajadores y funcionarios de la organización acudían a él en busca de ayuda, apoyo  o consejo. Era muy común verlos llegar a la sede de la misión de México y conversar con él en una larga sala decorada con muebles, alfombras y artículos provenientes del viejo continente y de los Estados Unidos, que bien daba la pinta de una enorme galería de antigüedades que eran de su pertenencia.

Usualmente, don Rafael era muy moderado con el uso del lenguaje, al grado que sus intervenciones eran limitadas a unas cuantas palabras y unos cuantos minutos, pero lo suficientemente claras y contundentes para que todos quedaran ubicados y entendieran por dónde tenían que enderezar los caminos para solucionar las frecuentes crisis que asomaban a la organización.  Y con enorme rapidez él podía saber el origen de una propuesta, de un comentario, de una posición, porque no necesariamente el portador de éstos era el promotor de los mismos.

Dotado de una extraordinaria resistencia (durante mi comisión en Washington don Rafael oficialmente rondaba los 86 años, aun cuando tiempo después descubrí uno de sus grandes secretos, porque en realidad él tenía unos 93 años cuando se jubiló), era muy difícil aguantar sus ritmos de trabajo, sobre todo en ambientes de alta tensión, como las desgastantes asambleas generales o las maratónicas sesiones del consejo permanente. Y ni qué decir de su condición física, de la que solía hacer gala, porque mientras los jóvenes sufriamos con el sorocho, don Rafael nos rebasaba alegre con pasos seguros y firmes, sin claudicar ante la enorme altura de la cordillera de los Andes.

Don Rafael se mostraba orgulloso de que su primer nombramiento en el Servicio Exterior Mexicano como Canciller de Tercera había sido firmado por el Presidente de la República, ¡don Venustiano Carranza! Disfrutaba enormidades de un comentario que le narré sobre algo que me ocurrió durante mi paso como encargado en la oficialía mayor de los nuevos procesos electrónicos. Y es que cuando comenzamos a instrumentar estos nuevos sistemas en la SRE para actos administrativos, tales como pagos, traslados, sueldos, personal, los modernos equipos invariablemente rechazaban los trámites que tenían que ver con don Rafael. No había forma de que sus sueldos, viáticos, o pasajes, fueran aceptados por las computadoras. Los trámites de don Rafael eran devueltos sin razón alguna. Era una situación totalmente absurda e ilógica, que no logramos comprender, porque todo lo habíamos diseñado con sumo cuidado. Así que nos pusimos a revisar de dónde provenía el error que nos marcaban las máquinas. Después, los técnicos y yo nos percatamos que cuando ingresaron los datos del personal del SEM en la memoria de las computadoras, todos habíamos nacido en el siglo XX, por ende las computadoras registraron nuestros nacimientos a partir de 1900 hacia adelante. Y como don Rafael era el único miembro del SEM que había nacido en el siglo XIX, por ahí del año 1895, la computadora lo desconocía con un montón de XXXXXX y lo marcada como error.

Don Rafael fue embajador de México en la OEA por más de 20 años. Hombre sencillo y de una enorme discreción, dejó una enorme lista de funcionarios del SEM que aprendimos de su talento, de su entrega a México, de su inteligencia, de su don de gentes, de sus capacidades de diplomático excepcional y de enorme conocedor del país y del mundo que lo vieron nacer. Para todos fue faro y guía, y aun los “malandrines” como él solía llamarlos, reconocían en él las enormes virtudes de un gran caballero. Hombre sumamente cuidadoso, poco antes de su jubilación se descuidó en el crudo invierno de Washington y fue víctima de una pulmonía que poco a poco fue acabando con su vida. Todos, mexicanos y no, le decíamos Maestro.