El príncipe-princesa y otros cuentos (5/8)

Luis Ayhllón

Se presenta el quinto de los ocho relatos escénicos que el autor comparte desde hace varios números con los lectores de cambiavías. 

5. La ballena ebria

El hijo del carnicero debió tener muchos problemas para irse de aquel reino.

Huyó de la noche brumosa

robó una pequeña lancha

y se fue sin decir a nadie.

Lo último que vio fue la silueta del castillo en la colina

y sus banderas negras que ondeaban desde lo alto.

El hijo del carnicero se quedó dormido con el rumor del mar

y sin darse cuenta se lo tragó una inmensa ballena.

Despertó en su estómago.

Mareado y con arcadas

en la completa oscuridad

una niña harapienta le iluminó la cara con un cerillo:

–  No hagas eso. ¿Quién eres?

–  El hijo del carnicero. ¿Y tú?

–  ¿Y qué haces aquí?

–  No sé. Es un sueño, creo. Aunque apesta. Y en los sueños, no recuerdo los olores. ¿Quién eres?

–  No es un sueño.

–  ¿Dónde estamos?

–  En la panza de una ballena.

Al principio

el hijo del carnicero

no le creyó

pero la niña

con el cerillo

iluminó las grietas de un estómago de ballena y escucharon los sonidos de un intestino gigante y añoso.

El niño se orinó en sus ropas

la luz se fue

y la niña prendió otro cerillo.

El hijo del carnicero lloró

y la niña se cansó de decirle que no era el fin del mundo.

–  No es el fin del mundo.

–  ¿Entonces?

–  Sólo es la panza de una ballena.

–  ¿Y qué vamos a hacer?

–  Lo que hacen todos los que son tragados por este monstruo. Esperar a que nos expulse. Depende de su humor. Es que es vieja, y con la edad, se vuelven caprichosas. Estreñidas.

–  ¿Y generalmente a qué hora se le ocurre expulsar gente?

–  No lo sé, nadie sabe.

–  ¿Y mientras qué hacemos?

–  Nada.

–  ¿Crees que hoy salgamos?

–  No, cómo crees.

–  ¿Por qué lo dices?

–  No somos los únicos. Pero sí los últimos de la fila.

Y juntos recorrieron las entrañas grasosas.

La luz de tiempo en tiempo se extinguía

y la niña usaba sus cerillos.

En medio de la penumbra

y los sonidos intestinales

el hijo del carnicero observó las caras mugrosas de algunas niñas y niños.

Primero hubo estupefacción.

Después unas voces hacinadas:

–  ¿Y ése?

–  Que se vaya.

–  ¿Cómo te llamas?

–  Córtale un brazo.

–  ¿De dónde salió?

–  Ya no hay espacio.

–  Que se largue.

–  Córtale un brazo.

–  Largo.

Y el hijo del carnicero se vomitó.

–  Qué asco.

–  Apártalo.

–  Qué asco.

–  Imbécil.

–  Desgraciado.

–  Niño de mierda.

Hubo más agresiones.

La niña sujetó su mano y lo guío a un pequeño órgano donde sólo cabían ellos dos.

Las voces infames se volvieron un rumor lejano.

Parecían un jadeo de animal herido.

–  No les hagas caso.

–  ¿Cuánto llevas aquí?

–  No tengo idea, pero llegué con algunos dientes.

–  ¿Cómo sobrevives?

–  Pues siempre hay algo de comida que nos toca: algas, pececitos.

–  ¿Y a esos qué les pasa?

–  Están locos.

–  ¿Siempre se ponen así?

–  Una vez, una niña sabia nos dijo que las heces de las ballenas eran muy apreciadas en tierras ignotas.

–  ¿Por qué?

–  Purifican los mares.

–  No veo por qué.

–  Ni yo tampoco. Pero esa niña era sabia, olía a abuela. ¿Qué llevas ahí?

Y el hijo del carnicero le mostró un cuchillo para reses.

La niña lo miró curiosa.

El niño se lo dio.

La niña

en la carne de la ballena

grabó su nombre con él.

–  Quizás podríamos apuñarla mucho.

–  Ya la hemos maltratado.

–  ¿Con un cuchillo?

–  No. Pero la hemos lastimado de mil formas y la puta ballena no hace nada. Yo creo que no siente el dolor. Yo creo que es una ballena inmune al dolor. Una vez provocamos un incendio. Hasta un niño se prendió fuego. Y ella, se reía.

–  Las ballenas no se ríen.

–  ¿Tú qué sabes?

–  Las ballenas, por lo general, lloran.

–  Las ballenas lloran. O cantan. Se pasean. Son buenas. Se quejan de sus dolores. No se tragan niños. No se carcajean.

Los niños callaron.

La noche era una madeja de sonidos gástricos.

Pronto se quedaron dormidos.

Abrazados y hambrientos

sus pequeñas manos

al unísono

empuñaban el cuchillo silencioso.

FIN