Luis Miguel Estrada Orozco
Emotivo encuentro de un escritor singular con un crítico certero y apasionado. En este texto Estrada Orozco aplica la minucia para analizar la única obra escrita por el cuentista michoacano, quien “realiza particulares retratos de vida y tragedia campesinas”.
I.
Cada cierto tiempo, desde la crítica, intentamos rescatar a un autor que imaginamos olvidado. En mi caso, el autor fue Xavier Vargas Pardo, autor de un solo libro, Céfero, que leí por primera vez hace diez años. En 2008 acababa de desertar de una carrera contable y jamás había hecho crítica literaria. Sólo sabía escribir ficción. Elegí el libro para mi tesis de maestría porque sentía la urgencia neófita de escribir sobre algo “de lo que casi no se hubiera escrito”. Además, Vargas Pardo, un michoacano venido desde fuera del medio literario, una especie de invasor con el que me identificaba, tenía algo de inevitablemente atractivo. Al pasar los meses, y luego los años, me encontré con que los comentaristas de Céfero y los rescatistas de Vargas Pardo eran más abundantes de lo que había supuesto.
El libro desde su primera recepción crítica, llamó la atención por el uso de giros idiomáticos, los particulares retratos de la vida y tragedia campesinas, la solidez de sus estructuras y la fugacidad de su autor.
Los cuentos de Céfero, ubicados en el México revolucionario y post-revolucionario, ocurren en su mayoría en zonas rurales del estado de Michoacán. A lo largo de once cuentos, el lector encuentra gente batiéndose en escaramuzas, bandidos asolando pueblos, violadores rebanados por la mitad, apostadores mutilados, mujeres rescatadas o ejecuciones sumarias, pero detrás de tanto pasmo, detrás de tanta violencia, late un humor ácido y un elemento trágico que dotan de profundidad simbólica a la desgracia, salvándola de la futilidad. Los cuentos de Céfero están escritos en un registro coloquial, rural, que pocas veces se ha usado con tanta eficacia. Encima, cada cuento es un deleite estructural: arrancan sin demora, se tensan en el punto preciso y giran súbitamente hacia un desenlace brutal.
A lo largo de todo el libro, el factor de cohesión es Ceferino Uritzi, el personaje central en la mayoría de los cuentos, narrados en primera persona. En algunos otros, Ceferino actúa como una especie de Charlie Marlow y la historia se cuenta desde su voz la cual, “según podemos intuir, complementa su testimonio con ese gran ojo avizor de la voz pópuli” (González 70). Más allá de la complejidad técnica de un personaje que entra y sale de la acción, pero cuya voz permanece como una constante durante un libro entero, este recurso esconde algo más humano que sólo se entiende cuando se descubre la manera en que se gestó una parte del libro. Pero para ello, hace falta hablar un poco del autor.
II.
La biografía de Xavier Humberto Vargas Pardo puede resumirse en una entrada cómoda de diccionario. Nació en Tingüindín, Michoacán, el 11 de septiembre de 1923 y murió en Guadalajara, el 22 de mayo de 1985. Según Mónica Sánchez Gil, contaba con antecedentes familiares en artes plásticas y literatura, estudió en la Universidad de Guadalajara, y en 1942 entró de lleno al trabajo de artista plástico, con exposiciones en Morelia, Guadalajara y la Ciudad de México (Sánchez Gil 4). Sin embargo, ni la literatura ni la pintura fueron su principal fuente de ingreso, sino el diseño textil “actividad para la que se especializó en Estados Unidos” (González 70). En 1961, publicó un único volumen de cuentos y, aunque aseguraba que tenía también una novela y un libro de poemas (Flores), ninguno de estos vio la luz jamás. Lentamente, se le olvidó en el gran panorama nacional, a pesar de que, al menos en Michoacán, sigue siendo una figura literaria reconocida.
Probablemente el rescatista más célebre de Vargas Pardo sea Edmundo Valadés. Él también fue su promotor más comprometido y uno de sus primeros lectores en el mundillo literario. En Cuento de nunca acabar (la ficción en México), de 1991, encontramos algunas pistas de la gestación del libro en “Al rescate de Céfero”, de Edmundo Valadés, quien a 30 años de la primera edición ya lamenta que Céfero sea “un libro inadvertido, olvidado” (Valadés “Al rescate” 59). Su relación con Vargas Pardo, que se convirtió en un padrinazgo accidental, comenzó por pura admiración profesional. En 1959, Valadés elogió desde su columna “Tertulia Literaria”, en el diario Novedades, el cuento “Pancho Papadas” que Vargas Pardo había publicado en la revista Perfumes y modas. Vargas Pardo, quien vivía en Guadalajara entonces, contactó a Valadés poco después, “para entregarme”, según palabras de Valadés, “con la advertencia de que me consideraba su padrino, un legajo que con el título de Céfero reunía una serie de cuentos, diciéndome que ‘a ver que hacía con ellos’” (59).
La publicación en Perfumes y modas no era la única credencial de Xavier Vargas Pardo. En 1958 había ganado el Concurso Permanente de cuento del periódico El Nacional con “El bombín”. Un cuento que, según su hijo Xavier Vargas Beal, debió parecerle bueno a Alí Chumacero, pues fue quien lo instó a enviarlo al periódico (Sánchez Gil 5). Para cuando recibió el premio correspondiente, a finales de mayo de 1958, Perfumes y modas ya había premiado también “Pancho Papadas”, aunque no lo publicaría hasta el siguiente año (“Recibió ayer…”). “El bombín”, terminó publicándose en el número 585 del suplemento de El Nacional, el 5 de junio de 1958. No sorprende, pues, que Vargas Pardo decidiera contactar a Edmundo Valadés al enterarse de la manera en que elogiaba su cuento en “Tertulia Literaria”. Después de todo, entre 1958 y 1959 Vargas Pardo tenía una buena racha literaria que continuaría los dos años siguientes. En 1960, un cuento suyo fue incluido en Anuario del cuento mexicano. 1960, volumen editado por el Instituto Nacional de Bellas Artes, donde se incluía además el trabajo de figuras como Amparo Dávila, Rosario Castellanos, Beatriz Espejo, Sergio Pitol, José Emilio Pacheco y Juan García Ponce, entre otros. Ese mismo año, desde la revista Armas y letras de la Universidad Autónoma de Nuevo León, Edmundo Valadés anunciaba la publicación de la obra en el Fondo de Cultura Económica: “Con dos o tres cuentos publicados, uno de ellos premiado en el concurso de El Nacional, Xavier Vargas Pardo—michoacano—, será reconocido como uno de los más interesantes cuentistas de la vida rural, al aparecer su libro inédito” (Valadés “El cuento mexicano” 29). Al año siguiente, 1961, su libro efectivamente se publicó y aunque su recepción no fue mala, generó poca resonancia en la crítica.
La manera en que el libro entró en el catálogo del Fondo de Cultura Económica tiene al menos dos versiones y una variante. Por un lado, Mario Raúl Guzmán asegura que Vargas Pardo “en 1959 buscó a Gastón García Cantú en el diario Excélsior. Le llevó sus cuentos, y al historiador le parecieron buenos. Luego el cuentista Edmundo Valadés los consideró magníficos. Finalmente, Henrique González Casanova decidió incluirlos en la Colección Letras Mexicanas del Fondo…” (Guzmán 27). Raúl Eduardo González, sin abundar mucho al respecto, asegura que la publicación se debió “en buena medida gracias al poyo de Alí Chumacero”, entonces parte del FCE (González 70). El propio Edmundo Valadés lo recuerda diferente. Antes de llevarle el manuscrito a Joaquín Díez Canedo, “para su posible inclusión en ‘Letras Mexicanas’” (Valadés “Al rescate” 60), pasó el manuscrito a dos lectores de primer nivel, además del propio García Cantú, para conocer la opinión que el texto les merecía: Rosario Castellanos y Juan Rulfo. Es último, según Valadés, tiró “de modo escueto, pero muy expresivo” un elogio lapidario y monocorde propio de un hombre de pocas palabras: “Éste se las sabe todas” (59).
Se las sabía, o al menos esa fue la opinión que compartieron las reseñas que Manuel Lerín y Jesús Arellano publicaron en El Nacional, en el suplmento número 745 del 9 de julio de 1961. Para Arellano, Vargas Pardo había “penetrado en la conciencia de esta capa social [la de las comunidades rurales] y descubierto un mundo nuevo para nuestras letras; del realismo y a veces hasta del verismo, toma el material que luego, con sabiduría de verdadero escritor, convierte en arte” (Arellano). Manuel Lerín, por su parte, destacaba además, el logro peculiar del uso del lenguaje popular en el libro: “Por regla general, el uso de este tipo de lenguaje cansa o fastidia (…) pero en el caso de Céfero no sucede así, pues el autor tuvo el cuidado (…) de colocar de tal forma los vocablos que no chocan y sí manifiestan la fuerza expresiva de quienes los usan” (Lerín). Un año más tarde, en Anuario de Letras, de la Universidad Nacional Autónoma de México, Miguel Blanco profundizaría sobre este aspecto, advirtiendo que el riesgo de utilizar el registro popular es el de producir “una lengua falsamente arrusticada”, “un contrahecho remedo de habla popular” (Blanco 300). Sin embargo, en su opinión este no es el caso de Vargas Pardo, quien “sin responder rigurosamente a la variedad dialectal de ninguna zona determinada, no inventa nada ni nada altera caprichosamente”, y refleja el habla popular “sin difíciles contorsiones impuestas por un desmedido afán de provincialismo”. (Blanco 300-301)
Opiniones como la de Miguel Blanco, sin embargo, tenían detractores. Valadés, en su rescate de 1991, recordaba que el libro había sido recibido con frialdad, incluso, con “reservas y objeciones, como las de Salazar Mallén, quien diagnosticó que se trataba de una obra fallida, por el abuso y falta de sagacidad del autor en utilizar formas populares coloquiales” (Valadéz “Al rescate” 60). Es posible que por esto una opinión como la de un lector estadunidense, A. Michael De Luca, quien reseñó el libro en Books Abroad, revista de la Universidad de Oklahoma, ofrezca un contrapunto llamativo: “While an acquaintnce with the Mexican regional vocabulary would be useful for the full comprehension of these stories, a lack of it should not obscure to the competent reader of Spanish the fine art of Vargas Pardo” [Mientras que estar familiarizado con el vocabulario regional mexicano sería útil para la comprensión total de estas historias, no estarlo no debería oscurecerle al lector competente de español el fino arte de Vargas Pardo] (De Luca 184). Esta estrategia del lenguaje, por otro lado, fue deliberada y, tal parece, con el tiempo se convirtió en uno de los aciertos y retos de la obra para su recepción en México y fuera de él, como el mismo Vargas Pardo llegó a asegurar en entrevista:
Utilicé con mayor fidelidad el lenguaje que hablan por el rumbo de Tingüindín, lleno de tarasquismos, regionalismos, mexicanismos y modismos. Esto a veces hace difícil su comprensión total. Hace algún tiempo pidieron de Alemania y Estados Unidos el Céfero para traducirlo; al fin les pareció tan lleno de digresiones idiomáticas que lo juzgaron intraducible. Tal vez haré pronto un pequeño diccionario de términos ahí utilizados. (Flores)
Con el paso del tiempo, este problema volvería a la carga, sobre todo en lectores fuera de la órbita regional del mundo del libro, tanto geográfica como temporalmente. Para ejemplo, este comentario de Heber Raviolo, en Panorama del cuento mexicano 2, publicado en Montevideo en 1980, “debe advertirse el acusado regionalismo de su léxico, que puede volver algunos párrafos difícilmente comprensibles (…) No deja de ser una virtud adicional del autor su capacidad para superar la trampa de ese lenguaje precisamente metiéndose en ella, logrando un relato que seguimos sin desmayos más allá de muchas expresiones que nos pueden resultar indescifrables” (Raviolo).
El breve comentario de 1962 de De Luca, más allá de los retos del léxico regional, arroja además una curiosa lectura que apunta a una de las sensaciones que predominan en el lector durante toda la obra: lo que se narra tuvo que haberle ocurrido a alguien. Dice De Luca: “His adventures seem to be identified with those of the author himself. This autobiographical quality brings to the narration an intimacy and vitality which would be absent under an impersonal treatment” [Sus aventuras parecen identificarse con las del propio autor. Esta calidad autobiográfica trae a la narración una intimidad y vitalidad que estarían ausentes bajo un tratamiento impersonal] (184). Bueno, pues sí y no.
III.
Muchas de las historias de Vargas Pardo combinan elementos reales y ficticios. Personalmente, no creo que ningún escritor deba justificarse sobre la cantidad de material que toma de esa invención llamada “mundo real”, o que cierta dosis de datos más o menos verificables sea condición sine qua non para otorgar valor a una obra. Sin embargo, existe una imbricación de esta naturaleza en la gestación del libro que el propio autor puso de manifiesto. En la entrevista más extensa que conozco, publicada en El Occidental, el 25 de febrero de 1965, Vargas Pardo abunda sobre el tema. “Aproximadamente la mitad son reales. Céfero [sic] es en parte un libro de remembranzas de un ambiente y sus figuras humanas, sus historias…” (Flores). El cuento “El bombín”, por ejemplo, narra la historia de un niño que odia el bombín que le han regalado y que le obligan a usar, y quiere cambiarlo por una gorra. Céfero está encargado de cuidarlo, pero el niño se escabulle, trata de ganar una gorra escalando un palo encebado y cae al suelo para partirse la cabeza y morir. El bombín queda intacto. “Es mi padre cuando niño, aunque cambié el final de la historia” (Flores). En el libro conviven personajes reales con personajes inventados sin que la diferencia importe demasiado en su lectura. Así es el caso, por ejemplo, con los bandidos Inés Chávez y el Chivo Encantado, que participan como personajes de algunos cuentos, entre ellos, el genial “Quince ahorcados en Jiquilpan”. La geografía funciona de un modo similar. “Las historias no tienen relación con las ciudades originarias. Elegí los más musicales nombres de pueblos; los hay muy agradables en Michoacán” (Flores). Esta forma de mezclar lo real y lo ficticio tiene una consecuencia importante, pues, a la larga, genera al personaje que es el punto de cohesión de toda la obra:
El principal personaje, Ceferino, que reaparece en varios de los cuentos, vive aún. Lo conocí cuando yo trabajaba en una fábrica de fibras sintéticas en el Estado de Michoacán. Yo pasaba entonces la mayor parte del tiempo en la planta de fuerza de la fábrica. Allí escuché las narraciones de Ceferino que me impresionaron hasta impulsarme a tomar nota de ellas. Esto, siempre tuve la seguridad de que él no se lo imaginaba, pero un día me dijo: Quiero contarle algo sobre lo que usted no ha escrito [sic]. Y así, ya con su anuencia, siguieron aquellas narraciones. Ceferino es un hombre honrado e inteligente, aunque analfabeta; hoy es una figura popular en aquella fábrica (Flores).
Podemos suponer que las historias que Ceferino Uritzi contó a Xavier Vargas Pardo sufrieron una variedad de cambios, pero que algo en su génesis apelaba, al menos, a elementos narrados de primera mano. Así que De Luca se equivoca en la etiqueta “autobiográfica”, pero no yerra completamente al suponer que hay un elemento de cercanía. El libro es ficción en todos los sentidos, y aun así hay algo íntimo y vital en el tratamiento personal de la narración y lo narrado. La propia elección de los giros lingüísticos utilizados como vehículo de la narración hace pensar en el mecanismo oral de su primera transmisión. Más aún, la presencia constante de Ceferino, ya como personaje, ya como un tipo enterado de vida y obra que lo mira todo y que llena los huecos sin decir de dónde toma la información (el vox pópuli que recordaba Raúl Eduardo González), parecen surgir del mismo sitio: de sentarse un par de horas a platicar, a platicar y a platicar hasta que parezca que lo hemos dicho todo.
Si el punto del lenguaje ha sido uno de los elementos más llamativos, el elemento de la violencia se convirtió, en lectores y lecturas posteriores de Céfero en el otro punto inevitable de su valoración. Arellano, en 1961, ya notaba que todos los cuentos encerraban una tragedia. Para Arturo Molina, en 1997, la violencia se vuelve la forma como la gente de la región encontró su vínculo inmediato con los otros (Molina 7). Sin embargo, algo más ocurre en algunos de los cuentos: algo como un sistema de justicia resquebrajado y una especie de mecanismo trágico en forma de destino. Así, la familia del experto en pirotecnia (el “cuetero”) que maltrata con crueldad y saña a un pequeño simio llamado Pancho Papadas, vuelan en pedazos cuando el simio, en un accidente que no parece ausente de causalidad, hace estallar una reserva de pólvora. El Criolina, célebre asesino y violador del rumbo de Tingüindín, arrincona a Cenobia entre matas de bembéricua, hierba venenosa, sólo para ser descubierto por los trabajadores del aserradero, quienes lo parten en dos con una sierra y entierran los dos trozos de su cadáver en sendos hoyos “no sea que se vuelva a enderezar en cualquier chico rato” (Vargas 65). El Cortito, soldado agarrado en la leva, roba un anillo con la figura de un zanate (una especie de urraca) al cadáver de un compañero. El anillo tiene la marca de una tragedia personal. Céfero advierte al Cortito que no lo tome. El Cortito, adicto a las cartas, juega a la baraja en un tendajón e intenta hacerle trampa a un par de terracalenteños. Al tratar de jalar el dinero, los ofendidos le cortan la mano de un machetazo. La mano queda sobre la mesa con el anillo puesto sobre el dedo. Pero no es tan sólo una suerte de justicia divina la que opera en esa violencia, sino también la impunidad. Así la gente del Chivo Encantado exige el préstamo forzoso a los principales del pueblo; secuestra a Consolación, la novia secreta de Céfero e hija de uno de los hombres más ricos, junto con catorce rehenes y los cuelga de tramo en tramo en el camino hacia Jiquilpan. La violencia, siempre agazapada detrás de la siguiente página, aguarda al lector como aguarda a los personajes, como aguardaba a la gente expuesta a ella en los primeros años del siglo XX, como quizás aún aguarda a mucha gente en los mismos lugares, por razones distintas. Gente, por otro lado, condenada regularmente al silencio.
Ese libro fue el principio y el fin de la carrera literaria de Xavier Vargas Pardo. Cuando en 1965 le preguntaron sobre su obra reciente, contestó sin adornos ni promesas. “Una novela y un libro de poemas que todavía pulo”. (Flores). Su hijo conjeturaba que tal vez nunca se sintió completamente satisfecho con los materiales inéditos. Con el tiempo, dejó de escribir, aunque nunca dejó de pintar, y eventualmente enfermó (Sánchez Gil 5). Veinte años antes de su muerte, Vargas Pardo planeaba “publicar primero los poemas. Lo pensaré”, dijo, “hay mucho tiempo para eso” (Flores). Aunque él no lo supiera aún, los siguientes veinte años no le alcanzarían para decidirse a publicar un segundo libro. Es posible que haya tomado la decisión correcta.
IV.
Cuando decidí investigar sobre el autor y el libro, había otras razones detrás de la elección. Acaso más personales, más egoístas, y por ello mucho más importantes. En 2008 además de abandonar una carrera, acababa de dejar Michoacán, donde nací y crecí, y sospechaba que jamás iba a volver más que de visita. Por contexto histórico, por ubicación geográfica y por algunos hilos conductores, los cuentos de Céfero me recordaban mucho a las anécdotas que mi abuela me había contado sobre su padre durante mi infancia; ese personaje imposible y esa narradora superdotada fueron el primer motor de hilvanar historias que conocí antes de siquiera abrir un libro. Al investigar y escribir durante dos años sobre ese libro, también buscaba convertirlo en un recordatorio portátil del terruño. Mientras más lejos el terruño, más se nos parece en momentos inesperados.
El 11 de abril de 2018, el autor de origen vietnamita Viet Nguyen visitó la Universidad de Brown, en Estados Unidos, para hablar sobre la guerra, la ficción y la ética de la memoria. En algún punto, recordó los elogios que recibió su novela The Sympathizer, que explora la vida de los refugiados vietnamitas en los Estados Unidos tras la guerra de Vietnam, a través de los ojos de una espía. Para él, el repetido elogio de “dar voz a los que no tienen voz” se le antojaba un sinsentido. “¿Han ido a un restaurante vietnamita en hora pico? ¿Los han invitado a una reunión de vietnamitas?”, preguntaba a la audiencia con sorna. “Créanme, tenemos voz y hablamos todos al mismo tiempo”, decía. El elogio de “dar voz a los que no la tienen”, recalcaba, le sonaba más bien una forma de reforzar el esquema de pensamiento que mantiene a ciertos grupos marginados en el silencio de la orilla de la sociedad. No se trata, creí entenderle, de darle voz a nadie, sino de escuchar, de reconocer la agencia que tiene quien habla en sus propias palabras, en sus propios términos. Es posible que algo de este espíritu sea lo que anima una buena parte de los cuentos de Xavier Vargas Pardo, quien se monta en las palabras de, acaso, un narrador tan dotado como él, Ceferino Uritzi. Si sobre Vargas Pardo sabemos poco, sobre Uritzi sabemos mucho menos. En su caso, desgraciadamente, no hay forma de consultar archivos, no hay forma de ir a entrevistas de primera mano, no hay rescates de su vida a través del tiempo. Acaso cada vez que intentamos rescatar la obra de Xavier Vargas Pardo (un autor al que sus críticos le hacemos menos falta de lo que su obra a sus lectores), participamos sin saberlo de otro de los secretos de la obra: escuchamos esa voz que nos habla desde lejos; escuchamos a un hombre del que no sabremos nada más que lo que queda en ese libro, en esa entrevista de 1965. Con su libro, Vargas Pardo no sólo consiguió una obra memorable, sino, tal vez, nos hizo cómplices de un homenaje repetido a ese hombre de una voz única, y con él, a esos narradores superdotados que echan a andar las máquinas de hilvanar historias que se mueven desde antes de los libros.
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SEMBLANZA
Luis Miguel Estrada Orozco (Morelia, 1982). Narrador y docente. Es autor de Colisiones (Ediciones Arlequín, 2015), Alain Prost (Ediciones Arlequín, 2013), Journeymen y Bartolomé (Paraíso Perdido, 2016). También, es autor de Crónicas a contragolpe (La Dulce Ciencia Ediciones, 2014), libro de crónica boxística. Actualmente, realiza una estancia postdoctoral en la Universidad de Brown, en Estados Unidos. Forma parte de la Sociedad de Escritores Michoacanos, A. C.
Escritor y académico especializado en literatura mexicana y latinoamericana. Es Doctor en Lenguas y Literaturas Románicas por la Universidad de Cincinnati . Su tesis doctoral versó sobre las representaciones del boxeador mexicano en la literatura mexicana, revisando representaciones paradigmáticas en el cine, el teatro y la prensa. De 2017 a 2019, fue becario postdoctoral en humanidades internacionales en el Instituto Cogut en Brown. Sus colecciones de cuentos han recibido premios en México, donde también ha publicado diversas crónicas. Sus ficciones también han sido incluidas en antologías en varios países.