Enrique Serna: hombre con Minotauro

Yvonn Márquez


Enrique Serna es autor de diversas novelas, así del libro de cuentos Amores de segunda mano (1994), donde aparece “Hombre con minotauro en el pecho”, cuento donde sobresalen el uso de la ironía y los vicios de la sociedad con un lenguaje satírico y siempre humorístico. Este análisis desmenuza algunos artilugios de Serna abordando temas como la sexualidad, las relaciones interpersonales, la familia, la religión y el arte.

Enrique Serna (1959) es uno de los escritores mexicanos más importantes de la actualidad, reconocido internacionalmente. Escritor prolífico, es autor de novelas cómo Señorita México (1993) y El seductor de la patria (2000), así como el libro de cuentos Amores de segunda mano (1994), donde encontramos “Hombre con minotauro en el pecho”, cuento que hace gala del estilo de Serna, distinguido por hacer uso de la ironía, situaciones que ponen en evidencia los vicios de la sociedad con un lenguaje satírico y siempre humorístico. En este cuento el autor mexicano crea un artefacto lúdico que aborda temas como la sexualidad, las relaciones interpersonales, la familia, la religión y el arte. 

“Hombre con minotauro en el pecho” relata la historia de un niño que ha sido tatuado por Picasso. A partir de ahí vive un vuelco de suerte: de ser pobre, pasa a vivir en un entorno de lujos, de ser humano, pasa a convertirse en un objeto de lujo, de sentirse afortunado comienza una serie de desventuras originadas por su condición ambigua de ser al mismo tiempo humano y pieza de arte, cualidad que en ciertos entornos cancela totalmente su condición humana. El cuento lleva a reflexionar sobre la cosificación del  protagonista cuando el cuerpo es usado para crear una obra de arte que comúnmente debiera estar en otro espacio, en este caso, un lienzo. 

Con base en los planteamientos de Derrida, toda estructura centrada posee un centro, o bien, “un punto de presencia, un origen fijo […] este centro tenía como función no sólo la de orientar y equilibrar, organizar la estructura […] sino, sobre todo, la de hacer que el principio de organización de la estructura limitase lo que podríamos llamar juego de la estructura” (383). No obstante, este centro tiene una ambivalencia de regir una estructura, pero al mismo tiempo, escapar de ella. Pensando en este planteamiento, en este cuento vemos al personaje principal cuestionar el mundo que lo rodea desde la centralidad de los planos sociales, simbólicos, religiosos y artísticos. Hay transgresión de ese centro que comenzó con un juego del propio Picasso quien no pudo prever su equívoco al momento de que el tatuaje es interpretado, pues la interpretación se escapa a todo artista. Hay una idea de la cultura como algo en cambio constante que cobra otros sentidos, aunque a simple vista no lo parezca y se muestre anómalo, ambiguo o ambivalente. Todo aquello que mueve a una interpretación, lleva consigo una posibilidad de equívoco, así también el juego entre lo que es consciente e inconsciente, lo irónico y lúdico. Hay una la relación que Serna hace de lo real y lo no real, elementos fusionados que construyen una obra literaria y que además contiene una crítica eficaz hacia la deshumanización del arte y la adquisición de imposturas. Para ello el autor se atreve a crear una historia a través de la figura de Picasso, uno de los artistas más importantes del siglo XX, y a través del pintor malagueño el autor juega con un personaje de la vida real y lo traslada a un hecho de ficción que tiene el tono de un acontecimiento biográfico. Serna plantea una escritura lúdica en el sentido que, de un universo que puede ser real, crea elementos ficticios, sin sentido, con un estilo de escritura que es realista. Para el lector este mundo creado por el autor puede no tener sentido y estar fuera del “sentido común” en la realidad, pero dentro del mundo ficcional del cuento lo tiene, crea su propio sentido común entendiendo este término como Susan Stewart lo plantea y es que el sentido común no es natural sino cultural, aun cuando se considera como tal y se le impone de manera generalizada e universal. Cuando la historia del hombre con minotauro en el pecho es aceptada como una acción resultante del “sentido común” caemos en la cuenta del aspecto lúdico que el autor pone sobre la mesa. 

Voy a contar la historia del niño que pidió un autógrafo a Picasso. Como todo el mundo sabe, a principios de los años 50 Picasso vivía en Cannes y todas las mañanas tomaba el sol en la playa de La Californie. Su pasatiempo favorito era jugar con los niños que hacían castillos de arena. Un turista, notando de cuánto disfrutaba de la compañía infantil, envió a su hijo a pedirle un autógrafo. Tras oír la petición del niño, Picasso miró con desprecio al hombre que lo usaba como intermediario. Si algo detestaba de la fama era que la gente comprara su firma y no sus cuadros. Fingiéndose cautivado por la gracia del niño, solicitó al padre que le permitiera llevarlo a su estudio para obsequiarle un dibujo. El turista dio su consentimiento de mil amores y media hora después vio regresar a su hijo con un minotauro tatuado en el pecho. Picasso le había concedido la firma que tanto anhelaba, pero impresa en la piel del niño, para impedirle comerciar con ella (787).

Así comienza la historia de este personaje del cual nunca sabemos el nombre, una narración en tercera persona que cuenta una de tantas anécdotas del pintor malagueño, un hecho curioso: el de tatuar al niño, un gesto que quizá tenía propósito de jugar con el ambicioso turista, en un intento de aleccionar. Sin embargo, al siguiente párrafo el protagonista de la historia se revela, y desecha de este acontecimiento biográfico toda la inocencia: da la verdadera versión de los hechos, de cómo este aparente juego del artista, la inocente burla al padre del niño resulta en un hecho desastroso. Un revés para Picasso: él no sabrá hasta qué punto su broma es tomada con toda la seriedad posible: en la defensa a su obra se gesta la destrucción de un ser humano. En la biográfica, la que es narrada por el protagonista, el niño que lleva el tatuaje en el pecho, desmiente la leyenda: el turista no era otro más que su padre, un ordinario hombre de Cannes, dedicado a cuidar la casa de una millonaria americana, la señora Reeves, quien se autodenomina amante del arte. Este hombre, sin ninguna virtud más que ser católico practicante, sabe también, o mejor dicho se entera quien es Picasso por el periódico local, que el autógrafo es de gran valía, y que puede significar una entrada monetaria más para la numerosa y pobre familia: “Éramos una familia católica practicante a la que Dios daba un hijo cada año, y como nuestros ingresos, indiferentes al precepto bíblico, ni crecían ni se multiplicaban, sufríamos una miseria que andando el tiempo llegó a lindar con la desnutrición” (788). En estas líneas se pone de relieve un primer rasgo sobre la ambivalencia moral de la sociedad en la que el protagonista crece, pero también cómo un aparente hecho inocente inmerso en una circunstancia perversa da un vuelco a la situación: una-sobre interpretación del minotauro por parte de la señora Reeves. El padre en el afán de ganar unos cuantos pesos, intuye que puede sacar partido a la firma, ignorando si es o no una broma, por tratarse de Picasso, será el primer vendedor de la broma del pintor, y el medio es su propio hijo. Lo que hace Picasso es desplazar la obra artística de su centro, con el afán de desposeerla, en vez de hacer un dibujo en una sencilla hoja de papel y estampar su firma, la sella en la piel del niño con la idea de que un ser vivo será suficiente escudo contra el comercio, e impedir que alguien saque provecho de aquella rúbrica y apreciar el dibujo por sí mismo. Sin embargo, el tatuaje al ser interpretado por la señora Reeves, descrita como una persona tan rica como ociosa, con ínfulas de refinamiento y conocimiento del arte, al ver el minotauro tatuado en el pecho del niño y en su ansia de crecer socialmente coloca la firma y al minotauro en un nuevo centro (piensa que hay una ruptura de la estructura tradicional): ya no el lienzo, ya no el papel, sino la propia piel como medio para plasmar el arte. Ella se asume como la descubridora de una nueva forma de arte que rompe con las “viejas” estructuras y concepciones pictóricas o escultóricas que parece que cobran vida, pero que no tienen vida propia. El cuerpo humano es el nuevo centro, no como motivo, sino como recipiente. Es así como se inaugura en la alta sociedad (una sociedad pervertida, aunque no en extremo, llena pretensión pero sin verdadero conocimiento ni sensibilidad) la “nueva” recolocación del centro, aunque esta circunstancia sella el destino del protagonista, quien en automático se vuelve invisible como persona, como niño, y nadie parece notar que antes que minotauro hay un ser humano, para ellos es de sentido común apreciar una obra que sea de Picasso. El mismo protagonista, al recordarse a sí mismo, sabe que carecía de la consciencia de lo que pasa a su alrededor, que por otro lado, se estaba inventando en ese mismo momento: 

En la mesa tenía reservado el sitio de honor. Temiendo que pescara un resfriado, mi madre intentó ponerme la camisa, pero la señora Reeves lo impidió con un ademán enérgico. Un famoso corredor de autos me retrató el pecho, colocando la cámara de tal manera  que mi rostro –carente de valor artístico– no estropeara la foto. Su novia, que entonces era cantante de protesta y hoy es accionaria mayoritaria de la Lockheed, me hacía guiños de complicidad, como insinuando la broma de Picasso y despreciaba a esos idiotas por tomárselo en serio (789)

En el anterior extracto podemos comprender que todos han entrado en el juego reinterpretado por la señora Revees. Es la firma del pintor la que hace que la percepción tatuaje pierda su original propósito y rompa la frontera entre el juego y la realidad. La única persona que parece entender el verdadero juego de Picasso es la cantante de protesta, que por otro lado, se vuelve después parte del sistema al ser años más tarde accionista mayoritaria de la Lockheed, la ironía de Serna es de enorme sutilidad. Mientras tanto, los padres, la señora Reeves, los invitados han entrado en la dinámica, menos el niño con el minotauro, pues no es consciente de lo que pasa a su alrededor: al volverse parte del centro de la atención para los demás, para él sólo significa un cambio en su estilo de vida, porque a pesar de que ha visto todos los cambios, no racionaliza el ‘por qué’ de ellos. El niño con minotauro no entra en el juego porque se ha convertido en el mismo objeto del juego, o dicho de otro modo, en el receptáculo de un nuevo juego, así como el marco es a una pintura o el mármol a la escultura, como el tablero al juego de ajedrez, o las cartas al póquer. El niño con minotauro, de quien no importa su rostro, el color de su piel, o su edad, por lo tanto, no importa tampoco que tenga una familia, el tatuaje de Picasso ha hecho una transformación, como si de pronto hubiera desaparecido el niño (un poco anulado desde antes debido a su numerosa familia) y surgido, de entre las virtuosas manos de Picasso, esta nueva criatura mitad humana, mitad obra de  arte, aunque como el Minotauro de Creta, hay una parte que es más fuerte que la otra, como el Minotauro era visto como un monstruo, así el niño es visto como una pintura, el uno estaba encerrado en un laberinto físico, el otro está encerrado en un laberinto de circunstancias.

Hay en este cuento de Serna una sutil ironía, un continuo juego en esta realidad que construye que por momentos roza el momento del absurdo, un non-sense como lo plantea Susan Stewar: “Nonsense stands in contrast to the reasonable, positive, contextualized, and ‘natural’ world of sense as the arbitrary, the random, the inconsequential, the merely cultural. While sense is sensory, tangible, real, nonsense is ‘a game of vapours,’ unrealizable, a temporally illusion” (4). En el momento en que el niño-minotauro se transforma en un Picasso, el lector duda. ¿Será acaso un episodio real? Y es en ese instante donde la naturaleza lúdica de la narración juega con nosotros. La manera en que Serna lo plantea, la narración está enmadejada de modo en que parece una confesión de vida, un retrato autobiográfico que dibuja un pequeño trozo de una descomposición social escondida detrás del refinamiento del arte, pero que se transforma en un arte mucho más sutil. Un delito tan vulgar como la venta de un niño-minotauro se esconde tras la buena vida  en el Mediterráneo. Esa inusual obra de arte que deambula en forma de niño, correteando un gato, se ha vuelto caprichosa, y súbitamente consciente de que posee valor. También muestra rasgos de perversidad, al quemar a su padre con la sopa hirviendo. Y lo que no tendría sentido en un mundo real, tiene la coherencia en ese mundo ficcional, lúdico, irónico, lleno de un lenguaje satírico que cuestiona a la vez las imposturas alrededor del mundo del arte. Lo vemos al momento de la revelación del niño:

Abrí los ojos demasiado tarde, cuando tomamos el avión para Nueva York. En la escalerilla, la señora Reeves se despidió de mí con un lacónico take care y dos de sus criados me levantaron del suelo, tomándome delicadamente por las axilas, como un objeto frágil y valioso. A estas alturas me sentía como un verdadero monarca y creía que me llevarían cargando al interior del jet. Así lo hicieron, pero no a la sección de la primera clase, como yo suponía, sino al depósito de animales, donde me envolvieron en una gruesa faja de hule espuma para proteger  el minotauro contra raspones. Perkins maulló vengativamente cuando me instalaron junto a él. En su jaula parecía más libre y humano que yo. Entonces comprendí que me habían vendido. Entonces lloré (791).

En este momento de conciencia del personaje encontramos también  la embestida de una crítica  a la percepción del arte, su deshumanización, este ambiente que repercute sin duda en el niño-minotauro: “Endurecido por la pena y el ultraje”, dice, se resuelve a disfrutar la pérdida de su humanidad y su nuevo rol de objeto de lujo aceptando el pacto de mantenerse inmóvil  y como tal, debe aguantar los comentarios de los observadores, aquellos “conocedores del arte” que lanzan al vacío palabras colmadas de pretensión. Bajo esta lógica, entran en un nuevo “el juego Picasso”, la firma del pintor español es la clave de entrada, y ante aquella debían interpretar el papel de conocedores:

—El minotauro es símbolo de virilidad. Picasso ha plasmado en el pecho del niño sus ansias de rejuvenecer, utilizando el tatuaje como un hilo de Ariadna que le permita salir de su laberinto interior hacia el paraje solar de la carne y el deseo.

—Digan lo que digan, el tema de Picasso fue siempre la naturaleza humana. Es natural que su interés por el hombre lo haya conducido a prescindir del lienzo y a pintar directamente sobre la piel del hombre, para fundir el objeto y el sujeto de su expresión plástica (791-792).

En estas líneas el pleno sentido lúdico del cuento: la burla a la interpretación vacía, carente de sentido más profundo de análisis, el que es dicho, o más bien lanzado con el ánimo de afectación, la ironía que genera Serna como una condición lúdica de su narrativa, lo hallamos en especial en este cuento.  Hay una crítica a la falsedad del arte, a la sobre interpretación. También al artista. Artista, arte y percepción entran en el juego en este cuento. “Artistas” que dejan a un lado la maestría y apuestan por la broma, piezas que son cualquier cosa, objetos ordinarios que al ser cambiados de “centro”, puestos en un museo, se vuelven arte. 

El autor juega con el desconcierto que (nos) provocan los espectadores del niño-minotauro (genera una metacomunicación con el lector), comenzando por el padre y la señora Reeves, quienes de entrada no entienden “el juego Picasso” y crean el suyo, que al tener contacto con más espectadores, el juego-realidad crece como una bola de nieve: es el juego de “la sobre-interpretación”. El niño-minotauro se volvió una codiciada pieza de arte por tener la firma de Picasso, que funciona como una clave para entrar al juego. En el terreno de la ficción, el niño-minotauro necesita de una cierta clase “jugadores” que contemplen la obra de arte y lo bauticen con su comentario para estar dentro de una especie de “círculo mágico” del juego, uno donde las obras de arte son los elementos y el minotauro, el centro. Susan Stewart considera que la cultura no son los elementos mismos, sino las relaciones constantes que genera entre esos mismos elementos: “social world is assumed to be an interpreted world” (14). En este sentido, en el cuento observamos cómo los elementos van cambiando constantemente incrementando la complejidad de este juego, este mundo creado, donde las piezas se han acomodado de tal manera que ver una pintura en un cuerpo tenga. Las piezas exigen una nueva interpretación. Y en efecto se reacomodan cuando el niño comienza a ser hombre:

Tenía 16 años cuando mis hormonas declararon la guerra al arte contemporáneo. Una mancha de vellos negros cubrió primero las piernas del minotauro, subió desde mi ombligo hacia donde comenzaba la cabeza de toro y acabó sepultando el dibujo bajo una densa maraña capilar. La señora Reeves no había previsto que su propiedad se convirtiera en una maraña de pelo en pecho. Desesperada, intentó rasurarme con una navaja, pero desistió al hacerme una cortadita que –para desgracia suya y regocijo mío– borró la o de la firma de Picasso (792).

Este reacomodo de las piezas lejos de generar un estatismo, lo lleva a un vértigo de interpretaciones que van minando la solemnidad inicial del ahora hombre-minotauro. Se rompen las barreras de ese orden y la pieza que antes se cuidaba con esmero, se contemplaba con solemnidad se transforma y va construyendo su propia regeneración, transforma su naturaleza contemplativa en una naturaleza evolutiva porque está viva, lo cual no resta su condición de objeto: “Vinieron en su auxilio varios expertos en conservación de pintura. Para ellos el problema no era técnico, sino estético. Lo de menos era depilarme con cera, pero ¿tenía derecho a interrumpir la evolución de una obra concebida para transformarse a través del tiempo?” (792). 

El hombre con minotauro en el pecho va re-significando para los demás y se vuelve más incomprensible su relación con el mundo del sentido común, pero los jugadores están inmersos en su rol y no parecen darse cuenta que entre más escarben en la interpretación, lejos de profundizar, se vuelve absurda. Y como todo juego, responde y avanza a como los demás jugadores  se desempeñen: “Temiendo que la señalaran como enemiga de la vanguardia, la señora Reeves aceptó dejar el minotauro cubierto de vello” (793). Y bien, lo que parece ser un alivio para el hombre, pues mientras el minotauro no es visible, el hombre lo es, se convierte en una mayor degradación. Los jugadores de este juego sin sentido encuentran más atractivo en lo que estaba oculto: “Si el minotauro desnudo había causado sensación, tapizado de pelos alcanzó un éxito espectacular” (793). Los jugadores vieron en la desaparición momentánea del minotauro el cielo abierto a su imaginación, y vieron viva su posibilidad de interpretar. Donde no hay nada es más fácil dar significados, porque puede otorgársele cualquier sentido, se crea de la misma materia de quien otorga el juicio de valor. Así la ausencia del minotauro fue llenándose, ahora con la participación activa del hombre:

Ahora los georgeus eran demenciales, eufóricos, y algunos invitados  que no se conformaban con elogiar lo inexistente me acariciaban la pelambre del pecho arguyendo que la intención de Picasso había sido crear un objeto para el tacto. De las caricias masculinas me defendía con patadas y empujones, pero mis rabietas entusiasmaban a los agredidos en vez de aplacarlos y había quienes exigían, con permiso de la señora Revver, que les pegara de nuevo y con más fuerza. 

—Cuando el muchacho golpea —exclamó un día un crítico del New Yorker, sangrando por la nariz y boca— la protesta implícita en el minotauro se vuelca sobre el espectador, haciéndole sentir en carne propia la propia experiencia estética (793). 

Hay un punto de liberación del ser humano en el hombre-minotauro, un momento en el que su propia naturaleza viva se funde con el tatuaje de Picasso, un punto donde entra en el juego como generador de emociones e incluso dolor físico, aunque la interpretación siga siendo supuesta, superpuesta, inventada. En este juego vacío de significación donde todo puede otorgársela, las circunstancias vuelven a recolocar las piezas, para una mayor degradación del protagonista. Es la muerte de la señora Reeves, la jugadora principal, la que de nueva cuenta provoca la descolocación. La muerte de ella hace que se pierda el último resquicio humano con el que es tratado  el hombre-minotauro. A través de una cláusula es “donado” al museo New Blakcwood, en North California. 

En este punto de la historia, el protagonista despierta de su letargo. El cambio de situación al verse en la casa del “vulgar” notario de la señora Revees, quien lo retiene para disfrutar al hombre con minotauro como parte de su colección personal. En este punto hay una suspensión del anterior juego: ya no hay quien pueda valorar al minotauros, sólo hay quien desea usarlo. El verse rebajado de categoría desencadena la fuga, y el minotauro por fin es libre de actuar. Se convierte en una obra de arte vagabunda, que debe robar y aprende el oficio de carterista de Franklin Ramírez, quien da su juicio sobre la calidad del tatuaje y desde su perspectiva el minotauro era sólo una parte del hombre, la cual además estaba mal dibujada “aquello era un monigote deforme” (794). Ramírez, quien mientras se mantiene lejos de la clave del juego no tiene mayor malicia, al tener conocimiento de lo que hay detrás de esa firma, traiciona al hombre para sacar partido del Picasso, no obstante, en vez de cobrar la recompensa, Frank es traicionado a la vez por el protagonista quien lo acusa de perversión de menores: “Él se había portado como Judas, pero yo no era Jesucristo”. Observamos de nueva cuenta el lado oscuro del protagonista, quien aunque inocente, no es ingenuo. Una vez puesto el minotauro de nueva cuenta en su papel de objeto, su degradación es inminente: sobreviene el encierro en un museo, donde su condición humana se sostiene al mínimo.

La última parte del cuento es quizá la más dramática al perder todo su valor solemne. El hombre con minotauro en el pecho es robado por el mafioso Kranz quien regalará la pieza a Uninge, su mujer, quien representa quizá la otra cara de la moneda de la sofisticación del arte: el repudio a la impostura elitista. Mas el juego no acaba, se vuelve el revés de éste, donde la regla es la perversión. El juego se vuelve vulgar. Exige una impostura diferente, un sobre-conocimiento del arte que motive su desprecio, una consciencia de su cosificación y por lo tanto humillar a la obra por la falsedad que desencadena:

Yo me rio de Picasso y de la gente que lo admira, empezando por tu antigua dueña, que en paz descanse. Pobre ballena, se creía culta y sublime. Yo vengo de vuelta de todo eso. Estamos en la edad de la impostura, cariño. El arte murió desde que nosotros le pusimos precio. Ahora es un pretexto para jugar a la Bolsa. Yo muevo un dedo y la tela que valía 100 dólares en la mañana se cotiza en cincuenta mil por la noche. Si hago estos milagros, ¿no crees que también puedo quitarle valor al arte? (798-799).

La tarea de Uninge es la corrupción del juego, su degeneración. Pero al mismo tiempo, entendemos de las líneas anteriores que es esta corrupción del arte el que comienza con el círculo vicioso. La pieza artística, pues, tiene un valor de marketing es más atractivo con el público. El valor del dinero añade un plus. Serna nos mueve nuevamente a reflexionar sobre la verdad detrás del arte moderno, del arte conceptual, de aquellos trozos de papel, orinales, cobijas, montañas de ropa  que ocupan lugar en museos  y se ven como obras de arte y valen como tal. En esta frontera delicada de la interpretación como juego y el juego de la interpretación el cuento de Serna va más allá, desenvuelve la ironía hasta el límite al poner al hombre-minotauro escapando de sus captores para prostituirse por sí mismo. 

La perversión sexual que el hombre con minotauro tuvo con Uninge es ahora su modo de vida. Sabe que el coleccionismo es una necesidad de lo que gustan del “arte”, y el minotauro es autor de su propio juego: vender sexo con una obra viva. Y lo que tiene sentido en este territorio ficcional, rompe la frontera hacia la realidad, lo que es un sin-sentido en el análisis de reflexión de la lectura, tiene sentido en los círculos del arte contemporáneo. 

Serna a modo de parodia recrea a estos tipos de coleccionistas. El hombre con minotauro en camino a su independencia, busca estar cerca de este círculo, quienes pueden jugar el rol de compradores. El protagonista también se vuelve su propio jugador, aunque al mismo tiempo busca desdoblarse, en él hay dos seres la pieza de arte y el sustituto de la señora Reeves, del notario, del museo, de Uninge, él mismo se vuelve comerciante de sí mismo, como un especie de prostituto de arte. No bastando con todo aquello, un último revés definitivo definirá la desgracia del personaje: su arresto al ser delatado por una mujer celosa y el descubrimiento de su historia. Parecería el momento de un giro completo al relatar su historia a un grupo humanitario, pero vemos como el juego de la ironía se recrudece, al revelarse que sus posibles salvadores de la cosificación son también contagiados por la ambición. Aunque tratan de humanizar al protagonista, también lo obligan a continuar exhibiendo al Picasso que hay en él. Finalmente sobreviene la degradación total. Luego de varios intentos por acostumbrarse a su condición ambigua, el hombre con minotauro en el pecho cae en los vicios; por descuido descubre que con aguarrás puede borrar el tatuaje y decide cometer el crimen: “asesinar” al Picasso. Esta destruccióndel Picasso lo lleva a una resurrección personal como ser humano, pero a la vez a su condena: “una pena de 20 años de cárcel a quien destruya obras de arte”. La ambivalencia entre el hombre y el minotauro terminó, después de haber ganado tantos años, el minotauro perdió, pero no sin antes derrotar al hombre. “¿Qué pasa cuando una obra destruye a un hombre?”, se pregunta. 

El cuento de Serna mueve a reflexionar sobre el arte moderno. A veces parece ser un repleto sin-sentido al que se le impone una forma de interpretarlo, no obstante, en una actualidad como hoy donde las interpretaciones van más allá de lo que los objetos hacen por sí mismos este cuento recobre un sentido especial, de crítica sin serlo abiertamente, sino a través de un lenguaje satírico, de la ironía, del juego. Esta postura concuerda con las que abiertamente ha expresado el autor sobre el compromiso del artista, en este caso, de mover a la reflexión. El cuento, visto en su sentido lúdico, es también un reclamo. Mientras en su literatura es lúdico, en su opinión es tajante, Serna no empata con estas nuevas formas de concebir al arte, la cual es una postura cada vez más creciente y que exhibe las fisuras de la sociedad, de la creatividad, así como del poder como de la opinión pública que configuran un “espíritu de la época” donde quizá,  sea más importante el sin sentido de nuestra época. Hay una creciente carencia de inteligencia y sensibilidad para crear y de inteligencia y sensibilidad para interpretar. Más allá del funcionamiento estético del cuento, lo que busca es sacudir al lector en la ridícula y deshumanizante manera de percibir lo que debería enaltecer al hombre, si pensamos en el arte como una función vital, necesaria, pero sobre todo distintiva de cualquier otro ser viviente, que lo enriquece, no que lo envilece, que debería crear como esencial propósito un lenguaje que comunique, no que encripte, que despierte  los aspectos de la emoción estética, y busque, sobre todo, trascender lo utilitario. Pese a todo el idealismo, el factor utilitario se impone, desde siempre, que limita o enriquece, pero como característica más pura, el arte es concebido desde su cualidad de excepcional.

Visto desde este ángulo, el cuento de Serna, publicado en 1994, tiene 25 años y la crítica que presenta es más actual que entonces. El ritmo desenfrenado de las realidades digitales ha exacerbado el crecimiento de este sin sentido, y que como las cajas chinas, van cubriendo y destapando nuevos aspectos de este juego en el que se ha convertido el arte y que cada vez va cobrando más sentido en la realidad actual. Parece ser que, como los personajes del cuento, el juego está puesto sobre la mesa y todos los miembros de la sociedad toman un papel, aunque el juego sea absurdo, es lo que tiene sentido en este momento. Como menciona Stewart: se transforma el tema común del mundo de la vida cotidiana en non-sense, y crea una reversión y una inversión, provoca que su complejidad vaya al máximo o al mínimo, incapaz de detenerse. Esta ruptura de las barreras del sentido y sin sentido implica una transformación que hace que el juego se repita simultáneamente porque como todo texto, depende de la interpretación.

Bibliography

Derrida, Jacques. La escritura y la diferencia. “La estructura, el signo y el juego en el discurso de las ciencias humanas.” Trd. Patricio Peñalver. Antrophos. Editorial del hombre. 1989. pp. 383-401.

Serna, Enrique. “Hombre con minotauro en el pecho.” Antología de Cuento Mexicano Moderno. Ed. Rusell M. Cluff and et all. DF: UNAM, Universidad Veracruzana, Ed. Aldus. 2000. pp. 787-805. 

Stewart, Susan. Nonsense: Aspects of intertextuality in folklore and literature. Baltimore and London: The Johns Hopkins University Press. 1979. pp. 3-15.

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