¿ Cuanto vale un dolar ?

Miguel Angel Echegaray          

Vuelvo a leer un pasaje del estupendo enredo que es El buen soldado de Ford Madox Ford y derivó una mínima reflexión que el autor pone en boca de John Dowell, cuya sensatez, más que proverbial, se convierte al paso del relato en un punzante y precioso motivo de especulación monetaria…

Para Cristina, por la compatibilidad.

Se trata de un norteamericano acaudalado que ha vivido por muchos años en Europa y que, luego del suicidio de su amada Florence, retorna a Filadelfia por unas cuantas semanas para verificar cómo se encuentran sus propiedades inmobiliarias.

No puedo, sin embargo, considerar que me hubiera realmente dedicado a los negocios durante el breve periodo que pasé en mi país. Sencillamente estuve arreglando algunas cosas. De no haber sido por el proyecto de casarme con la muchacha es muy posible que me hubiera decidido a ocuparme de algo en mi país. Pues mis experiencias allí fueron intensas y divertidas. Fue exactamente como si hubiera salido de un museo para entrar en un bullicioso baile de disfraces. Durante mi vida con Florence casi llegué a olvidar la existencia de cosas como la moda, los negocios, el ánimo de lucro. De hecho hasta había olvidado que existía algo que se llamaba dólar y que un dólar puede ser extremadamente deseable para quien no lo tiene”.

No que Dowell hubiese sido un asceta en Europa; simplemente, allá había sostenido otro trato distinto para con sus dineros y para desarraigarse sin advertirlo de los negocios y la sed de rentabilidad. Aunque parece un mero acto de extrañeza, la verdad es que en su tierra natal existía y se mueve ágilmente todavía hoy algo que es y puede llegar a ser conflictivo:  un dólar puede ser extremadamente deseable para quien no lo tiene”. ¡ Y vaya que tenía razón¡.

Aparece un huérfano que aprende con pronta incompetencia el precio de un dólar: Un indiscreto que alumbra la narración, dura, durísima, de William Faulkner; un mirón desasistido que por glotonería se introduce en el cuarto de una joven que trabaja en el hospicio.  Es Luz de Agosto, cruda narración donde la muchacha transgresora y pecaminosa cae por sí sola en una trampa inusual con el infante entrometido: su amante de turno se arrojó, con arrojo calenturiento, sobre ella, mientras que el huérfano se afana en deleitarse con el sabor de su pasta dentrífica. Ella no quiere y a la vez quiere el entronque; lo rechaza aceptándolo, que sea “rápido”, suplica.

La culpa puede tener un precio calculado. Luego de su devaneo, advierte que el niño de cinco años estaba tras de la cortina y escuchó todo ese trajín que envuelve lo obvio pero prohibido. Madox Ford no está ahí para confirmar su filípica: tres días después buscó al huérfano. Él pensó que recibiría una golpiza por conservar sin proponérselo un testimonio auditivo de una conexión carnal inesperada y moralmente contraindicada. Exageró la insensata con la cuenta que debía pagar por su desliz. 

Atemorizado, no sabía qué decir o qué hacer : “No le miraba la cara, le miraba las manos, y esperaba. Una de ellas estaba crispada en el fondo del bolsillo de la falda. A través de la tela se podía ver que estaba fuertemente crispada. El niño nunca había recibido un puñetazo. Tampoco había esperado tres días a que lo castigasen”. Pero ¡oh!, virtud de la suerte: “cuando vio que la mano salía del bolsillo creyó que iba a golpearle. Pero no, la mano no hizo más que abrirse delante de sus ojos. Había en ella un dólar de plata. Con una voz delgada, apremiante, la mujer murmuró, a pesar que el pasillo estaba desierto a su alrededor:

— Con eso podrías comprar un montón de cosas. ¡ Un dólar! .

Era la primera vez que el niño veía un dólar, aunque no ignoraba lo que era. Lo miró. Lo deseaba como habría deseado la cápsula brillante de una botella de cerveza. Pero no creía que ella se lo diese, porque él no lo habría dado si lo hubiese tenido”.

Entre el montón de cosas que podría comprar a cambio de su silencio, no se le ocurría ninguna de momento. La situación lo oprime, mientras tanto la mujer insiste:

— Un dólar. ¿Lo ves? ¡Podrías comprar muchas cosas. Cosas de comer, todos los días, durante una semana. Y el mes que viene a lo mejor te doy otro”. Por alguna razón el niño, pasmado por completo, no acepta la moneda; esperaba el golpe que presentía y que tampoco le daría la mujer. Ella se desesperó y lo retó a que fuese a la Dirección para decir lo que escuchó tras la cortina de su cuarto. Escapará de ella semanas después, cuando un horroroso campesino lo solicita en adopción.

Realmente no sabemos cuánto vale un dólar. Quizás nunca lo sepamos. Algunos aseguran saberlo. Como Smut Milligan, quien le ofrece a Jack, un granjero en bancarrota, un empleo en su pequeña cobacha donde se juega a los naipes y los dados, además de que se sirve licor destilado en secreto, pero que pretexta vender solamente gasolina entre la intersección de dos condados.

 Milligan aparece en They Don´t Dance Mutch de James Ross, como un hombre que es pura ambición. Logra construir más tarde un club de carretera que funciona gracias a la tolerancia corrupta de las autoridades locales y federales. Se permiten allí las borracheras de adolescentes con whiskey y cerveza destilados clandestinamente. Se alquilan cuartitos al fondo para el amor ocasional y también se sirven sabrosos emparedados de jamón y queso. 

Jack es socio minoritario de Milligan, está encargado de la barra y protege celosamente la caja registradora. Conoce a detalle todo lo que sucede en el club. Sabe que su socio despluma a clientes y apostadores en la trastienda, jugando al póker con cartas marcadas. Está enterado de que el negocio no camina satisfactoriamente por culpa de los acreedores. Para colmo, Milligan corteja en secreto a Lola, una joven vividora que aprovechando su apetecible anatomía logra salvarse del desastre económico que le sobrevino a su padre y se casa con el hijo de un empresario textilero de la localidad.

Smut Milligan no es tan listo como cree: piensa que un dólar es un dólar  y que él sabe muy bien cuál es su verdadero valor. Por eso alardea frente a sus amigos y frente a Lola: 

—Qué mentiroso eres – río ella, y su carcajada parecía nerviosa, como si tuviera miedo de que fuera a entrar alguien respetable y se la encontrará allí”. Milligan mandó pintar un mural francamente cursi para decorar el salón y, al comentar ella su buena factura, le responde: “Para mí este trabajo es una pesadez. Lo que me gusta es el arte. Sudo la gota gorda todo el día para ganarme un puñado de dólares, pero cuando se pone el sol por el oeste me entrego al arte”. No es ningún esteta. Su obsesión es convertirse en un hombre rico y exitoso, también desea olvidar aquel local clandestino disfrazado de gasolinería y taller mecánico en el que perfeccionó su bribonería .

La buena suerte de Milligan no atiende sus llamados. Sus deudas lo abruman y se convence que es real el relato de que un parroquiano, Bert Ford, tiene escondidos en su propiedad más de 15 mil dólares. También decide matarlo y apoderarse de su dinero. Lo consigue. Jack lo asiste en su macabra operación. No deja rastro de su crimen, pero tampoco quiere compartir el botín. Jack confirma que su socio si sabe cuánto vale un dólar y decide vengarse de él; sigue sus pasos y, a través de cartas anónimas, enloquece de celos al esposo de Lola. Éste se cobra la afrenta: mata con su pistola a Milligan, le da otro tiro a Lola y él se suicida después . Nada nuevo ocurre, salvo que el mayor acreedor de Milligan se queda con todos los bienes, incluida la caja fuerte donde reposan los dólares de Bert Ford. 

Gran dolor el de los arruinados y, proporcionalmente hablando, gran euforia la de los encumbrados. Pero ambas experiencias ocurren dentro de una viscosa atmósfera de fragilidad humana.

 Otra especie de heroicidad envuelve a los que se sobreponen a la ruina y retornan a la vida. La épica del billete verde se construye a diario. En el relato La Boda, de Scott Fitzgerald, la rivalidad entre posibles amantes, tema favorito del escritor, se desenvuelve intensamente porque el amor no es un destino seguro. Caroline Dandy se cansó de corresponder el favor de un, sólo en apariencia, tarambana, Michael, durante una larga estancia en París. Se cansó de no entenderlo y de que él no la entendiera. Así de banal o así de profundo el caso. Caroline tiene ahora otro novio , Hamilton Rutherford, del que Michael sabía o había oído decir que “en 1920 había comprado un paquete de acciones con un préstamo de 125. 000 dólares, e inmediatamente antes del hundimiento de la Bolsa lo había vendido por más de medio millón”. 

Fitzgerald aclara que Rutherford “no era tan guapo como Michael, pero su vitalidad lo hacía atractivo, y, muy seguro de sí mismo, era autoritario y de la exacta estatura para Caroline”.

Michael se sabe el triste ganador de una justa amorosa que le ha hecho perder a su dama. Rutherford lo convida a su rito de paso machista denominado tradicionalmente despedida  de soltero. Ha reservado el bar del Ritz y le informa que después de la boda habrá un desayuno en el Hotel George- Cinq. No es necesario aclarar que tal invitación es tan verdadera como un billete de trece dólares. Michael se siente un tanto agobiado: las madres de los prometidos han viajado a ese hermoso lugar común llamado París; recuerda que, excepto a la madre de Caroline, detestó a toda su familia por oponerse a su noviazgo. Contrito,  expresa junto con el narrador: ¡Qué pieza tan insignificante era él en aquel juego de familias y dinero! “.

Pero he aquí que Michael recibe repentinamente la bienaventuranza del capitalismo: Una portera descortés, a fuerza de recibir mínimas propinas, le lee un telegrama: Malas, muy malas noticias, dice la mujer: “Su abuelo ha muerto”. Michael responde cínicamente: “ No son tan malas. Significa que me corresponde un cuarto de millón de dólares”. Recuérdese que es el doble del monto inicial de la especulación financiera que encumbró a Hamilton Rutherford. Aún así, el amor no volverá, pues no retorna como un fajo de billetes caídos del cielo sobre un funeral. De nuevo, nadie sabe cuánto vale realmente un dólar.

Es necesario regresar a la América profunda para indagar el precio de un dólar. En El ángel que nos mira, Thomas Wolfe hace decir un parlamento a la casi demoníaca madre que ha sido Eliza. Ella sostiene con Ben, su hijo más resentido con el orden familiar en que creció, este diálogo:

– No puedo pagar esas facturas – dijo Eliza con irritación y un vivo movimiento de cabeza –. No pienses que puedo hacerlo. Y no voy a tolerara tu comportamiento. Todos debemos ahorrar.

¡ Oh, por el amor de Dios! – rió Ben –. ¡ Ahorrar! ¿ Para qué? ¡ Para que puedas gastarlo en uno de los solares del viejo Doak?

Bueno, baja esos humos – dijo Eliza–. No eres tú quien paga las facturas. Si lo hicieses, no te reirías. Y no me gusta que me hables así. Has malgastado hasta tu último penique, porque nunca conociste el valor de un dólar.

¡ O-oh ¡ — dijo él –. ¡ El valor de un dólar! Por Dios que lo sé mejor que tú. Al menos he sacado algún provecho de los míos. ¿Y qué has sacado tú de los tuyos? Me gustaría saberlo. ¿ Qué bien han hecho a nadie? ¿Quieres decírmelo? – gritó”.

Prosigo con el testimonio estridente y no sé qué tan replicable del feroz Gore Vidal. En  Una memoria alude a un episodio que lo involucra sexualmente con Jack Kerouac y que éste recoge en un relato. Vidal, amigo de la verdad, asienta: “La noche del 23 de agosto de 1953 fue descrita por Jack en “Los subterráneos” del siguiente modo: el bar San Remo de Nueva York lo ha trasformado en el de La Máscara de San Francisco. Carmody es (William) Burroughs. Yo soy Ariel Lavalina. En una carta del 7 de octubre de 1956 a su agente, Jack dice: “Quizá la única difamación se encuentre en Ariel (sic) Lavalina, un retrato quizá reconocible de Gore Vidal”.

Vidal cita en extenso la narración de Kerouac y nos muestra que éste se pasó de ingenioso y de sardónico; lo ridiculiza por su éxito literario y lo dibuja clara y drásticamente como un simple homosexual. La novia de Kerouac, una tal Mardou, los deja a los tres en el bar y se adelanta a su departamento, donde más tarde llegará el personaje que es y no es Kerouac, pues él sigue la fiesta y dice haber dormido en el sofá de la suite que ocupa Lavalina. Se despierta con la cabeza hecha pedazos por efecto de una espantosa cruda. Al parecer salen juntos y suben a un taxi. Entonces cuenta: “ así que en el taxi me da – le pido – cincuenta centavos pero me da un dólar diciendo “me debes un dólar” y salgo corriendo y salgo a toda prisa bajo el sol caliente…”  “Escribiré a Lavalina ahora mismo, adjuntándole un dólar y disculpándome por estar tan borracho y comportarme de un modo que pueda malinterpretar”.

Ante tal distorsión de los hechos, Gore Vidal encara a Kerouac, quien asegura no recordar nada de lo que ocurrió aquella noche. Vidal le refresca la memoria:

“– ¿ Te acuerdas de lo que te dije a la mañana siguiente?

Nos habíamos despertado en una cama doble a ras del suelo. Yo no bebía mucho en ese tiempo, estaba suficientemente lúcido. Jack estaba crudo. Tras vestirnos dijo que tendría que abordar el metro a dondequiera que fuese que vivía con esa chica negra (Mardou). 

Sólo que no tengo nada de dinero.

Le di un dólar y le dije:

Ahora me debes un dólar”

Yo admiro en verdad a los norteamericanos: ellos han podido hablar sin ambages sobre lo que significa un dólar y pelear por su valor con franqueza, a diferencia de nosotros los mexicanos que escondemos cuanto más podemos el posible valor del dinero y ni siquiera enunciamos la fracción monetaria del caso; nos sermoneamos para ocultar nuestra propia codicia y la disimulamos muy bien. No nos gusta la exhortación: “¡ Hablemos de dinero!”. 

Al final, el valor de un dólar lo taza cualquiera. Incluso se convierte en una pista que permite la efectividad policiaca: recuerdo al calvo y famoso detective Kojak, repasando las fotos y huellas dactilares de un reincidente ladrón afroamericano, diciéndole al gordinflón de su asistente Stavros: “Este tipo sería capaz de torcerle el brazo a su madre por un dólar”.