Leandro Arellano
Austria, una nación pequeña con una historia extensa, así la describe el autor de este texto, quien nos lleva a un recorrido en forma de caleidoscopio por un país con impronta en la cultura mundial.
A Jorge Castro-Valle
Imperio y fin de siglo
Hay momentos, palabras o situaciones que por sí solas constituyen un universo, que poseen una fuerza de sugestión intensa y luego a su alrededor se concatenan otras asociaciones El Imperio austro-húngaro arrastró en su caída a una etapa enérgica de la historia mundial. De 1867 a 1914 se extiende el imperio del Káiser Francisco José de Habsburgo. “El Imperio perdido”, tituló José María Pérez Gay el magnífico libro que dedica al estudio de esa etapa austriaca sin igual. Un tramo extenso de ese periodo coincide -poco más, poco menos- con la Belle Époque, la corriente de transformación económica, social y cultural que floreció en Europa con distintos nombres –y con variantes también en otras partes-, a la que impulsaban sobre todo los nuevos descubrimientos, así como una fe amparada en la “aparición de los automóviles, los ferrocarriles metropolitanos, los primeros aviones, el teléfono, el telégrafo, la bombilla eléctrica, el motor de combustión interna…” escribió José Emilio Pacheco.
Derrotada en la Guerra del 98, España pierde los últimos territorios coloniales bajo su control –Cuba y Filipinas, Puerto Rico y Guam-, los que entraron automáticamente en la órbita de la nueva potencia mundial: Estados Unidos. Al tiempo que este país aflojaba sus músculos ensanchando su poderío, el colonialismo se afianzaba, el capitalismo se expandía y al otro extremo del globo Japón sorprendía con su fuerza. Dos potencias no europeas –Japón y Estados Unidos- anunciaban el fin de la hegemonía del viejo mundo.
Austria -una nación pequeña con una historia extensa- se regocijaba con optimismo por el desarrollo material y cultural alcanzado. El Imperio de los Habsburgo sobrevivía por seis siglos con mayor gloria que pena. Su derrumbe lo provocó el asesinato en Sarajevo del príncipe heredero, Francisco Fernando –sobrino y sucesor designado del Emperador Francisco José-, el 28 de junio de 1914. El atentado desató la Primera Guerra Mundial.
El Emperador Francisco José gobernó doce naciones durante tres generaciones. Murió en noviembre de 1916, a los 86 años. Con él acaba una era y llega a su fin el gobierno de la casa real de los Habsburgo, cuyo reinado prevaleció por más de medio milenio en el corazón de la Europa Central, la Mitteleurope. Hacia 1276 Rudolf von Habsburg, rey alemán, derrotó a Ottokar de Bohemia, obteniendo con ello, también, el título de Rey de Austria. Muchos años después, el emperador Carlos V –quien acumuló todos los reinos de sus padres y abuelo- cedió a su hermano Fernando las posesiones austriacas.
Viena cultural
Viena es una de las ciudades más acaudaladas del planeta. De mediano tamaño, su historia excede a la de otras grandes metrópolis. Durante el siglo veinte transitó, para decirlo de un tiro, primero por las glorias del Imperio, luego por la calamidad nazi y sus secuelas y al final por el periodo de la paz entredicha de La guerra fría.
Viena ha constituido en distintas épocas la frontera física y espiritual entre Oriente y Occidente. Capital del Imperio y luminaria de la Europa Central, como otras ciudades de esa región encierra en su carácter y en sus venas una dosis de melancolía, perceptible a la sensibilidad del forastero amoroso. Claudio Magris lo registró así: la melancolía es una característica de la Mitteleurope.
El maestro Rufino Tamayo inauguró una exposición de su obra en Viena al mediar los ochenta, cuando era yo un joven diplomático en nuestra Embajada. Me correspondió entonces acompañarlo a varias actividades, de las que guardo algunas anécdotas cordiales. Una sobre todo: luego de varios argumentos, sólo hasta que detuve el coche durante unos minutos a las puertas de un MacDonal´s, el pintor se persuadió –lo sabía teóricamente- de que Austria pertenecía efectivamente a Occidente.
La cultura en Austria equivale a un recurso natural, escribió Lonnie Johnson (Introducing Austria. A Short History, Viena, 1987), antiguo Director Asociado del Instituto de Estudios Europeos de Viena. Los Alpes y Mozart son marcas más atractivas y prominentes que las etiquetas de la economía y la propaganda capitalistas: eficiencia, productividad, competencia, etc.
A través de los siglos Viena ha generado arte y ciencia en todas sus manifestaciones. Sin exagerar, su nombre es sinónimo de cultura. Durante el imperio de Francisco José el florecimiento cultural fue especialmente inmenso. No hubo disciplina o arte en el que Viena no haya inventado, renovado o impulsado: música, pintura, economía, arquitectura, psicología, urbanismo, literatura… Pocos faros de las artes y las ciencias iluminaban tanto o competían con la Viena en ese periodo.
La cultura de la aristocracia austriaca, profundamente católica, era sensitiva y plástica, alejada de la legalista y puritana de la burguesía y de la judaica; y a diferencia de la del Norte alemán, filosófica y científica, la cultura tradicional austriaca ha sido fundamentalmente estética.
El arte se convirtió en religión. Artistas e intelectuales derramaban sus creaciones sobre una población ávida de novedades culturales. Arthur Schnitzler y Hugo von Hofmannsthal se tornaron líderes en literatura en tanto que Camilo Sitte y Otto Wagner se convirtieron en pioneros del pensamiento moderno sobre la ciudad y el urbanismo. Así fue como la Ringstrasse se convirtió no sólo en una hermosa avenida sino en la manifestación visual de los valores de una clase social.
En 1897 Otto Wagner encabezó el grupo de artistas plásticos que se abrió a las corrientes e innovaciones europeas y al Art noveau, y que Klimt presidió en el movimiento artístico llamado Secesión. Igual, acontece que así como Kokoschka lanza una ofensiva contra la estética de la pintura, Schoenberg lo hace en música, siendo su mayor aportación la creación del doceavo tono.
¿Cómo decir –sin que suene mal- que Viena mantiene la belleza de una depurada tarjeta postal? Las palabras no pueden transmitir todos los matices de la sensibilidad. La cultura crece con el desarrollo material y al revés. El crecimiento económico de Austria durante el Imperio de Francisco José creó el fundamento para que un creciente número de familias buscasen un estilo de vida aristocrático, ligando el arte con el estatus social. En ese ambiente floreció la obra de Johann Strauss hijo.
Bailar y vivir
El vals –escribió José Emilio Pacheco- fue el rock del siglo XIX, la primera música que resonó al mismo tiempo en todo el planeta y simbolizó el vértigo, la proximidad y el alejamiento del deseo.
La palabra vals proviene, nos dice el Diccionario de la Real Academia, del alemán walzer, de walzen, dar vueltas. Consiste en una danza rural de origen alemán que ejecutan las parejas con movimiento giratorio y de traslación. Se acompaña con música de ritmo ternario, cuyas frases constan generalmente de 16 compases en aire vivo, explica el diccionario. En su segunda acepción señala que es la música de ese baile. En resumen, el vals es el baile mismo.
Miembro de un linaje de compositores connotados, Johann Strauss II adquirió la mayor fama y reconocimiento entre ellos, superando a su padre -del mismo nombre-, compositor de La marcha de Radeztky. Johann II nació en el séptimo distrito vienés el 25 de octubre de 1825 y murió en 1899. Hace 120 años. Su nombre es sinónimo de vals, el baile favorito de los salones imperiales de Viena.
Johann Strauss compuso un volumen considerable de música, pero en el vals alcanzó la plenitud. Todos reconocemos sin esfuerzo su estilo y sus creaciones con sólo escucharlas: Cuentos de los bosques de Viena, Danubio azul, Emperador, Voces de primavera, Vida de artista, Sangre vienesa…
Compositores de muchos países han creado valses célebres, pero el género debe su popularidad sobre todo a él. Y no es improbable que el vals represente la faceta romántica y feliz del Imperio de Francisco José. Todavía en la actualidad, en los salones inmensos y deslumbrantes de la Neuehofburg, allá por las orillas del invierno, la sociedad vienesa celebra el Oper Ball. Ahí se acerca uno con certeza a la acogedora herencia del Imperio y a la cultura transfigurada en el ser.
La contención personal, íntima de José Emilio Pacheco no le impedía desbordar su erudición, para fortuna de sus lectores. La cultura de la Mitteleurope le atraía poderosamente y como consecuencia dejó por aquí y allá comentarios, observaciones y juicios memorables. Anotó, por ejemplo, que “Sólo otro vals le disputa al Danubio azul el privilegio de ser tocado todos los días, a toda hora y en todo el mundo”. Se refiere a Sobre las olas, la magna creación de Juventino Rosas, “…la obra más universal de todas las producidas por las artes mexicanas”. También se pregunta ¿Por qué los valses vieneses son alegres y en cambio los mexicanos padecen de una tristeza y melancolía sólo igualadas por la música andina?”
Otra forma de la felicidad
Más allá de su sensibilidad, no acabo de entender cómo –en plena niñez y en el Bajío mexicano- mi hermana mayor desarrolló y nos infundió una profunda afición a los valses de Strauss. El caso es que algunos lustros después, nuestra estancia en Viena por unos años probó ser una etapa tocada por la dicha.
“Esta patria desconocida –escribió Claudio Magris-, en la cual se vive con una cuenta en números rojos, es Austria, pero también es la vida, amable y –en el borde de la nada- feliz”.
CDMX, marzo de 2019
Guanajuato, Mexico, 1952. Diplomático en retiro desde 2016. Es autor de los libros Guerra privada (Verbum, 2007); Los pasos del cielo, Ediciones del Ermitaño, 2008); Paisaje oriental, Editorial Delgado, 2012); Las horas situadas (Monte Ávila Editores, 2015). Ha traducido cuentos de Raymond Carver, John Cheever, W. Somerset Maugham y Guy de Maupassant. Fue colaborador de La Jornada Semanal y actualmente participa en la revista ADE (Asociación de Escritores Diplomáticos).