El cadaver de mi padre

 

Vicente Francisco Torres

La confesión o el desdoblamiento biográfico son un elemento fundamental en la literatura. Conocido por su certera visión sobre autores y corrientes, esta ocasión el autor sorprende con un texto emotivo que formará parte de una próxima colección de remembranzas sobre amigos y familiares.

 

La muerte de mi padre no tuvo lugar en una apacible sala de hospital. Años después de lo arriba escrito me tocó vivir esa escena estrujante del cuerpo cubierto con una sábana blanca y las veladoras que la gente piadosa coloca alrededor de los cadáveres sorprendidos por la muerte en plena calle.

Mi padre y mi madre, ya ancianos,  volvían de misa una tarde. Era 21 de marzo, día feriado que tenía todos los negocios cerrados y, afuera de la cantina llamada Chin chun chan, mi padre se sintió mal –quizá  tuvo un paro cardiaco, eso nunca lo supe–, se recargó en la pared y se desplomó. Para mi desgracia, su cabeza alcanzó a golpear en una cenefa de piedra que tenía el bar a medio metro del piso y, naturalmente, sangró. Mi madre quedó perpleja y sólo acertó a quedarse de pie junto al cadáver de su esposo. Alguien avisó a mis hermanas del suceso y ellas llamaron a la Cruz Roja, que no quiso levantar el cuerpo. Después vino la Cruz Verde y tampoco se lo llevó. Fue en ese momento cuando llegué y vi a un joven que preguntaba a mi madre que de quién sospechaba. Me indigné por las preguntas que mi madre apenas lograba responder diciendo  que él se había desplomado y se había golpeado en la cabeza, pero el jovenzuelo insistía en que había un crimen porque había sangre en la cabeza de mi padre. Yo insistí en lo mismo pero aquel muchacho francamente me dijo que si le dábamos una cantidad él haría que una ambulancia vieja y gris en la que había llegado levantara el cadáver. Hay que igualar al Ministerio Público, dijo entre dientes, subió a la carroza, y se fue. Me quedé reflexionando en si abogados como aquel muchacho era lo que estábamos formando en la universidad donde trabajo, y en que era una paradoja que mi padre, quien no bebía una gota de alcohol, muriera afuera de una cantina.

Mi hijo adolescente estaba a mi lado, nervioso, y yo pensaba en qué hacer. Recordé que el delegado de la delegación Miguel Hidalgo era Jorge Fernández Souza, profesor de la UAM con licencia, e hice unas llamadas para conseguir su número telefónico. Cuando marqué me respondió una contestadora a la que empecé a relatar la situación en que me encontraba. De pronto se interrumpió la grabación y Jorge me dijo que enseguida enviaría una persona para que me ayudara. Mientras esperaba me supe afortunado y pensé qué hubiera hecho una persona que no tuviera mi suerte. Le pedí a mi hijo que se regresara a la casa porque esto me tocaba a mí y, quizá, él tendría que arreglar las cosas cuando me tocara a mí.

En cosa de media hora llegó el enviado de Jorge, levantaron el cadáver y me dijeron que los alcanzara en el anfiteatro de la novena delegación, a la que me dirigí caminando pues quedaba muy cerca. Antes de partir,  mi mamá me pidió que rescatara la chamarra de mi padre, porque la acababa de comprar.

A pesar de que muchos años de mi vida los he pasado en Tacuba, nunca imaginé el horror que había en la parte trasera de la Delegación. El anfiteatro es un galerón en donde forman, sobre el piso, los cadáveres que cuentan sus condiciones de muerte. Unos estaban degollados, con la cabeza casi desprendida, otros aún tenían la soga alrededor de los cuellos amoratados y verdosos. Mi papá estaba entre dos atropellados y los contenidos de sus intestinos, mezclados con sangre,  habían alcanzado la chamarra que ya no pude recuperar. Me pidieron que identificara el cuerpo de mi familiar y esperara afuera, no sin antes conseguir el acta de nacimiento de mi padre porque tendríamos que sacar copias de la misma. Eran tiempos en que no había los multifuncionales que actualmente todos tenemos en casa, y me angustié al pensar en dónde encontraría una copiadora en servicio porque, en domingo feriado, no hallaría abierta una papelería. No se preocupe, nosotros sabemos en dónde hay una, me dijo el chofer de una carcacha blanca que tenía las ventanas alambradas. Nomás nos da para el refresco, dijo su copiloto. Yo iría manejando tras ellos. Salimos por la calzada México Tacuba y enfilamos hacia el monumento de la revolución, en donde estaba un negocio con varias copiadoras. Con los papeles en la mano me dijeron que ahora tendríamos que llevar el cuerpo al Servicio Médico Forense, en la colonia Doctores. Nunca imaginé que el último viaje de mi padre por la ciudad iba a ser en el piso de una camioneta vieja; y menos que yo lo iba a acompañar desde mi auto.

Llegamos al SEMEFO, ingresaron el cuerpo y me pidieron que esperara mientras duraba la autopsia.

Ya de madrugada un médico me pidió que pasara a identificar a mi padre. Había varias hileras de cuerpos desnudos, con enormes costurones sobre el pecho y la típica etiquetita colgando del dedo gordo del pie. Es éste dije, y el forense me preguntó si estaba seguro. ¡Claro, esto no lo tiene cualquiera! respondí señalando la hernia enorme que tenía mi padre desde la ingle hasta la rodilla. En vida él trabajó, trabajamos, porque yo también lo hice, en distintas panaderías haciendo bolillos y teleras. Primero le salió una hernia y se operó, le volvió a salir y se operó nuevamente. A la tercera los médicos dijeron que ya no podía operarse porque en esa gran bolsa tenía los intestinos.

En plena madrugada me dijeron que buscara una funeraria para que una carroza pasara por el cuerpo. Salí  a la cálida oscuridad de primavera y una parvada de zopilotes se precipitó sobre mí ofreciendo sus servicios. Yo estaba aturdido y elegí al de la funeraria que estaba más cerca de la casa de mis papás, en la Ribera de San Cosme, enfrente de la Escuela Nacional de Maestros en donde yo había estudiado. Llamé a mis hermanas y les dije que fueran para San Cosme y una hora después llegué con mi padre ya instalado en su ataúd. 

Ahora faltaba conseguir un cementerio para la inhumación y me dirigí al panteón de San Isidro, en Azcapotzalco.

Llegué al amanecer y pregunté por las salas de velación pero me dijeron que todas estaban ocupadas. Mientras decidía a dónde ir se arrimó un joven que dijo haber sido mi alumno y me preguntó qué andaba haciendo por ahí. Cuando le conté mis cuitas  dijo que lo esperara. Él trabajaba allí y le preguntaría a su jefe si podían prestarme una de las capillas que se usaban para las misas de cuerpo presente. Afortunadamente, el jefe aceptó. 

Velamos a mi padre sólo unas horas porque, dando las diez de la mañana, fui a ver si ya habían abierto el cementerio contiguo para preguntar si tenían lugar. Sólo tenemos espacios temporales; la perpetuidad ya no existe, dijeron mientras mostraban la lista de precios. No importa, respondí, lo que quiero es ya pasar este trago amargo. A qué hora puede ser, pregunté. A las doce dijeron, porque tenemos mucho trabajo. 

Regresé corriendo al velatorio, a pagar y a entregar los candelabros y demás objetos que se usan en estos casos, como la tijera sobre la que colocan los féretros.

Cerca de la una de la tarde sonó mi celular y, cuando respondí, me preguntó una secretaria de la UAM (no sé cómo se enteró de las cosas) que en dónde velarían a mi padre. Le dije que muchas gracias, pero lo acababa de enterrar. Regresé con mis hermanas y mi  madre a mi casa, comimos algo, ellas se fueron y yo me serví un whiskie generoso antes de tumbarme en la cama.

Para quien lo aquì contado resulte extraño debo decir que tuve que resolver  todas las cosas porque soy el único varón entre mis tres hermanas. No tenía contratado un plan con alguna agencia funeraria pero después lo compré. Total, que no creo que me sirva porque yo quiero que me cremen. En el cajón de mi escritorio  están los papeles de Jardines del Recuerdo por si a alguien se le ofrece.