La vuelta a Itaca

Leandro Arellano

Partir no es poca cosa. De improviso nos reclaman deberes, compromisos o anhelos, nos ase la necesidad o un imperativo. Lo demanda el oculto decreto de los hados o la desbordada curiosidad de cada quien…eso nos dice Leandro Arellano, autor de textos cuyas referencias constatan lo mismo sapiencia que sensibilidad.

 

Al ponernos en marcha abandonamos al mundo que ha sido nuestro. Detrás quedan la seguridad del hogar, afectos mayores, la familia, algunas amistades y las visiones cotidianas. Nos apartamos de los aromas, los sabores, el clima, los crepúsculos y las caricias que nos han dado abrigo y confort. Renunciamos a los que han sido nuestros espacios naturales para internarnos en comarcas novedosas y ajenas.

No encontrarás otro país ni otras playas, llevarás por doquier y a cuestas tu ciudad… previene Kavafis.

El viaje empieza con el primer paso. Los motivos para partir suelen ser ineludibles y justificables, las más veces. Y cada quien lleva los propios, sellados en cuerpo y alma. Necesidad o deseo, esperanza o temor, deber o tentación… Así dispuestos, nos abandonamos al camino. Impulsos hondos nos acarrean impíamente, como a hoja suelta en un ventarrón.

Viajar es una de las pasiones más gratas e inofensivas para los humanos. Es vasta la literatura sobre el tema y en la vida cotidiana son comunes las referencias y conversaciones, casuales o no, en torno a los lances y sorpresas del camino.

La ausencia del hogar tiñe el camino de melancolía. Pero al vadear algún escollo, a la altura de un recodo o en la primera encrucijada el viaje empieza a transformarse. Se torna en desahogo espiritual, en liberación temporal de los deberes cotidianos, en una como sacudida emocional. Entonces desatamos las amarras de la rutina, los pesos inútiles, las cargas innecesarias que han remolcado nuestra ignorancia, nuestra incuria o nuestra vanidad.

Viajar es, también, manifestación inmediata del movimiento y de la libertad. Al andar nos ha regocijado el verde del camino. En la marcha encontramos que, más allá de la pesadumbre que nos cobra la partida y del motivo central, del propósito material del viaje, el horizonte milagroso entreabre sus ventanas. Y “Ya suelto encumbro el vuelo”.

Con admiración y simpatía la historia reconoce a los viajeros emblemáticos, reales o ficticios. Odiseo, Jasón, Heródoto, Marco Polo, Simbad, Colón, Magallanes, Elcano, Humboldt, Julio Verne, David Livingstone, Pierre Lotti, Jean Cocteau forman un muestrario incompleto. Como fuere, todos ellos legaron a la posteridad -algunos más, otros menos- testimonios sobre la experiencia de sus viajes.

La Odisea mantiene una sensación de eternidad presente. Representa el mito del viaje, todavía.

Mas quién sabe si los valores de esos viajeros, desgastados por el tiempo, conserven vigencia o atractivo para las generaciones del presente. Las tecnologías modernas han trocado la “movilidad” –de entrada acuñando o renovando el nombre- en una acción común, trivial, un hecho de cada día. En el mundo administrado y organizado a escala planetaria, la aventura y el misterio del viaje parecen acabados, ha escrito a propósito Claudio Magris.

Hay categorías en el viajero. Pero son dos, sobre todo, las que sobresalen: la del viajero que vuelve y la del que nunca más regresa. Es verdad: hay quien se va para no volver jamás. A los de esa jerarquía, casi sin excepción, la historia los conserva inertes en su censo. Ocurre que en circunstancias regulares la vuelta al hogar es intención calculada del viajero, de quien al ponerse en marcha da por sentado que habrá de regresar, de volver a las raíces, al origen. Hasta sucede que no pocas veces la vuelta resulta más memorable que la ida.

La consumación del viaje se resuelve en el regreso.

Itaca te ha dado un bello viaje. Sin ella nunca lo hubieras emprendido… recuerda Kavafis.

Y mal podemos ser dichosos de vuelta a Itaca si hemos escuchado en otros mares el canto arrebatador de las sirenas, advierte Alfonso Reyes. A Ulises el camino de regreso le ofreció la inmortalidad, riquezas, reinos, el hechizo de una diosa joven y bella y hasta escuchó el canto de las sirenas… A todo se sobrepuso el navegante.

Su retorno constituye el símbolo de la epopeya individual. Contra toda adversidad, frente a viento y marea, él tiene resuelto volver a la patria. Por ello no le arredran obstáculos ni trabas, ni un camino pavimentado de riesgos y amenazas. Tampoco lo amedrenta el plazo impuesto a su retorno: diez años en adición a los diez del sitio a Troya.

El Ulises actual –asegura Claudio Magris- no se asemeja al homérico ni al joyceano, que al final vuelve a casa, sino al dantesco que se pierde en lo ilimitado.

Menos asequible por su propia condición, la historia y la literatura registran también testimonios de retornos multitudinarios, de la vuelta épica de una comunidad o grupo. La anábasis puede ser un caso ejemplar y empieza con una pregunta. ¿Cómo los hados se conjuran para atraer a hombres sabios y prudentes a la incertidumbre, al riesgo o aventura del camino? Jenofonte aporta el buen modelo.

Cuando Atenas vivía el momento más luminoso de su historia Jenofonte abandona el aprendizaje de la filosofía, las enseñanzas de Sócrates, a sus condiscípulos y el bienestar y apogeo de la ciudad, para lanzarse a la incertidumbre y el peligro. La acción es una de las alas del hombre y la naturaleza humana no sin costo nos libera de esa fatalidad. Jenofonte –hombre de armas y de letras, de acción y de intelecto, dos condiciones que siempre rivalizan- es el autor de La Anábasis o El regreso de los diez mil.

Sobre todas las cosas fue un griego. La historia que relata –con prosa refulgente- es el retorno a Grecia de los diez mil mercenarios convocados por Ciro el Joven, quien disputaba el trono de Persia a su hermano Artajerjes. Así, además de autor, Jenofonte fue protagonista y a momentos estratega y guía del contingente de mercenarios sin bandera que vuelven a casa.

¿Será que la meta verdadera del viajero es sólo el tentador placer de navegar? Sabio entre todos, a Ulises le importaba volver a la seguridad que únicamente el hogar produce, el retorno al espacio de la certidumbre y la confianza. Nuestro hogar: sinónimo de quietud y de reposo. Santa Teresa de Avila advertía que cualquier desasosiego y guerra se puede sufrir con hallar paz adonde vivimos.

La tropa que volvía con Jenofonte no tuvo calma ni reposo en su penosa travesía. La seguridad y la confianza los alcanzó sólo al mojar sus pies en las costas del Egeo. ⌈

CDMX, septiembre de 2019