Miguel Ángel Echegaray
El estilo de Miguel Angel Echegaray podría considerarse como elíptico, ya que hace que el lector transite por curvas cerradas que incluyen ejes que en su desarrollo hacen simetría, siempre cortando aparentes superficie visibles con planos sorpresivos y deleitosos. Aquí conjuga ciencia, literatura y ficción.
Para un perro galeno llamado Pepe
Roberto Bolaño escribió un relato de apenas dos páginas cuyo título es “La nieve”. Se cifra en un personaje que estudió medicina y que se ve obligado a visitar a Pavlov, su maestro, quien le exige unas horas antes que vaya a verlo inmediatamente a su apartamento. Es casi de madrugada y la temperatura ha descendido furiosamente. Atraviesa las calles de Moscú, como si esa misma noche debutara el invierno más crudo en la historia rusa. Es un encuentro rápido y, por cierto, bastante violento.
No es el caso hacerlo aquí, aunque por sus dimensiones podría ser reproducida totalmente la minúscula narración. Me interesa destacar que el personaje convocado encuentra a Pavlov sentado frente a la chimenea, bebiendo cognac y leyendo un libro. No ha entrado por completo en el apartamento y ya su altanero anfitrión lo golpea en el rostro. No fue brutal, sólo un golpe a manera de desahogo necesario. Después el agresor se apacigua: “¿Qué estás leyendo, le dije. Bulgákov, dijo Pavlov. ¿Lo conoces, verdad? Ah, Bulgákov, dije yo mientras se me hacía un nudo en el estómago”. Se aproxima la consumación precoz, motivada por el lío de faldas que ambos contrajeron por una mujer llamada Natalia.
“Durante un rato los dos permanecimos en silencio: Pavlov mirando el libro de Bulgákov y yo contemplando las llamas de la chimenea”. Luego, mañoso, abre una navaja y arteramente mata a Pavlov. Fin de un intento, no tan afortunado, de un relato fantástico y mínima dosis de misterio. Olvidémoslo y reparemos en la pantalla o la finta que radica en el nombre del asesinado: Misha, Misha Pavlov, que al ser citado solamente una vez, como sin que se notara, nos despedimos de la conjetura primaria de que se trataba del famoso fisiólogo Pavlov, Iván, que lee un libro de otro médico y escritor: Mijaíl Bulgákov.
Especulemos un poco, pues el relato es tan corto que no da para más: Pavlov se encontraba leyendo en su apartamento Corazón de perro , antes de que su traicionero alumno lo tasajeara. Si nos figuramos que no es el tal Misha, sino Iván Pavlóv, quien lee ése relato satírico, se debe a la descripción que Bulgákov hace de sus personajes principales: el perro “Bombita” y el científico Fillipp Fillippovich. Por supuesto que nada tiene de novedoso apuntar que posiblemente Bulgákov se mofó con su narración de uno de sus colegas más prestigiados en la antigua URSS y que fuera premio Nobel de Medicina en el año de 1904. Tampoco es novedoso decir que probablemente Bolaño pudo haber leído con provecho Corazón de perro, más que dedicar su tiempo a desentrañar los estudios fisiológicos del gran sabio.
No tengo noticia cierta de que ambos médicos se hayan tratado personalmente o que se conocieran a distancia, pero mi impresión es que Bulgákov conocía más de Pavlov y sus trabajos, que éste de sus novelas y sus obras de teatro. Se dice que Bulgákov concluyó en 1924 el relato y lo escondió por un tiempo para burlar a sus censores. ¿Temía que lo persiguieran por la caracterización que hizo de los “proletarios” moscovitas y el sistema político que los inventó? ¿Dudaba en incordiarse con Pavlov a quien el régimen respetaba y admiraba por su trayectoria científica?
Sergio Pitol afirma que se corrió el rumor de que Bulgákov ocultaba “documentos comprometedores y manuscritos peligrosos. De ahí ese cateo, cuyo resultado comprende el secuestro de un diario escrito desde su llegada a Moscú y el manuscrito de Corazón de perro, que hasta entonces le había sido imposible publicar, y cuya aparición tuvo que esperar cuarenta y cinco años más”.
En el retrato verosímil de Pavlov, a través del personaje Fillippovich, aparecen los rasgos de un científico elegante y soberbio que menosprecia a los seres de baja estofa intelectual. Conserva sus privilegios en medio de las penurias y limitaciones materiales que dispensó para las mayorías el régimen soviético. No se advierte en él ninguna simpatía por los camaradas y los proletarios, ni tampoco sobre dicho régimen político. Lo mismo le ocurría a Bulgákov.
El vendaval de ironía que es Corazón de perro puede ser visto a través del prisma que ofrecen la ciencia y la medicina. Pavlov hablaba de una “conducta condicional” y no de una “conducta condicionada”, pero la interpretación posterior de sus investigaciones derivó en una ambigua reconsideración. Aunque sus expectativas tenían que ver directamente con la fisiología del cerebro, más que con el comportamiento animal y humano, sus experimentos con los perros, como es bien sabido, repercutieron en la formación de la teoría psicológica conductista y sus ramificaciones.
La descripción de Bulgákov sobre la conducta del perro Sharik, “Bombita” en español, antes y después de humanizarlo mediante un trasplante de la glándula pituitaria de un granuja muerto en una riña, atiende a los principios del denominado ”condicionamiento clásico”, es decir, el aprendizaje de respuestas emocionales automáticas o estímulos. Es un juego de inteligencias. El perro entiende los peligros que corre buscando comida en la basura y también aprende a distinguir varias palabras. Exageración de Bulgákov: el perro Sharik “piensa” y se mueve a diario en la alternancia de efectos condicionados y condicionales. ¿En verdad exageración? No ; el escritor y el perro refutan al mismo tiempo esa teoría del condicionamiento clásico.
El juego se vuelve aún más complicado. Cuando el perro es intervenido por Fillippovich junto con su asistente Bormental, conserva sus instintos y reacciones primarias; pero ahora, con una hipófisis humana, tendrá otros instintos y reacciones que convivirán con las de su especie canina. Es decir, no se obtiene progreso notable en este reino animal: puede constatarse a partir de la operación que le practican, cuando el perro poco a poco se transforma en un humano. Agrego que, además de la glándula, también le trasplantaron los genitales del truhán, sin que experimente cambio alguno en sus calenturientas conductas, lo apunto como un mero dato científico y aporte al estudio de la sexualidad.
No cualquiera puede recrear un trasplante de la glándula pituitaria como lo hace Bulgákov. Me refiero a que, adicionalmente a su destreza narrativa, practicó durante un buen número de años la medicina. Recuérdese lo que anotó en su “Autobiografía”: “Nací en la ciudad de Kiev en 1891. Estudié allí y en 1916 me gradué en la Facultad de Medicina, donde obtuve el título con honores. El destino fue tal que ni el título ni los honores me sirvieron mucho tiempo”. De ahí su potencia descriptiva: El cadáver del impresentable llegó al laboratorio de Fillippovich; cuatro horas antes había muerto en una riña y se debía actuar rápidamente. Bulgákov narra la cirugía con tal intensidad que entendemos el significado de la palabra “vértigo”. En esa carrera contra el tiempo y como si los lectores compartiésemos sus conocimientos médicos, intercala este diálogo:
“—El pulso decae…
Fillipp Fillippovich le miró como fiera, masculló algo ininteligible y profundizó aún más. Bormental quebró ruidosamente una ampolla de vidrio, llenó una jeringa y a mansalva se la clavó a Sharik en alguna parte del corazón.
— Me ocupo de la silla turca — rugió Fillipp Fillippovich y con sus resbaladizos guantes ensangrentados sacó del cráneo del perro el cerebro gris-amarillento”.
Y bueno, el pasaje demanda recurrir al diccionario por aquello de “la silla turca”: “La hipófisis o glándula pituitaria es una glándula endócrina que, en los hombres, pesa 500 miligramos. Es una glándula compleja que se aloja en un espacio óseo llamado silla turca del hueso esfenoides, situada en la base del cráneo”.
La operación resultó biomédicamente afortunada y moralmente desgraciada. Un éxito quirúrgico envuelto en un fracaso viviente. Gana la ciencia, pero la humanidad, como si no lo mereciera, pierde. Fracasa ante todo Pavlov. El desastroso ser en que se convirtió el perro Sharik (holgazán, acosador sexual y borracho, entre otras linduras) pone en entredicho su teoría de que “ a través del proceso del condicionamiento clásico es posible capacitar a los animales y a seres humanos para reaccionar de una manera a un estímulo que antes no tenía ningún efecto”. Un ser irredimible, pues. ¡Vamos, un animal como lo son muchos vagos!
Fillippovich se decepciona por los resultados de su experimento. “En otras palabras – dice a su asistente – la hipófisis es una cámara cerrada que determina la individualidad del hombre. ¡De un hombre determinado! — vociferaba ya Fillipp Fillippovich, girando fieramente los ojos — ¡ Determinado y no de todo el género humano! Es el cerebro mismo en miniatura. Y no lo necesito para nada, de modo que a los puercos con él. Mi preocupación era, completamente, distinta: la eugénica, el mejoramiento de la especie humana. Y me he estrellado contra el rejuvenecimiento”.
Su frustración es grande: “¡Que los demonios me lleven!… Pero si estuve cinco años seguidos extirpando apéndices de cerebro… Usted sabe qué trabajo tan inconcebible hice. Y ahora le pregunto: ¿para qué? Para que un hermoso día convirtiera a un precioso perro en una porquería que el sólo mencionarla me pone los pelos de punta”.
El experimento se le fue de las manos y no sabemos cómo ocurrió la distorsión entre los medios que utilizó y los fines que perseguía. Pasa siempre con los médicos cuyas intrigas comprometen y culpabilizan a los organismos de los hombres vulgares y los subordinan como si trataran con conejillos de indias; organismos tan ordinarios que nunca estarán a la altura de la investigación biomédica. Se lo merecía Fillippovich y sus lamentos no nos conmueven: le confiesa a su asistente lambiscón Bormental: “Quise montar un pequeño experimento después que, dos años atrás, obtuve por primera vez de la hipófisis un extracto de las hormonas sexuales. ¿ Y qué ha ocurrido en lugar de eso? ¡Dios santo! ¡Esas hormonas en la hipófisis no…! ¡Ay, señor!… Doctor, me he metido estúpidamente en un callejón sin salida, y le juro que me siento extraviado”.
Ante esta declaración, el asistente adicto a la servidumbre voluntaria muestra su capacidad de encono y, si su amo lo permite, envenenará con arsénico al engendro que perturba su espíritu científico, mostrando así sus propios estímulos condicionados, al igual que sus estímulos condicionales. Pero su mentor se niega a tocarle la campanilla para que él culmine su crimen y se haga acreedor a nuevos encargos pavlovianos.
En este sentido bifurcado de buena ciencia médica, frente al comportamiento de Sharik, ahora llamado Sharikov por un formalismo de ciudadanía, la eminencia científica le asegura a su zalamero asistente que los instintos perrunos declinarán poco a poco, cosa de tiempo y desaparecerán: “Doctor, usted comete un enorme error denigrando al perro. Lo de los gatos es asunto temporal. Es cosa de disciplina y de dos o tres semanas. Se lo aseguro… Un mes más y ya dejará de agredirlos”.
Incólume el conocimiento científico. Iván Arnoldovich Bormental no tan avispado, pero apostando a la lógica, pregunta:
“– ¿Y por qué no ahora?
— Qué preguntas hace usted. La hipófisis no está colgada en el aire, sino que de todos modos ocupa el cerebro de un perro. Déjela que se ambiente. Ahora en Sharikov se manifiestan sólo remembranzas de una conducta perruna; comprenda usted que lo de los gatos es lo mejor en todo lo que hace”.
Otra vez el punto de vista científico en su desvarío, buscando dar al blanco: Nada de unos cuantos meses, nada de nada, Sharikov obtiene un empleo ¿dónde?, pues en la “Sección de Moscú para la Captura de Animales Callejeros ( gatos, etc.) SMMCAC”. Luego de culminar su primera jornada de trabajo, se presenta ante su creador, lo que propicia el siguiente diálogo:
“—Permítame preguntarle, ¿por qué despide usted ese hedor tan insoportable?
Sharikov olfateó su propia casaca con preocupación.
— Bueno, pues… huele… ya sabe… a mi especialidad. Ayer estuvimos estrangulando gatos. Estrangulábamos, estrangulábamos y estrangulábamos…”.
Fillippovich inquiere: “¿ Y qué hace con…los gatos muertos? – Se los aprovechará – respondió Sharikov –. De ellos hará pieles finas para el crédito obrero”.
Pues sí, el fracaso médico se amancebó con el fracaso social; el futurismo científico se degradó en la impostura de una utopía en la que, a final de cuentas, un perro y un hombre eran demasiado iguales y eso, sin duda, es una gran aportación a considerar. Dejémoslo así. El eminente médico concluye que será la propia humanidad la que se encargue de esas cosas,“mediante la evolución, y todos los años, escogiendo en una muchedumbre de mediocres, destacará a decenas de genios sobresalientes que adornarán el globo terrestre”.
El final es conocido: con otra sesuda y atrevida cirugía se devuelve al perro a su especie original, ¿la misma? En cierta forma, la moraleja final (desconozco si existen moralejas iniciales) nos conduce a otra especulación. El relato puede ser leído como mofa de Pavlov y de los soviets; de las ciencias de la conducta y la fisiología moderna. Igual, puede ser leído como una mofa sobre el mismo Bulgákov, un médico que imaginó un experimento así y que no logró concluirlo como él quería, pues su destino “fue tal que ni el título ni los honores le sirvieron mucho tiempo”. ⌈⊂⌋
Ciudad de México, 1959. Editor, crítico de arte y promotor cultural, concibe la novela como un gesto esencialmente narrativo, pero esto no lo separa ni del cuidado de situaciones y caracteres psicológicos ni de su manifestación visual.