Amistades imprudentes

Miguel Ángel Echegaray

Encontrar puntos en común, coincidencias o rutas narrativas similares es algo característico en los trabajos de Echegaray, quien utilizando esa argamasa entreteje textos de gran disfrute en los cuales lo mismo nos desvela obras y autores que nos comparte sus propios entresijos. Esta ocasión el recorrido es por dos obras de Saul Below, autor imprescindible de la literatura estadounidense.

 

En dos novelas de Saúl Bellow ocurre una situación inesperada que, con mayor o menor extensión en su tratamiento, eclipsa de algún modo su trama principal. Una de ellas, donde esto se hace más evidente, es La víctima, en la que nos asociamos sin premeditación con su personaje principal: Asa Leventhal, hombre inseguro que desea, precisamente, abandonar esa condición que le disgusta ejercer.

El relato nos enfrenta con una manifestación del azar poco grata que subvierte poderosamente una existencia normal y, en cierto sentido, consigue interrumpirla como si fuera una agresiva patología. Se inicia la historia con las vicisitudes cotidianas del esmerado y modesto redactor, ocupado en la corrección de pruebas de una revista para ser leída y olvidada al día siguiente. Un destino profesional y vital a medio camino, al lado de su esposa Mary, que se distingue desde los primeros pasajes por su ausencia.

De Asa Leventhal no puede hablarse demasiado ni profundamente. Es un hombre predecible que sólo abandona su rutina por las salidas imprevistas de la oficina y que le son impuestas por la familia de su hermano Max, quien trabaja muy lejos, en los astilleros de Galvestone; su sobrino Mickey está muy enfermo y sobrevive abrumado por su madre, una italiana que se desquicia los nervios por impedir que el muchacho ingrese a un hospital neoyorquino para curar sus dolencias.

La historia principal que narra Bellow es la de un descendiente de judíos que desde su medianía social aspira solamente a ser un ciudadano más, un simple ciudadano con un empleo y una pareja normales. Ninguna otra cosa. Todo es aceptable para él y así debería seguir, pero se equivoca. Una tarde calurosa escuchará un timbrazo que lo obligará a salir de su apartamento y de sus casillas.

Abrió la puerta y no encontró a nadie. Desconcierto. Como se apuntó antes, el calor es fuerte en Nueva York y sale a refrescarse a un parque cercano. El asalto de lo impensado: “Mientras esperaba que le llegara su turno para beber en la fuente, de repente tuvo la sensación no sólo de que lo miraban, sino de que alguien lo vigilaba. O mucho se equivocaba o un hombre lo examinaba con detenimiento, avanzando lentamente a su lado a medida que la fila se desplazaba”.

Mayor desconcierto. Comienza la persecución cínica e intimidante. Una persecución que se diseñó años atrás y que ahora se concreta. Un asedio que envuelve el placer de la humillación. El desconocido hasta ese momento lo interpela y lo escucha asombrado pronunciar su apellido:

“– ¡Cómo! ¿Me conoce usted? – preguntó en voz alta.
— Usted es Leventhal, ¿no es cierto? ¿Cómo no voy a conocerlo? Pensé que quizás no me reconocería. Sólo nos vimos unas cuantas veces, y me imagino que he debido cambiar un poco.
— Allbee, ¿no es eso? ¿No se llama usted Allbee? – dijo Leventhal lentamente, recordando de manera gradual.
— Kirby Allbee. ¿De manera que me ha reconocido?”.

Leventhal se pone mentalmente en guardia, bebe agua de la fuente y se retira. Pero no podrá librarse del molesto individuo, quien se dirige a él como una víctima digna y firme: le habla desde un agravio del pasado y le habla, además, como si debiera considerarlo una persona importante. Situación tortuosa. Lo preparó todo: tocó el timbre minutos antes, dejó en el buzón una nota y fingió que Leventhal la había leído y por eso fue a encontrarse con él al parque público. Absurdo. Leventhal observó entonces el aspecto andrajoso de Allbee, como el de “esos hombres que se ven durmiendo la borrachera en la Tercera avenida”. Un borrachín demente y ya.

Regresemos al mentado agravio: años atrás Leventhal necesitaba trabajo y por casualidad se topó con Allbee en una reunión de amigos. Éste aceptó recomendarlo en la redacción de la revista “Dill’s Weekly” y consiguió una entrevista con su odioso director Mr. Rudiger, quien lo maltrató y despreció enseguida, a lo cual Leventhal respondió con valentía y sin miramientos. Allbee se lo recuerda y lo culpa por su conducta, pues propició que a él lo echaran de la revista.

Impone una maquinación: Según Allbee, “fue a través de Rudiger como se vengó de mí”. Delirante: “Usted fue a la entrevista e insultó a Rudiger deliberadamente, montó toda una escena, lo insultó deliberadamente para perjudicarme. Rudiger es una persona muy excitable, y se volvió contra mí. Usted sabía que reaccionaría así. Estaba todo calculado. Salió todo como usted pensaba. Fue realmente una jugada maestra. Ni siquiera me dio una semana de plazo. Me despidió el mismo día”.

¡Uff! Leventhal se ocupará de reconstruir aquel episodio y de procurarse su propia exoneración. Días después tiene otro encuentro “inesperado” con Allbee, cuando éste se introduce con total descaro en su apartamento y se sienta tranquilamente en el sofá. La paciencia de Leventhal está a punto de acabarse. De nuevo tiene que oír el relato del agraviado, pero ahora con otras consecuencias: Leventhal ocasionó que Allbee perdiera su empleo y meses después lo abandonó su mujer: todas sus desgracias se las debía a él. Enervado, Leventhal intenta golpearlo y termina por sacarlo de su casa a empujones.

En una complicada búsqueda de la verdad, Leventhal recurre a su amigo Harkavy y a su no tan cercano Williston, dueño del apartamento donde se encontró por primera vez con Allbee. Quiere deshacerse del enredo mediante el testimonio correcto y contundente de ellos. Pero no lo consigue. Ha pasado mucho tiempo y conservan recuerdos vagos que, al recuperarlos hoy, derivan en dudas y especulaciones que no favorecen su exoneración.

La aparición de un hombre trastornado vino a dislocarle su presente y su pasado. Harkavy comete la imprudencia de contarle que alguna vez escuchó que Williston opinaba que, en cierta forma, él si fue culpable del despido de Allbee. Y es que durante aquella fiesta en su casa, Allbee, pasado de copas, hizo comentarios despreciativos sobre los judíos, lo que al parecer molestó a Leventhal y para vengarse de él se enfrentó a Rudiger, con lo cual logró que lo pusieran de patitas en la calle. Frenético, Leventhal busca a Williston para conocer o ratificar su versión. Ambiguo éste, le plantea algunas probabilidades de que pudo haber sido culpable y lo convence de ayudar ahora a Allbee.

Qué resultó peor para Leventhal, ¿ser víctima de los hechos o ser víctima de las opiniones? El caso es que un accidente lo marcó para siempre: conocer a Kirby Allbee.

No desaparece el intruso que llegó del pasado y de improviso. Leventhal, más que arrepentido, bajo los efectos del hartazgo de discutir lo que en verdad ocurrió, termina por tolerar a su incómoda aparición, a grado tal que lo aloja por un tiempo en su apartamento. Entonces se percata, por ciertas conversaciones, de que Allbee no es tan desagradable ni tan tonto como él pensaba. En tales ocasiones le pareció que su huésped buscaba auténticamente ser su amigo, lo que no ocurriría nunca, pues, por un nuevo abuso cometido por Allbee, lo expulsa definitivamente de su apartamento.

Es la historia de una amistad imposible. A todos nos ha sucedido y no pocas veces. La amistad tiene tantas oportunidades de ocurrir como las tiene la enemistad. Sin embargo, la amistad nace por un accidente afortunado, aunque esté acompañada de una que otra incompatibilidad afectiva. Sea por indiferencia o por diferencia, ambas ontológicas, la amistad no podrá fraguarse entre ciertos seres humanos, aunque su paso por la vida los reúna más de una vez.

Bernad Malamud escribió que: “En este mundo no todos podemos ser amigos o parientes; la mayoría, terrible condición, tenemos que ser extraños por mucho que Moisés y Cristo dijeran aquello de ama al prójimo como a ti mismo”.

El otro caso, En el legado de Humboldt, Bellow narra el devenir de una amistad que, aunque buscada afanosamente por medios intrincados y violentos, será al paso del tiempo claramente imposible. Nos olvidamos por el momento de la historia del genio delirante y la decadencia moral del poeta Von Humboldt Fleisher que motiva la escritura de Bellow, para concentrarnos en el personaje de Charles Citrine, cuyo éxito como escritor y académico parece, más que una bendición, una condena.

“Y ahora, el presente. Un lado distinto de la vida, enteramente contemporáneo.Fue en Chicago, no hace mucho según el calendario, cuando salí de casa una mañana de diciembre para visitar a Murra, mi contable, y al bajar las escaleras descubrí que por la noche habían atacado mi Mercedes (…) Quiero decir que lo habían aporreado a conciencia, supongo que con bates de béisbol”. No se equivoca: su “máquina exquisita, que ya no era nueva pero costó sus buenos dieciocho mil dólares hace tres años, había sido atacada con una ferocidad difícil de entender”.

El ataque tiene origen — curiosa coincidencia con La Víctima — durante una reunión en el apartamento de un amigo, George Swiebel, donde Citrine se topa por primera vez con el mafiosillo de Rinaldo Cantabile. Sucedió que Citrine se embriagó durante una partida de cartas y el desconocido, junto con su pareja, le ganó con trampas 450 dólares que él se niega a pagar en esos momentos. Días después recibe amenazas por teléfono todas las noches. La artera destrucción de su aristocrático automóvil lo convence de pagar la apuesta fraudulenta a Cantabile, pero su amigo Swiebel, a quien el mafiosillo teme, le aconseja que no lo haga.

Citrine es sacado de su confortable vida y empieza, poco a poco, a carecer de la mínima serenidad (estado mental que obsesiona a Below), por lo que desoyendo los consejos de su amigo decide depositar la cantidad reclamada. Sin embargo, Cantabile no gusta de las transacciones bancarias y lo obliga a encontrarse personalmente con él.

El escritor bajará a los infiernos de la mano de un hampón al que ha herido en su orgullo. Sería largo referir aquí los tormentos y humillaciones a los que Citrine es sometido; paga la cantidad que le desplumaron, pero Cantabile no lo dejará ya tranquilo. Lo asedia todo el tiempo, primero, para demostrarle que vale lo mismo que él y que su propia mujer es también una académica por la que Citrine deberá mentir para que obtenga su doctorado. Cantabile se apersona cuando se le antoja y en el horario que decide en el apartamento de Citrine

Mi vida es como lo es la auténtica vida y nos iguala a todos, parece demostrarle el descendiente de italiano al escritor de éxito y, en consecuencia, pretende forzar una relación de amistad que, aunque carece de natural simpatía y aprecio, cumple con la subordinación de uno de los elementos que la constituyen.

Kirby Allbee es, en el desenlace de La Víctima , el amante de una mujer mayor y ricachona. Por casualidad se topa en el vestíbulo de un cine o un teatro con Leventhal; intercambian saludos y algunas palabras. La mejoría en la vida del que fue un intruso ayuda a que Leventhal lo mire con un afecto, si bien ambiguo, no carente de simpatía.

Por su parte, Citrine, después de ser forzado por Rinaldo Cantabile a ser cómplice en un burdo y fallido intento de extorsión a un tal Stronson, otro mal bicho, al ser detenido por la policía y más tarde absuelto espera que a Cantabile lo manden de nuevo a la cárcel. Pero también “ tenía la sensación de que él estaba haciendo algo por mí. Con su resplandeciente pelusa de tweed, cuya aspereza hacía pensar en ortigas, había irrumpido en mi vida. Pálido y desquiciado, con su bigote de visón, parecía tener una tarea espiritual por delante. Se había presentado para sacarme del punto muerto en el que estaba estancado. Dado que soy de Chicago, ninguna persona normal ni sensata podría hacer nada semejante por mí. Yo no podía ser yo mismo con la gente normal y sensata”.

Las amistades forzadas e imprudentes no logran consolidarse, pero sus actores no se dan nunca por vencidos ni dan tregua a sus presas. 

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