Raymond Carver

Traducción  y nota introductoria de Leandro Arellano

Menudo apareció por primera vez en Granta Magazine, en 1987, y al año siguiente fue incluido en Estados Unidos en la colección de De donde llamo. En Londres constituyó parte  del libro El elefante y otros relatos -siete en total- publicado por The Harvill Press, el mismo año. The Library of America reunió todos sus cuentos en una impecable edición, en el 2009. Carver murió –en 1988, a los cincuenta de edad- cuando su reconocimiento como cuentista –escribió también ensayo y poesía- había desbordado las fronteras de su país. Sin proponérselo  se había convertido en la cabeza más visible de la corriente de los “minimalistas”.

No puedo dormir. Mas cuando tengo la certeza de que mi esposa Vicky se ha dormido, me levanto y miro por la ventana de nuestro dormitorio al otro lado de la calle, a la casa de Oliver y Amanda. Oliver se marchó hace tres días, pero Amanda, su esposa, sigue despierta. Tampoco ella puede dormir. Son las cuatro de la madrugada y no hay ningún ruido afuera –ni viento, ni coches, ni siquiera la luna-, sólo la casa de Oliver y Amanda con las luces encendidas y hojas hacinadas al pie de las ventanas.

Hace un par de días no podía estar en paz y podé el jardín, el de Vicky y mío. Junté todas las hojas y las metí en bolsas de plástico, até las puntas y las puse en el borde de la acera. Tuve el impulso de cruzar la calle y de podar allá también, pero me contuve. Es culpa mía el que las cosas anden como andan allí enfrente.

Yo sólo he dormido unas horas desde que Oliver se marchó. Vicky me vio deambular en casa con aspecto angustiado y ató cabos. Ahora duerme en su lado de la cama, acurrucada en el borde del colchón. Al meterse a la cama buscó acomodarse a modo de no rodar ni por accidente hacia mí lado mientras duerme. No se ha movido desde que se tendió, sollozó y luego se quedó dormida. Está agotada, y yo también.

Me he tomado casi todas las píldoras de Vicky y a pesar de ello no concilio el sueño. Estoy excitado. Quizás si me mantengo observando consiga avistar a Amanda deambulando en su casa, o escudriñando detrás de una cortina o intentando ver hacia acá.

¿Y si la veo qué? ¿Qué con ello?

Vicky dice que estoy loco. Anoche dijo peores cosas aún. ¿Pero quién puede culparla? Le confesé –era mi deber-, pero no le dije que se trataba de Amanda. Cuando surgió el nombre de Amanda insistí en que no se trataba de ella. Vicky sospecha pero no voy a dar nombres. No iba a decir  quién, pese a que ella continuó presionando y luego me golpeó en la cabeza varias veces.

¿Qué importa quién es?- dije, -ni la conoces -mentí. Fue entonces cuando comenzó a golpearme.

Ando prendido. Así llamaba Alfredo, mi amigo pintor, a los amigos que se enredaban en algo. Prendido. Ando prendido.

Es una locura, sé que lo es, pero no puedo dejar de pensar en Amanda. Las cosas se han puesto tan mal que me he sorprendido pensando en Molly, mi primera esposa. Amaba a Molly más que a mi propia vida, eso pensaba.

Me imagino a Amanda en su camisón rosado, el que tanto me gusta verle puesto, igual que con sus pantuflas rosa. Y tengo la certeza de que ahora se halla en el gran sillón de cuero, bajo la lámpara de leer de latón. Se halla fumando cigarrillos, uno detrás de otro. Hay dos ceniceros a la mano, llenos los dos. A la izquierda del sillón, junto a la lámpara, se encuentra una mesita esquinera retacada de revistas, esas que comúnmente lee la gente bien. Todos nosotros somos gente bien hasta cierto punto. Me imagino que en este momento Amanda se halla hojeando una revista, deteniéndose de vez en vez a observar una imagen o una caricatura.

Anteayer por la tarde Amanda me dijo: -Ya no puedo leer más. ¿Quién tiene tiempo?-. Fue el día después de que Oliver partió, mientras estábamos en un cafecito en la zona industrial de la ciudad. -¿Quién puede concentrase ahora?- dijo removiendo su café. -¿Quién lee? ¿Tú lees?- Negué con la cabeza. -Alguien leerá, supongo, mira todos esos libros en los aparadores, y luego existen esos clubes. Alguien debe leer- dice-, pero ¿quién? No conozco a nadie que lo haga.

Dijo eso sin venir a cuento, pues no conversábamos de libros, sino de nuestras vidas. Los libros no venían al caso.

-¿Cómo reaccionó Oliver cuando le dijiste?

Entonces descubrí que lo que decíamos –la tensa, la expectante expresión que manteníamos- era similar a la de los personajes de los programas vespertinos de televisión, que no veo más que de vez en cuando.

Amanda bajó la mirada y sacudió la cabeza, como si no soportara el recuerdo.

-¿No admitiste con quién andas, verdad?

Sacudió la cabeza de nuevo.

-¿Estás segura de eso?-. Aguardé a que levantara la vista.

-No dije nombres, si a eso te refieres.

-¿Dijo adónde iba o cuánto tiempo estaría fuera?-, pregunté, deseando no haberme escuchado. Era mi vecino de quien hablaba, Oliver Porter, un hombre a cuya expulsión de su hogar yo había contribuido.

-No dijo adónde. A un hotel. Dijo que debía arreglar mis cosas y marcharme, marcharme. Era bíblico el tono en que lo dijo: fuera de su casa, fuera de su vida. Me dio una semana, supongo que entonces volverá. Así que debemos decidir algo importante y muy pronto, cariño. Debemos tomar una decisión con urgencia.

Ahora era ella quien me observaba y sé que esperaba una señal de compromiso permanente. -Una semana-, dije, y puse la vista en mi café que se había enfriado. Había ocurrido demasiado en un lapso breve y tratábamos de digerirlo. No sé qué cosas a largo plazo, si las hubo, habíamos pensado en esos meses en los que transitamos del flirteo al amor y luego a citas amorosas por la tarde. En todo caso, ahora nos hallábamos en un dilema serio. Muy serio. Nunca habíamos previsto –ni en siglos- tener que ocultarnos en un café, a media tarde, buscando decidir asuntos como éste.

Alcé la mirada y Amanda empezó a remover su café. Estuvo removiéndolo un rato. Toqué su mano y la cucharilla resbaló de sus dedos. La recogió y empezó de nuevo a remover. Podíamos ser cualquier pareja que toma café en una mesa bajo las luces fluorescentes de un café de medio pelo. Como cualquier pareja. Tomé la mano de Amanda y la retuve, eso pareció hacer una diferencia.

Vicky duerme aún, en su lado de la cama, cuando bajo las escaleras. Preveo calentar un poco de leche y beberla. Antes bebía whisky cuando no podía dormir, pero lo abandoné. Ahora es rigurosamente leche caliente. En los tiempos del whisky solía despertar con una sed tremenda a media noche. Pero entonces preveía, manteniendo una botella de agua en el refrigerador por ejemplo. Casi deshidratado, sudando de pies a cabeza al despertar; entonces me dirigía a la cocina con la certeza de hallar esa botella de agua en el refrigerador. La bebía toda, hasta el fondo, un litro entero de agua. Algunas veces usaba un vaso, pero no siempre. Y de repente me emborrachaba de nuevo y allí iba trastabillando a la cocina. No sé cómo explicarlo: sobrio un minuto, ebrio al siguiente.

De acuerdo con Molly, la bebida era parte de mi destino, de todos modos. Ella concedía mucho valor al destino.

Yo estaba frenético por no dormir. Daría casi cualquier cosa por quedarme dormido y dormir el sueño de los justos.

¿Por qué tenemos que dormir? ¿Y por qué tendemos a dormir menos durante algunas crisis y más durante otras? Cuando mi padre sufrió su embolia, por ejemplo. Despertó luego de un coma –siete días y siete noches en una cama de hospital- y tranquilamente dijo “Hola” a las personas que se hallaban en el cuarto. Luego reparó en mí, “Hola, hijo”, dijo y murió cinco minutos más tarde. Así sin más, se murió. Pero durante toda esa crisis nunca me desvestí, ni me acostaba. Puedo haber dormitado en algún sillón de la sala de espera de vez en cuando, pero nunca me acosté a dormir.

Luego, hace un año más o menos, descubrí que Vicky salía con alguien. Pero en lugar de confrontarla me acosté apenas lo supe y allí me quedé. No me levanté en días, una semana quizás, no lo sé. Me explico: me levantaba para ir al baño o a la cocina a prepararme un sándwich, incluso iba de tarde a la sala en piyama e intentaba leer los diarios. Pero al sentarme me quedaba dormido. Luego me removía, abría los ojos y volvía a la cama a seguir durmiendo. El sueño no me alcanzaba.

Pasó, sorteamos el temporal. Vicky terminó con su amante o su amante con ella, nunca lo supe. Sólo sé que Vicky me abandonó por un tiempo y que luego volvió. Pero tengo la impresión de que esta vez no lo podremos sortear. Es algo diferente. Oliver ha puesto un ultimátum a Amanda.

Con todo, ¿no sería posible que en este momento Oliver se encuentre despierto escribiendo una nota a Amanda en la que la apremia a reconciliarse? Incluso puede estar garabateando una nota para persuadirla de que lo que hace a él y a su hija Beth es absurdo, desastroso y, en fin, una tragedia para ellos tres.

Pero no, qué locura. Conozco a Oliver. Es implacable. No perdona. Podría lanzar una pelota de croquet hasta la otra manzana; ya lo ha hecho. No va a escribir una nota así. Le dio un ultimátum, ¿no?  Dispone de una semana. Cuatro días ya, ¿o quedan tres? Oliver podría estar despierto, pero de ser así, se halla sentado en un sillón en su cuarto del hotel, con un vaso de vodka helada en su mano, los pies sobre la cama, el televisor encendido y el volumen bajo. Se halla vestido, pero sin zapatos. No tener puestos los zapatos es su única concesión. Esa y el hecho de que se aflojó la corbata.

Oliver es implacable.

Caliento la leche, remuevo la nata con la cuchara y me sirvo. Luego apago la luz de la cocina y llevo la taza a la sala, me siento en el sofá, desde donde puedo observar las luces encendidas de enfrente. Pero no puedo concentrarme, cruzo una pierna y otra con impaciencia. Creo que podría arrojar chispas o romper una ventana, o quizás reordenar todos los muebles.

¡Las cosas que le vienen a uno a la cabeza cuando no puede dormir! Hace rato, mientras recordaba a Molly, por un momento no pude acordarme ni siquiera de su semblante, por Dios, no obstante que vivimos juntos por años, casi de modo permanente desde niños. Molly, quien aseguraba que me amaría por siempre. Lo único que queda en la memoria es su imagen, sentada y llorando en la mesa de la cocina, con los hombros encorvados y cubriéndose la cara con las manos. Por siempre, decía, pero no resultó así. A la postre dijo que no importaba, no le interesaba demasiado si ella y yo vivíamos juntos el resto de nuestras vidas o no. Nuestro amor existía en un “plano superior”, le comentó a Vicky por teléfono una ocasión, luego de que Vicky y yo habíamos comenzado a vivir juntos. Molly llamó, atrapó a Vicky en el teléfono y le dijo: “Tú tienes tu relación con él, pero yo siempre tendré la mía. Su destino y el mío están entrelazados”.

Molly, mi primera mujer, hablaba de ese modo. “Nuestros destinos están entrelazados.” Al principio no hablaba así, ocurrió más tarde. Cuando ya habían sucedido muchas cosas fue que comenzó a usar palabras como “cósmico”, “empoderamiento” y cosas así. Pero nuestros destinos no están entrelazados, no ahora al menos, si alguna vez lo estuvieron. Ni siquiera sé con certeza dónde se halla ahora.

Creo poder precisar el momento exacto, el instante decisivo del rompimiento con Molly. Sucedió al enterarse de que yo había empezado a salir con Vicky. Me llamaron un día de la secundaria donde Molly daba clase para decirme: Su esposa está haciendo desfiguros en la calle. Será mejor que venga, por favor. Y después de que la llevé a casa empecé a escucharla hablar de un “poder superior”, de “ir con el flujo”, cosas de ese tipo. Nuestro destino ha sido “alterado”. Si antes había tenido dudas, bueno, entonces la abandoné en cuanto pude. A la mujer que había conocido durante toda mi vida, la que había sido mi mejor amiga por años, mi pareja, mi confidente. Me deshice de ella por una razón: por temor. Temor.

La chica con la que yo había despertado a la vida, aquella encantadora criatura, aquella alma delicada, se transformó al acudir con nigromantes, mediums y adivinos en busca de respuestas, tratando de resolver qué hacer con su vida. Renunció a su trabajo, recabó su jubilación anticipada y en lo sucesivo nunca tomó una decisión sin consultar el I Ching. Empezó a vestirse con ropa excéntrica, ropa con arrugas permanentes, de color vino y naranja, incluso se enredó con un grupo que se sentaba en círculo, no bromeo, e intentaba levitar.

Cuando Molly yo crecimos juntos ella era parte de mí y, por supuesto, yo era parte de ella. Amarnos era nuestro destino. Yo mismo creía en él, en aquel tiempo, pero ahora no sé qué creer. No lo lamento, nada más señalo el hecho. Ando en las últimas y así he de continuar, sin futuro. Atenido a lo que venga, del signo que sea, con apremios y yerros, como todos.

¿Amanda? Quiero confiar en ella, bendita sea. Pero ella buscaba a alguien cuando me conoció. Es lo que ocurre con la gente cuando se inquieta. Comienza algo, confiada en que eso mudará las cosas para bien.

Me gustaría salir al patio y gritar: Nada de esto vale la pena. Me gustaría que la gente oyera eso.

-El destino-, decía Molly y, hasta donde sé, sigue diciéndolo.

Todas las luces están apagadas ya, excepto la de la cocina. Podría intentar llamar a Amanda, podría hacerlo y ver qué pasa. ¿Pero qué tal si Vicky escucha que llamo o hablo por teléfono y baja? ¿Qué tal si levanta el auricular allá arriba y se pone a escuchar? Hay siempre la posibilidad de que Beth coja el teléfono, además. No se me antoja hablar con ninguna niña esta mañana, ni deseo hablar con nadie. En rigor me gustaría hablar con Molly si pudiera, pero ya no es posible, ella es distinta ahora. Ya no es Molly. Pero, ¿qué puedo decir?, yo también soy otro.

Me gustaría ser como cualquiera de los vecinos -una persona normal, sencilla, común- y subir a mi dormitorio, acostarme y dormir. Hoy será un largo día y debo estar preparado. Me gustaría dormir y que al despertar todo en mi vida fuese diferente. No necesariamente de cosas importantes, como lo de Amanda o mi pasado con Molly, sino cosas simples bajo mi potestad.

Lo de mi madre por ejemplo. Cada mes le enviaba dinero. Luego comencé a enviarle la misma cantidad pero en dos remesas por año. Le enviaba dinero en su cumpleaños y en Navidad. Pensé que así no me preocuparía por olvidarme de su cumpleaños ni por enviarle un regalo en Navidad. No tendría que preocuparme y punto. Funcionó como reloj por largo tiempo.

Pero el año pasado, a mitad de los envíos, en marzo o en abril, quizá, me pidió para un radio. Un radio, dijo, representaba mucho para ella.

Lo que deseaba era un radiecito despertador. Podría ponerlo en la cocina y escucharlo cuando preparara algo qué comer por la tarde, además de que podría mirar el reloj, con lo cual sabría cuando algo debía salir del horno, o cuánto faltaba para que comenzara uno de sus programas.

Un pequeño radio despertador.

Le dio vueltas al principio:

-Me gustaría comprar un radio- dijo-, pero no tengo dinero. Supongo que debo esperar a mi cumpleaños. El radiecito que tenía se cayó y se rompió. Echo de menos un radio-. Echo de menos un radio, es lo que decía cuando hablábamos por teléfono o lo mencionaba cuando me escribía.

¿Qué decirle? Le dije por teléfono que no podía comprarle ningún radio. También se lo dije en una carta, a fin de que lo entendiera. No puedo comprar ningún radio, fue lo que escribí. No puedo hacer más de lo que ya hago, le dije. Esas fueron mis palabras.

Pero no era verdad. Debí hacer un esfuerzo. Pero dije que no. Pude haberle comprado el radio. ¿Cuánto me hubiese costado? ¿Treinta y cinco dólares? Cuarenta dólares o menos, impuesto incluido. Luego podía habérselo enviado por correo. Podía haber solicitado en la tienda que alguien lo enviara si no quería tomarme la molestia yo mismo. O también podía haberle enviado un cheque con una nota, avisándole: Mamá: este dinero es para tu radio.

Lo pude haber resuelto en cualquier caso. ¿Qué significan cuarenta dólares? Pero no lo hice, no iba a ceder. Me pareció que había de por medio una cuestión de principio. Al menos eso fue lo que pensé, una cuestión de principio.

Ja.

¿Qué ocurrió luego? Que se murió. Se murió. Volvía del mercado a su departamento con la bolsa de la compra cuando se desplomó sobre los arbustos de alguna casa y se murió.

Tomé el avión para ocuparme de los trámites. Su cuerpo aún se hallaba con el forense. Habían puesto su bolso y sus compras en la oficina, detrás de un escritorio. Ni siquiera me molesté en mirar el bolso que me entregaron. Las compras consistían en un frasco de Metamucil, dos toronjas, una cajita de queso fresco, un litro de leche entera, papas y cebollas y un paquete de carne molida que comenzaba a cambiar de color.

¡Por Dios! Me eché a llorar al ver aquello. Y creí que nunca pararía, no podía detenerme. La empleada del mostrador se apenó y me ofreció un vaso de agua. Me entregaron una bolsa para las compras de mi madre y otra para sus efectos personales, su bolso y la dentadura postiza. Más tarde puse la dentadura en el bolsillo de mi saco y me acompañó en un auto rentado hasta que se la di a alguien en la funeraria.

La luz de la cocina de Amanda sigue encendida. Es una luz brillante que se derrama sobre todas las hojas del exterior. Acaso ella se encuentra como yo y está atemorizada. Quizás dejó encendida esa lámpara como luz nocturna. O a lo mejor está despierta, en la mesa de la cocina, bajo la luz, escribiéndome. Amanda me escribe una carta que de algún modo llegará a mis manos más tarde, cuando comience el día.

Ahora que lo pienso, nunca he recibido una carta suya desde que nos conocemos. Durante el tiempo de nuestra relación -seis, ocho meses- no he visto una solo trazo de su escritura. Ni siquiera sé si es una persona culta en ese sentido.

Creo que lo es, debe serlo. Habla de libros, ¿no? Aunque eso no importa, claro. Bueno, un poco, supongo. De todos modos la amo, ¿no?

Tampoco yo le he escrito nunca. Siempre hablamos por teléfono o cara a cara.

Molly era la escritora de cartas. Me escribía incluso después de separarnos. Vicky traía las cartas del buzón y las dejaba sobre la mesa de la cocina sin decir una palabra. Después las cartas disminuyeron, eran cada vez más extravagantes y menos frecuentes. Me producían escalofríos. Estaban llenas de referencias a “auras” y “señales”, y a veces me contaba que una voz le indicaba lo que debía hacer o adónde debía ir. Una ocasión me dijo que independientemente de lo que sucediera, nos hallábamos “en la misma frecuencia”. Ella sabía lo que yo sentía y a veces me “irradiaba”. Al leer sus cartas me hormigueaba el vello de la nuca. También encontró una nueva palabra para destino: Karma. “Sigo mi karma” me escribió. “Tu karma se ha desviado.”

Me gustaría dormir, pero ¿qué caso tiene? La gente se levantará pronto. El despertador de Vicky sonará en breve. Me gustaría subir y meterme en cama con mi esposa, pedirle una disculpa, que ha habido un error, que lo olvidemos y luego quedarme dormido y despertar con ella en mis brazos. Pero he perdido ese derecho. Me he quedado fuera de todo ello y no puedo volver. Pero digamos que lo hago, digamos que subo las escaleras y me escurro en la cama con Vicky como solía hacerlo. Ella podría despertarse y decirme: Hijo de puta, no te atrevas a tocarme.

¿De qué habla? Yo no la tocaría. No de ese modo, no así.

Luego de que abandoné a Molly, cuando me alejé de ella, unos dos meses más tarde, Molly se derrumbó. Tuvo un terrible colapso, que ya se había anunciado. Su hermana se ocupó de que nada le faltara. ¿Qué digo? La internaron. Que debían hacerlo, dijeron. Recluyeron a mi esposa en una clínica. En ese tiempo yo vivía ya con Vicky e intentaba dejar el whisky. Nada pude hacer por Molly. Me refiero a que ella estaba allá, yo acá, y no podía haberla sacado de aquel lugar aún si lo hubiese deseado. La verdad es que no lo deseaba. Estaba recluida, decían, porque lo necesitaba. Nadie mencionó nada acerca del destino. Las cosas habían llegado más lejos.

Ni siquiera la visité. ¡Ni una sola vez! Pues consideré entonces que no soportaría verla allí. Pero, Dios mío, ¿quién era yo?, ¿un aprovechado? Habíamos soportado juntos muchas cosas. ¿Qué podía haberle dicho? Lamento mucho todo esto, cariño. Supongo que pude haber dicho eso. Me propuse escribirle pero no lo hice. Ni una palabra. De todos modos, de haberme decidido, ¿qué podía haberle escrito? ¿Cómo te tratan, cariño? Lamento que te encuentres allí, no te des por vencida. ¿Recuerdas nuestros buenos tiempos? ¿Recuerdas qué felices éramos juntos? Lamento lo que te han hecho. Lamento que las cosas resultaran de este modo. Lamento que ahora todo sea un desastre. Lo siento Molly.

No le escribí. Creo que intentaba olvidarla, pretendía que no existía. Molly, ¿quién?

Abandoné a mi esposa y tomé la de alguien más: Vicky. Creo ahora que también he perdido a Vicky. Mas a Vicky no la internarán en ningún campamento de verano para discapacitados mentales. Ella es fuerte. Abandonó a ex marido, Joe Kraft, sin parpadear. Creo que nunca perdió el sueño por ello.

Vicky Kraft-Huges. Amanda Porter. ¿A esto es adonde me ha traído el destino? ¿A esta calle de este vecindario, para arruinar la vida de estas mujeres?

La luz de la cocina de Amanda se apagó cuando yo no miraba. La cocina quedó a oscuras, como el resto de la casa. Sólo la luz del porche sigue encendida. Amanda debió olvidarla, creo. Ah, Amanda.

Una vez, cuando Molly se hallaba en aquel sitio y yo fuera de mis cabales -hay que aceptarlo, yo estaba loco también- fui una noche a casa de mi amigo Alfredo. Éramos unos cuantos, bebiendo y escuchando discos. Ya no me importaba lo que sucediera conmigo. Todo lo que podía pasarme, creía, me había pasado ya. Me sentía apesadumbrado, me sabía perdido. El caso es que allí estaba, en casa de Alfredo. Sus cuadros de aves y animales tropicales colgaban de todas las paredes de su casa y los había también en los cuartos, recostados contra objetos, como en las patas de la mesa, o en el librero de ladrillo y madera, igual que amontonados en el porche trasero. La cocina le servía de estudio y allí me hallaba yo sentado a la mesa, con un trago frente a mí. Había un caballete a un lado, junto a la ventana que daba al callejón y tubos de pintura estrujados, una paleta y varios pinceles en una orilla de la mesa. Alfredo se preparaba un trago en el bar, a sólo unos pasos. Me gustaba el orden maltrecho de aquel cuartucho. La música del estéreo que provenía de la sala a todo volumen llenaba la casa con tal intensidad que los cristales de las ventanas vibraban en sus marcos. De pronto comencé a temblar. Primero fueron mis manos y luego los brazos y los hombros. Mis dientes empezaron a cascabelear y no podía sostener el vaso.

-¿Qué pasa, hombre?- dijo Alfredo al volverse y reparar en mi estado. -¿Qué hay? ¿Qué te sucede?

¿Cómo explicarle? ¿Qué podía decirle? Creí que me estaba dando un ataque. Conseguí levantar los hombros y dejarlos caer luego.

Entonces Alfredo se acercó, cogió una silla y se sentó a la mesa, junto a mí. Puso su mano grande de pintor en mi hombro, mientras que yo seguía temblando. El advirtió mi temblor.

-¿Qué te pasa, hombre? Lo siento de veras. Sé que la estás pasando mal-. Luego dijo que me iba a preparar un menudo, que eso me aliviaría. -Calma los nervios, te pondrá bien al momento-. Contaba con todos los ingredientes para prepararlo, dijo, y llevaba rato con deseos de hacerlo.

-Escúchame, escucha lo que te digo, hombre. Ahora yo soy tu familia-, dijo Alfredo.

Eran las dos de la madrugada, estábamos ebrios. Los demás también rondaban borrachos por la casa y el estéreo sonaba ruidosamente. Alfredo fue hasta el refrigerador, lo abrió y extrajo algunas cosas. Luego cerró la puerta del refrigerador y echó una mirada al congelador. Eligió un paquete y se puso a buscar en la alacena. Sacó una olla grande del gabinete bajo el fregadero. Estaba listo.

Tripas. Empezó con tripas en casi un galón de agua. Después picó cebolla y la añadió al agua que había empezado a hervir. Puso chorizo y luego echó unos granos de pimienta y espolvoreó un poco de chile en polvo. Siguió el aceite de oliva. Abrió una lata grande de salsa de tomate y la vertió dentro. Agregó unos granos de ajo, unas rebanadas de pan blanco, sal y jugo de limón. Abrió otra lata –de maíz para pozole- que también vació en la olla. Dispuesto todo eso, redujo la flama y colocó una tapa a la olla.

Yo lo observaba. Seguía allí sentado, temblando, mientras Alfredo preparaba el menudo en la estufa. Hablaba sin que yo captara lo que decía y de vez en cuando sacudía la cabeza o empezaba a silbar. A momentos se colaba alguien en busca de cerveza. Pero Alfredo continuaba muy formal atendiendo su menudo. Podría haber estado en su hogar, en Morelia, preparando menudo para su familia por Año Nuevo.

A ratos entraba gente a la cocina y bromeaba, pero Alfredo no les seguía la corriente cuando reían porque cocinaba menudo a medianoche. Pronto nos dejaron solos. Después, mientras Alfredo se mantenía en la estufa con la cuchara en la mano, observándome, me levanté despacio de la mesa. Salí de la cocina y entré al baño, y de allí pasé al cuarto de visitas, donde me tendí en la cama y me quedé dormido. Desperté a media tarde. El menudo se había acabado. La olla estaba remojándose en el fregadero. Aquella gente debió comérselo. Debió comérselo y tranquilizarse. Todos se habían marchado y la casa estaba en silencio.

Después no volví a ver a Alfredo más que una o dos veces. Nuestras vidas tomaron rumbos diferentes. Y las demás personas que habían estado allí, quién sabe dónde acabaron. A lo mejor me muero sin haber probado menudo. Pero ¿quién puede asegurarlo?

¿Esto es pues en lo que acaba todo? ¿Un hombre de mediana edad, liado con la esposa de su vecino, pendiendo de un furioso ultimátum? ¿Qué clase de destino es ése? Una semana, dijo Oliver. Faltan tres o cuatro días nomás.

Afuera pasa un coche con las luces encendidas. El cielo se va tornando gris y escucho algunos pájaros. No puedo esperar más. No puedo continuar aquí sentado, sin hacer nada, ya basta. No puedo seguir esperando, he esperado demasiado ¿y qué he obtenido? La alarma de Vicky sonará en breve y Beth despertará y se vestirá para ir a la escuela. Amanda se despertará también. Todo el vecindario.

En el porche trasero doy con unos viejos pantalones de mezclilla y una sudadera, que mudo por mi piyama. Luego me pongo unos zapatos blancos de lona, zapatos de “teporocho” los habría llamado Alfredo. ¿Dónde te hallas Alfredo?

Me dirijo al garaje por el rastrillo y unos sacos de plástico. Cuando llego al frente de la casa luego de rodearla rastrillo en mano, listo para comenzar, me doy cuenta de que no me queda alternativa. Afuera hay luz, la suficiente para lo que debo hacer al menos. Y sin considerarlo más me pongo a podar el césped. Podo cada pulgada de nuestro jardín, es importante hacerlo bien. Impulso el rastrillo contra el césped y tiro con fuerza. El césped lo debe resentir, como cuando a uno le dan un tirón del cabello. De vez en cuando pasa un coche por la calle y reduce la marcha, pero yo ni siquiera levanto la vista. Sé lo que la gente de esos coches debe pensar, pero están equivocados, no tienen idea de lo que sucede. ¿Cómo podrían saberlo? Yo sigo podando tan campante.

Al acabar nuestro jardín pongo el saco en la orilla. Luego me sigo con el jardín de al lado, el de los Baxter. A  los pocos minutos aparece en el porche la señora Baxter, envuelta en bata. No le hago caso. No me siento apenado pero tampoco quiero parecer descortés. Sólo deseo continuar con lo que hago.

Por un tiempo no dice nada y luego dice:

-Buenos días, señor Hughes. ¿Cómo está?

Me detengo unos instantes y paso el brazo por mi frente.

-Acabaré en un momento- le digo-, espero que no le importe.

-Claro que no- dice la señora Baxter-, siga por favor. Descubro al señor Baxter de pie en el vano, detrás  de la señora. Está vestido para ir al trabajo, con sus pantalones, su saco deportivo y su corbata. Pero no se aventura hasta el porche. Luego la señora Baxter se vuelve y mira al señor Baxter, quien se encoge de hombros.

Bueno, de todos modos ya he acabado aquí. Hay otros jardines, más importantes para el caso. Me arrodillo y sosteniendo el rastrillo por el mango, empujo las últimas hojas en el saco y lo cierro. Después no puedo evitar quedarme allí arrodillado en el césped, con el rastrillo en la mano. Al levantar la vista miro a los Baxter que descienden los escalones del porche y se dirigen hacia mí por el césped oloroso y húmedo. Se detienen a unos pasos y me observan atentamente.

-Muy bien-, escucho decir a la señora Baxter, quien sigue en bata y pantuflas. Hace fresco, por lo que se cubre el cuello con la bata. -Ha hecho un trabajo excelente, muchas gracias.

Yo no digo nada. Ni siquiera respondo: “De nada.”

Permanecen frente a mí todavía unos momentos, pero ninguno de los tres dice nada más. Parece como si nos hubiésemos puesto de acuerdo. Al cabo se vuelven y regresan a casa. Arriba de mí, en las ramas del viejo arce –de donde caen las hojas- los pájaros trinan unos con otros. Por lo menos yo creo que se llaman entre ellos.

De pronto se escucha la puerta de un coche al cerrarse.  El señor Baxter está en su coche y tiene abierto el cristal de la ventanilla. La señora Baxter le dice algo desde el porche que lo hace asentir con la cabeza y voltear adonde me encuentro. Me observa allí de rodillas con el rastrillo y cambia su semblante. Frunce el ceño. En sus mejores momentos el señor Baxter es un hombre decente, común, un hombre a quien no se confundiría con alguien especial. Pero él es especial. En mi historia lo es. De entrada porque él ha dormido toda la noche y ha abrazado a su esposa antes de ir al trabajo. Pero incluso antes de marcharse ya sabe que lo esperan más tarde en casa a una hora determinada. Es cierto, vistas las cosas a gran escala, su regreso al hogar será un acontecimiento sin importancia. Pero un acontecimiento a fin de cuentas.

Baxter enciende el coche y acelera el motor. Se echa en reversa sin dificultad en el estacionamiento, frena y mete una velocidad. Al salir a la calle disminuye la marcha y mira fugazmente hacia mí. Alza la mano del volante, pudo ser un saludo o un gesto de enfado, fue un gesto en todo caso. Y luego mira adelante, hacia la ciudad. Yo me incorporo y también alzo mi mano, no para saludar, pero casi. Pasan otros coches. Uno de los conductores debe creer que me conoce pues lanza un pitazo amistoso. Miro a ambos lados antes de cruzar la calle. 

                      CDMX, marzo de 2020