Miguel Ángel Echegaray
Esta es la introducción de Miguel Angel Echegaray a un libro publicado recientemente por la UNAM, el cual compila una selección de cuentos de Silverio Lanza, escritor que consideraba “que los hombres pueden burlarse un poquito de Dios honrándolo sin aspavientos”. La acompaña uno de los cuentos de Lanza incluidos en el libro .
“Así como un gran diestro dijo que al torero no lo mata el toro sino el público, lo mismo le pasa al buen escritor”.
Ramón Gómez de la Serna
Escribió lo suficiente y publicó otro tanto. Pero tan personal acumulación se disipó como la fortuna que un jugador compulsivo de póker pierde en una noche. Entonces se retiró a su casa en Getafe y años después murió ahí en solitario. Fue, según el dicho de Pío Baroja, “el ingenio más frenético y más desarreglado de nuestra época” y “el más anarquista de todos los escritores españoles contemporáneos”.
Al parecer, la poca atención que le dispensó su momento, sumergió súbitamente su obra en un incomprensible marasmo. Por ello Baroja, píamente, se preguntaba: “¿Cuándo saldrá a flote? ” Aludía a la narrativa y ensayística de Silverio Lanza, seudónimo de Juan Bautista Amorós (1856-1912), descendiente de una familia de militares carlistas y él mismo aspirante a figurar como oficial de la Marina española en su juventud, sin conseguirlo.
Hasta ahora, bien a bien, no se sabe si lo suyo fue un hundimiento o un naufragio. Ni tampoco cómo y cuándo se le rescatará (y que tan ileso), para orientarlo de una vez por todas por el camino de la posteridad literaria. No es, por cierto, caso único. Nos dolemos al creer que algunos escritores no merecían un ocaso tan dañoso y atroz, aunque igual parece cierto el que cualquier escritor, más tarde que temprano, sucumbirá por la misma inanición memoriosa de su época. ¿Se lee fervorosamente hoy en día a Baroja o a Azorín, los cuales, en sus años de ascenso, lo miraban con quisquilloso recelo y escepticismo admirativo?
El ostracismo de Silverio Lanza se ha vuelto proverbial y en España se ha hablado y discutido bastante sobre ello, lo que no está nada mal para un escritor condenado al desinterés y la omisión de las generaciones que lo sucedieron. Un fárrago de observaciones dolientes y minuciosas que vindican, no su talento, sino la tontuela incomprensión que lo ha rodeado y que nadie está seguro cuándo cesará. Es paradójico que, junto con la reedición de sus libros y su promoción en círculos de nuevos lectores, amén de voluminosas disecciones académicas, se haya logrado imponer sobre todo el retrato del escritor negado, postergado o, en palabras de un catedrático, del “escritor perdido”.
Otro escritor, Ramón Gómez de la Serna, tampoco precisamente un racimo de rutilantes posteridades, fue en su juventud amigo y cómplice de Silverio Lanza. Una buena amistad, descrita con todas sus letras: “Don Ramón Gómez de la Serna y yo (servidor de ustedes) somos amigos desde nuestra juventud: él no tenía aún veinte años, y yo tenía más de cincuenta. Conviene explicar esto a las inteligencias que soportan el cilicio de la rutina. Don Ramón es un muchacho que lleva dentro a un viejo; y yo soy un viejo que lleva dentro a un joven: somos dos camaradas”. Líneas escritas ex profeso para el Epílogo de “El libro mudo”, pergeñado por Gómez de la Serna en el año de 1910.
Se puede especular un poco e imaginar la respuesta ante el calificativo (o descalificativo) “del escritor perdido”. Gómez de la Serna, concédase por segura, opondría una frase con la que él mismo se amuralló: “Prefiero ser un hombre perdido, a ser un hombre mal hallado”. En su defensa de Silverio Lanza, piénsese muy probable, añadiría sus notas sobre la culpabilidad de los malos lectores: “El mal lector quiere un sensacionalismo falso y malo, porque ni siquiera quiere un sensacionalismo apasionado, sincero, franco, elevador. Hay que tener en medio de las lecturas una buena alma”, y, además, ese sujeto equivocado, “ lee a los fanáticos y a los rebeldes, pero a los ‘ordenados’, no”.
¿Es posible imaginar un lugar habitado únicamente por buenos lectores y del que se ha desterrado a los impertinentes y malos contadores de sílabas? ¿Sabríamos cuáles y cuántos libros atesoraría su beneficiosa memoria y cuántos más fue necesario arrojar al abismo de la desmemoria y la ignorancia de la luz letrada? En ese lugar existiría solo un puñado de extraordinarios editores como fieles sirvientes del conjunto de magníficos lectores, y se limpiaría el terreno de cualquier mal crítico, hasta extinguirlos a todos como a una plaga.
La descendencia de los buenos lectores sería obligada a seguir los pasos de sus progenitores, so pena de expulsarlos del núcleo familiar y vivirían entonces como salvajes en los montes, alimentándose de pésimas y fraudulentas narraciones y pomposas reflexiones. Pero un mal día, se sublevarían y una venganza carente de un exquisito modelo lírico instigaría su revancha, acaudillados por un crítico sobreviviente, autor de una apócrifa Historia de la Literatura Inercial.
Seguidamente, abandonarían las cuevas donde se refugiaron, armados y empuñando antorchas; vociferando frases hechas, extraídas de un juglarismo lírico insoportable, bajarían a las ciudades para incendiar bibliotecas repletas de libros auténticos, formidables y provechosos. Instaurado el terror, echando mano de novelas negras, impondrían su ley y cambiarían la versión de la historia social y sagrada. Darían poco qué pensar y por eso nuestro castigo sería leer horrendos folletines y estar condenados a releerlos por siempre.
Pero más allá de caricaturas, encuentro más apropiada la categorización binaria de Isaiah Berlin sobre una literatura que se reparte en escritores “zorros” y “erizos”; y en la que no encuentran lugar los extraños e inclasificables como Tolstoi, que mezclaron su temperamento entre ambas especies. Silverio Lanza perteneció a esa estirpe anómala.
La distinción que hizo Berlin se refiere a los escritores y los pensadores, y también posiblemente a una diferencia “entre los seres humanos en general. Porque media un gran abismo entre quienes, por un lado, relacionan todo con una única visión central, un sistema más o menos congruente o consistente, en función del cual comprenden, piensan y sienten – un único principio universal, organizador, que por sí solo da significado a todo lo que son y dicen –, y por otro, quienes persiguen muchos fines, a menudo inconexos y hasta contradictorios, ligados, si lo están, por alguna razón de facto, alguna causa psicológica o fisiológica, sin que intervenga ningún principio moral o estético; estos últimos viven vidas, realizan acciones y sostienen ideas centrífugas antes que centrípetas, su pensamiento es desparramado o difuso, ocupa muchos planos a la vez, aprehende la esencia misma de una vasta variedad de experiencias y objetos por lo que estos tienen de propio, sin pretender, consciente ni inconscientemente , integrarlos – o no integrarlos – en una única visión interna, inmutable, globalizadora, a veces contradictoria, incompleta y hasta fanática”.
Perdónese tan extensa cita para derivar que “el primer tipo de personalidad intelectual y artística es el de los erizos; el segundo, el de las zorras”, uno lo representa Dante y el otro Shakespeare. Pero existe, según se advirtió antes, un tercer tipo que no se aviene de manera impecable con erizos ni con zorras. Lo ejemplifica Tolstoi: quien vivió sin percatarse del “conflicto entre lo que él era y lo que creía ser”.
De igual casta, me parece, fue Silverio Lanza. Un escritor “ordenado” que se disfraza con despropósitos e ironías; exige mayores derechos para la mujer, pero no deja de desconfiar por las alhajas y privilegios que ellas desean conseguir a toda costa; se mofa de los curas y de la iglesia, pero sugiere que puede conseguirse la vuelta a su origen inmaculado; piensa que los ladrones son seres que viven en una indefensión obligada, y que los hombres pueden burlarse un poquito de Dios honrándolo sin aspavientos. En suma, que se puede vivir de equívocos porque son solamente apariencias un tanto graciosas y ejemplarizantes.
Al parecer, su tiempo no estaba para bromas ni absurdos literarios; su época requería géneros cada vez más definidos y legibles, y de ahí su desdén en aquel momento por dislates como este: Conoce a una familia de emigrantes rusos y encuentra que son gentes buenas y sinceras. Son trabajadores y en su modesta vivienda lo reciben con suma amabilidad y contento. Cuando todo mundo espera de la breve narración, una vindicación humana ejemplarizante o, de perdida, un emotivo reconocimiento a su espíritu de sobrevivencia, Lanza apunta: “Quedé agradablemente sorprendido ante aquellos individuos que, por su honradez, merecían ser pobres”. Ciertas cosas hay que referirlas sobriamente. El sencillo toque de oración es más expresivo que los raros gritos con que los sacerdotes acompañan las ceremonias del culto. He aquí lo que va del naturalismo al clasicismo.
Richard Krassoff era un hombre serio y un buen amigo. Un día se me dijo que Richard era emigrado ruso. Tanto mejor. Los hijos escarnecidos por los padres son más dignos de respeto que los padres bondadosos.
Me presenté por primera vez en casa de Richard una tarde de invierno. Krassoff tenía en las Barreras una habitación modestísima. París le había dado asilo, y esta caridad no siempre se ejerce con los jesuitas. Entonces conocí a la familia de mi amigo.
La señora tenía treinta y cinco años y parecía una anciana. El niño desempeñaba una plaza de agregado en el escritorio de un banquero. Su hermanita tenía seis años. Pequeña como la margarita y blanca como las azucenas, tenía María esa simpatía que acompaña a la desgracia.
Quedé agradablemente sorprendido ante aquellos individuos que, por su honradez, merecían ser pobres.
Senté a la niña sobre mis piernas y la dejé jugar con la cadena del reloj. Pero de pronto, interrumpiendo su juego, me dijo:
— ¿Quieres que te cuente un cuento?
— Sí, hija mía.
— ¿Cuál? – preguntó la señora de Krassoff.
— El del huevo, mamá.
— ¡Ah, el del huevo! – interrumpió Richard. – Escúchelo usted, Sr. Lanza. Es interesante ahora que tanto se preocupan los sabios con las evoluciones de la materia.
— Está bien. Cuenta, cuenta, hermosa mía.
El niño se apoyó en la pared y dibujó en sus labios una amarga sonrisa que sostuvo durante toda la narración.
— Pues, señor, el emperador tenía una hermosa gallina encerrada en un pabellón del jardín, y cátate que una noche se escapa un tigre de la jaula de las fieras y se mete en el pabellón con la gallina.
Pues, señor, a la mañana siguiente recogieron el tigre y vieron que la gallina había puesto un huevo; y como el emperador todo lo quiere para sí, cogió el huevo y se estuvo quitecito calentándolo para comerse lo que saliera…Y salió…¿a que no sabes lo que salió?
— No sé.
— Pues salió un polizonte.
— ¡Ah! – exclamé cuando comprendí toda la idea, — y besando con arrebato a la niña, le dije: Benditos sean tus padres que te enseñaron ese cuento, y bendita tú si se lo enseñas a tus hijos. ⌈⊂⌋
Silverio Lanza, Cuentos, Introducción y selección Miguel Ángel Echegaray (México. UNAM, 2019)
LA AUSENCIA DEL DIABLO
Silverio Lanza
“El demonio no es más que el mono más listo de los monos”
R. Gómez de la Serna
El antiguo casino tenía un salón cuya tertulia no olvidaré jamás. lo que voy a contar ocurría el año 1887 en el saloncito indicado y en Una noche de enero tormentosa, como dice un poetilla que firma con mi nombre.
Don Manuel es hombre rico y culto. Gruñón. Está definido. Un hombre que gruñe solo se parece a sí mismo. Se había quedado soltero por no parecerle bien ninguna de las mujeres casaderas que conoció. No tenía amistad íntima con nadie. Cambiaba de criados mensualmente. Renegaba de su cocinera y comía en la fonda. Maldecía de los restaurantes y nos suplicaba que le invitásemos a comer en nuestras casas.
Era el ave Cinglo; a todas partes llevaba el mal humor. Sin tener color político era siempre de oposición para satisfacer la sed de gruñir a que le obligaba su carácter. Una tarde me encontró en la calle.
— Gracias a Dios que lo veo a usted vestido a la española. ¡Siempre de gabán! Esa capa le está muy. Ustedes, por parecer franceses, hasta en eso.
Satisfecho del cumplido me embocé para dar mayor belleza a la prenda alabada. Pero al embozarme estornudó.
— Caramba. Ya podía usted tener más cuidado. Al menos con el gabán no hacía usted tanto viento.
Dichos estos antecedentes concedamos la palabra a don Manuel.
— Señores: Villaverde no viene porque está rezando el rosario.
— ¿De veras?
— Sí, señores. Ahora se va a convertir. Mientras tanto estará su señora en casa de Sepúlveda cantando la romanza de Roberto.
— Don Manuel, tiene usted lengua de hacha.
— ¿Por qué? ¿Por qué digo las verdades?
— Sí, señor; por eso o por lo otro.
— Pues mire usted, bastantes disgustos tengo yo al cabo del día para que venga usted ahora a sermonearme.
— Quisiera yo saber los disgustos que usted tiene.
— ¡Si le parecen a usted flojos! Con solo el alza de estos días tengo bastante…
— Pero si usted no tiene negocios en Bolsa…
— Eso no importa; hay mucho dinero parado.
— Que lo lleven a la industria.
— ¡Buena está la industria!
— Que lo facturen en gran velocidad.
— Eso es. Con un chiste todo lo resuelven ustedes.
— Pero si el caso no es serio.
— los disgustos de don Manuel…
— Señores, yo estaré contento, pero ayer noche, desesperado como nunca, llamé al diablo.
— Y no respondería.
— No, señores; y lo llamé de todas veras.
— Está escarmentado.
— No sé por qué.
— Yo, sí.
— Oiga usted Silverio. ¿También usted a tenido tratos con el demonio?
— Sí, señor. Muchas veces.
— ¿Lo dice usted en serio?
— Muy formalmente.
— ¿Y por qué está escarmentado?
— Si ustedes quieren lo diré.
— Hombre, sí.
— Sí, que lo cuente.
— Pues bien, el demonio y yo fuimos muy buenos amigos en otras épocas. Por tanto, lo conozco personalmente y sé que no usa ni capa, ni anillo, ni cola, ni otras cosas que se dicen de su uso. Nada de eso. El diablo es un sujeto muy agradable.
Él me sirvió siempre con el mayor agrado, y puede decirse que casi de balde. Al menos a mí nunca me pidió mi alma ni yo se la hubiese dado tampoco. Figúrense ustedes que estaba escribiendo en verso y me faltaba una consonante o escribía en prosa y me faltaba una idea; pues bien, llamaba al demonio y enseguida se me presentaba, satisfacía mi necesidad y me pedía a cambio un beso, un apretón de manos, una caricia cualquiera. Porque es bueno saber que Luzbel tiene los dos sexos, y solo así puede comprenderse que seduzca igualmente mujeres y hombres. Lo único que el demonio no da es lo que vulgarmente se cree. Jamás satisface un deseo de amor mundano. Es muy celoso. A mí me propuso ser su amante con la condición de que solo a él había de amar, yo acepté el trato, pero él no se avino con la recíproca. porque como el demonio es la falsedad nacida del orgullo, es lógico que guste de agradar a la vez a muchos adoradores, y en esto verán ustedes lo muy parecido que es a las mujeres.
Pero vamos al caso; hace ya algún tiempo vi al diablo por última vez. Era una fría tarde de invierno. Yo me hallaba preocupado por un asunto que entonces nos preocupaba a todos. Han de saber ustedes que estaba yo enamorado de una señora que no he olvidado todavía. Calculaba la imposibilidad de ser correspondido, y desesperado, como dice don Manuel, llamé al demonio. A los pocos momentos oí sonar la campanilla del cuarto en que vivo. Abrí la puerta: era mi delicioso diablo. Aquella tarde vestía de cocotte.
— Hola, mimadillo mío.
— Adiós, ángel hermoso.
— Me han dicho que me llamabas.
— Sí, necesito un servicio…
— ¿Qué tal te parezco hoy?
— Admirable.
Es de advertir que el demonio no huele nunca a azufre. Aquella tarde iba fuertemente perfumado de Llane- Llane.
— Veo que estás de mal humor. ¿Qué quieres?
— Estoy enamorado.
— ¿De mí?
— De Fulanita de Tal.
— Eres un infeliz.
— ¿Por qué?
— Eso es un capricho.
— Es una pasión.
— Esa mujer es ambiciosa.
— Pero tú tienes poder para satisfacerla.
— Pero ella no me quiere a mí.
— Yo te querré.
— Siempre dices lo mismo.
— Este es el mayor favor que te he pedido. prometo no volver a molestarte.
— Pues bien, vamos a hacer un trato. Yo te concederé todo lo que pidas. En cambio, tú me prometerás no amar a otra mujer en la tierra además de Fulanita.
— Te lo prometo.
— De modo que entre ella y yo compartiremos tu cariño.
— Conformes.
— ¿A ninguna otra?
— A ninguna.
— Esta bien. Pues ahora trae un platillo y espíritu de vino.
Así lo hice, y Luzbel vertió un poco de alcohol en el plato y lo encendió con un fósforo.
— Todo cuanto me pidas, mientras luzca esa llama, te será concedido. date prisa si es mucho lo que has de pedir.
Después el demonio juntó sus manos y permaneció en un recogimiento muy parecido al éxtasis. Yo estuve callado un instante, pero recordando la advertencia de mi protector, coloqué sobre mi corazón la mano derecha, y conmovido dije:
— Pido… que Fulanita de Tal vuelva a su patria…que sea rica y poderosa…que todo el mundo la respete y la considere, desde el más grande al más chico…que tenga palacios, coches, lujosísimos trenes, magníficos caballos, quintas deliciosas, montes poblados de caza, ríos de peces, oro, joyas, …que jamás se vea insultada ni despreciada…que sea admirada por todos…que con sus virtudes haga realzar la clemencia y la caridad de sus abuelos…que sea el consuelo y la esperanza de los desgraciados, el entusiasmo del sabio y del discreto…que…
— Mucho pides.
— Aún arde la llama.
— Pronto se apagará.
Volví a pensar, y después de algunos instantes seguí de nuevo:
— Pido que cada día sea mayor la hermosura de su cuerpo y la belleza de su alma…Pido que jamás se amortigue la llama de su talento…Pido que nunca se vea tan alta que pueda caer, ni tan baja que no pueda llegar a la cumbre…Que ningún hombre, no siendo yo, logre jamás los placeres de su hermosura. Pido…
¡Ah! pensé yo. Aun me falta lo principal Harto he pedido para ella; ahora me toca a mí. Miré la llama, lucía perfectamente. Entonces cerré los ojos, alcé mi frente al cielo, junté mis manos como si fuese a orar, detuve la circulación de mi sangre, apreté los dientes, oprimí las manos, contraje todo mi cuerpo, y luego hice cesar este estado bruscamente y en el momento de placer que le siguió entreabrí mi boca, y como moribundo que sonrié después de beber un calmante, dije con la mayor dulzura:
— Pido que me ame.
— Eso sobra.
— ¡Cómo!
Miré el platillo, la luz se había apagado.
— Tú soplaste la llama.
— Yo, no.
¡Ah! Miserable demonio. Te has burlado de mí.
— ¿Por qué has tardado tanto?
— El alcohol ardía. Me has hecho una asquerosa traición mientras yo tenía cerrados los ojos.
— Estás loco. Yo haré lo que has pedido, pero tú siempre te verás obligado a cumplir tu promesa.
— Ella me amará, ¿no es cierto?
— Eso se lo dices a ella.
— ¡Demonio canalla! Yo te aborreceré toda mi vida.
— Pero estarás condenado a amar solo a esa mujer.
— ¡Me amará! ¡si me amará!
— ¿A mí qué me cuentas?
— ¡Bandido! No te gozarás con tu infamia. Te voy a hacer pedazos.
— ¿A mí?
Cogí el platillo y lo lancé con toda la fuerza de mi brazo al rostro del diablo. Enseguida desapareció súbitamente su figura; en el sillón donde estaba sentado quedaron algunas manchas de sangre.
Yo caí llorando al suelo. Entonces oí una voz celestial como la de Beatriz para el Dante que me decía con extraño ritmo:
— “ Cuando mueras irás al cielo. El Señor te ha perdonado tus faltas por haber herido a Luzbel”.
Esta es la historia, señores.
— Bravo.
— Magnífico.
— Eso es un cuento.
— Imaginación.
— ¿Qué le parece eso a usted don Manuel?
— ¿A mí? Eso no quiere decir nada.
— ¡Hola!
— Sí, señor. Si usted va al cielo no es por andar a cachetes con el diablo, es por ser tan cándido que quiere usted a una mujer sin ser correspondido. Lo dicho. Está usted pasando el purgatorio en vida.
— ¡Conclusiones de don Manuel!
Ciudad de México, 1959. Editor, crítico de arte y promotor cultural, concibe la novela como un gesto esencialmente narrativo, pero esto no lo separa ni del cuidado de situaciones y caracteres psicológicos ni de su manifestación visual.