Piglia y Arlt: Reversos de un cauce

Vicente Francisco Torres

Profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana, Azcapotzalco

La literatura latinoamericana tiene referentes fundamentales en Argentina, así lo confirma el autor, quien analiza el devenir literario de Ricardo Piglia y Roberto Arlt concluyendo que sus estilos divergentes tienen como punto común la agitación.

 

I. Los comienzos de Piglia

1.

Durante mucho tiempo se sostuvo en cátedras y manuales que la literatura  Argentina del siglo XX arrancaba en dos vertientes: los grupos de Florida y de Boedo. El primero resultaba aristocrático y central, y el segundo barrial y guarango; ambos con sus revistas: Martín Fierro los primeros y Los Pensadores, que después cedió su lugar a Claridad, los segundos. En el primer grupo estaba Jorge Luis Borges; Roberto Arlt militaba en el segundo.

En 1980, en su primera novela, Respiración artificial, Ricardo Piglia  (1941-2017) afirmó que la llevada y traída dicotomía sólo era una verdad aparente y que perduró porque los lectores no habían reparado en que Borges, con “Hombre de la esquina rosada” y “Pierre Menard, autor del Quijote”, había transitado las dos veredas: la cultista, paródica y europeísta,  y la orillera que se construye con los giros orales y plebeyos. De aquí derivarán dos propuestas centrales de Piglia: primero, que en literatura lo más importante nunca debe ser nombrado y, segundo, que saber leer implica saber asociar. Estos dos supuestos provienen de una estrategia de Borges, quien sabía decir cosas bellas sobre muchos autores  argentinos (por ejemplo sobre Mallea), pero los que realmente le importaban fueron los que usó o hizo sujetos de homenaje en sus textos literarios. Ellos son José Hernández, Sarmiento, Groussac, Lugones y Roberto Arlt.

¿A dónde nos lleva lo anterior?, a sostener que Ricardo Piglia está inserto en esa tradición gobernada por Borges y Arlt, que ha utilizado sus recursos y sus mundos, pero con su propia impronta en la que el relato policial, la detection y la ficción ensayística serán son rasgos distintivos más notorios.

2.

En 1975 Piglia publicó un libro de cuentos,  Nombre falso, que contenía una nouvelle, “Homenaje a Roberto Arlt”, el cual inmediatamente llamó la atención por el interés que ponía en revestir la investigación documental con la ficción. Dicho relato, que según dijo su autor a Marco Antonio Campos, se inspiró en un tipo que se hacía invitar los tragos con el garlito de que él poseía un inédito del autor de Los lanzallamas, mostraba las pesquisas de Piglia para dar con “Luba”, uno de los mejores textos inéditos de Arlt. Esta búsqueda, a fin de cuentas, cristalizaría en un relato que contenía como apéndice el cuento inédito de Arlt. Así, “Luba” ya no pertenecería solamente a Roberto Arlt, sino también a Piglia, quien habría tenido la ciencia y la paciencia para localizar las dos partes en que andaba dividido el cuento.

La importancia de “Luba”, el cuento apéndice, está en que narra la historia de un anarquista que se refugia en un burdel. Allí encuentra la protección de una mujer con quien brinda: “Bebo a la salud de Luba: porque ella ha sufrido (…) Porque ¿quién va a hacer la revolución social sino las prostitutas, los estafadores, los desdichados, los asesinos, los fraudulentos, toda la canalla que sufre abajo sin esperanza alguna? ¿O te crees que la revolución la van a hacer los cagatintas y los tenderos? Y aquí conviene señalar que Leónidas Barletta, otro miembro del grupo de Boedo, señaló alguna vez: “Los de Martín Fierro querían la revolución del arte, y los de Claridad querían el arte para la revolución”

Mientras el primer capítulo de Respiración artificial narra, con algunas variantes, el argumento de “Luba” (un tipo deja a su mujer, modosita y acaudalada, para ir a vivir con una bailarina de cabaret), el segundo y el tercero echan mano de recuerdos, anécdotas familiares, cartas, confesiones orales, diálogos y la autobiografía de un personaje llamado Enrique Osorio para dar un panorama de la política y la historia argentinas a partir de la década del treinta del siglo XX.

El capítulo cuarto, que constituye la segunda mitad de la novela, se caracterizará por ser, gracias a los diálogos de sus personajes, eminentemente ensayístico. Allí se ventila, entre otros temas, el lugar común según el cual Roberto Arlt escribía mal, ensuciaba la lengua nacional de los argentinos con todas las impurezas traídas por los inmigrantes. Pero resulta que el concepto de correcta escritura lo había impuesto Leopoldo Lugones, escritor que recogió la consigna de los grupos burgueses para que el lenguaje fuera salvaguardado de los requiebros lunfardos. Es entonces que Arlt apuesta por la lengua de la calle, por la expresión de los oprimidos y a ellos los hace temas y personajes de sus novelas y cuentos. Aquí radican la fuerza, la eficacia y la modernidad de Roberto Arlt.

El cambio de puntos de vista narrativos, la ausencia de comillas o guiones que anuncien los diálogos,  o los ya mencionados recursos de las cartas, las confesiones y las memorias, hacen que la lectura de la novela se complique, que nos desconcierte hasta que seamos capaces de identificar a los personajes gracias a su modo de hablar y a sus intereses. Estos artificios enrarecen y dificultan la atmósfera de la novela y la hacen consonante con su título, aunque hay otro dato importante: del mismo modo en que “El saqueo de Couffignal” anuncia  El halcón maltés, “Un bebé en la refrigeradora”  El cartero llama dos veces y “Luvina” anuncia Pedro Páramo, Respiración artificial encontrará su antecedente, que la dota de un viento enriquecedor, en “Homenaje a Roberto Arlt”.

3.

Ricardo Piglia, como editor, como ensayista y como antólogo, tuvo una cercanía con la narrativa policial (en su vertiente dura, con autores como Horace McCoy, Jim Thompson, Chester Himes, Dashiell Hammett y William R. Burnett, entre otros) muy semejante a la de sus compatriotas Juan Carlos Martini y Mempo Giardinelli; se han acercado al género, han tomado sus recursos y lo han cultivado de manera tangencial. Sin embargo, nunca se han anclado en las  series ni en la exclusividad, hecho  que los apartaría de los anaqueles de la literatura oficial para llevarlos a las mesas de la quincalla  vendible y desechable. Plata quemada entronca con la pasión de Borges por el género policial, con los seres patibularios que circulan por los libros de Roberto Arlt, con su habla tanguera y lunfarda que no desdeña el vesre y, sobre todo, con lo que en la década de los  sesenta del siglo pasado dio en llamarse, gracias a Truman Capote y a su libro A sangre fría, novela de no ficción, o nuevo periodismo, como diría Tom Wolfe.

Plata quemada, a pesar de su título de resonancias alquimistas, está basada en un episodio de la crónica roja que tuvo lugar  en Buenos Aires y Montevideo, del 27 de septiembre al seis de noviembre de 1965.

El miércoles 27 de septiembre de 1965, a las 15:11, un grupo de malandros, feroces dependientes de la coca y las pastas, roba 7 203 960 pesos en San Fernando.  Las circunstancias los obligan a huir a Montevideo y terminan acorralados en un departamento. Durante 15 horas, tres rufianes resistieron a 300 policías y, en un desmesurado acto gratuito, como un brutal acto de maldad pero también de genio, a lo largo de 15 minutos eternos, quemaron, billete a billete, cinco millones de pesos, mismos que al ser lanzados por una ventana, semejaban mariposas de luz que caían  sobre los indignados espectadores. A grandes rasgos, estas son las acciones que conforman la novela, porque poco menos de la mitad del libro está destinada a buscarle diversos sentidos al acto criminal: los bandidos queman el dinero porque es el más alto valor de la sociedad actual; las cenizas esparcidas sobre Montevideo serían una parodia de los restos calcinados de los santos y los hombres ilustres que se esparcen sobre los mares, los ríos o las selvas. Las cenizas de los billetes erigieron una pila funeraria a los valores de la sociedad. Significativamente, la policía uruguaya se mostró muy prudente durante horas, sin importarle que cayera un policía tras otro, pero la quema del dinero les despertó una furia decisiva y bestial.

Con la elección de este episodio, Ricardo Piglia contradice el viejo lugar común de que no hay temas buenos ni malos y que lo único que importa es el talento del escritor. Piglia, en un apéndice, afirma que tomó este suceso porque descubrió en él la luz y el pathos de la leyenda; le pareció la versión argentina de la tragedia griega porque los héroes deciden enfrentar lo imposible, resistir y elegir la muerte como destino.

En Plata quemada, como en la novela negra norteamericana, la narración del hecho criminal no es más importante que el sondeamiento de  la mentalidad de los personajes de avería: va a los antecedentes del crimen y la violencia, tal y como sucede en el caso de Brignone, quien entró injustamente a la cárcel y ahí se echó a perder: “Cuando salió de la cárcel, pese al dinero de la herencia paterna, influido por los contactos carcelarios y ante la desesperación de su madre y de sus hermanos que son respetados y honestos profesionales, siguió el camino del crimen.

“En cana (contaba a veces) aprendí lo que es la vida: estás adentro y te verduguean y aprendés a mentir, a tragarte la vena. En la cárcel me hice puto, drogadicto, me hice chorro, peronista, timbero, aprendí a pelear a traición, a partirle la nariz de un cabezazo a tipos que si los miras torcido te rompen el alma, aprendí a llevar una púa escondida entre los huevos, a meterme las bolsitas con la merca en el ojo del culo…”

Si en alguno de sus libros Piglia afirmaba que la biografía de un escritor no es más que la historia de las transformaciones de su estilo, a estas alturas podemos decir que el autor  siente  la fascinación por el mundo del delito,  y ensaya una expresión desgarrada y brutal, desprovista de las galas eruditas que  puede ostentar si le da la gana. De lo que no se aparta es de la construcción compleja, porque para componer Plata quemada recurrió a la transcripción de interrogatorios, a los informes psiquiátricos, los legajos judiciales, a las crónicas policiacas de su alter ego Emilio Renzi, a entrevistas con  diversos personajes, como el radiotelegrafista  –quien grabara los diálogos que a través del interfón sostuvieron los maleantes con los policías.   Hay incluso un momento en que los asesinos, desde su ratonera, pueden ver en la televisión el episodio que están protagonizando.

4.

Emilio Renzi, trasunto de Piglia, en Respiración artificial recordaba un episodio a propósito del europeísmo y la falsa erudición bilingüe que a veces agobia a los argentinos: la primera página de Facundo, texto fundador de la literatura argentina, empieza con una cita en francés, a la que Sarmiento equivoca la paternidad. Paul Groussac le corrige la plana y más tarde Borges, en “Pierre Menard autor del Quijote”, se solazará con la invención de sucesos, personajes y obras apócrifas. Traigo a cuento este hecho porque, para un lector que no tiene acceso a las hemerotecas argentinas o uruguayas, resulta difícil comprobar si el episodio sangriento que inspira la novela fue real. De no ser así, la novela, al estilo del new jornalism, se desmorona, y la sombra de Borges asciende porque Piglia estaría inventando un episodio de nota roja, de la misma manera en que Borges inventaba falsas enciclopedias. Real o miraculada, la sangre le sirve a Piglia para sondear algunos de los aspectos menos risueños de lo que Arlt llamaba la vida puerca, porque  los protagonistas de Plata quemada (ladrones, policías, cocainómanos, asesinos, busconas y buscones) son simples mortales y Arlt, quien por cierto fue reportero de policía durante años, decía en una carta a su esposa: “Los seres humanos son más parecidos a monstruos chapoteando en las tinieblas que a los luminosos ángeles de las historias antiguas.”

II. Evocación de Roberto Arlt

Con Roberto Arlt se produjeron una serie de fenómenos propios del mundillo de la literatura: en vida se le apreció mal y se le glorifica después de muerto (con sus excepcionales admiradores solitarios, como Juan Carlos Onetti); es un autor en cuyas obras la vida fluye a borbotones y, por tanto, se le tacha de realista brutal; es un narrador con tantas cosas agazapadas en el pecho que, como tiende al exabrupto y a las largas disquisiciones, se le acusa de escribir mal, cuando lo más que se observa en su prosa es un innecesario uso de enclíticos. Los doctos enfocan a este porteño con las teorías sartreanas cuando el argentino publicaba desde 10 años antes que el francés; se le acusa  de usar un lenguaje indecoroso cuando gracias a esto y a la incorporación que hace a la literatura del lunfardo (de lunfas, ladrones), y de italianismos, vigoriza la incipiente literatura urbana de la cual él es uno de sus iniciadores. Por supuesto que también el mito se cierne sobre su persona: sólo estudió hasta el tercer grado y el día de su boda era tanta su pobreza que tuvo que lavarse la cara en una fuente pública. Es, además, un parricida: cuando fallece su progenitor, Arlt se queda dormido en el velorio; a quien lo despierta y le reprocha su actitud, el Torturado  le responde:

–“¿Y si mi padre era un hijo de puta en vida, por qué no va a serlo después de muerto?”

Roberto Arlt es un argentino nacido en 1900 y muerto en 1942. Tiene cuatro novelas, dos libros de cuentos y varias obras de teatro. En su primera novela, El juguete rabioso (1926), ya se observa su obsesión por ir hasta las más oscuras profundidades del ser humano, y para esto escoge precisamente a los humillados, a los miserables (sobra decir que sus personajes pertenecen a un reino  patibulario porque es el mundo que él vivió y padeció), porque en ellos las pasiones tienen un sentido más descarnado y claro. El personaje principal de esta novela quiere probar hasta dónde es capaz de hundirse un ser  desahuciado, hasta dónde el miserable puede suministrar crueldad por su propia mano: una madrugada, después de abandonar una pensión en donde el casero le introdujo a un  homosexual melancólico, sale y hace arder a un pordiosero que dormía en la calle cubierto con andrajos.

Este mismo afán por pulsar las pasiones más bajas está presente en Los siete locos (1929), sólo que aquí los temas que sustentan la novela son infinitamente más ricos: están hundidos hasta el cuello pero se dan el lujo de cometer destemplanzas románticas: un personaje roba para ir a meterse en un burdel en lugar de llevar ese dinero a su mujer que está enferma; pero sale huyendo luego de pagarle a una prostituta a la que no tocó.

Cuando se habla de Los siete locos siempre se la menciona con grandes aspavientos por su proyecto de hacer una singular revuelta, que no es proletaria ni fascista, y que consiste en crear burdeles que sostengan una especie de superhombre cuya divinidad se deberá al desarrollo industrial. Cierto que esta cuestión ocupa la mayor parte de la novela, pero ese hecho  es lo que menos importancia tiene por su fantasía desbordada. Lo que  parece más relevante es el conjunto de motivaciones que empuja a los personajes a ese demencial proyecto: quieren hacer su “revolución” porque en su locura han descubierto que les angustian sus vidas, mismas que  no tienen sentido y no conocen la fe.

Erdosain, el personaje principal al que abandona su mujer, roba no para curar a su esposa, sino para regalar dinero a una familia desilusionada, para hartarse de dulces que no le gustan y para dejar grandes propinas en restaurantes de lujo. Un rufián melancólico es un vividor de mujeres, un macró, un cafishio, un marlu (he aquí la riqueza léxica de Arlt; otro ejemplo: “almas letrinosas”), que abandonó su trabajo de profesor de matemáticas seducido por una mujer que no solamente lo hizo su macró, sino que le conseguía más mujeres para que las regenteara. Él no cree que su trabajo sea denigrante sino, por el contrario, lo considera  bueno para las mujeres: “Lo que no han dicho los novelistas es que la mujer de la vida que no tiene hombre anda desesperada buscando uno que la engañe, que le rompa el alma de cuando en cuando y que le saque toda la plata que gana, porque es así de bestia.”

Pero el más místico de la novela es un farmacéutico que frecuenta igualmente la Biblia  y los burdeles. Tiene una novia adinerada a la que abandona luego de ir de burdel en burdel buscando una prostituta que le dé sentido a su vida. Acaba casándose con una prostituta coja porque las Sagradas Escrituras dicen: “Y salvaré la coja, y recogeré la descarriada y las pondré por alabanza y por renombre en todo país de confusión”.

La novela funciona, estructuralmente, con el conocido recurso de que quien narra sólo consigna una historia que le refirieron. Roberto Arlt hace numerosas anotaciones al pie de página que son francamente innecesarias;  el libro termina sin que sepamos nada sobre el destino de la “revolución”, o sobre la suerte de los personajes. Promete terminar la historia en otro libro titulado Los lanzallamas, novela  que  prescindirá de una acción para ensimismarse en las reflexiones de los personajes.  Los lanzallamas revela que, detrás del rencor, de la agresividad y de la sangre fría de esas criaturas hay un profundo deseo de ser felices. Pero Arlt sabe que la felicidad humana está destinada al fracaso, a la muerte, a la carcoma. Lo que le interesa  es, en medio de este derroche de brutalidad y actos atroces, pescar al hombre allí donde lagrimea con el puñal en la mano.

Los textos de Arlt han crecido, con el tiempo, porque escribía sobre el hombre frustrado, sobre los que han fracasado en los grandes planes y terminan por hundirse en una vida anodina, que puede ser la del obrero, el empleado, el profesor, la taquígrafa o el conductor de vehículos: “El órgano genital se congestiona e inflama y crece; la mujer deja su sartén en el suelo y se tiende en la cama, con una sonrisa desgarrada, mientras entreabre las crines que le ennegrecen el sexo. El hombre derrama su semen en la oscuridad ceñida y ardiente. Luego cae, desvanecido, y la mujer entra tranquilamente a la cocina para freír en su sartén unas lonjas de hígado.

“Esa es la vida. ¿Pero es posible que esa sea la vida? Y sin embargo, esa es la vida. La vida. La vviidddaaa…”

La anécdota ocupa un lugar secundario si vemos la prisa con que Arlt despacha a sus locos personajes. Por ejemplo, luego que en Los siete locos el proxeneta apodado Rufián Melancólico nos hizo una rica confesión de su modo de vida, en Los lanzallamas termina asesinado por otro macró a quien le había quitado una de sus mujeres. Pero lo importante viene cuando el Rufián Melancólico agoniza y se desata en su pecho un profundo amor por una ciega a quien embarazó y pretendía introducir en la prostitución. ¿Cómo entender este amor en un hombre que, viendo que una de sus mujeres daba los pasos demasiado largos, le amarra con cadenas los tobillos hasta que adopta un andar menudo? Aquí está el valor de la obra de Arlt, en que describe la negrura de la condición humana  y exalta también esos momentos en que, como ya han dicho muchos poetas, nos dan ganas de llorar por no haber sido buenos.

Los personajes de este argentino,  más que estar hechos para desarrollar una complicada trama, han nacido para mostrarnos sus vicios y sus desesperanzas; desdeñan lo pintoresco para abordar lo humano.

Remo Erdosain es quien lleva el papel principal en Los siete locos y Los lanzallamas. En él  pone Arlt todas sus angustias. Por ello se ha insistido  en que este “novelón en dos partes” es autobiográfico. Incluso se recurrió al insulto y a la burla para decir que Arlt era el “octavo paranoico”. El novelista tuvo la serenidad para contestar con razones puramente artísticas: “Lo único que sé es que el personaje se forma en lo subconsciente de uno, como el niño en el vientre de la mujer. Que este personaje tiene a veces intereses contrarios a los planes de la novela, que realiza actos tan estrafalarios que uno como hombre se asombra de contener tales fantasmas”.

Es  recomendable asomarnos a ese mundo que Arlt crea, lleno de cojos, jorobados, predicadores, proxenetas, ciegos, bizcos, prostitutas, asesinos, inventores, etc. No puede perderse nada: si esos personajes son seres antisociales, también existe la posibilidad de que su deformidad sea sólo simbólica, y andemos rengos del alma.  ⌋ 


FUENTES DE CONSULTA

ARLT, Roberto, Obra completa, prólogo de Julio Cortázar, Buenos Aires, Ediciones Carlos Lohlé, 2 vols., 1981.

PIGLIA, Ricardo, Respiración artificial, Buenos Aires, Editorial Pomaire, 1980.

———–   Plata quemada, Buenos Aires, Editorial Planeta, 1997.

———–   Nombre falso, México, Siglo XXI Editores, México, 1975.

———–   Cuentos con dos rostros, Universidad Nacional Autónoma de México, 1992.