Miguel Ángel Echegaray
Lo dicho acerca de otras de colaboraciones de Miguel Ángel Echegaray, se confirma con este texto. Es un autor cuya meticulosidad como lector detona multidireccionalidad en su escritura. Esta ocasión el medio es una obra de Thomas Wolfe para plantear una lección de vida. Parece fácil, pero esta interpretación no sería posible sin la minucia de quien la ejecuta.
Que la infancia es al parecer ya un destino premeditado y en camino de completarse. Conseja manida y reiteración con cargo al paso de los años. Error conocido en la trayectoria, accidente necesario y hecho definitivo en forma de ruptura emotiva, desmiente la acomodaticia expresión de la ilusión quebrantada y encumbra la orgullosa autonomía conseguida en unos cuantos instantes de nuestra vida.
Aquí se trata de hermanos de sangre o de parentescos de medio plasma . Sucker, crédulo por acepción, ingenuo como un transformista, es personaje de Carson McCullers, escritora de genio envenenado: el héroe de una hazaña tan baladí como lo es el alcanzar la primera madurez en tanto que posesión soberana de nosotros mismos.
Por condiciones sencillamente cronológicas, primero Eugene, luego Sucker. Se trata del menor de la prole que equívocamente depositaron en el mundo Eliza Pentland (personaje ya citado en otro ensayo) y W. S. Gant, niño consentido en un ámbito familiar donde le ponían precio a cada mimo que se le dispensó. Crece entre aspiraciones de enriquecimiento, “trabajo duro” y una originaria pobreza paterna que tiene prohibido olvidar. ¡ Vaya enorme construcción que a punta de letras erigió Thomas Wolfe sobre su propia vida y cuyos primeros tiempos no lo abandonarían jamás! Cientos y cientos de cuartillas que son una literatura que perseguía con atención la conducta de un océano íntimo que debía, por efecto de la novela, parecer previsible: El ángel que nos mira.
Eugene tuvo, entre su repertorio consanguíneo, dos hermanos gemelos y no necesariamente iguales . Uno de ellos, Grover, muere de tifo a los doce años, acompañaba a su madre, junto con sus otros hermanos, en su empresa de montar una casa de huéspedes y aprovechar así la magnética asistencia tumultuaria que supuso la Exposición Universal celebrada el año de 1904 en Saint Louis. Era toda una aventura de lo que el mundo ofrecía en esos días.
Ellos venían de la montaña, se retiraban de una provinciana demarcación de nomenclatura “Altamont” . En esa pequeña ciudad convivían los modestos, es decir, los seres extasiados que agradecían por las mañanas el olor que desprendía el pan recién horneado, y también estaban los menos escrupulosos, exquisitos y adelantados, que sesudamente, oportunamente, codiciosamente (según fórmula sintáctica de Wolfe y más tarde de Faulkner) se enteraban de las ventajas de invertir en Bonos del Tesoro, y que además especulaban con la compra venta de propiedades y terrenos. Eliza los imitaba con salvaje instinto financiero.
Wolfe se permitió una graciosa licencia: Luke, otro hermano, mayor que Eugene, tar-ta-tar-ta-mu-do, se emplea en una oficina de bienes raíces: “Atención, caballeros, les ofrezco el predio número 17, en el hermoso Homewood; nosotros proporcionamos el bosque, y ustedes la casa”. El traductor al español de la portentosa narración “El ángel que nos mira”, sin miramientos explica: “Homewood es un compuesto de Home (casa, hogar) y wood (bosque)”. Lo que agradecemos.
El caso es que Ben ha perdido a su gemelo Grover. Entonces se transforma en un muchacho taciturno y enigmático, pero desde el lugar que ocupa un personaje secundario. En realidad, él era simple y entregado a una ahorrativa labor : reunía a diario todo el rencor que podía y merecían sus arbitrarios progenitores, mezquinos y dados a una cínica extorsión, en aras de procurar la estabilidad económica de una familia imposible, fuerte y unida, desorganizada.
La rutina cambiaba un poco cuando papá Gant se emborrachaba con whiskey de maíz y le echaba en cara a Eliza el desgraciado día en que la conoció en su negocio, cuando reposaba en un sillón, aturdido por el calor del verano y en espera de algún cliente que necesitara una lápida tallada en mármol con urgencia. En la entrada de su taller se erigía la escultura marmórea de un ángel que todo lo observaba.
El callado e inasible Ben adoptó a Eugene. Lo protegía de sus padres. Como todo buen norteamericano, creía fielmente en el dinero y con ánimo justiciero lo compartía con su hermano menor. Ben perdió su otra mitad, pero encontró en Eugene un sustituto. Si la medicina fuese lo que es hoy, Ben no hubiera sufrido tanto la muerte de Grover, pues, entiendo, el tifo se remedia hoy en día, si se detecta a tiempo.
Por cierto, Wolfe publicó una especie de apostilla en 1937 sobre la muerte de Grover y los críticos que lo acechaban creyeron entonces que si era capaz de escribir un relato corto.
Sigamos. Ben cuidaba de Eugene, aunque no de tiempo completo. Salía en la madrugada para trabajar en un taller donde se prensaban los ejemplares de un periodiquillo provinciano. Su manufactura era obra de un técnico que estaba permanentemente beodo . Hermano mayor, ya lo dije, custodiaba a Eugene desde una generosa distancia de lo que a él no le tocó disfrutar y recibir de los dioses que protegen a ciertos hijos de una familia. Lo miraba desde ese futuro que él no pudo ni podía alcanzar. Un apapacho asqueroso y sórdido , sí, pero sumamente efectivo mientras duró.
Fue bueno para Eugene. Lo ayudó a reflejarse con relativa nitidez en su hermano mayor, aun cuando presentía que Ben era un perdedor que lentamente se iba en picada, para caer más tarde con mayor celeridad.
A veces nos esmeramos en seguir de cerca a alguien que es un verdadero inútil y que no sabemos bien a bien por qué nos inspira su modelo de conducta. No recomiendo seguir a los hermanos mayores; suelen desviarte la existencia si no los miras fríamente y te detienes a tiempo.
La intrincada narrativa de Wolfe — pasmosamente bordada a mano—obliga a sus lectores, insistente, a presionar para que Eugene sea más y más inteligente y abandone todo ese mundo — pues era brillante dentro y fuera del ambiente de su ordinaria familia – y a que ayudemos a liberarlo, pues el monto del rescate no es exagerado cuando un novelista nos reclama la posible indefensión de su personaje más amado.
No hacer caso. Ben lo protegería siempre, era su duplicado perdido por un vulgar tifo. Se equivocó. En una ocasión cualquiera (las ocasiones se datan para martirizarnos, aunque Wolfe sí le puso fecha), el tru-tru-cu-len-to Luke, — y ahora pienso extrañado que Wolfe tan exuberante no nos describa perfectamente su look — le reclama a Eugene: “ es que no aprecias lo que se ha hecho por ti. Te lo han dado todo, y no tienes la sensatez necesaria para apreciarlo. La educación universitaria te ha echado a perder”.
Está por llegar el momento, como se dice, “cumbre”. Qué importan ahora la fecha, la circunstancia y el inevitable escenario que es la casa de los padres. “El muchacho (Eugene) se volvió despacio a Ben.
— Está bien, Ben. Esto se acabó. Me importa un bledo lo que diga él, pero no lo aguantaré de ti.
Ésta era la confesión que esperaba el mayor. Todos estaban de pésimo y endiablado humor.
— No me repliques, pequeño imbécil, si no quieres que te parta la cabeza.
El muchacho saltó sobre su hermano como un gato, lanzando un grito de rabia. Le tumbó de espaladas como a un chiquillo, depositándole suavemente sobre el suelo y arrodillándose encima de él, porque al instante le había impresionado la fragilidad de su adversario y la facilidad con que lo había dominado”.
Continuó desatada la trifulca y sin demasiada violencia. El de la hable de cotorro, Luke, mustio y cobarde, se le fue encima a Eugene y se granjeó la asistencia del ahora desenmascarado Ben.
Mamá Eliza no ensayaba lo que debía hacer en estos casos, pero entendía que necesitaba a tiempo una corrección maternal y gritó:
“– ¡ Adónde hemos ido a parar? –lloriqueó Eliza –. Cuando el hermano pega al hermano, parece que ha llegado el fin del mundo”.
Inevitable el desenlace. Eugene habló así: “Siento haberte atacado, Ben. Pero tú – dijo al excitado marinero (Luke) – saltaste sobre mi espalda como un cobarde. Sin embargo, siento lo ocurrido. Siento lo que hice la otra noche (se refiere a su primera borrachera y el desmán que se armó en la casa familiar) y lo que he hecho ahora. Te lo dije y tu no quisiste dejarme en paz. Trataste de volverme loco con tus palabras. Y lo conseguiste -.- Se atragantó –. No pensaba que te volvieses contra mí. En cuanto a los otros…¡ sé que me odian ¡”.
Las respuestas convenencieras, ostentosas y negadoras de tal odio proliferaron con un encono mejor disimulado por acción del mismo resentimiento. De nada sirvieron. Eugene había triunfado, venciendo a una estirpe equivocada y de malsana moralidad.
“—Sí, me odian – dijo Eugene –, y les da vergüenza confesarlo. No sé por qué , pero es así. No lo confesarían nunca, pero es la verdad. Y la verdad les da miedo. Pero contigo es diferente – dijo, volviéndose a Ben –. Hemos sido como hermanos… y ahora te vuelves contra mí.
— ¡ Oh ! – balbuceó Ben, apartándose nerviosamente–. Estás loco. ¡no sé de qué estás hablando!.
Eugene no padecía de ninguna demencia de la cual retractarse y en ese momento se apoderó de sí mismo. Resolvió marcharse y disfrutar del cerebro inquieto que el Señor le otorgó. Así se rompen las familias; así se rompe en definitiva con los hermanos mayores. Alrededor de seiscientas páginas, o quizás unas pocas más, para descifrar : Eugene, como Pirandello, se descubrió como “un hijo cambiado”. Así se conquista la mayoría de edad o la simple ambición del “¡ por qué no podía ser yo mismo ¡”.
El caso de Sucker es sólo un tanto distinto, solamente por las circunstancias, pero no los motivos; sí, por la traición más acariciada. La voz de uno de los personajes acepta que:
“La mitad del tiempo me olvidaba de que no es mi hermano, sólo primo carnal, aunque prácticamente haya formado parte de nuestra familia desde siempre. Y es que sus padres murieron en un accidente cuando él era todavía muy pequeño. Para mí y para mis hermanas menores siempre ha sido como un hermano”.
La ingenuidad de Sucker sirvió muchas veces de diversión y de atropellamiento dominante para Pete, mientras crecían juntos. Fue un momento clave, otro hecho definitivo que no precisamente asomaba la cara: el narrador, que es el mismo Pete ( juez y parte en el relato), se obnubila por Maybelline Watts, unos cuantos años mayor. Además, asentamos un hecho incontrastable: ella lo humillaba y despreciaba. La coherencia se le impone Pete : “desde que Sucker era un niño pequeño hasta que cumplí los doce años, supongo que lo traté tan mal como Maybelline a mí”.
Pete iba flotando por esos conocidos caminos románticos, poblados de primeras ilusiones amorosas que se pisotean por descuido y por no leer a tiempo letrero con forma de flecha: “ No camines por ahí, estúpido”.
Maybelline, que suena a marca popular de cosméticos, aprovecha sus atenciones y satisface sus caprichos de amazona sin causa. Copia las tareas de Pete, va al cine con él y gasta los dólares que orgullosamente obtiene en tareas extra familiares. Son momentos glamorosos en que Pete es condescendiente y comprende a su casi hermano:
“no había muchos chicos en el barrio de los que pudiera ser amigo y su cara tenía la expresión de alguien que está viendo un partido con la esperanza de que lo inviten a jugar. No le importaba heredar las chaquetas y los jerséis que a mi me quedaban pequeños, aunque las mangas fueran demasiado grandes y sus muñecas parecieran tan finas y blancas como las de una niña. Así es como lo recuerdo: creciendo un poco todos los años pero sin dejar de ser el mismo”.
La verdad es que Sucker era un arrimado, como lo fue Eugene sin la condición de huérfano. Ambos, carentes de familia, ladraban por un asidero fraternal imposible de conseguir. Sucker preguntaba por las noches a Pete: “¡Me quieres tanto como si fuera tu hermano, verdad que sí, Pete?
Pregunta que se repetía con insistencia : “Siempre me has querido como si fuera tu hermano ¿ verdad que si?”. “Claro que si”, respondió Pete fastidiado, aunque alegre por estar en buenos términos con Mybelline y con ganas de dormir y soñar con ella. La situación cambió cuando Pete fue desdeñado y despreciado de nueva cuenta por la muchacha, a quien le dio por pasear con un joven rubio que entre sus haberes poseía un auto deportivo y descapotable. Su rabia de enamorado infeliz no servía y solo se proyectaba ahora en Sucker como si fuese un costal de entrenamiento y… ¡zas! ¡zas! Ya no más patadas al medio hermano por impertinente. Ahora vendrían las palabras y las injurias que dejan verdugones en el alma y que ni con la asistencia de un médico cicatrizan el espíritu.
Una noche, — y con esto se demuestra que las noches son cíclicas, pero siempre diferentes – en el cuarto compartido, Pete aprieta con fuerza desmedida el brazo de Sucker:
–“Pete,¿qué te pasa?
–“¿ por qué hemos dejado de ser amigos como antes? ¿Por qué…?
— ¡Cierra la boca, maldita sea! – Aparté las sábanas, me levanté y encendí la luz. Sucker se incorporó en medio de la cama, parpadeando muy asustado.
— ¿ Por qué no somos amigos? ¡Porque eres el tonto más crédulo que he visto nunca! ¡No le importas a nadie! ¡ Y aunque a veces me hayas dado pena y haya tratado de portarme bien contigo no tienes que creer que me importe un rábano un pobre estúpido como tú!.
Pete confiesa no saber de qué injuriadero salían esas frases. Se arrepentiría. Vendrán la culpa y el medio. Pero necesitaba terminar el trabajo. Otra andanada de franqueza delirante:
“—No sabes absolutamente nada. ¿Has salido de verdad alguna vez a la calle? ¿ por qué no te buscas una novia y me dejas en paz? ¿En qué clase de mariquita te quieres convertir, si puede saberse? “.
Hasta aquí las citas de tan largo agravio. Baste añadir la descripción del momento en que Sucker, esa misma noche, dejó de ser nadie. Pete recuerda el cambio en el rostro de ¿un hermano, un primo, un desconocido?. “Poco a poco desapareció el aire de desconcierto y cerró la boca. Entornó los ojos y apretó los puños. Nunca había tenido una expresión semejante. Era como si se fuese haciendo mayor segundo a segundo. Le apareció una dureza en la mirada que de ordinario no se ve en un niño (…) Siguió donde estaba, los ojos fijos en mí; no habló, su expresión era dura y no cambió”.
Se acabó la impertinencia del “¿ somos hermanos?”. Sucker, como Eugene, con tristeza primaria, supieron a tiempo la respuesta y descubrieron que no existían hermanos de tal tipo. En el mundo, en la familia, todos eran unos simples arrimados. Lo repito: Mucho cuidado con seguir a los hermanos mayores y sus pasos. ⌈⊂⌋
Ciudad de México, 1959. Editor, crítico de arte y promotor cultural, concibe la novela como un gesto esencialmente narrativo, pero esto no lo separa ni del cuidado de situaciones y caracteres psicológicos ni de su manifestación visual.