La docena

William Somerset Maugham

Nota introductoria y traducción de Leandro Arellano

Dos escritores, dos momentos históricos, dos obras. Leandro Arellano se sumerge en el universo  victoriano de finales del siglo diecinueve y devela una pieza de la basta obra de  Somerset Maugham, escritor que plasma su vertiginosa vida en la mayoría de sus creaciones: . Con este cuento, de minuciosa observación y sin complacencia a los modos de vida y las costumbres de época, el escritor inglés confirma la actualidad de su obra narrativa.

William Somerset Maugham fue en vida un exitoso bestseller y vivió desahogadamente del producto de sus escritos. Con todo, era tímido y reservado. Vivió siempre con discreción, casi en soledad, si no es que un tanto en la misantropía. Se negó a continuar la profesión familiar -la abogacía- y estudió medicina en Londres. Abandonó ese ejercicio tras publicar su primera novela, Liza de Lambeth, y se dedicó a escribir de tiempo completo. Escribió en todos los géneros en boga: novela, teatro, libros de viaje, ensayo, crítica y al cuento incursionó cuando ya había alcanzado notoriedad en los otros géneros.

Pertenece a los escritores agrupados en la categoría del pequeño gran estilo y, como tal, se le sigue leyendo dado que su calidad literaria no ha decaído. Es reconocido sobre todo por sus novelas más populares: Servidumbre humana y El filo  de la navaja, bien que sus cuentos reunidos forman cuatro sólidos tomos publicados por Penguin. No pocas de sus narraciones –Lluvia, La carta, Servidumbre humana, La luna y seis peniques, Cuarteto, El filo de la navaja y otras- se han llevado al cine con gran éxito.

El tiempo mantiene actual buena parte de su obra narrativa. Transcurridos los años, la originalidad pasa a segundo plano frente a la calidad literaria. La literatura inglesa es una de las más ricas y fue especialmente creativa en las postrimerías del siglo diecinueve y en los albores del veinte. Fueron contemporáneos de Maugham una pléyade de escritores consumados: George Bernard Shaw, Joseph Conrad, Ruyard Kipling, Herbert G. Wells, G. K. Chesterton, Virginia Woolf, D. H. Lawrence, Lawrence Durrel, Iris Murdoch.

La docena (The Round Dozen) es un cuento largo -como buena parte de los que escribió-, de atmósfera puramente victoriana. Fue publicado por vez primera en marzo de 1924, en la revista Good Housekeeping, y todo indica que apareció en libro hasta 1931, en el volumen Seis cuentos escritos en la primera persona del singular. Esta traducción proviene del libro de The Round Dozen. A collection of his stories selected by William Somerset Maugham. World Books, London, sin fecha. ⌋ 

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Me gusta Elsom. Es un sitio de recreo en la costa sur de Inglaterra, no lejos de Brighton, con algo de la gracia del tardío estilo georgiano de esta agradable ciudad. Aunque nada tiene de excitante o llamativo. Hace diez años, época en que iba allí a menudo, aún se podía ver, aquí y allá, alguna vieja casona, pálida y ostentosa, con muy buen aspecto -como esas damas de buena familia en decadencia, cuyo orgullo discreto en sus antepasados más que ofender, divierte-, edificada durante el reinado del Primer Caballero de Europa, donde algún cortesano venido a menos habría pasado sus últimos años. En la calle principal, de un aire lánguido, el automóvil del médico del pueblo parecía un artefacto huraño. Las amas de casa hacían sus compras sin ninguna prisa: charlaban con el carnicero mientras lo miraban elegir el mejor corte de asado de South Down, y preguntaban amablemente al abarrotero por su esposa mientras acomodaban en sus bolsas media libra de té y un paquete de sal. Ignoro si Elsom estuvo alguna vez de moda, en ese entonces ciertamente no, aunque sí era decoroso y barato. Lo poblaban señoras mayores, solteras y viudas, funcionarios hindúes y soldados en retiro, que esperaban con cierto desaliento, durante agosto y septiembre, la llegada de los veraneantes, a quienes no vacilaban en rentar sus casas y, con el ingreso así obtenido, disfrutar algunas semanas en una pensión suiza. No conocí Elsom en ese tiempo agitado, cuando se llenaban las casas de huéspedes y deambulaban por el malecón los jóvenes en ligeras chaquetas de lana, cuando los pierrots actuaban en la playa y en el salón de billar del Delfín se escuchaba el chasquido de las bolas hasta las once de la noche. Únicamente lo conocí en invierno. En todas las casas de estuco frente al malecón, con ventanas arqueadas, construidas un siglo antes, había avisos de apartamentos en renta, y los huéspedes del Delfín eran atendidos por un solo camarero y el sirviente. A las diez de la noche el portero entraba al salón de fumar y miraba a uno de tal modo que no quedaba más remedio que levantarse e irse a la cama. Elsom era entonces un sitio apacible y el Delfín un hotel muy confortable. Resultaba grato evocar que más de una vez apareció el Príncipe Regente con la señora Fitzherbert a tomar algo en el salón del té o, en el vestíbulo, una carta enmarcada de Thackeray en la que solicitaba que se le reservase una sala y dos recámaras con vista al mar y que enviasen a su llegada un calesín a la estación.

Un mes de noviembre, dos o tres años después de que acabó la guerra y luego de un fuerte ataque de gripe, viajé a Elsom a reponerme. Arribé de tarde y en cuanto desempaqué mis pertenencias salí a dar un paseo por el malecón. El cielo estaba gris y el mar sereno, lúgubre y frío. Algunas gaviotas volaban sobre la costa. Los veleros, con sus mástiles arriados durante el invierno, se extendían sobre la playa sembrada de guijarros y las casetas para los bañistas se alineaban una tras otra en una larga, triste y desordenada hilera. Nadie ocupaba las bancas instaladas por la alcaldía aquí y allá, pero varias personas trotaban arriba y abajo. Me crucé con un viejo coronel de nariz encarnada, que caminaba pesadamente con unos pantalones holgados seguido de un terrier, dos ancianas con falda corta y zapatones sólidos así como una muchacha de rasgos comunes y boina escocesa. Nunca había visto el malecón tan desolado. Las casas de huéspedes se asemejaban a esas solteronas consumidas en espera de amantes que nunca volverán, e incluso el Delfín parecía lánguido y desierto. De repente me hundí en la congoja; la vida parecía de pronto monótona y sin sentido. Volví al hotel de inmediato, cerré las cortinas de mi cuarto, aticé el fuego de la chimenea y armado de un libro me dispuse a disipar mi melancolía. A la hora de vestirme para la cena me hallaba mejor. Cuando bajé al comedor encontré a los huéspedes ya acomodados en sus mesas, los miré sólo de reojo. Había una dama de mediana edad que comía sola y dos caballeros de edad avanzada, golfistas muy probablemente, de rostros enrojecidos y cabezas calvas, que masticaban en silencio. Había además un grupo de tres personas, sentadas junto a la ventana, que de inmediato atrajo mi atención. El grupo lo formaban un viejo caballero y dos damas, una entrada en años, seguramente su esposa, mientras que la otra era más joven, posiblemente su hija. Fue la dama mayor quien primero excitó mi interés. Lucía un vaporoso vestido de seda negra y un sombrero de encaje negro también. En sus muñecas llevaba gruesas pulseras y alrededor de su cuello una maciza cadena de oro de la que pendía una gran medalla del mismo metal; en su pecho llevaba también un vistoso prendedor dorado. Ignoraba que todavía hubiese personas que portaran ese tipo de joyas. Muchas veces, al pasar frente a joyerías de segunda mano o de casas de empeño me detenía a observar estos extraños artículos pasados de moda, tan sólidos, caros y horribles, y pensaba con una sonrisa algo melancólica en las mujeres que los usaron y que hacía muchos años no habitaban este mundo. Evocaban la época en la que el polizón y los volantes comenzaban a desplazar a la crinolina y el sombrero amplio al bonete. En ese tiempo los ingleses preferían los objetos sólidos y de calidad. Acudían a la iglesia los domingos por la mañana y luego paseaban por el parque. Organizaban banquetes donde se ofrecían doce platillos, en las que el anfitrión mismo trinchaba el filete y el pollo, y al terminar la cena las damas que tocaban divertían a los invitados con la Romanza de Mendelssohn y los caballeros con fina voz de barítono cantaban alguna vieja balada inglesa.

La joven estaba de espaldas a mí y al principio sólo pude notar que tenía una figura esbelta y juvenil. Llevaba esmeradamente arreglado su abundante cabello castaño. Iba vestida de gris. Conversaban los tres en voz baja y sólo cuando ella volvió su cabeza pude ver su perfil. Era de una belleza deslumbrante: su nariz recta y delicada, la línea de su mejilla de un contorno exquisito; entonces caí en cuenta de que su peinado imitaba al de la Reina Alejandra. Cuando acabó la cena se levantaron. La dama mayor se dirigió a la salida, sin mirar a ningún lado, seguida por la joven; en ese momento descubrí asombrado que también tenía sus años. Vestía de modo muy sencillo, la falda más larga de lo usual en ese tiempo, de un corte algo pasado de moda y, creo, la cintura más ceñida de lo habitual; pero en fin, su traje era el de una señorita. Como una heroína de Tennyson, era alta, esbelta, de piernas largas y porte agradable. Su nariz la había visto ya, se parecía a la de una deidad griega, su boca era hermosa y sus ojos grandes y azules. Su cutis se ajustaba con cierta dificultad a sus huesos y algunas rugosidades surcaban su frente y sus ojos, pero era evidente que en su juventud debió ser bellísima. Recordaba a aquellas damas romanas de facciones delicadas y perfectas que solía pintar Alma Tadema y que, a pesar de sus trajes antiguos, eran tercamente inglesas. Se trataba de ese tipo de perfección ascética que uno ha dejado de ver en el último siglo y que hoy se halla tan muerta como el epigrama. Me sentí como un arqueólogo que encuentra una estatua sepultada por mucho tiempo y que no resiste la emoción ante esa inesperada reliquia del pasado. Porque no hay día más lejano que anteayer.

El caballero se puso de pie cuando las dos mujeres se levantaron, para luego volver a tomar asiento. Un camarero le llevó una copa de oporto. Lo olfateó primero y lo envolvió en su lengua con fruición mientras que yo no dejaba de observarlo. Era un hombre de corta estatura, más bajo que su imponente mujer, robusto, de cabeza fina y pelo rizado y gris. Su cara tenía muchas arrugas y una leve expresión de jovialidad; sus labios eran finos y su barbilla cuadrada. Iba vestido, de acuerdo a las nociones actuales, de modo un poco extravagante. Llevaba un saco de terciopelo negro, una camisa con pliegues de cuello bajo, una gran corbata negra y amplios pantalones de etiqueta. Daba la impresión de ir disfrazado. Después de beber tranquilamente su oporto se puso de pie y salió del comedor.

Al cruzar el vestíbulo tuve curiosidad por saber quiénes eran esas personas singulares y di un vistazo al libro de registros. En una caligrafía angulosa claramente femenina, la que se enseñaba a las jóvenes en los colegios de moda hace unos cuarenta anos, leí sus nombres: el señor y la señora Edwin St. Clair y la señorita Porchester, con domicilio en Leinster Square 68, Bayswater, Londres. Estos debían ser los nombres y el domicilio de las personas que despertaron tanto mi interés. Pregunté a la administradora por el señor St. Clair y me dijo creer que ocupaba algún puesto en la City. Fui al salón de billar y jugué un rato, y después, escaleras arriba rumbo a mi cuarto, pasé por el salón. Los dos caballeros de rostro sanguíneo se entretenían leyendo los diarios de la tarde mientras la dama mayor dormitaba sobre una novela. El grupo que me interesaba se hallaba en un rincón: la señora St. Clair tejía, la señorita Porchester se ocupaba en su bordado y el señor St. Clair leía con un susurro. De paso pude ver que leía La casa desierta.

En leer y escribir se me fue casi todo el día siguiente, pero al atardecer salí a dar un paseo. A mi regreso reposé un poco en una de las confortables bancas del malecón. No hacía tanto frío como el día anterior y el aire era agradable. Por no tener nada más que hacer me entretuve en observar una figura distante que avanzaba hacia mí. Al aproximarme me di cuenta de que se trataba de un hombrecillo insignificante. Vestía una ajustada levita negra y un bombín harto vapuleado. Caminaba con las manos en los bolsillos y parecía tener frío. Me miró de reojo al pasar, anduvo algunos pasos, vaciló, se detuvo y dio media vuelta. Cuando llegó a la banca en que me hallaba sacó una mano de su bolsillo y tocó su sombrero. Entonces advertí que sus guantes negros estaban muy raídos y lo supuse un viudo en circunstancias penosas; aunque bien podría tratarse de un escolta de cortejo fúnebre, que como yo, se reponía de la gripe.

– Disculpe usted caballero, ¿podría ofrecerme un fósforo?- dijo.
– ¡Por supuesto!
Tomó asiento a mi lado y mientras yo buscaba los fósforos, él hurgaba por cigarrillos. Cuando al fin extrajo una cajetilla de Goldflake su rostro reflejaba un profundo desencanto.
– ¡Ah, que contrariedad, se me han acabado!
– Permítame ofrecerle uno- dije sonriendo. Extraje mi cigarrera y tomó uno.
– ¿De oro?- preguntó, dándole un golpecito mientras yo la cerraba. -Es algo que nunca supe conservar. Tuve tres y me las robaron.

Sus ojos se posaron con melancolía en sus botines, que clamaban reparación con urgencia. Era un hombrecillo enjuto, de nariz larga y fina y ojos azul pálido, así como delgado y macilento. Su edad era indefinible, bien podía tener treinta y cinco o sesenta anos. Nada había en él de notable excepto su insignificancia. No obstante su evidente indigencia, iba limpio y arreglado. Era un hombre respetable y se atenía a la respetabilidad. Y no, no era empleado de funeraria, creo más bien que era empleado de algún bufete jurídico que acababa de sepultar a su mujer y fue enviado a Elsom por un jefe piadoso, a disipar el impacto inmediato de su pena.

– ¿Permanecerá aquí mucho tiempo, señor?- me preguntó.
– Diez a quince días, a lo más- respondí.
– ¿Es esta su primer a visita a Elsom?- continuó.
– No, ya he venido otras veces.
– Yo conozco bien, caballero. Me ufano de que hay pocos sitios de recreo en la costa que no haya visitado una u otra vez, y le aseguro que no hay nada mejor que Elsom, señor. Aquí viene gente de mucha categoría. En Elsom no hay nada ostentoso o vulgar ¿me entiende? Además, Elsom guarda muy gratos recuerdos para mí. Conocí bien Elsom en otros tiempos. Me case en la iglesia de San Martín, señor.
– ¿De veras?- dije sin mucho interés.
– Y tuve un matrimonio muy feliz.
– Me alegra oírlo- repliqué
– Aunque sólo duró nueve meses- agregó reflexivo.

El comentario era sin duda algo singular. No había albergado ningún entusiasmo ante la probabilidad, prevista claramente, de que me favorecería con una larga historia sobre sus experiencias matrimoniales; pero ahora me acicateaba, si no la avidez, sí la curiosidad, por enterarme de algo mas. Pero no dijo nada más, sólo suspiró. Yo tuve que romper el silencio.

-Al parecer ya no queda mucha gente por aquí- comenté.
-Lo prefiero así. No estoy hecho para las multitudes. Como le refería antes, he pasado muchos años en un sitio y otro de la costa, pero nunca había venido en verano. A mí me gusta el invierno.
-¿No le parece un poco melancólico?- seguí preguntando.
Se volvió hacia mí y por un instante apoyó su mano enguantada sobre mi brazo.
-Sí, es melancólico, y precisamente por eso cualquier rayo de sol es muy apreciado- fue su respuesta.
El comentario me pareció absolutamente idiota y preferí guardar silencio. Retiró su mano de mi brazo y se levantó.
-Bien, no le distraigo más señor. Ha sido muy grato conocerle.

Saludó cortésmente con su deslustrado sombrero y se alejó. Ya empezaba a arreciar el frío, por lo que decidí volver al Delfín. En cuanto pisé sus amplias escaleras se acercó un landó, tirado por dos caballos famélicos, del que se apeó el señor St. Clair. Llevaba un sombrero que parecía el resultado de la infeliz combinación de un bombín y una chistera. Ayudó a bajar a su mujer y a su sobrina. El portero entró tras ellos cargado de mantas y almohadones. Cuando el señor St. Clair pagaba al conductor, escuché pedirle que volviese al día siguiente a la hora de costumbre, por lo que deduje que los St. Clair paseaban cada tarde en landó. No me hubiese sorprendido enterarme de que ninguno de ellos había subido jamás a un automóvil.

La administradora me explicó que solo hablaban entre ellos y evitaban relacionarse con los demás huéspedes del hotel. Solté las riendas a mi imaginación. Los observaba tres veces por día, a la hora de los alimentos. Miraba cada mañana al matrimonio St. Clair acomodado en la terraza del hotel, mientras él leía The Times y ella tejía. Supongo que la señora St. Clair nunca debió haber leído un diario en su vida, puesto que no tomaban más que The Times, y con seguridad el señor St. Clair se lo llevaba cada día a la City. Hacia el mediodía se les unía la señorita Porchester.

– ¿Disfrutaste el paseo, Eleanor?- le preguntó la señora St. Clair.
– Fue muy agradable tía Gertrude- respondió la señorita Porchester.
Deduje que así como el matrimonio St. Clair paseaba en landó todas las tardes, la señorita Porchester hacía su caminata cada mañana.
– Querida, cuando termines esa vuelta- dijo el señor St. Clair mientras miraba el tejido de su esposa, podríamos salir a dar una caminata antes del almuerzo.
– Es muy buena idea- replicó la señora St. Clair. Envolvió su tejido y lo entregó a la señorita Porchester.
– Eleanor, si vas arriba ¿podrías subir esto?
– Por supuesto tía- respondió la sobrina.
– Me temo que debes estar un poco cansada de tu caminata, querida.
– Descansaré un poco antes de almorzar.

La señorita Porchester entró al hotel y el señor y la señora St. Clair caminaron juntos muy lentamente por el malecón hasta llegar a cierto punto, de donde regresaron también muy lentamente.

Cuando me topaba con alguno de ellos en las escaleras inclinaba la cabeza para saludar y a cambio recibía una seca y cortés venia; alguna mañana arriesgué un buenos días, pero de ahí no pasó. Al parecer, nunca se me presentaría la ocasión de poder hablar con ellos. Sin embargo, al poco tiempo creí advertir que de vez en cuando el señor St. Clair me miraba; y al pensar que podía haberse enterado de quién era yo imaginé, quizás sin fundamento, que me observaba con curiosidad. Uno o dos días después de ese descubrimiento me hallaba en mi cuarto cuando vino el portero a traerme un recado.

– El señor St. Clair le envía saludos y ruega que le conceda en préstamo el Almanaque Whitaker.
Me quedé atónito con aquella solicitud.
– ¿De dónde supone él que yo tengo el Almanaque Whitaker?
– Bueno, señor, la administradora le ha dicho que usted escribe- explicó el portero.
Yo no entendía la relación que había entre una cosa y otra.
– Por favor, avise usted al señor St. Clair que lamento mucho no tener conmigo el Almanaque Whitaker, que de tenerlo, gustosamente se lo prestaría.

Aquí estaba la oportunidad. Mi impaciencia por conocer de cerca a esas personas extraordinarias era demasiada. Perdido en Asia, alguna vez encontré una tribu solitaria viviendo en medio de una nación extraña. Nadie sabía cómo llegaron allí o cómo se asentaron en aquel lugar. Vivían de acuerdo a sus costumbres, hablaban su propia lengua y no tenían contactos con sus vecinos. Nadie sabe si son descendientes de un grupo rezagado cuando su pueblo se lanzó en tumulto a través del continente o si son los restos en extinción de algún gran pueblo que imperó en esa nación. Son un misterio. No tiene historia ni futuro. Igual, esta rara familia me parecía compartir algo de ese mismo carácter, pertenecer a una época acabada y perdida. Me recordaban personajes de esas novelas ligeras y anticuadas que leyeron nuestros padres. Pertenecían a los ochentas y ahí se habían instalado. Era extraordinario que hubieran podido vivir los últimos cuarenta años como si el mundo se hubiese detenido. Me hicieron recordar mi niñez y evocar a gente muerta hacía tiempo. Me pregunto si es únicamente la distancia la que me crea la impresión de que ellos eran diferentes de como es hoy cualquiera. Cuando se describía a una persona como alguien que era “toda una personalidad”, por Dios, era en serio.

De modo que esa noche, después de cenar, me fui al salón y sin miramiento me dirigí al señor St. Clair.

– Lamento mucho no disponer de un Almanaque Whitaker, le dije, pero si acaso tengo algún otro libro que pueda servirle, tendré mucho gusto en prestárselo.
El señor St. Clair se sobresaltó, por supuesto. Las dos damas siguieron ocupadas en sus labores. Sobrevino un silencio embarazoso.
– No tiene importancia, sucedió que la administradora me contó que usted es novelista- explicó el señor St. Clair.
Puse a trabajar mi cerebro. Era evidente que había alguna conexión entre mi oficio y el Almanaque Whitaker, que a mí se me ocultaba.
– Hace tiempo el señor Trollope solía cenar con nosotros en Leinster Square, y lo recuerdo decir que los dos libros más útiles para un novelista eran la Biblia y el Almanaque Whitaker.
– Veo que Thackeray se hospedó una vez en este hotel, comenté, a fin de no romper el hilo de la conversación.
– Nunca me interesó demasiado Thackeray, no obstante que varias veces fue invitado a cenar a casa de mi suegro, el finado Sargento Saunders. Para mi gusto era muy cínico. Por ello mi sobrina no lee todavía La feria de las vanidades.

La señorita Porchester se sonrojó cuando se hizo referencia a ella. Un camarero llevó café y la señora St. Clair consultó a su esposo.

– Querido, quizás este caballero nos conceda el honor de tomar el café con nosotros.
Aunque no se había dirigido a mí directamente, respondí sin pérdida de tiempo.
-Aprecio mucho su invitación, dije tomando asiento.
– Trollope fue siempre mi novelista favorito- dijo el señor St. Clair. -Era, sobre todo, un caballero. Según entiendo a los jóvenes de hoy, Trollope les resulta un poco anticuado. Mi sobrina prefiere las novelas de William Blake.
– Creo que nunca lo he leído- dije.
– Ah, veo que usted es como yo, usted no está al día. Mi sobrina me persuadió una vez a leer una novela de la señorita Roda Broughton, pero no pude resistir más de unas cien paginas.
– No dije que me gustara, tío Edwin- intervino la señorita Porchester defendiéndose, y de nuevo se ruborizo. -Te dije que quizás era un poco atrevida, pero todos hablan de ella.
– Estoy seguro de que no es la clase de libro que a tu tía Gertrude le hubiese gustado que leyeras Eleanor- señaló el señor St. Clair.
–  Recuerdo que la señorita Broughton me dijo una vez que cuando era joven la gente le decía que su literatura era adelantada, y cuando envejeció que su literatura era anticuada, y le resultaba difícil entenderlo puesto que por cuarenta años escribió la misma clase de libros.
– Ah, ¿conoció usted a la señorita Broughton?- intervino la señorita Porchester, quien por primera vez se dirigía a mí. -¡Que interesante!, Y a Ouida, ¿la conoció también?
– Querida Eleanor, ¡y ahora con que seguirás! Estoy seguro que no has leído nada de Ouida.
– Por supuesto que sí tío Edwin, he leído Entre dos banderas. Y lo disfrute mucho- acotó la señorita Porchester.
– Me dejas asombrado. No me explico a donde van los jóvenes de hoy…
– Tú siempre me dijiste que en cuanto cumpliera treinta años tendría completa libertad para leer lo que quisiese.
– Querida Eleanor, hay una diferencia entre libertad y libertinaje- sentenció el señor St. Clair con una leve sonrisa, como queriendo suavizar su reprobación, aunque con cierta gravedad.

Ignoro si con el recuento de esta conversación he logrado transmitir la impresión que tuve de su aire encantador y pasado de moda. Pude haberlos escuchado durante toda la noche, discutir sobre la depravación de una época que fue joven hacia 1880. Hubiese dado cualquier cosa por haber podido echar una ojeada a su enorme residencia en Leinster Square. Habría reconocido la sala decorada en brocado rojo, con sus respaldos rígidos y cada objeto en su lugar; los armarios rellenos de porcelana de Dresde me hubieran recordado mi niñez. En el comedor, donde usualmente convivirían, pues el salón estaría reservado solo para celebraciones, habría una alfombra turca y un vasto aparador de caoba, rechinante de plata. De las paredes penderían las fotografías que atrajeron la admiración de la señora Humprey Ward y de su tío Matthew en la Academia de 1880.

A la mañana siguiente, mientras marchaba por un bonito sendero a las afueras de Elsom, encontré a la señorita Porchester que daba su paseo habitual. Hubiera deseado acompañarla un rato pero estuve seguro que a pesar de continuar soltera a los cincuenta años, le apenaría pasear a solas con un hombre, incluso de mi venerable edad. Cuando nos cruzamos inclinó su cabeza en señal de saludo y se ruborizó. Curiosamente, unas cuantas yardas después se me apareció el cómico hombrecillo desastrado de los guantes negros, con quien había charlado unos minutos en el malecón. Otra vez se llevó la mano a su viejo bombín.

– Disculpe usted señor, tendría la amabilidad de ofrecerme un fósforo, dijo.
– Desde luego- repliqué-, pero lamento no traer cigarrillos esta vez.
– Permítame ofrecerle uno de los míos- indicó mientras sacaba la cajetilla. Estaba vacía. -Ah, ah, a mí también se me acabaron. ¡Qué curiosa coincidencia!

Siguió su camino y tengo la impresión de que apresuró el paso. Empecé a sospechar de él, deseé que no fuese a importunar a la señorita Porchester y por un momento pensé volver atrás, aunque al final no lo hice. Era un hombrecillo muy propio y no le creí capaz de molestar a una dama sola.

Lo volví a ver esa misma tarde. Yo estaba sentado en el malecón y el se dirigió hacia mí quedamente. Parecía una hoja seca que el viento, que batía con fuerza, arrastrara a su antojo. Esta vez no vaciló y vino a sentarse junto a mí.

– Volvemos a encontrarnos, caballero. Qué pequeño es el mundo. Si usted no tiene inconveniente quizás me permita descansar algunos minutos. Estoy un poco cansado.
– La banca es pública y tiene usted tanto derecho a sentarse en ella, como yo.
No aguardé esta vez que me pidiera un fósforo porque de inmediato le ofrecí un cigarrillo.
– Qué amable es usted, caballero. Tengo que limitarme a unos cuantos cigarrillos al día, pero los que fumo los disfruto mucho. A medida que uno envejece los placeres de la vida disminuyen, pero a juzgar por mi experiencia uno disfruta más con los que quedan.
– Es una idea muy reconfortante.
– Disculpe caballero, pero ¿no es usted el famoso escritor?
– Soy escritor, sí, -repliqué- ¿por qué lo dice?
– Porque he visto su fotografía en las ilustraciones de los diarios. Supongo que usted a mí no me reconoce.

Lo mire de nuevo: un hombrecillo flacucho, vestido con limpieza pero con ropa muy gastada, con una larga nariz y ojos azul pálido.

-Me temo que no.
-Debo haber cambiado mucho -dijo suspirando. – Hubo un tiempo en que mi fotografía aparecía en todos los diarios de Inglaterra. Por supuesto, esas fotografías nunca le hacen justicia a uno. Le doy mi palabra de honor que de no haber visto mi nombre al pie de las fotografías, nunca hubiera imaginado que algunas eran mías.
Guardó silencio unos minutos. La ola se alejó y más allá de los guijarros de la playa se podía ver una franja de barro amarillo. Semienterradas en él, las escolleras semejaban lomos de bestias prehistóricas.
-Ser escritor debe ser algo muy interesante, señor. Varias veces pensé que yo tenía cierta habilidad para escribir. Algunos periodos de mi vida los he dedicado a leer no poco, aunque a últimas fechas no lo he hecho. Mi vista ya no es tan buena como antes. Creo que podría escribir un libro si lo intentara.
-Dicen que todo el mundo puede hacerlo.
-No una novela, sabe usted, no estoy muy hecho para las novelas, prefiero la historia y cosas por el estilo, escribiría memorias. Si a alguien pudieran interesarle, no tendría inconveniente en escribir las mías.
-Están de moda actualmente.
-No existen muchas personas que hayan tenido mis experiencias. Escribí ofreciéndolas a uno de las periódicos dominicales no hace mucho, pero nunca me contestaron.
Me miró larga, calculadoramente. Su aspecto era demasiado respetable para imaginar que acabaría por pedirme unas monedas.
-Debo suponer que usted no sabe quien soy yo, caballero, ¿verdad?
-Honestamente, no.

Pareció cavilar unos momentos, se ajustó sus negros guantes con delicadeza, observó un instante un hueco que tenía en un dedo y entonces se volvió hacia mí no sin cierta altivez.

-Yo soy el afamado Mortimer Ellis- dijo.
-Ah…
No pude articular ninguna otra expresión. La verdad es que hasta donde recuerdo, nunca antes había oído ese nombre. Noté una expresión de desencanto en su semblante, que me hizo sentir un poco avergonzado.
-Mortimer Ellis- repitió. -No me dirá que no sabe.
-Me temo que no, salgo a menudo de Inglaterra.

Traté de imaginar el motivo de su celebridad y por mi mente pasaron varias posibilidades. No podía haber sido un atleta, algo que en Inglaterra da fama cierta a un hombre. Quizás pudo haber sido un curandero o un campeón de billar. Cierto, no hay nadie más gris que un Ministro de Estado retirado y bien pudo haber sido el Presidente de la Junta de Comercio de una administración olvidada. Pero su aspecto no era el de un político.

-Así es esto de la fama -dijo con amargura. -Pues por varias semanas fui el hombre más popular en Inglaterra. Obsérveme. Usted debió haber visto mi fotografía en la prensa. Soy Mortimer Ellis.
-Lo siento -dije sacudiendo mi cabeza. El hizo una pausa momentánea para dar mayor efecto a su revelación.
-¡Soy el célebre polígamo!

¿Qué se puede decir a una persona casi totalmente extraña a uno, cuando nos informa que es un afamado polígamo? Debo confesar que algunas veces la vanidad me ha llevado a pensar que no estoy hecho, como norma, para quedarme sin replicar, pero heme aquí ahora enmudecido.

-He tenido once esposas, caballero -prosiguió.
-Muchos consideran que con una sola es ya difícil avenirse.
-Ah, eso es falta de práctica. Cuando se han tenido once esposas es muy poco lo que se ignora sobre las mujeres.
-Pero, ¿por qué se detuvo en once?
-Allí tiene, sabía que usted diría eso. Desde el primer momento en que puse mi vista en usted me dio la impresión de ser una persona inteligente. Sepa usted, mi señor, que eso es algo que siempre me acongoja. El once me parece un número ridículo, ¿no es así?, algo incompleto hay en él. Vea usted: tres mujeres cualquiera las puede tener, siete es un numero atractivo, se dice que el nueve es de suerte y no hay nada mal en diez. Pero ¡once! Eso es lo único que lamento. Nada me habría hecho tan feliz como completar la Docena.

Desabrochó su abrigo y de un bolsillo interior sacó una billetera abultada y untuosa, de la que extrajo un grueso bulto de recortes periodísticos desgastados, arrugados y sucios. Me mostró un par de ellos.

-Nada más mire usted estas fotografías y dígame, ¿se parecen a mí? Es un ultraje, una afrenta. Cualquiera puede pensar que soy un criminal.
Los recortes eran de cierta extensión. En opinión de los redactores, Mortimer Ellis había sido una gran noticia sin duda. Un encabezado leía “Un hombre muy casado”; otro más “Insensible rufián, llamado a cuentas”; un tercero, “Despreciable bribón halla su Waterloo”.
-No es una prensa que le favorezca -murmuré.
-No hago caso de lo que dice la prensa- respondió encogiendo sus hombros estrechos. Conozco demasiados periodistas como para creerles. No. El juez es el culpable. Me trató muy mal y así le fue. Murió antes del año.

Eché un vistazo al recorte que tenía en las manos.

-Veo que lo condenó a cinco años.
-Oprobioso, créame, pero, siga por favor-. Señaló con el dedo índice un subtitulo: “Tres de sus victimas pidieron clemencia”. -Eso indica la opinión que tenían de mí y, no obstante, me condenó a cinco años. Y mire usted como me llamó, un bribón insensible, peste de la sociedad, un peligro público. A mí, el hombre de más noble corazón que haya existido. Comentó que deseaba tener el poder para ordenar que me azotaran. No me importa mucho que me haya sentenciado a cinco años -a pesar de que no dejaré de señalar que fue excesivo-, pero dígame usted, ¿tenía él algún derecho para hablarme de ese modo? No, no lo tenía, y nunca lo perdonaré, así viva yo cien años.

Las mejillas del polígamo y sus ojos húmedos se llenaron de fuego por un instante. Era un recuerdo doloroso para él.

– ¿Puedo leerlos?- le pregunté.

– Para eso se los he dado. Quiero que usted los lea, señor, y si los puede leer sin concluir que soy un hombre que ha sido tratado injustamente, entonces no es usted el hombre que yo pensaba.

Conforme hojeaba un recorte tras otro comprendí por qué Mortimer Ellis conocía en detalle los sitios turísticos en las costas de toda Inglaterra: eran su coto de caza. Su método consistía en ir a uno de esos lugares al acabar el verano y acomodarse en una casa de huéspedes vacía. Aparentemente no le tomaba mucho tiempo relacionarse con alguna mujer, viuda o solterona, y advertí que sus edades iban siempre de los treinta y cinco a los cincuenta. Todas atestiguaron en el juicio que lo habían conocido en la costa, normalmente les proponía matrimonio a los quince días y pronto se casaban. Poco después, de uno u otro modo, el las inducía a que le confiaran sus ahorros y en unos cuantos meses, con el pretexto de viajar a Londres por algún negocio, desaparecía. Sólo una de ellas lo había vuelto a ver hasta antes de que, citadas a rendir testimonio, todas lo encontraron en el banquillo de los acusados. Eran mujeres honorables: una era hija de un médico y otra más de un clérigo; había una dueña de una casa de huéspedes; la viuda de un agente comercial y una modista retirada. En general sus fortunas fluctuaban entre las quinientas y las mil libras, pero sin importar la suma, las engañadas mujeres acabaron despojadas del último centavo. Algunas relataron historias en verdad penosas sobre el despojo a que fueron sometidas, aunque todas reconocieron que había sido un buen esposo. Y no sólo tres de ellas pidieron su absolución sino que dijo una, en el estrado, que si él quisiera volver, ella estaba dispuesta a aceptarlo. Mortimer Ellis advirtió que yo leía esa parte.

-Ella incluso me habría mantenido- comentó. -No hay duda de eso, pero pensé, lo pasado, pasado. Nadie como yo prefiere un corte del mejor filete, y no me atrae para nada un asado de carnero frío, a decir verdad.

Fue sólo por casualidad que Mortimer Ellis no se había casado por duodécima ocasión y cuadrado así la Docena que, según entiendo, tanto atraía a su amor por la simetría. Había estado comprometido con una señorita Hubbard –quien tenía dos mil libras, nada menos– me confió. Ya las amonestaciones se habían corrido cuando una de sus exesposas lo vio, hizo algunas averiguaciones y lo denunció a la policía. Fue arrestado el mismo día que iba a celebrar su duodécima boda.

-Esa era una malvada, se lo aseguro- dijo. -Me engañó con saña.
-¿Como sucedió eso?
-Bueno, la conocí en Eastbourne, un diciembre. Ella estaba en el muelle y durante nuestra conversación me dijo que había estado en el negocio de sombreros para dama, pero que ya estaba retirada. Me hizo creer que había logrado reunir una buena suma de dinero. Nunca me precisó cuánto exactamente, pero me dio a entender que alrededor de unas mil quinientas libras. Y cuando nos casamos, ¿podría usted creerlo? no tenía ni trescientas siquiera. Fue ella quien me denunció y, le aseguro, no la culpo. Muchos hombres se habrían enfurecido al descubrir que les había engañado de esa manera. Yo nunca demostré el menor signo de desencanto, ni siquiera cuando lo supe, nada más la abandoné sin decir una palabra.
-Pero no sin las trescientas libras, supongo.
-Vamos, caballero, sea usted razonable- me dijo en tono ofendido. -No puede usted esperar que trescientas libras duren para siempre, y apenas llevábamos cuatro meses de casados cuando confesó la verdad.
-Perdone mi pregunta- dije- y por favor no piense que con ello desestimo sus atractivos personales, pero ¿por qué se casaron con usted?
-Porque yo se los propuse- respondió evidentemente sorprendido con mi interrogación.
-¿Y nunca lo rechazaron?
-Muy pocas veces, no más de cuatro o cinco a lo largo de mi carrera. Desde luego, lo proponía únicamente cuando estaba seguro del terreno que pisaba y no puedo decir que algunas veces no me equivoqué. No se puede acertar siempre, como usted comprenderá, y a menudo invertí vanamente varias semanas adulando una mujer antes de convenir en que no había nada que hacer.

Cedí un rato a mis propias reflexiones para luego advertir que una amplia sonrisa se extendía en los inquietos gestos de mi amigo.

-Ya comprendo lo que usted me quiere decir- señaló. -Es mi aspecto el que lo desconcierta. Usted no entiende qué ven ellas en mí. Ese es el resultado de leer novelas y mirar cine. Usted cree que las mujeres sólo desean al tipo cowboy o a un español de mirada ardiente, piel morena y que además sea un magnifico bailarín. No me haga reír.
-Me alegro- repuse.
¿Es usted casado, caballero?
-Así es, pero tengo sólo una esposa.
-Así no puede usted juzgar. No se puede generalizar a partir de una experiencia única, ¿comprende usted? Dígame, qué puede saber usted de perros si no ha poseído nada más que un bullterrier?

La pregunta era retórica y no me sentí obligado a responder. El hizo una pausa para dar efecto a su argumento y continuó.

-Se equivoca usted, mi señor, se equivoca rotundamente. A las mujeres puede atraerles un joven apuesto y guapo pero eso no indica que quieran casarse con él. En realidad no les importa si es bien parecido.
-Douglas Jerrold, que era tan feo como ingenioso, solía afirmar que si se le concediesen diez minutos de ventaja con una mujer, podría desplazar al hombre más gallardo de donde se hallaren.
-No buscan ingenio. Tampoco desean que el hombre sea gracioso, lo considerarían poco serio. Igual, no quieren a un hombre hermoso, piensan que tampoco es serio. Lo que ellas buscan es que el hombre sea formal, seguridad ante todo. Y luego, atención. Yo bien puedo no ser apuesto y puedo no ser divertido pero, créame, poseo todo lo que una mujer busca: seguridad. Y la mejor prueba es que he hecho felices a todas mis mujeres.
-Ciertamente dice mucho en su favor el hecho de que tres de ellas intercedieran por usted, y que una estuviese dispuesta a volver con usted.
-No se imagina usted qué ansiedad me causaba mientras estuve en prisión. Pensé que aguardaría por mí a las puertas de la prisión cuando me liberaran, de modo que solicité al Director que me permitiera salir a escondidas, que nadie me viese salir.
De nuevo se ajustó sus guantes y sus ojos se fijaron nuevamente en el hueco del dedo índice.
-Es consecuencia de vivir en posadas, caballero. ¿Cómo puede un hombre mantenerse pulcro y arreglado sin una mujer que este pendiente de uno? Me he casado muchas veces y no puedo acostumbrarme a estar sin mujer. Hay hombres a quienes no les atrae el matrimonio, eso es algo que yo no comprendo. Lo cierto es que no puede hacerse una cosa si no se pone el corazón en ella, y a mí me gusta estar casado. Para mí no es difícil llevar a cabo esos pequeños detalles que aprecian las mujeres y disgustan a algunos hombres. Como he dicho antes, lo que una mujer quiere son atenciones. De ahí que nunca salí de casa sin besar a mi mujer y nunca regresé sin besarla de nuevo. Además, muy pocas veces me aparecía en casa sin llevar unos chocolates o un ramo de flores. Jamás escatimé en ello.
-A final de cuentas era su dinero- intervine.
-¿Y qué importa? Lo que cuenta no es el dinero que se ha pagado por un regalo, lo que cuenta es la intención que conlleva. Es esto lo que vale para las mujeres. Sé que no debo ufanarme, pero hay que decirlo: soy un buen marido.
Eché una mirada vaga a los reportes del juicio, que todavía tenía en mis manos.
-Sabe usted lo que me sorprende, dije yo. Todas estas mujeres eran muy respetables, de cierta edad, tranquilas, personas decentes; y no obstante, se casaron con usted en muy corto tiempo y sin mayores averiguaciones.
Puso su mano resueltamente sobre mi brazo.
-¡Ah! eso es lo que usted no entiende, señor. El mayor anhelo de las mujeres es casarse. No importa si son jóvenes o viejas, si son altas o bajas, rubias o morenas, todas comparten una cosa en común: quieren casarse. Y mire usted, me casé con ellas por la iglesia. Ninguna mujer se siente segura a menos que se case en la iglesia. Usted ha dicho que no soy bien parecido, bueno, siempre lo supe; pero aun con una sola pierna o una joroba en mi espalda pude haber encontrado varias mujeres a quienes les hubiese alegrado la posibilidad de casarse conmigo. No es el hombre lo que les interesa, es el matrimonio. Es su mayor obsesión, como una enfermedad. Difícilmente alguna de ellas se hubiese rehusado a aceptarme en nuestra segunda cita, pero lo cierto es que prefiero conocer bien el terrero que piso antes de comprometerme. Cuando todo se ventiló allí, había algo que no embonaba, me había casado once veces. ¡Once veces! Ni siquiera una Docena entera. De haberlo deseado pude haberme casado treinta veces. Le doy mi palabra, señor, cuando considero las oportunidades que se me presentaron, me sigue asombrando mi moderación.
-Usted me dijo que es un gran aficionado a la historia.
-Sí, fue Warren Hastings quien dijo eso ¿no es así? Me impresionó cuando lo leí, me vino como anillo al dedo.
-Y sus constantes galanteos ¿no le parecieron nunca algo monótonos?
-Vera usted, caballero. Creo poseer una mente lógica, por lo que me resulta siempre placentero observar cómo de las mismas causas proceden los mismos efectos, usted me entiende ¿verdad? Por ejemplo, con una mujer que nunca se ha casado me hacía pasar por viudo. El efecto era milagroso. Considere usted, a una solterona le agrada el hombre que sabe y conoce dos que tres cosas. Pero ante una viuda siempre me hice pasar por soltero: una viuda teme que un hombre que ha estado casado antes, sepa demasiado.

Le devolví sus recortes, los envolvió escrupulosamente y los guardó con cuidado en su grasienta billetera.

-Sabe usted, señor, creo que se me ha malinterpretado. Basta ver nada más lo que se dice de mí: que soy una peste para la sociedad, un villano sin escrúpulos, un bribón despreciable. Obsérveme usted, ¿cree, en verdad, que parezco ese tipo de hombre? Usted me conoce, usted tiene capacidad para juzgar, sabe todo acerca de mí, ¿cree usted que soy un malvado?
-Bueno, le he conocido hace muy poco tiempo, respondí con lo que consideré cuidadoso tacto.
-Me pregunto si el juez, me pregunto si el jurado, me pregunto si el público se planteó las cosas desde mi óptica. El público me abucheó cuando fui presentado ante el juzgado y la policía debió protegerme contra su violencia. ¿Acaso alguien pensó lo que yo había hecho por estas mujeres?
-Usted las despojó de su dinero.
-Por supuesto que tomé su dinero. Tenía que vivir, como todo el mundo. ¿Y todo lo que yo les di a cambio de su dinero?

Era otra pregunta retórica y aunque me miró como si esperase de mí una respuesta, contuve mi lengua. En realidad no sabía qué responder. Elevó el tono de voz y habló con énfasis; era evidente la seriedad con que hablaba.

-Le diré a usted lo que yo les di a cambio de su dinero: una ilusión. Observe este sitio. Hizo un amplio ademán circular, que abarcaba el mar y el horizonte. En Inglaterra existen cientos de lugares como éste. Observe el cielo y el mar, mire estos hostales, vea el muelle y el malecón. ¿No hace que se le oprima el corazón? Parece un cementerio. Está bien para usted que viene una o dos semanas a reponerse, pero piense en todas esas mujeres que viven aquí año tras año. Ellas no tiene oportunidades, difícilmente conocen a alguien. Tienen solo lo suficiente para sobrevivir y nada más. Me pregunto si usted imagina lo terrible que son sus vidas. Sus vidas se asemejan al malecón: un largo y recto andador de concreto que va y va de una costa a otra. Incluso en la temporada de vacaciones para ellas no hay novedades, están marginadas. Bien podrían estar muertas. Y aquí es donde yo intervengo. Le aclaro, nunca requerí de amores a una mujer que gustosamente no hubiese reconocido tener más de treinta y cinco años. Y las he amado. Pues muchas desconocían por completo lo que significa tener un hombre que se preocupe por ellas. Muchas ni imaginaban lo que es sentarse a oscuras en un sofá con el brazo de un hombre ciñéndoles la cintura. Yo transformé sus vidas y les di esperanza. Les di motivo para que se enorgullecieran de nuevo. Al rincón en que se hallaban llegué yo calladamente a darles nuevo aliento. Un rayito de sol en sus vidas oscuras, monótonas, eso es lo que he sido. No es de extrañar, pues, que deseen que vuelva con ellas. La única que me ha rechazado es la que vendía sombreros. Decía que era viuda, aunque en mi opinión nunca había estado casada. Usted piensa que les hice daño, ¿por que? ¿Acaso no di felicidad e ilusión a once almas que nunca concibieron una oportunidad en su pobre vida? Si usted cree que yo soy un villano y un bribón, se equivoca. Soy un filántropo. Me sentenciaron a cinco anos, cuando debieron haberme condecorado por mi labor altruista.

Extrajo su cajetilla vacía de Goldflake y la miró con un sacudimiento nostálgico de su cabeza. Cuando le extendí mi cigarrera tomó uno en silencio. Me hallaba frente al espectáculo de un hombre en lucha con sus emociones.

-¿Y qué he obtenido de todo ello, dígame usted?- continuó.

-Casa, sustento y lo suficiente para comprar cigarrillos. Pero nunca pude ahorrar un centavo y prueba de ello es que ahora, cuando ya no soy joven, no tengo ni un centavo en mi bolsillo-. Me miró de reojo y siguió. -Me es muy penoso hallarme en esta situación. Me he valido siempre por mí mismo y en toda mi vida jamás he importunado a un amigo con un préstamo. Por cierto, caballero, no se si usted podría concederme un pequeño favor. Me resulta humillante pronunciarlo siquiera, pero lo cierto es que, si pudiera usted facilitarme una libra, me haría usted un favor enorme.

Ciertamente, la distracción que me había proporcionado el polígamo bien valía una libra, de modo que la busqué en mi billetera.

-Con mucho gusto, le contesté.
Observó los billetes que extraje de mi cartera.
-Supongo que no podría facilitarme dos, señor.
-Creo que sí.

Le tendí un par de billetes de una libra y al tomarlos dejó escapar un leve suspiro.

-Usted no sabe qué doloroso es para un hombre acostumbrado a las comodidades del hogar no saber a qué sitio voltear para pasar la noche.

-Hay una cosa que me gustaría preguntarle-, le dije-, y por favor no piense que soy cínico. Tengo la impresión de que las mujeres en general consideran aplicable exclusivamente a nuestro sexo, la máxima de “Vale mas dar que recibir”. Ahora bien, ¿cómo persuadió usted a estas mujeres respetables y sin duda algo tacañas para que confiaran plenamente en usted con todos sus ahorros?

Una sonrisa maliciosa se esparció en su rostro borroso.

-Bueno, mi señor, recuerde usted que Shakespeare escribió que la ambición no tiene límites. Esa es toda la explicación. Prometa a una mujer que en seis meses usted le doblará su capital si le permite manejarlo, y no tardará en dárselo. Avaricia, eso es lo que es, avaricia pura.

Era una sensación profunda, estimulante del apetito -como una mezcla de helado con salsa picante-, el pasar de aquel divertido rufián a la honorabilidad, toda lavanda y crinolinas, de los St. Clair y la señorita Porchester. Ya pasaba todas las tardes con ellos. No bien las damas se levantaban de la mesa, el señor St. Clair me invitaba a tomar una copa de oporto con él. Cuando acabábamos, nos dirigíamos al salón a beber café. El señor St. Clair saboreaba su copa de coñac. La hora que pasaba con ellos era tan exquisitamente aburrida que me producía una fascinación singular. La administradora les comentó que yo había escrito teatro.

-Solíamos ir al teatro cuando Sir Henry Irving estaba en el Liceo- decía el señor St. Clair. -Tuve el gusto de conocerlo personalmente; había sido invitado a cenar al Club Garrick por Sir Everard Millais y me lo presentó.
-Edwin, dile lo que comentó de ti- intervino la señora St. Clair.

El señor St. Clair adoptó una actitud grave e imitó, no sin acierto, a Henry Irving: -“Usted tiene tipo de actor, señor St. Clair, me dijo. Si alguna vez se interesa en la actuación, acuda a mí, yo le daré un papel”. Ya en actitud natural, el señor St. Clair añadió: -Eso era suficiente para tentar a cualquier joven.

-Pero veo que a usted no lo tentó- le dije. -No puedo negar que de haberme hallado en otra posición me hubiese dejado tentar. Pero estaba mi familia de por medio. A mi padre se le hubiera roto el corazón de no haber ingresado yo al negocio.
-De qué negocio se trata- inquirí.
-Soy comerciante de té, señor. Mi establecimiento es el más antiguo de la City de Londres. Durante cuarenta años de mi vida he luchado con mis mejores recursos para convencer a mis compatriotas de consumir té de Ceylán, que consumía todo el mundo cuando yo era joven, y no el de China.

Pensé que era una característica encantadoramente suya pasarse la vida intentando persuadir al público en comprar algo que no quieren, en vez de algo que si les guste.

-En su juventud mi esposo actuó como aficionado y tenía fama de hacerlo bien- comentó su esposa.
-Shaskespeare sobre todo, y algunas veces La escuela del escándalo. Nunca hubiera consentido trabajar en obras intrascendentes. Pero eso pertenece al pasado. Tenía aptitudes, quizá fue lamentable haberlas desperdiciado, ahora ya es tarde. Cuando tenemos alguna cena hay ocasiones en que me dejo persuadir por las damas para recitar los grandes monólogos de Hamlet. Pero nada más.
¡Ah!, me puse a imaginar con temblorosa fascinación en esas cenas, e incluso pensé si alguna vez sería yo invitado. La señora St. Clair me sonrió mitad escandalizada, mitad con severidad.
-Mi esposo era muy bohemio de joven- dijo.
-Hice algunas travesuras. Conocí bien a varios pintores y escritores, a Wilkie Collins, por ejemplo, incluso a algunos periodistas. Watts hizo un retrato de mi esposa y adquirí un cuadro de Millais. También tuve acceso a varios prerrafaelitas.
-¿Tiene usted algún Rosetti?- pregunté.
-No. Admiraba su talento pero no aprobaba su conducta privada. Nunca hubiese adquirido un cuadro de un artista a quien no hubiera podido invitar a sentarse a mi mesa.

Mi cerebro empezaba a aturdirse cuando la señorita Porchester, mirando su reloj, dijo: ¿No nos vas a leer esta noche tío Edwin? Me retiré de inmediato.

Fue una noche mientras bebía una copa de oporto con el señor St. Clair, cuando me relató la triste historia de la señorita Porchester. Se había comprometido con un sobrino de la señora St. Clair, un abogado, cuando se descubrió que se había entendido con la hija de su lavandera.

-Fue algo terrible- comentó el señor St. Clair-, terrible. Por supuesto, mi sobrina tomó la única decisión posible. Le devolvió el anillo, sus cartas y su fotografía y le dijo que nunca se podría casar con él. Le rogó que se casara con la joven que había mancillado, ella se convertiría en una hermana para ella. Le rompió el corazón. Desde entonces no se ha interesado por nadie más.
-Y él, ¿se casó con la joven?

El señor St. Clair negó con la cabeza y suspiró.

-No, estábamos muy equivocados con respecto a él. Ha sido una pena amarga para mi querida esposa pensar que un sobrino suyo se haya comportado de manera tan poco honorable. Tiempo después nos enteramos que se había comprometido con una jovencita de buena posición: diez mil libras propias. Consideré mi deber dirigirme a su padre y hacerle saber los hechos. Me respondió del modo más insolente, dijo que era preferible que su yerno tuviese una amante antes del matrimonio y no después.
-¿Qué ocurrió después?
-Se casaron y actualmente el sobrino de mi esposa es Juez de Su Majestad en la Corte Superior y su esposa una Dama. Pero nunca los hemos recibido en casa. Cuando el sobrino de mi esposa recibió la Orden de Caballero, Eleanor sugirió a mi esposa que deberíamos invitarlos a cenar, pero mi esposa dijo que nunca cruzaría el umbral de nuestra puerta, y yo la respaldé.
-¿Y la hija de la lavandera?
-Se casó con uno de su misma clase y tiene una taberna en Canterbury. Mi sobrina, quien posee un capitalito propio, hizo todo lo que pudo por ella y apadrinó a su primogénito.

Pobre señorita Porchester. Se ha sacrificado en el altar de la moralidad victoriana, pero me temo que la conciencia de que actuó ejemplarmente ha sido el único beneficio que obtuvo.

-La señorita Porchester es una mujer de aspecto impresionante- dije. -De joven debió haber sido adorable. Me pregunto por qué nunca se casó con alguien más.
-A la señorita Porchester la consideraban una gran belleza. Alma Tadema la admiraba tanto que le pidió posar como modelo de uno de sus cuadros pero, desde luego, eso nunca podíamos permitirlo-. El tono del señor St. Clair revelaba que la sugerencia había ultrajado hondamente su sentido de la decencia. -No, la señorita Porchester nunca se interesó por nadie más que su primo. Nunca lo menciona y hace ya treinta años de su rompimiento, pero estoy convencido de que aún lo ama. Es una gran mujer, querido señor: una vida, un amor. Y si bien lamento que ha sido privada de las satisfacciones del matrimonio y la maternidad, estoy obligado a expresar mi admiración por su fidelidad.

Pero el corazón de la mujer es invaluable e imprudente el hombre que considere que se quedará quieto. Imprudente, tío Edwin. Has conocido a Eleanor por muchos años, pues cuando su madre hubo caído en desgracia y falleció, trajiste a la huérfana a tu casa confortable, lujosa incluso, en Leinster Square. Ella era sólo una niña. Mas, al entrar en materia, tío Edwin, ¿realmente conoces a Eleanor?

Sólo un par de días después de que el señor St. Clair me hubo confiado la conmovedora historia que explicaba por qué la señorita Porchester continuaba soltera, ocurrió que al volver al hotel de tarde tras un juego de golf, la gerente me abordó de manera agitada.

-El señor St. Clair le ruega subir al número veintisiete de inmediato.
-Iré con gusto. ¿Sabe usted por qué?
-¡Oh!, ha ocurrido un extraño contratiempo. Ellos le informarán.

Toqué a la puerta. Escuché un “pase, pase”, que me recordó que el señor St. Clair había actuado en obras de Shakespeare con la, seguramente, mejor compañía amateur de teatro de Londres. Al entrar descubrí a la señora St. Clair en el sofá con un pañuelo empapado en agua de colonia en su frente y una botella de sales aromáticas en la mano. El señor St. Clair se hallaba de pie frente al fuego, en una posición que impedía a cualquiera en el cuarto recibir algo de calor.

-Debo pedir una disculpa por haberlo hecho venir de este modo tan informal, pero nos hallamos en un gran apuro y creemos que quizás usted podría iluminarnos un poco sobre lo ocurrido.

Su alteración era evidente.

-¿Qué ha ocurrido?
-Nuestra sobrina, la señorita Porchester, se ha fugado. Por la mañana avisó a mi esposa que padecía una de sus jaquecas. Cuando la ataca una de sus jaquecas prefiere quedarse a solas por completo, y no fue sino hasta el mediodía cuando mi esposa pasó a ver si se le ofrecía algo. Su cuarto estaba vacío. Su baúl estaba empacado. Su neceser de encaje de plata había desaparecido. Y en su almohada había una carta informándonos de su imprudencia.
-Lo siento mucho- dije. -No sé exactamente qué puedo hacer yo.
-Teníamos la impresión de que usted era el único caballero en Elsom a quien ella conocía.
Sus palabras chispearon sobre mí.
-Yo no me he fugado con ella- les dije. -Ocurre que soy un hombre casado.
-Veo que usted no se ha fugado con ella. En un primer momento pensamos que quizás… pero si no es usted, ¿quién puede ser?
-Yo no lo sé.
-Muéstrale la carta Edwin- dijo la señora St. Clair desde el sofá.
-No te muevas Gertrude, lo resentiría tu lumbago.

La señorita Porchester padecía “sus” jaquecas y la señora St. Clair tenía “su” lumbago. ¿Cuál sería la afección del señor St. Clair? Estaba dispuesto a apostar cinco libras a que el señor St. Clair padecía “su” gota. Me alcanzó la carta y la leí con un aire de conmiseración.

Muy queridos tíos Edwin y Gertrude:

Cuando ustedes reciban esta carta yo me hallaré muy lejos. Voy a casarme esta mañana con un caballero a quien aprecio mucho. Sé que obro mal al huir de este modo, pero temía que ustedes se esforzarían en poner obstáculos a mi matrimonio y, puesto que nada me persuadirá a cambiar de opinión, consideré que nos ahorraría disgustos hacerlo sin haberles dicho absolutamente nada. Mi prometido es un hombre tímido, con salud precaria debido a su larga permanencia en países tropicales, por lo que consideró más apropiado que nos casemos discretamente. Cuando comprendan lo feliz que soy, confío en que me perdonen. Por favor envíen mi baúl a la consigna de la estación Victoria.

Su sobrina que los quiere,

Eleanor

-Nunca se lo perdonaré- dijo el señor St. Clair apenas le devolví la carta. -Nunca jamás hollará las puertas de mi casa. Gertrude: tienes prohibido volver a mencionar el nombre de Eleanor en mi presencia.

La señora St. Clair empezó a sollozar quedamente.

-¿No es usted algo severo?- dije. -¿Existe alguna razón por la que la señorita Porchester no debería casarse?
-A su edad- respondió irritado- es ridículo. Seremos la burla de todos en Leinster Square. ¿Sabe usted qué edad tiene? Cincuenta y uno.
-Cincuenta y cuatro- aclaró la señora St. Clair en medio de sus sollozos.
-Ha sido la niña de mis ojos. Ha sido como una hija para nosotros. Llevaba soltera muchos años. Creo decididamente que es impropio para ella pensar en casarse.
-Siempre fue una niña para nosotros, Edwin- abogó la señora St. Clair.
-¿Y quién será el hombre con quien se casa? Es el engaño lo que cala. Debió de haber andado con él en nuestras propias narices. Ni siquiera nos dice su nombre. Me temo lo peor.

Tuve una inspiración repentina. Aquella mañana, luego de tomar el desayuno, había salido a comprar unos cigarrillos y en la tabaquería me topé con Mortimer Ellis. Hacía días que no lo veía.

-Está usted muy elegante- le dije.

Sus botines habían sido reparados y relucían de negros, su sombrero estaba cepillado y llevaba el cuello limpio y guantes nuevos. Pensé que había sacado buen provecho a mis dos libras.

-Debo viajar a Londres esta mañana, por negocios- dijo.
Asentí con la cabeza y abandoné la tienda.
Recordé que una quincena atrás, mientras paseaba por el campo había topado con la señorita Porchester y unos metros detrás con Mortimer Ellis. ¿Era posible que hayan venido juntos y que él se retrasó en cuanto advirtieron mi presencia? Por Dios, todo me quedó claro.
-Creo que ustedes mencionaron que la señorita Porchester cuenta con un pequeño capital- dije.
-Una bagatela. Tiene solo tres mil libras.

Ahora estaba seguro. Los observaba llanamente cuando, de pronto, la señora St. Clair brincó de su asiento dando un grito.

-Edwin, Edwin, ¿supón que no se casa con ella?

En ese instante el señor St. Clair se llevó la mano a la cabeza y a punto del colapso se hundió en un sillón.

-Ese oprobio me mataría- gimió.
-No se alarmen- les dije. -Se casará con ella como debe ser. Siempre lo hace. Se casará con ella por la iglesia.

No prestaron atención a lo que decía. Debieron suponer que de repente había perdido la cordura. Pero yo estaba seguro. Mortimer Ellis había cumplido al fin su ambición. La señorita Porchester completaba La docena.