Vicente Francisco Torres
Crónica personal inédita que forma parte de una compilación de próxima aparición que publica la Universidad Autónoma Metropolitana.
A.
El 14 de febrero de 2005, mi hijo pequeño volvió de la tienda entre espantado y molesto porque un perro lo atacaba cada que salía al pasillo. Le dije que, en lugar de temerle, se lo ganara con un poco de carne o pollo que le diera antes de salir. Así lo hizo y, un par de días después, al regresar de mi trabajo, descubrí a un perro peludo, de unos 50 centímetros de altura, acurrucado en un rincón de mi jardín. Mi sorpresa fue grande porque nunca había permitido a mis hijos, hoy adultos, un perro en la casa, y menos si se trataba de un animal blanco, absolutamente mugroso y, para más señas, callejero.
Al verme, el animal se deshizo en fiestas, brincos y carreras que terminaron en los brazos de mi hijo que lo acarició ante mis espantados ojos. ¿Cómo podía abrazar a Bobby, que así fue bautizado el animal en consonancia con un lío de faldas que mantenía por aquellos años Bobby Larios, productor televisivo, con la cubana Niurka? Mientras el perro me miraba fijamente, con dos luces que se perdían tras largas cortinas de pelos mugrosos, mi hijo Isaac me dijo que una vecina encontró al perro en pleno periférico, capoteando los autos veloces y tumultuarios. Ella aminoró la velocidad, abrió la puerta de su coche y el animalito subió sin mayores averiguaciones. Ella lo trajo a nuestra colonia, lo bautizó y, al cerrarle la puerta de su casa, lo convirtió en un perro de la calle que deambulaba recibiendo mendrugos y patadas.
La mirada del perro y su historia me conmovieron a tal grado que lo llevé inmediatamente al veterinario para que lo vacunara contra todo lo humanamente posible, lo bañara y le hiciera un corte de pelo que lo convirtió en una salchicha de plata.
Hoy el Bobby es otro miembro de la familia porque tiene una casa, un jergón y deambula por el jardín, la azotea y las escaleras. He incurrido en algo que critiqué durante más de 30 años porque hoy, cual una solterona, salgo a pasear los domingos y, en el asiento trasero del coche, viaja sentado el animalito mientras busco en sus pupilas algún recuerdo que pudieran traerle las carreteras.
B.
No recuerdo en dónde leí que el hombre es un animal de costumbres. Hoy, he tenido que modificar el adagio.
Conviví con Bobby a lo largo de catorce años. Fue tan parte de la familia que caminaba por la planta baja de la casa, salía al jardín, paseaba incluso por la calle y, después de echarse a mis pies en la biblioteca, que estaba en el primer piso de la casa, dormía bajo mi cama o subía a su casa que estaba en la azotea. Trotaba alegremente por donde le daba la gana, subía y bajaba por las escaleras o iba a comer a la azotea. También comía a mi lado si le prodigaba una parte de mis alimentos.
Su vida no corría paralela a la mía, que se fracturaba lenta pero tenazmente. Un buen día, como resultado de pleitos inacabables con mi mujer y un infarto de pilón, decidí que no podía permanecer más en esa casa, a riesgo de más conflictos y de mi propia salud. Dejé a mi hijo menor y a su madre la casa que con tantos esfuerzos había construido y me mudé a un viejo departamento en Tacuba, en donde había nacido. Cambiaba mi bienestar. Sobre todo dejaba mi biblioteca que con tanto amor y dedicación había formado, para refugiarme en un espacio reducido, en un barrio amigable, aunque también lleno de malandros.
Tardé tiempo en habituarme a la soledad, por el simple hecho de que no sabía planchar una camisa, ni siquiera cocinarme unos blanquillos. Conseguí una señora que me hiciera la limpieza, yo llevaba mi ropa a la lavandería y empecé a comer en la calle, a precio elevado, pero en paz.
Una media noche, llamó mi hijo para decir que su madre estaba como muerta. Le dije que iba para allá y, luego de mal vestirme, salí volando. Cuando llegué a la casa ya estaba el personal de la Cruz Roja poniéndole azúcar porque había tenido un cuadro de hipoglucemia. Al otro día pregunté qué había sucedido y la señora dijo que nuestro hijo la había salvado porque La Chiquita, una perra que también recogimos de la calle, al verla en ese estado, no había parado de ladrar hasta que despertó a nuestro hijo quien, desesperado, bajó a callar a la perrita que no hacía caso de los gritos que venían de la azotea. Dije entonces que la había salvado la Chiquita y no el hijo. Ella insistió en que no había sido así.
Dejé las cosas por la paz y seguí aprendiendo a vivir solo, aun así la madre de mis hijos no quería que estuviera en paz, a pesar de que la seguía (y sigo) manteniendo y asumía todos los gastos de la casa (luz, predial, agua, teléfono, cable…).
Un buen día en que acudí a llevarle el gasto, me dijo que por qué no dormía a los perros, que estorbaban en casa por- que el muchacho quería meter gatos. “¿Por qué quieres matar a la perrita que te salvó la vida?”, pregunté, ella insistió en que quien la había salvado había sido nuestro hijo.
Le dije que me los llevaría, si bien en el ínterin murió la perrita y sólo pude traer al Bobby a mi departamento. Costó trabajo acostumbrarme a sacarlo a pasear mañana tarde y noche, alimentarlo y convivir con él, porque cuando me veía dormido, saltaba a la cama y amanecía acostado a mis pies. Las primeras veces me molestó, pero después me ganaba la risa. Con cambiar la ropa de cama y visitas frecuentes a la veterinaria el asunto estaba arreglado.
Entré entones en una rutina que me obligaba a pasearlo y alimentarlo antes de ir a trabajar. Debía salir corriendo de mi trabajo para llegar antes de que hiciera sus necesidades, siempre aguantó como un guerrero. Esperaba mi llegada y, al salir a la calle, buscaba inmediatamente un árbol para desahogar su vejiga. Le compré un colchón para que no subiera a la cama, un impermeable para pasear en temporada de lluvias, aprendí que había croquetas y latas de alimento y empecé a buscar al veterinario ideal. Tuve que llevarlo al dentista, hacerle análisis de sangre y no sé cuántas cosas más de laboratorio. Cuando salía del país o de la ciudad lo dejaba hospedado en una veterinaria. En el vecindario empezaron a conocerme como “El señor del perrito” (¿mmm? albureaba para mis adentros).
Poco a poco la costumbre me fue ganando. En invierno le compraba suéteres calientitos y en temporada de calor le pelaba medio cuerpo al rape, como el shnauzer que era. Lo vacunaba puntualmente y, en una ocasión, hasta lo llevé al mar. Anduvo por la playa corriendo feliz y recuerdo que cuando se metió en una poza, una señora me miró muy feo porque pensaba que el mar sólo era para los humanos.
Vivimos solos cosa de siete años. Lo vi rebosante de juventud, veloz, con ladridos estentóreos, inquieto con las hembras del vecindario. Un buen día en que regresé de trabajar no salió a hacerme fiestas. Pasé al baño y no se dio cuenta que había regresado. Lo miré con extrañeza y otros días lo observé cuidadosamente. El hecho se repitió, incluso cuando muy cerca le prodigaba arrumacos sonoros o lo llamaba por su nombre. Concluí con pesar que estaba perdiendo el oído. Cuando me dijeron que la edad se veía también en las narices de los perros, caí en la cuenta de que a Bobby se le había decolorado la suya; antes muy negra y húmeda y hoy casi blanca y reseca.
Un buen día amaneció con medio párpado de fuera, como si tuviera una perrilla. Hice una suma y caí en la cuenta de que ya eran varios elementos los que indicaban que Bobby estaba envejeciendo. Pero seguía vigoroso, ladrando fuerte y prodigándome fiestas en demasía. Una mañana vomitó sangre y corrí al veterinario. Resultó que necesitaba atención dental y no lo que yo temía.
Pronto empezaron los males estomacales y volví a la veterinaria. Le hicieron análisis sanguíneos, radiografías y todo lo que se practica a los seres humanos. Vinieron las croquetas vitaminadas, los bisteces asados, el pollo hervido y las latas especiales. Una mañana no quiso salir al paseo matutino. De aquí en adelante el deterioro se precipitó. Su estómago se descomponía más seguido, se la pasaba dormido y, como estaba sordo, disminuyeron para mí las fiestas cuando llegaba.
Después de las visitas a la veterinaria se reponía unas semanas, luego volvía a los achaques. Pasaba uno o dos días sin comer, cuando le traía un nuevo alimento, se reanimaba y volvía a trotar contento.
En uno de los días que sólo bebía agua empecé a notar que se arrastraba sobre las patas; ya no quería moverse y su mirada se había hecho triste. Empecé a pensar si ya estaría sufriendo y pensé en dormirlo. Fueron semanas de indecisión porque no quería quitarle ni un día de su vida, pero tampoco lo quería ver apagándose.
Una mañana en que lo vi más decaído que nunca, dije basta. Lo llevé al veterinario y pregunté si tenía cómo dormirlo; respondió que sí. Había tenido una perrita sobre su mesa metálica y me pidió que no lo subiera, hasta que la limpiara. Después de una rigurosa limpieza mi yerno lo subió y lo abrazó, mientras el médico preparaba las jeringas y le ligaba una manita. Empezó la inyección y yo tenía mucho cuidado en mirar qué decían sus ojos. Sus ojitos no se cargaron con más tristeza de la que ya tenían; estaba sereno, como mirando para adentro de él mismo. No fijó su vista en mí, como egoístamente esperaba; estaba muy ocupado terminando sus días como para mirarme. Quienes sí me veían eran el médico y mi yerno. Bueno, en realidad sólo el médico me miraba porque mi yerno, que estaba de espaldas, únicamente me escuchaba. Me atacó el llanto que reprimí con mi bata de baño que llevé para envolver su cadáver. Salimos con el cuerpo envuelto y lo acostamos en el asiento trasero del coche. De camino a mi antigua casa, pasé a un cajero automático para sacar dinero, porque durante la noche estuve dándole vueltas a la idea de cremarlo y, en lugar de volver a mi casa en donde ya no estaría él, quería salir de la ciudad, con mis nietos. También en la madrugada decidí que no lo cremaría; lo enterraría en el jardín de mi antigua casa, junto a la Chiquita, que estaba allí también. Después de sepultarlo nos fuimos a unas aguas termales y allá dormimos. Por una extraña situación pensé en El extranjero, de Camus, y recordé que Mersault, el día que murió su madre, decidió irse con una amiga a la playa.
Al otro día regresaríamos a las termas para que los niños disfrutaran más, pero una compañera me llamó para decirme que la esposa de un amigo muy querido acababa de morir. Dejé que los niños se bañaran y jugaran unas tres horas y les pedí que regresáramos a la ciudad. Sentí feo cortarles un día de placer a los niños, si bien el sentimiento de solidaridad era más fuerte.
Fui a la funeraria a abrazar a mi colega; luego llegó el momento en que tuve que volver a mi departamento en donde ya no estaba él. Me consolé pensando que mientras yo ya no encontraría al Bobby, mi amigo no hallaría a su esposa. Pero al entrar a mi casa el recuerdo de su presencia me asaltó. Junto a la puerta había una bolsa de mezclilla en donde él restregaba sus bigotes después de beber agua. Allá estaba su bebedero, con agua todavía. También estaba en el piso una charola de plástico con los restos de los bisteces asados que le preparaba. Junto había dos bolsas de croquetas, a medias todavía. Abrí la puerta de la azotehuela para mirar cómo empezaba a caer la lluvia y descubrí el impermeable que le compré el año antepasado y que le ponía cuando lo sacaba a caminar. Cuando empezó a granizar, el corazón se me encogió porque recordé que él estaba enterrado y que el agua empezaría a filtrarse por la tierra floja. Imaginé cómo su cuerpo se iría enlodando, aunque yo lo había enterrado ahí para que se transformara en parte del limonero que hay en el jardín, en la mata de floripondio, que es tan escandaloso con sus copas luminosas siempre mustias. Aunque sobre todo lo quería transformado en una flor de acacia, el arbusto que más me gusta porque tiene flores de un amarillo intenso y siempre, en todas las estaciones, florea. Desde hace tiempo les he pedido a mis hijos que mis cenizas las pongan al pie de la acacia, para no morir del todo. ⌈⊂⌋
vftm@azc.uam.mx
Esta crónica forma parte del libro Mis Adioses, de Vicente Francisco Torres, publicado dentro de la Colección Libros del Laberinto Serie Crónica número78. Universidad Autónoma Metropolotana-Atzcapotzalco. 2020. Se publica con su autorización.
Ciudad de México, 1953. Ensayista y narrador. Doctor en Lengua y literatura Hispánicas por la FFyL de la UNAM. Profesor-investigador en la UAM-A, donde ha sido coordinador de la Especialización en Literatura Mexicana del siglo XX y la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea. Desde 1998 es miembro del SNI (nivel II). Ha colaborado de Crítica, El Día, El Nacional, De Largo Aliento, La Palabra y El Hombre, Mar de Tinta, Memoria de Papel, Revista de Literatura Mexicana Contemporánea, Revista de Revistas, Revista de la Universidad, Sábado, Semanario Punto, Semanario Tiempo, Siempre!, Texto Crítico, y Tierra Adentro. Premio Internacional de Ensayo Alfonso Reyes 1997 por La rebambaramba (Monterrey, Nuevo León) y Premio de Periodismo Cultural INBA/Delegación Cuauhtémoc 1988 por Narradores mexicanos de fin de siglo.