Samuel Máynez Champion

La conquista de México tiene aristas múltiples de imposición y una de ellas fueron las expresiones musicales originarias, como lo rememora esta narración.

“Me lo he repetido hasta el cansancio y, al parecer, la vida no habrá de alcanzarme para el arrepentimiento. Jamás hubiera debido hacerlo. ¿Qué tenía yo que hacer rodeado de tanta barbarie? ¿Cómo pude olvidarme que con los militares no hay argumentaciones que valgan? ¿Qué podía importarles que yo no me hubiera enrolado por las mismas razones que ellos? Éramos distintos, percibíamos el mundo desde atalayas diferentes. Gracias a esa diferencia esperaba que algún día se me juzgara con benevolencia. Siempre lo había sabido, pero pudo más mi curiosidad que el peso de las constataciones. También sabía que el ‘verdadero’ capitán era un hombre perverso, pero nunca lo hubiera creído capaz de semejante salvajismo. No debí incurrir en desacatos; me lo sigo repitiendo en el hastío de las noches sin sueño y en la penumbra de este amanecer que me restriega los recuerdos.

Rememoro mi infancia para percatarme de que la agudeza de mi oído ha sido, para mi gloria y condena, el principal tamiz de mi memoria. No quedó nada del sabor del pan de bledos que horneaba mi madre ni de los golpes que repartía el sujeto que había sustituido a mi padre, subsisten con nitidez los rumores del curso del río que, aún a varias leguas de distancia, yo lograba distinguir con claridad irritante, el timbre de voz de mi abuela arrullándome en ladino1 y la enorme diversidad de cantos de pájaros que, a lo largo de mis andares, fui transcribiendo a las pautas con paciencia de misionero. Fueron ellos los incitadores de mis andanzas. ¿Quién iba a decirme que esas criaturillas aladas habrían de marcar con la inmaterialidad de sus voces el devenir de mis tropiezos? A diferencia de tantos otros que perdieron la cordura tratando de fabricarse alas, a mí nunca me importó gran cosa querer imitar su vuelo. Me intrigaba más el misterio que encerraban sus trinos y gorjeos. Me parecía que constituían un idioma susceptible de ser codificado en el cual habrían de revelarse los enigmas de la creación.

Era yo todavía un crío cuando descubrí que podía repetir con mi silbido algunos de esos prodigios sonoros que estaban emparentados con la luz del cielo. Aguzando la oreja podía percibir cómo la más sutil variación en la luminosidad diurna suscitaba en ellos una reacción inmediata. Para mi entender infantil eran emisarios de reinos donde se habían desterrado las tinieblas. En su compañía aprendí a prescindir de las palabras. Los mirlos eran, quizá, los más receptivos. Le daban respuesta súbita a los motivos melódicos que yo les silbaba. A mi vez, yo trataba de imitar los suyos sin faltar la ocasión en que, para disgusto familiar, nuestros coloquios canoros se alargaran por horas.

Mi fascinación por las aves habría presupuesto que eligiera algún pífano para seguir comunicándome con ellas, pero la muerte de un tío materno me significó la heredad de una viola de brazo con la que habría de encausarse mi destino. De ahí en adelante me convertiría en Ortiz el tañedor de viola o, simplemente, en Ortiz el músico. A hurtadillas hube de acercarme al maestro de la basílica para que me iniciara en los rudimentos del arte musical pues en casa no era bien visto que un individuo malgastara su existencia en divagaciones invisibles que se escurren de las manos.

Se vivía tanto en pos de emigrar que semejábamos parvadas con el invierno al acecho y en mi ánimo juvenil se instaló la idea con una fuerza que habría de avasallarme. Apareció pronto la salida: eran requeridos voluntarios para hacerse a la mar. Se aceptaban labradores sin campo, soldadesca, músicos y, por supuesto, mercenarios. Aunque no había garantías de ningún tipo era una oportunidad dorada. Cuanto más, que los relatos que empezaban a circular hablaban de territorios llenos de encantamientos y de pájaros de mil voces que movían la fantasía. A fe mía que la codicia que brillaba en los ojos de quienes ansiaban embarcarse no palpitaba en mi pecho; antes que la posesión de riquezas materiales yo quería posar los oídos en tierras ignotas. Me imaginaba poblando cientos de pentagramas con los cantos de aquellas aves milagrosas. 

Hasta que lo vi de frente capté el alcance de la antipatía. El azul gélido de sus ojos vaticinaba naufragios. Altivo como todo hombre ignorante, presumía sin recato de sus proezas militares y no perdía ocasión para hacerme patente el desprecio que le merecían los artistas. En su decir, eran los soldados quienes dictaban las memorias del universo; los demás éramos carne de cañón. Avecindados por fin en la isla que los aborígenes nombraban Colba traté de poner distancia de por medio haciendo lo que me parecía más digno. Abrí una escuela para danzar y tañer, pero tuvo un fin tan abrupto como mis ensoñaciones. Los alumnos con talento morían de fatiga en las plantaciones, además, la Corona de España no tenía menester de contorsiones y melismas sino de tropas de avanzada dispuestas a arriesgar el pellejo en aras de su expansión. Para los músicos no había más opciones que llevar el ritmo de las marchas. Para eso nos habían enrolado. Fue así que volvimos a embarcarnos, esta vez persiguiendo quimeras. No debí hacerlo nunca pero un tal Grijalva me habló de ríos impetuosos y de aves escapadas del paraíso.

Pisamos las nuevas tierras acompañados de perros y cerdos. Como tales habríamos de ser recordados, pero yo aún estaba lejos de intuirlo. Colmada de ultrajes, nuestra marcha invasora sembraba desolación y muerte a su paso. ¿Era esa la ponderada belleza de la vida militar? ¿Podía haber honor en el despojo? ¿Era una victoria exterminar seres que se defendían en condiciones de desventaja?… El capitán general, quien exigía que se le mentara como Don Hernando, coleccionaba mujeres y en sus delirios fundaba ciudades e inventaba estratagemas para amedrentar desertores. Supuestamente había estudiado en una universidad prestigiosa. No faltó aquel que perdiera las manos por contradecirlo en cambio el otro, el lugarteniente rubio que se vanagloriaba de su disciplina de cuartel, se mantenía en sigilo como una sierpe recién preñada. Al cabo de una traición ignominiosa perpetrada en un villorrio llamado Cholollan contraun pueblo indefenso pensé más que nunca en la deserción, pero me sostuve dentro de la vorágine al enterarme de la cercanía del gran señorío donde se adoraba a un dios colibrí. Era una motivación suficiente para que reverberara mi espíritu mitigando los horrores.

En las hojas de mi cuaderno pautado había registrado los portentos vocales de las aves que me habían deslumbrado en el camino. Sus cantos rivalizaban con la hermosura de sus plumajes pero lo que no lograba transcribir con fidelidad era la música de los naturales. En ella se desenjaulaban los vientos y parpadeaba el arcoíris. Era el reflejo de la naturaleza pródiga que los circundaba reducida en su esencia primordial. Para mi regocijo los sonidos de la viola se entonaban a maravilla con la imaginería de sus instrumentos musicales. Resonaba el corazón de las montañas con el percutir del huéhuetl, chillaba el águila, rugía el jaguar …  ¡Habíamos comenzado jubilosamente a hacer música juntos! Me esforzaba en la escritura de las notas cuando fui requerido con urgencia a los aposentos que el lugarteniente Alvarado tenía reservados en la capital mexica donde nos habían recibido, meses atrás, como a embajadores de un gran rey. La fortuna se había inclinado a su favor ya que el marrullero Hernando se había devuelto a la costa para impedir su arresto.

Recibí la orden en su brutal crudeza. Alvarado pretendía que los tañidos de mi viola lo entretuvieran mientras desfloraba a una niña indígena. — ¿Así que el señorito Ortiz se pone moños? Mañana en la fiesta verás las consecuencias de tu insubordinación. ¡Engrillen al insurrecto!

Aquel día de mayo de 1520 sólo alcancé a escuchar el fragor de una muchedumbre acorralada y cómo la música se desvanecía para siempre”…2

samaych@hotmail.com


[1] Se recomienda la escucha de la Berceuse sefaradita Nani Nani (Anónima ca. 1500)

[2]  Durante la fiesta de Tóxcatl Pedro de Alvarado llevó a cabo la matanza del Templo Mayor. Los primeros en ser derribados fueron los músicos. Ortiz efectivamente abrió una escuela de danza en Cuba, pero se perdió su rastro después de la caída de Tenochtitlan. El resto son ficciones.