El Elefante

Raymond Carver

Traducción y Nota introductoria: Leandro Arellano

Uno de los más entrañables relatos de Carver, apareció en The New Yorker el 9 de junio de 1986 y dos años más tarde fue recogido en el libro ¿Adónde llamo?, en Estados Unidos. En Londres fue publicado, también en 1988, con otras seis piezas por Collin Harvill, con el título “El elefante y otros relatos”.

Sabía que era un error prestar dinero a mi hermano. Deudores no me hacían falta. Pero cuando llamó y dijo que no tenía para el pago de su casa, ¿qué podía hacer? Nunca he visitado su casa, vive a mil millas de aquí, en California. Nunca la he visto siquiera, pero no deseaba que la perdiera. Lloró en el teléfono y dijo que estaba perdiendo todo lo que poseía. Me pagaría en febrero, dijo. Quizás antes. En todo caso a más tardar en marzo. Dijo que su devolución de impuestos se hallaba en camino. Además, dijo, contaba con una pequeña inversión que maduraría en febrero. Fue un tanto misterioso sobre esa inversión, de modo que no lo presioné por detalles.

     -Confía en mí- dijo-, no te quedaré mal.

     Había perdido su trabajo en julio, cuando la compañía para la que trabajaba, una planta de aislamiento de fibra de vidrio, resolvió despedir a doscientos empleados. Sobrevivió de su seguro de desempleo desde entonces, pero se le había agotado ya, lo mismo que sus ahorros. Tampoco contaba con seguro médico: al desaparecer su empleo, despareció el seguro. Su mujer, diez años mayor que él, padecía diabetes y requería tratamiento. Tuvo que vender el otro coche -el de ella, un viejo guayín- y una semana atrás había empeñado el televisor. Dijo que se había lastimado la espalda cargando el televisor de arriba abajo en la calle donde se instalan los puestos de empeño. Había deambulado de un lado a otro, dijo, buscando el mejor precio. Al fin uno le ofreció  cien dólares por él, por su enorme Sony. Me contó lo del televisor y luego lo de la lesión en su espalda, como para implicarme en el asunto, a menos que yo tuviera una piedra en lugar de corazón.

     -Me estoy ahogando –dijo-. Pero tú me puedes ayudar a salir de esto.

     -¿Cuánto?- dije.

     -Quinientos. Necesitaría más, claro, ¿quién, no?- dijo-. Pero debo ser realista. Los quinientos te los puedo pagar. Más de eso no estoy seguro, para serte franco. Detesto molestarte, hermano, pero tú eres mi último recurso. O Irma Jean y yo pronto estaremos en la calle. No te fallaré-. Eso fue lo que dijo. Esas fueron sus propias palabras.

     Conversamos un poco más -sobre todo de mamá y sus problemas- pero en breve, le envié el dinero. Tuve que. Sentí que debía hacerlo, que en otras palabras equivalía a lo mismo. Le escribí una carta al enviarle el cheque, en la que le decía que el dinero que debía pagarme lo enviase a mamá, quien vive en la misma ciudad y lo necesita. Por tres años le he enviado un cheque mensual: llueva, truene o relampagueé. Discurrí que si él le entregaba a ella el dinero que me debía, me libraría de un peso de encima, dándome un respiro. Me desentendería en ese aspecto durante un par de meses. También supuse, lo reconozco, que sería más factible que le pagara a ella, dado que viven en la misma ciudad y la visita de vez en cuando. Intentaba cubrirme de algún modo. Sin duda él estaba en la mejor disposición de pagarme, pero a veces ocurren cosas. Cosas que se interponen a las mejores intenciones. Ojos que no ven corazón que no siente, dicen. Pero a su propia madre no la iba a desproteger. Nadie haría eso.

     Me tomaba horas escribir cartas para  asegurar de que supiesen lo que podían esperar y lo que deberían hacer. Llamé a mamá varias veces para explicarle, pero ella sospechaba de todo el arreglo. Le expliqué por teléfono paso a paso, pero aun así mantuvo sus sospechas. Le dije que el dinero que ella debía recibir de mí el primero de marzo y el primero de abril lo recibiría de Billy, Billy me debía ese dinero. Ella recibiría su dinero, no debía inquietarse, la única diferencia era que Billy le entregaría esas dos mesadas. Él le entregaría el dinero que yo enviaba a ella regularmente, pero en lugar de que él me lo enviara a mí y luego yo reenviarlo a ella, él se lo entregaría directamente. En cualquier caso ella no debía inquietarse. Ella tendría su dinero, pero esos dos meses le vendría de él -del dinero que me adeudaba. Dios mío, quién sabe cuánto gastaba en esas llamadas. Y me habría gustado recibir cincuenta centavos por cada carta que le escribí, para decirle que le había dicho a ella y a ella lo que debía recibir de él, y todo eso.

     Pero mi madre desconfiaba de Billy.

    -¿Qué tal si no cumple? -me dijo por teléfono-. ¿Entonces, qué? Tu hermano anda mal, lo cual lamento mucho. Pero mira, hijo, lo que deseo saber es qué, si él no puede darme el dinero. ¿Qué tal si no puede?

     -En ese caso yo te lo daré –dije-. Igual que siempre. Si no te lo entrega él, yo te lo enviaré. Mas ten fe, él te lo dará. Ha dicho que lo hará y lo va a hacer.

     -No quisiera preocuparme –dijo-, pero me preocupo de todas maneras. Me preocupo por ustedes y sólo después por mí. Jamás creí ver en ese estado a uno de mis hijos. Me alegra que tu padre ya no viva para ver esto.

     En tres meses mi hermano le envió cincuenta dólares de lo que me adeudaba y debía darle. A lo mejor fueron setenta y cinco los que le dio. Hay versiones que se contradicen, dos versiones: la de ella y la de él. Pero eso fue todo lo que le dio de los quinientos –cincuenta o setenta y cinco–, conforme a la versión que uno escuchara. Tuve que compensarle el faltante. Debí continuar soltando plata, como siempre. Mi hermano estaba acabado. Eso fue lo que me dijo –que estaba acabado- cuando llamé para preguntarle qué sucedía, luego de que mi madre llamó inquiriendo por su dinero.

     -Pedí al cartero que volviera a revisar la camioneta -dijo mi madre-, mirar si tu carta no se habría caído detrás del asiento. Luego fui a preguntar a los vecinos si por equivocación habían recibido correspondencia mía. Me está desquiciando este asunto, cariño-. Y luego añadió -¿Qué debe pensar una madre? ¿Quién vigila mis intereses en este asunto? Necesitaba saber eso, igual que quería saber cuándo podía esperar su dinero.

     Fue entonces cuando tomé el teléfono para indagar con mi hermano si se trataba de un simple retraso o de plano estaba en quiebra. Según Billy, estaba arruinado, acabado por completo. Iba a poner su casa en venta de inmediato. Confiaba en que no fuese demasiado tarde. En casa ya no quedaba más nada que pudiera vender. Había rematado todo salvo las sillas y la mesa de la cocina. -Ojalá que pudiera vender mi sangre –dijo-. Pero ¿quién iba a comprarla? Con la suerte que me cargo quizás hasta padezco una enfermedad incurable-. Y, desde luego, el asunto de la inversión no había prosperado. Cuando lo interrogué por teléfono al respecto, todo lo que dijo fue que no se había concretado. Tampoco la devolución de impuestos, Hacienda le había decretado un embargo. -Cuando no llueve, graniza, dijo. Lo siento, hermano. No esperaba que sucediera nada de esto.

     -Lo comprendo –dije. Y lo dije en serio. Lo cual no resolvía el asunto. En cualquier caso, haya sido lo que fuese, no conseguí que me pagara, ni tampoco a mi madre. Tuve que seguir enviando a ella su mesada.

Estaba mortificado, claro. ¿Quién no? Tenía mi cariño y deseaba que los problemas nunca hubiesen llamado a su puerta. Pero ahora mi espalda se hallaba nuevamente contra la pared. Con todo, sucediera lo que le sucediera, de aquí en adelante al menos no me volvería a pedir dinero, puesto que todavía me adeudaba. Nadie le hace eso a uno. Así me lo figuraba, así de ingenuo era.

     Me mantuve atado a mi cruz. Cada mañana me levantaba temprano para ir al trabajo y trabajada duro todo el día. Al volver a casa me desplomaba en un sillón y allí me quedaba. Estaba tan agotado que transcurría un rato antes de desatarme las cuerdas de los zapatos. Pero luego permanecía sentado allí, tan extenuado que ni a encender el televisor me levantaba.

     Lamentaba los problemas de mi hermano, pero yo tenía los propios. En adición a mi madre había otras personas en mi nómina. Una ex esposa a la que enviaba dinero mensualmente. Debía hacerlo. No me gustaba, pero me obligaba una orden judicial. Una hija con dos niños en Bellingham, a la que debía enviarle algo cada mes. Sus hijos necesitaban comer, ¿no? Vivía con un canalla que ni siquiera se ocupaba de buscar un empleo, un individuo que no podía mantener un trabajo si lo obtenía. Una o dos veces que halló algo se quedó dormido o se le averió el coche camino del trabajo, o lo abandonó sin más.

     Una vez, hace tiempo, cuando tomaba esas cosas muy a pecho, amenacé con matar al tipo. Pero eso no conduce a ningún lado. Además, yo bebía en esos días. El caso es que el muy cabrón sigue allí.

     Mi hija me escribía cartas en las que me contaba cómo ella y los niños vivían a base de avena. (Supongo que el tipo también se moría de hambre, pero ella mejor ni lo mencionaba en sus cartas). Me había dicho que si podía apoyarla hasta el verano, su situación mejoraría. Su situación cambiaría en el verano, estaba segura. Si nada más resultaba -aunque estaba convencida de que funcionaría, tenía varias ollas en el fuego- de contado que obtendría empleo en la fábrica de conservas de pescado, que no estaba alejada de donde vivía. Usaría botas y ropa y guantes de plástico para empacar salmón en latas. O vendería root beer en un quiosco junto al camino, a la gente alineada en sus coches en la frontera para ingresar a Canadá. La gente en sus coches durante el verano tendría sed, ¿no? A gritos iban a pedir una bebida fría. De un modo o de otro, cualquiera que fuese el trabajo por el que optara, su situación mejoraría en el verano. Debía resistir hasta entonces, y ahí entraba yo.  

     Mi hija dijo reconocer que debía cambiar de vida. Quería valerse por sí misma, como todo el mundo. Quería dejar de considerarse como una víctima. -No soy ninguna víctima- me dijo una noche por teléfono-. Nada más soy una mujer joven con dos hijos y un holgazán hijo de puta por pareja. Nada diferente a muchas otras mujeres. No le temo al trabajo, sólo necesito una oportunidad. Es todo lo que le pido al mundo-. Dijo que a ella no le faltaba, pero en lo que llegaba esa ocasión, en lo que la oportunidad aparecía, eran los niños los que la inquietaban. Los niños le preguntaban a cada rato cuándo los visitaría el abuelo, dijo. En ese momento estaban dibujando las mecedoras y la piscina del motel en que me había alojad hace un año, cuando los visité. El verano era el problema, dijo. Si podía llegar hasta el verano, sus problemas terminarían. Las cosas cambiarían entonces, sabía que cambiarían y con ayuda de mi parte lo conseguiría. “No sé qué haría sin ti, papá”. Eso fue lo que dijo. Casi me rompe el corazón. Claro que debía ayudarla. Me alegró estar en posibilidad de ayudarla. Yo tenía trabajo ¿no? Comparado con ella y el resto de la familia, yo estaba del otro lado. Comparado con los demás, yo vivía en la abundancia.

     Le envié el dinero que me pidió. Le enviaba dinero cada vez que me pedía. Más tarde le dije que sería mejor si le enviaba una cantidad, no mucho, no, pero dinero al fin, cada primero de mes. Era dinero con el que podía contar, y sería su dinero y de nadie más, de ella y de los niños. En eso confiaba en todo caso. De algún modo deseaba asegurarme que el cabrón que vivía con mi hija no pudiera poner las manos ni en una naranja ni en un trozo de pan obtenido con mi dinero. Pero no podía. Sólo debía enviar el dinero y no atribularme si de pronto aquel individuo estaría tragando a mi costa.

     Mi madre, mi hija y mi ex mujer. Eso hacía tres personas en la nómina mensual, sin contar a mi hermano. Pero mi hijo también necesitaba dinero. Después de que se graduó de secundaria empacó sus cosas, abandonó la casa de su madre y se marchó a una universidad del Este. Una universidad en New Hampshire, por Dios. Mas se trataba del primero en la familia de ambos lados en proponerse ir a la universidad, de modo que todos pensaron que era buena idea. Al principio yo también lo creí. ¿Cómo iba a saber que acabaría costándome un ojo de la cara? El pidió dinero prestado a diestra y siniestra en los bancos para su sostenimiento. Se rehusaba a tener que trabajar y estudiar al mismo tiempo, eso dijo. Y bueno, creo que lo comprendía. De algún modo hasta simpatizo con ello. ¿A quién le gusta trabajar? A mí no. Pero luego que se endeudó todo lo que pudo, incluyendo el financiamiento de un año en Alemania, y tuve que empezar a enviarle dinero, bastante. Cuando por fin le informé que no podía enviarle más, me escribió diciendo que de ser así, si realmente esa era mi posición, se disponía a vender drogas o a robar un banco, lo que fuese necesario con tal de obtener dinero para sobrevivir. Afortunado de mí si no le pegaban un tiro o lo enviaban a prisión.

     Le respondí que había cambiado de opinión y, después de todo, podría enviarle un poco más. ¿Qué más podía hacer? No quería marchar mis manos con su sangre. Tampoco deseaba verlo confinado en prisión o algo peor. Ya tenía demasiado en mi conciencia.

     Son ya cuatro personas ¿no? Sin contar a mi hermano, que todavía no se regularizaba. Me trastornaba pensarlo. Me atribulaba de día y de noche. No conciliaba el sueño sólo de pensar. Debía remitir mensualmente casi todos mis ingresos. No hay que ser un genio o saber de economía para comprender que una situación así no podía continuar. Tuve que obtener un préstamo para librarla, lo cual significó otra mensualidad.

     Empecé a hacer recortes. A no comer fuera más, por ejemplo. Al vivir solo, comer fuera era algo que disfrutaba, pero se convirtió en cosa del pasado. Tuve que cuidarme de pensar ir al cine. No podía comprar ropa ni arreglar mi dentadura. El coche se caía a pedazos, yo necesitaba zapatos nuevos, pero ni imaginarlo.

     A veces me enfadaba y escribía a todos amenazando con que cambiaría de nombre y renunciaría a mi empleo. Les decía que estaba planeando irme a Australia. Y la cosa es que lo decía en serio, lo de irme a Australia, aunque nada supiera de Australia. Únicamente sabía que estaba al otro lado del mundo, y allá era donde yo quería estar.

     Pero a la hora de la verdad ninguno daba crédito a mi viaje a Australia. Contaban conmigo y lo sabían. Sabían que estaba desesperado y lo lamentaban y me lo decían. Pero contaban con que olvidaría aquello antes del primer día del mes, cuando debía sentarme y hacer los cheques.

     Luego de una de mis cartas en donde hablaba sobre mi traslado a Australia, mi madre escribió que ella no deseaba seguir siendo una carga. Apenas menguara la hinchazón de sus piernas, dijo, buscaría un empleo. Contaba con setenta y cinco años, pero con suerte podían emplearla como mesera. Le respondí que no fuese tonta, le dije que me alegraba poder ayudarla, y era cierto. Me alegraba poder ayudarla. Sólo que me hacía falta ganar la lotería.

     Mi hija sabía que lo de Australia era sólo una manera de expresar que estaba harto. Sabía que necesitaba un respiro y algún tipo de aliento. Así que me escribió, dejaría a los niños con alguien e iría a trabajar en la enlatadora apenas acabara la estación. Era joven y fuerte, dijo. Podría trabajar turnos de entre doce a catorce horas, siete días a la semana, sin problema. Sólo tenía que convencerse de que podía hacerlo, prepararse mentalmente para hacerlo, su cuerpo la escucharía. Debía encontrar, eso sí, a la niñera adecuada, eso era importante. Iba a ser necesaria una clase especial de niñera, considerando que serían bastantes horas más la hiperactividad de los niños para empezar, con todas esas golosinas que consumen cada día. Es lo que comen los niños, ¿no? Sea como sea, ella confiaba en hallar a la persona apropiada. Pero debía comprar botas y ropa para el trabajo, y en eso yo podía ayudar.

     Mi hijo escribió lamentando lo que sucedía y pensaba que estaríamos mejor si acabábamos de una vez por todas. Había descubierto que era alérgico a la cocaína, le producía lagrimeo y le afectaba la respiración, decía. Eso significaba que no podía catar la droga en las transacciones que requería hacer. Por lo cual, aun antes de comenzar, su carrera como traficante de drogas estaba acabada. No, decía, era preferible una bala en la sien y terminar allí mismo. O quizás ahorcarse, eso le ahorraría pedir prestada un arma y nos ahorraría el valor de las balas. En verdad que eso decía en su carta, si pueden creerlo. Incluyó una foto que alguien le había tomado el verano pasado cuando se hallaba en el programa de estudios en Alemania. Estaba debajo de un gran árbol, con gruesas ramas colgando a unos metros de su cabeza. No sonreía en la foto.

     Mi ex esposa nada tenía qué decir en el asunto. No tenía por qué. Ella sabía que tendría su dinero cada primero de mes, incluso si provenía desde Sydney. De no obtenerlo, nomás debía levantar el teléfono y llamar a su abogado.

Así se hallaban las cosas cuando mi hermano llamó la tarde de un domingo, a principios de mayo. Las ventanas se hallaban abiertas y circulaba en la casa una brisa agradable. El radio estaba encendido y la ladera detrás de la casa reverdecía. Pero comencé a sudar al oír su voz en la línea. No había tenido noticias suyas desde la disputa por los quinientos dólares, de modo que no creí que se atreviera a pedir más. Pero empecé a sudar. Me preguntó cómo andaban mis cosas y me lancé con lo de la nómina y todo eso. Le comenté de la avena, la cocaína, la enlatadora, el suicidio, robar bancos y de cómo ya no podía ir al cine o comer fuera. Le dije que mi zapato tenía un hueco, le dije de tantos pagos que debía hacer a mi ex esposa. El sabía de todo ello por supuesto, sabía todo lo que yo le contaba. Dijo que lo lamentaba. Yo seguí hablando, él pagaba. Pero mientras él hablaba empecé a caer en cuenta: ¿Y cómo vas a pagar esta llamada, Billy? Entonces tuve conciencia de que era yo quien iba a pagarla. Era sólo cuestión de minutos, o segundos, para que todo terminara.

     Miré por la ventana. El cielo estaba azul, aunque había algunas nubes blancas. Unos cuantos pájaros reposaban en el cable del teléfono. Me enjugué la cara con la manga. No sabía qué más decir. Así que de pronto paré de hablar y me detuve a contemplar las montañas por la ventana, aguardando. Fue entonces cuando mi hermano lo soltó. “Lamento decirte esto, pero…” Al escucharlo mi corazón se estremeció. Mas él continuó.

     Esta vez eran mil. ¡Mil! Se hallaba en peor situación que cuando llamó la vez anterior. Me contó algunos detalles. Los acreedores llamaban a su puerta -a la puerta dijo- y se cimbraron las ventanas y la casa tembló cuando los acreedores golpearon con los puños. Toc, toc, toc, dijo. No había dónde ocultarse, le iban a quitar su casa. “Ayúdame hermano”, dijo.

     ¿De dónde iba yo a reunir mil dólares? Cogí con fuerza el auricular, me retiré de la ventana y le dije. -Pero no me has pagado lo que me pediste prestado la última vez. ¿Cómo quieres…?

     -¿De veras? -dijo fingiendo sorpresa-. Creí que te lo había pagado. Quise hacerlo al menos, por Dios que lo  intenté. 

     -Se supone que ibas a entregar ese dinero a mamá, pero no lo hiciste. Yo tuve que seguir enviándole dinero cada mes, como siempre. Eso no tiene remedio, Billy. Mira, doy un paso adelante y dos atrás. Me estoy hundiendo. Ustedes se están hundiendo y me están arrastrando.

     -Le di algo -dijo Billy-, le entregué un poco. Quiero que conste que le entregué algo.

     -Ella dijo que le diste cincuenta dólares nada más.

     -No -dijo él-, le di setenta y cinco. Se ha olvidado de los otros veinticinco. La visité una tarde y le di dos billetes de diez y uno de cinco. Le entregué eso y lo olvidó. Lo olvidó. Mira, dijo, esta vez cumpliré, lo juro por Dios. Agrega a lo que ya te debo lo que te estoy pidiendo ahora y te enviaré un cheque. Intercambiaremos cheques. Retén mi cheque por dos meses, es todo lo que  pido. Saldré de este lío en dos meses. Entonces  tendrás tu dinero. El primero de julio, lo prometo, sin falta, esta vez lo puedo jurar. Andamos en el proceso de venta de un terreno que Irma Jean heredó de un tío hace poco. Como si ya estuviera vendido, ya se cerró el trato. Es cuestión de resolver un par de detalles menores y firmaremos los documentos. Además, estoy por comenzar a trabajar, garantizado. Tendré que manejar cincuenta millas todos los días, pero eso no es problema, por Dios que no. Manejaría hasta ciento cincuenta millas si fuese preciso, y lo haría feliz. Lo que quiero decir es que tendré el dinero en el banco en dos meses. Tendrás tu dinero, todo, el primero de julio. Puedes contar con ello.

     -Billy, te quiero mucho -le dije-, pero tengo una carga muy pesada. Cargo un peso muy grande estos días, por si no lo sabes.  

    -Por eso mismo es que no te quedaré mal –dijo-. Te doy mi palabra de honor. Confía en mí. Te prometo que mi cheque será válido en dos meses, sin falta. Dos meses es lo único que pido. No sé a quién más recurrir, hermano. Tú eres mi última esperanza.

     Lo hice, por supuesto. Para mi sorpresa, aún tenía crédito en el banco, por lo que pedí prestado el dinero y se lo envié. Nuestros cheques se cruzaron en el camino. Perforé el cheque con una tachuela y lo prendí en la pared de la cocina, junto al calendario y la fotografía de mi hijo bajo el árbol. Y a esperar.

     Me quedé esperando. Mi hermano llamó para pedirme que no cambiara el cheque en la fecha acordada, que aguardara un poco más, por favor- dijo. Han sucedido ciertas cosas. El trabajo que le habían prometido se vino abajo a último minuto y el terreno de su esposa no se había vendido a fin de cuentas. Cambió de opinión respecto a su venta, pues había pertenecido a su familia por generaciones. ¿Él qué podía hacer? Le pertenecía a ella y no escuchaba razones, dijo mi hermano.

     Por la misma época mi hija llamó para decir que alguien había entrado en su casa-móvil y la había robado. Todo lo que había en su casa. Cada trozo de mueble se había esfumado cuando ella regresó a casa su primer día de trabajo en la enlatadora. No habían dejado ni siquiera una silla dónde sentarse. También habían robado su cama. Iban a tener que dormir en el piso como gitanos, dijo.

     -¿Dónde se hallaba ése… cómo se llama, cuándo pasó? -pregunté. Dijo que había salido a buscar trabajo esa mañana, mas ella creía que había estado con sus amigotes. De hecho ella desconocía su paradero a la hora del crimen, incluso en ese mismo momento. “Espero que esté en el fondo del río”, dijo. Los niños estaban con la niñera en el momento que ocurrió el robo. Como fuere, quería pedirme prestado para adquirir algunos muebles de segunda, me pagaría en cuanto obtuviera su primer cheque. Si le pudiese hacer llegar el dinero antes del fin de semana –a través de un giro, quizás- podría adquirir lo básico. -Alguien violó mi espacio –dijo-, siento como si me hubieran violado.

     Mi hijo escribió desde New Hampshire para decir que le era vital regresar a Europa. Su vida pendía de un hilo. Se iba a graduar al acabar el curso de verano, pero no podría soportar vivir un día más en Estados Unidos luego de eso. Esta era una sociedad materialista que él no podía soportar más. La gente en Estados Unidos no podía sostener una conversación en la que no saliera a relucir el dinero, y eso a él lo enfermaba. El no era un yupi y no quería convertirse en un yupi. Eso no era lo suyo. Dejaría de molestarme si le daba, por última vez, para comprar un boleto a Alemania.

     De mi ex esposa no tuve noticias, no tenía por qué. Ambos sabíamos cómo marchaban las cosas.

     Mi madre escribió que tenía que prescindir de calcetas y no podía teñirse el pelo. Había pensado que éste sería el año en que podría ahorrar un poco de dinero para los tiempos duros por venir, pero que no estaba resultando así. No estaba escrito, podía verlo. “¿Cómo estás?”, quiso saber. “¿Cómo están todos? Espero que te encuentres bien”.

     Puse más cheques en el correo, contuve la respiración y me puse a esperar.

     Una noche, mientras esperaba, tuve un sueño, dos, en realidad. Los soñé la misma noche. En el primer sueño mi padre aún vivía y me cargaba en sus hombros. Yo era pequeño, de unos cinco o seis años. Móntate acá, me dijo tomándome de las manos y me trepó en sus hombros. Me hallaba muy alto pero no tenía miedo. Él me sostenía. Nos sosteníamos uno a otro. Luego se puso a andar en la acera. Quité mis manos de sus hombros y las puse alrededor de su frente. No me despeines, dijo. Suéltame, te tengo bien sujeto. No te caerás. Al decir eso me di cuenta de la fuerza con que sus manos me sujetaban de los tobillos. Entonces lo solté y ya libres extendí los brazos. Los mantuve así para no perder el equilibrio. Mi papá caminaba conmigo montado en sus hombros. Yo hacía como que él fuese un elefante. No sabía adónde íbamos. A lo mejor íbamos a la tienda o al parque, donde me mecería en el columpio.

     Entonces desperté, salí de la cama y fui al baño. Afuera empezaba a clarear, faltando como una hora para levantarme. Pensé en preparar café y vestirme, pero decidí volver a la cama, aunque no pensaba dormir. Pensé en quedarme acostado un rato, con mis manos cruzadas en la nuca, observando cómo amanecía y recordando un poco a papá, pues hacía mucho tiempo que no pensaba en él. Porque ya no formaba parte de mi vida, dormido o despierto. Total que regresé a la cama. Y no pasó un minuto antes de que me quedara dormido y empecé a soñar de nuevo. Soñaba con mi ex esposa, pero en el sueño no era mi ex, aún era mi esposa. Mis hijos también aparecieron en el sueño. Eran chicos y comían papas fritas. Mientras soñaba creo que soñaba con el olor de las papas fritas y escuchaba cómo las comían. Estábamos sobre una manta, muy cerca de una corriente de agua. Había una sensación de satisfacción y bienestar en el sueño. Repentinamente me hallé en compañía de otras personas, gente que no conocía, y enseguida ya estaba pateando la ventanilla del coche de mi hijo y amenazándolo de muerte, como lo hice una vez, hace mucho tiempo. Él estaba dentro del coche cuando mi zapato destruyó el vidrio. En ese momento abrí los ojos, sonaba el despertador. Alargué el brazo y apagué la alarma, pero seguí acostado unos minutos. Mi corazón bombeaba de prisa. En el segundo sueño alguien me había ofrecido whisky y lo bebí. Haber bebido aquel whisky fue lo que me produjo temor. Fue lo peor que pudo haber sucedido. Significaba tocar fondo. Comparado con eso todo lo demás era como un día de campo. Permanecí allí un minuto más y luego me levanté.

     Preparé café y me senté a la mesa de la cocina, frente a la ventana. Jugaba con mi tasa haciendo círculos sobre la mesa cuando empecé otra vez a reflexionar seriamente sobre Australia. De pronto me puse a imaginar qué habría sentido mi familia cuando la amenacé con mudarme a Australia. Debió de haber sido un golpe para ellos al principio, hasta miedo debió provocarles. Mas luego, como ya me conocen, debieron comenzar a reír. Ahora, al imaginar sus carcajadas, yo también me tuve que reír, ja, ja, ja. Así exactamente hice, ja, ja, ja, como si hubiera aprendido cómo debía reír.

     ¿Y qué iba hacer en Australia? La verdad era que nunca iría allá, como tampoco iría a Tumbuctú, a la luna o al polo norte. Por Dios que no deseaba ir a Australia. Por lo que una vez que lo asumí, una vez que comprendí que no iría allá ni a ninguna otra parte para el caso, comencé a sentirme mejor. Encendí otro cigarrillo y me serví más café. Ya no había leche para el café, pero qué importaba. Por un día sin leche para el café no iba a morirme. Enseguida empaqué mi almuerzo, llené el termo, lo puse en la vianda y salí.

Era una mañana agradable. El sol se posaba sobre las montañas al otro lado de la ciudad y una parvada de pájaros se dirigía de un lado a otro del valle. Ni siquiera cerré la puerta con llave. Recordé lo que le había sucedido a mi hija, pero resolví que yo no tenía nada digno de ser robado. No había nada en casa sin lo que no pudiera vivir. Tenía el televisor, pero estaba harto de ver televisión. Me harían un favor los ladrones si se lo llevaran.

     Me hallaba bastante bien después de todo, por lo que decidí caminar al trabajo. No era lejos y disponía de tiempo. Ahorraría un poco de gasolina, claro, pero esa no era la razón más importante. Al fin y al cabo era verano y no faltaba mucho para que se acabara. No dejaba de pensar en que el verano era la época en que cambiaría la suerte de todos. 

     Me eché a andar al lado de la carretera y, por alguna razón, comencé a recordar a mi hijo. Le deseé bien, dondequiera que se hallara. Si había conseguido regresar a Alemania –era lo más probable-, confiaba en que estuviese contento. No había escrito todavía para darme su domicilio, pero estaba seguro de que pronto me enviaría noticias. Mi hija, que Dios la bendiga y la guarde. Esperaba que estuviese bien y resolví escribirle una carta esa tarde para avisarle que contaba con mi apoyo. Mi madre seguía con vida y mal que bien en buena salud, por ese lado también era afortunado. Si todo marchaba bien, tendría a mi madre por varios años más.     

     Los pájaros trinaban y los autos me rebasaban en la carretera. Que tengas buena suerte tú también, hermano, pensé. Confío en que llegue tu salvación, ya me pagarás cuando puedas. Mi ex esposa, la mujer a quien tanto había amado, también estaba viva y se encontraba bien -hasta donde yo sabía. Le deseé felicidad. Cuando hube dicho y hecho eso, discurrí que la situación podría estar mucho peor. En aquel momento, para no ir más lejos, las cosas eran difíciles para todos. La fortuna les daba la espalda, era todo. Mas esa situación iba a cambiar pronto. Las cosas seguramente mejorarían en el otoño. Había muchos motivos de  esperanza.    

     Seguí caminando, luego comencé a silbar. Pensé que tenía derecho a silbar si se me antojaba. Dejé que mis brazos se balancearan mientras caminaba, pero la vianda me desequilibraba. Llevaba en ella unos sándwiches, una manzana, unas galletas y, claro, el termo. Me detuve frente a Smitty´s, un viejo café con grava en el estacionamiento y tablones en las ventanas. Estaba clausurado desde que yo recordaba. Resolví poner la vianda unos minutos en el suelo y alcé los brazos, los levanté a la altura de los hombros. Allí estaba como un papanatas cuando sonó un claxon y un coche salió de la carretera y entró en el estacionamiento. Recogí la vianda y me dirigí al coche. Se trataba de un tipo a quien conocía en el trabajo, de nombre George. Se estiró, abrió la puerta del otro lado, y me dijo:

     -Qué tal, sube.  

     -Hola George- dije-. Subí y al cerrar la puerta él  aceleró el coche, removiendo la grava con las llantas.

     -Te reconocí -dijo George-. Estás entrenando para algo, no sé para qué-. Me miró y luego volvió a mirar el camino. Conducía de prisa-. ¿Siempre vas al trabajo con los brazos así? Ja, ja, ja- se rió, y pisó el acelerador

     -Algunas veces –dije-, depende. En realidad me había detenido. Encendí un cigarrillo y me eché hacia atrás en el asiento.

     -¿Y qué hay de nuevo? -dijo George mientras ponía un habano en su boca, que no encendió.

     -Nada nuevo -le dije-, ¿y contigo?

     George se encogió de hombros e hizo una mueca. Íbamos a gran velocidad. El viento batía contra el coche y silbaba en las ventanillas. George manejaba como si fuésemos a llegar tarde al trabajo, pero disponíamos de mucho tiempo, y se lo dije.

     Pisó aún más el acelerador. Pasamos la desviación y siguió de frente, en dirección de las montañas. Extrajo el habano de su boca y lo guardó en el bolsillo de la camisa. -Obtuve un préstamo para arreglar esta cosita-, dijo George. Quería mostrarme algo -dijo luego-, y aceleró el motor a todo lo que daba. Me abroché el cinturón de seguridad y me sujeté.

     -Vamos -le dije-. Vamos George, qué esperas. Fue entonces cuando en verdad volamos. El viento aullaba por las ventanas. Con el acelerador hundido, íbamos tendidos a toda velocidad por la carretera, en aquel cochezote cuyo ajuste mecánico aún adeudaba.