La aureola de Souto Albarce

Vicente Francisco Torres (UAM-A)

Sentida remembranza del académico universitario Arturo Souto Alabarce (Madrid, 1930-Ciudad de México, 2013), de quien el autor exhibe tanto sus métodos de trabajo como su calidad humana.

A mediados de la década de los setenta, cuando estudiaba una licenciatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) bajo la tutela de una planta profesoral que incluía a Ernesto Mejía Sánchez, José Luis González y César Rodríguez Chicharro, entre otros, uno de nuestros profesores, bajito, delgado y de muy pocas palabras, tenía fama de ser un gran cuentista. Era Arturo Souto Alabarce (Madrid, 1930-Ciudad de México, 2013), quien, siempre que entraba al salón para dar clase de literatura española del siglo XIX, hacía que evocáramos su mítico volumen La plaga del crisantemo, publicado por la misma UNAM en 1960 pero, para aquellos años, totalmente inconseguible. Jaime Erasto Cortés recordaba que aquel pequeño volumen apareció en una colección que incluía obras de Augusto Monterroso, René Marqués, Juan de la Cabada y Andrés Henestrosa.  

La aureola del maestro Souto quedó avalada por la antología que publicó Emmanuel Carballo en 1964 (El cuento mexicano del siglo XX) y sería refrendada por Jaime Erasto Cortés en 1978 en Dos siglos de cuento mexicano: XIX y XX. Como no hay plazo que no se cumpla, llegó un día del mes de octubre de l997 en que, por fin, reaparecieron los cuentos de Souto Alabarce pero ahora bajo el título de otro de sus textos: “Coyote 13”*.   Con el libro en la mano me precipité primero en sus cuentos míticos –“La plaga del crisantemo” y “Coyote 13”, que me asombraron e hicieron entender el porqué del nimbo de Souto Alabarce. El primero me remitió a los jueces, mandarines, oriflamas y sedas coloridas que había descubierto en las páginas de Eça de Queiroz y Pierre Loti, pero lo que más me asombró fue la capacidad de fabulación del maestro, que había ideado uno de esos argumentos que sostienen libros míticos como Farenheit 45l o El señor de las moscas. Su apariencia de fábula lo hacía desconcertante, pero su final abierto, grávido de sugerencias, lo dotaba de una gran contemporaneidad: los hombres grises y enfermos de dinero y poder son descendientes de aquel mundo opaco y roñoso que anuló las fragancias y los colores naturales.

“Coyote 13” me impactó por las resonancias de su argumento: en una escena con reminiscencias de Salambó, un vaquero crucifica en unos alambres de púas, en medio del desierto, a los coyotes que son sus enemigos. Lleva 12 y le falta el más viejo, el que tiene ya la pelambre cana. Una noche en que salió a ver si mataba al coyote número 13, cuando descubrió al animal cautivo en una trampa, sintió lo abrumador del silencio que habita los desiertos, ese silencio que es como un silbido agudísimo, que de tan puro taladra los oídos. Descubrió que la orfandad de las noches yermas es horrible y  no mató al animal, para que siguiera comiendo las piezas de ganado, pero también para seguir escuchando sus aullidos a la luna, que le hacían compañía todas las noches.

Luego vino la lectura ortodoxa y fui al primer cuento, “El candil”, otro cuento de final abierto en donde Souto abandona el ámbito desértico y oriental para recrear excelentemente el mundo caribeño, ecuatorial y lleno de sensualidad que alcanzará un altísimo nivel en ese delirio tropical que se llama “Los lagartos”.  Andando el libro, Souto Alabarce nos depara una sorpresa más, su veta realista, demoledora, que entregará la tragedia de “El pinto”, uno de esos señalados de Dios que algunos escritores mexicanos, como Ramón Rubín, han observado en todo su dramatismo. En esta línea se halla también “In memoriam”, un brutal relato mexicanista, sórdido y miserabilista.

En la edición aumentada de su único libro de cuentos, Souto Alabarce recoge  un conjunto de textos simbólicos, como el del hombre prisionero que  enceguece ante  el ojo divino, o el del idiota que hace bolas perfectas de barro que causan la admiración del Maestro escultor.

Realistas, caribeños, fantasiosos o ejemplares, todos los relatos del libro de Souto comparten un denominador común que resulta fundamental: su escritura sonora y rítmica, llena de imágenes: “El negrito Nicodemo se iba a las lomas de Luyanó a jugar con las cabras. Las cabras blancas, las cabras de manchas pardas, la cabra grande de la vieja Ñandina, que era oscura y tenía de plata los cuernos ensortijados.”                                      

En la revista La Creación (julio de 1998 a marzo de 1999) encontré  una entrevista –que firma la maestra Arcelia Lara Covarrubias– con el maestro Arturo Souto. A mí me hubiera gustado hacerla porque entrega información útil para comprender mejor su trabajo de creador. Lara Covarrubias elaboró las preguntas que mi lectura del libro de Souto motivó, pero sobre todo advierte que ese reportaje es fruto de una serena amistad que yo no mantuve con el maestro.

Cuando leí el libro de Souto Alabarce quise correr a preguntarle a qué se debía que el Caribe estuviera tan presente en la obra literaria de una persona tan poco extrovertida como él; cómo era posible que este hombre a quien nunca le vi una gota de sudor en la frente fuera capaz de conocer y amar ese mundo de sol, palmeras y curvas morenas. Por la entrevista de Arcelia Lara supe que Arturo Souto vivió en Cuba, pero también en Francia, Estados Unidos, Italia y Bélgica, entre otros países. Supe también que su pasión por la biología y la botánica está detrás de “La plaga del crisantemo” y que, a mediados de la década de los setenta, cuando comunicaba a sus alumnos el amor  por la obra de don Miguel de Unamuno y Valle Inclán, él no “conocía” España, porque a su patria fue, ya adulto,  en 1979.

 Amén de los sabrosos datos biográficos que esta conversación entrega, resulta ilustrativa la relación que plantea Souto entre el maestro y la literatura, porque de alguna manera explica la parquedad de su obra. Sabemos que en literatura no hay recetas, pero en el caso particular de este profesor escritor, tan buen cuentista como generoso pastor de ovejas extraviadas, son iluminadoras estas líneas: “Porque parece que para alguien que le gusta escribir, lo más natural y lógico es que estudie literatura. Pero estudiar literatura, por lo menos a mí, me paralizó en cuanto al entusiasmo. Cuando empieza uno a escribir, escribe patochadas, escribe uno muy mal, cosas absurdas que lee uno después y dice cómo es posible que yo haya escrito esto, pero lo escribe uno con entusiasmo, con fe, con ilusión.  Al entrar a la carrera de Letras y ver la escritura desde un punto de vista más objetivo, más analítico, más racional, se va uno dando cuenta de las tonterías que ha escrito, de lo difícil que es escribir, y eso esteriliza bastante; por lo menos en mi caso. Tiende uno a leer lo mejor que puede encontrarse y empieza a ver diferencias abismales, y viene una gran desilusión”.

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*Arturo Souto Alabarce, Coyote 13 y otras historias, México, UNAM (Confabuladores), 1997.