Raymond Carver / Traducido por Leandro Arellano

Este cuento fue publicado por primera vez en The New Yorker, el 24 de febrero de 1984. En libro encabeza el conjunto de las siete piezas que forman Elelefante y otros relatos, editado por Collins Harvill, en Londres, en 1989.

Mi madre ha empacado y está lista para mudarse. Pero el domingo por la tarde, a último minuto, llama y nos dice que vayamos a cenar con ella.

 – Mi hielera se está descongelando –dice-, debo freír este pollo antes de que se descomponga.

Nos pide que llevemos platos y algunos tenedores y cuchillos. Empacó ya casi todos los trastos y útiles de la cocina.

-Vengan a cenar por última vez conmigo, tú y Jill.

Cuelgo el teléfono y permanezco todavía un momento en la ventana, buscando una salida. Pero no la encuentro. Así que al fin volteo hacia Jill y le digo:

-Vamos a cenar de despedida con mi madre.

Jill se halla en la mesa con un catálogo de Sears frente a ella, buscando unas cortinas. Pero ha escuchado. Frunce la cara y pregunta.

-¿Tenemos que ir? -Dobla una esquina de la página y cierra el catálogo, suspirando. -Por dios, hemos ido a comer dos o tres veces tan sólo en el último mes. ¿De veras se irá?

Jill siempre dice lo que piensa. Tiene treinta y cinco años, usa el pelo corto y vive de asear perros. Antes de dedicarse a eso, lo cual disfruta, era madre y ama de casa. Luego todo se desbarató: sus dos hijos fueron secuestrados por su primer esposo y los llevó a vivir a Australia. Su segundo esposo, un alcohólico, la abandonó con un tímpano roto antes de estrellar el auto contra un puente y caer al Río Elwha. No tenía seguro de vida y ni qué decir de un seguro contra terceros. Jill tuvo que endeudarse para enterrarlo y más tarde recibió –¿pueden creerlo?– la cuenta por las reparaciones del puente. Ella tenía, además, su propio adeudo con los médicos. Ahora lo puede contar, ya se ha restablecido. Mas la paciencia con mi madre se le agotó. A mí también, pero yo no tengo opción.

-Se marchará pasado mañana –digo-. Mira, Jill, no tienes por qué hacer concesiones, ¿quieres acompañarme o no? No me importa una cosa o la otra, inventaré que te atacó una migraña. No será la primera mentira que digo.

-Voy –dice, se levanta de inmediato y entra al baño, donde suele hacer sus rabietas.  

 Vivimos juntos desde agosto pasado, más o menos la misma fecha cuando mi madre eligió mudarse de California, acá a Longview. Jill se avino lo mejor que pudo, pero el arribo de mi madre a la ciudad justo cuando nosotros intentábamos acoplarnos, fue algo que ninguno de los dos había contemplado. Jill dijo que le recordaba la situación con la madre de su primer marido.

-Era un pegoste, ¿me entiendes?, creí que me ahogaría- dijo Jill.

Debo decir que mi madre considera a Jill una intrusa. Para ella, Jill es una más en la serie de mujeres que han aparecido en mi vida desde que mi esposa me abandonó. Es alguien, en su concepción, que puede robarle el afecto, la atención y quizás algún dinero que de otro modo iría a ella. ¿Pero una persona digna de respeto? Imposible. Me acuerdo -¿cómo olvidarlo?- que llamó puta a mi esposa antes de que nos casáramos y la llamó puta quince años después, cuando me abandonó por otro.

Jill y mi madre se comportan amigablemente cuando se hallan juntas. Se abrazan al encontrarse y al despedirse. Conversan sobre las ofertas del día. Pero Jill teme todo momento que convive con mi madre. Asegura que mi madre la desespera. Dice que mi madre es negativa respecto a todo y a todos, que debería encontrar un desahogo como toda la gente de su edad. Tejer quizás, o jugar cartas en el Centro para las Personas Adultas, o ir a la iglesia siquiera, algo en fin para que nos deje en paz. Pero mi madre tiene su modo de arreglar las cosas. Nos avisó que regresaría a California. Al carajo con todo y todos en esta ciudad. ¡Vaya lugarcito éste! No podría vivir más en ella aunque se la regalaran junto con seis más.

Uno o dos días después de que decidió mudarse empacó sus pertenencias en cajas. Eso ocurrió en enero último, o quizás en febrero. En alguna fecha del invierno pasado en todo caso. Ya estamos a fines de junio. Las cajas han estado regadas en su casa por meses ya. Hay que bordearlas o saltar sobre ellas para ir de un cuarto a otro. Ese no es modo de vida para la madre de cualquiera.

Unos diez minutos después Jill sale del baño. Encontré una colilla y trato de fumarla mientras bebo gingerale y observo a uno de nuestros vecinos cambiar el aceite de su auto. Jill no me mira, se va directamente a la cocina y mete platos y otros utensilios en una bolsa de papel. Pero cuando vuelve por la sala yo me levanto y nos abrazamos.

 -Está bien -dice Jill, y me pregunto yo qué está bien. Por lo que veo nada está bien. Pero ella me mantiene abrazado y continúa palmeando mi hombro. Puedo oler el champú para perros. Vuelve a casa de su trabajo impregnada de ese olor. Se halla en todas partes, incluso cuando estamos juntos en cama. Me palmea por última vez. Luego vamos hacia el coche y cruzamos la ciudad rumbo a la casa de mi madre.

Me gusta donde vivo. No era así al principio, cuando me mudé. No había nada qué hacer por la noche y yo estaba solo. Luego conocí a Jill. Al cabo de unas semanas trajo a casa sus cosas y empezó a vivir conmigo. No fijamos ninguna meta a largo plazo. Éramos felices y teníamos una vida en común. Comentábamos que al fin nos había alcanzado la suerte. Pero mi madre no tenía nada qué hacer con su vida. Así que me escribió para decir que había decidido mudarse acá. Le respondí que no me parecía muy buena idea. El clima es terrible en invierno, le decía, y están construyendo una prisión a unas cuantas millas de la ciudad. Además, el lugar se atasca de turistas durante el verano. Pero ella hizo como si nunca hubiera recibido mis cartas y se dejó venir. Luego, cuando aún no llevaba un mes en la ciudad, me dijo que la detestaba. Se comportaba como si fuese mi culpa el que ella se hubiera mudado acá y fuera yo responsable de todo lo que le disgustaba. Empezó a llamarme para decir qué miserable era aquel lugar. Quiere hacerte responsable, dijo Jill. El servicio de autobuses era pésimo, me dijo, y los choferes poco amables. Respecto a la gente del Centro de Personas Adultas, la verdad es que ella se rehusaba a jugar cartas. Se pueden ir al diablo junto con sus naipes, dijo. Los empleados del supermercado eran hoscos y a los tipos de la gasolinera les tenía sin cuidado ella y su coche. También había resuelto qué clase de individuo era Larry Hadlock, su casero. El Rey Larry, lo llamaba.

 -Se cree superior a todos nada más porque tiene algunas pocilgas que rentar y unos cuantos dólares. Ojalá nunca se hubiera cruzado en mi camino.

 El calor era muy fuerte a su llegada en agosto y en septiembre comenzó a llover. Llovió casi a diario por semanas. En octubre vino el frío y nevó en noviembre y diciembre. Pero mucho antes de eso ella comenzó a denigrar la ciudad y sus habitantes, al punto de que me rehusé a escucharla más y se lo dije. Se echó a llorar y la abracé, creyendo que ahí acababa todo. Pero a los pocos días comenzó de nuevo. Antes de Navidad llamó para preguntar cuándo le llevaría su regalo. No había puesto árbol y no lo iba hacer, dijo. Entonces agregó algo más. Dijo que si el clima no mejoraba se iba a suicidar.

-No digas tonterías, la increpé.

-Es verdad, hijo. No quiero ver más este sitio si no es desde mi ataúd. Detesto este maldito lugar. No sé cómo me pude venir acá. Ojalá me muriera para acabar de una vez.

Recuerdo haber permanecido en el teléfono observando a un hombre en lo alto de un poste, mientras trabajaba en una línea eléctrica. La nieve remolineaba alrededor de su cabeza. Mientras yo miraba él se inclinó, sostenido únicamente por el cinturón de seguridad. Si cayera, pensé. No tenía idea de lo que iba a decir enseguida. Pero algo debía decir. Estaba abrumado por sentimientos impropios, de ideas a las que un hijo no debe dar cabida.

-Eres mi madre -dije al fin- ¿Cómo puedo ayudarte?

-No puedes hacer nada, cariño. El momento para hacerlo ha pasado. Ya es demasiado tarde. Quise avenirme a este sitio. Creí que saldríamos juntos de día de campo, a pasear. Pero nada de eso ha sucedido. Tú estás ocupado siempre. Siempre trabajando, tú y Jill. Nunca están en casa, y cuando están, se la pasan colgados al teléfono todo el día. Como sea, nunca los veo -dijo.

 -No es verdad -le dije, y no lo era. Pero continuó como si no me hubiese escuchado. Quizás no me escuchó.

-Además –dijo- este clima me está matando. Hace demasiado frío aquí. ¿Por qué no me advertiste que esto era el Polo Norte? De haberlo sabido, jamás habría venido. Quiero volver a California, cariño. Allá puedo salir y andar. Aquí no sé adónde ir. En California hay gente. Allá tengo amistades que se preocupan por mí. Aquí a nadie le importa. Bueno, nada más espero llegar a junio. Si sobrevivo, si alcanzo a llegar a junio, me largaré de este lugar para siempre. Es el peor sitio en que he vivido.

¿Qué podía decir yo? No sabía qué. Ni siquiera sobre el clima podía decir algo. El clima es un tema penoso. Nos despedimos y colgamos.

Otra gente vacaciona en verano, pero mi madre se muda. Comenzó a hacerlo hace años, luego de que mi padre perdió su empleo. Cuando eso sucedió, cuando despidieron a mi padre, vendieron su casa, como si eso fuera lo que había qué hacer, y se trasladaron a donde creyeron que la situación mejoraría. Pero allá tampoco mejoró. Volvieron a mudarse, y así continuaron. Vivían en casas rentadas, departamentos, casas móviles, e incluso en moteles. Continuaron así y a cada mudanza aligeraban su carga. Un par de veces aterrizaron en el pueblo en que yo vivía. Vinieron a vivir conmigo y con mi esposa por un tiempo y se cambiaron de nuevo. Parecían animales migratorios en ese sentido, sólo que sus movimientos no tenían un patrón. Por años continuaron mudándose y algunas veces llegaron a salir del Estado para probar fortuna. Mas permanecieron casi siempre en el Norte de California, allí se movían. Luego, al morir mi papá, pensé que mi madre se detendría, permaneciendo en algún sitio. Pero no lo hizo. Siguió mudándose. Alguna vez le sugerí que visitara al psiquiatra, que yo lo pagaría, incluso. Se negó a escuchar y en lugar de ello empacó y se fue de la ciudad. Yo estaba desesperado, creo, de otro modo no hubiera mencionado lo del psiquiatra.

Siempre se hallaba en proceso de empacar o desempacar. Algunas veces cambió de casa dos o tres veces en un año. Se refería con amargura al lugar que iba a dejar y con optimismo al sitio que se dirigía. Su correo se enredó, los cheques de su pensión se extraviaron y tuvo que pasar horas escribiendo cartas para poner en orden las cosas. A veces se mudaba de un conjunto de departamentos a otro, ubicado sólo unas cuadras adelante, para un mes más tarde volver al conjunto del que había salido y rentar un departamento en un nivel diferente o en otra orientación  del edificio. Por eso cuando se mudó acá le renté una casa teniendo el cuidado de que estuviera amueblada a su gusto.

-Mudarse la mantiene viva -dijo Jill-, la mantiene ocupada. Debe producirle algún placer curioso. Placer o no, Jill piensa que mi madre está perdiendo el juicio. Yo también lo creo. ¿Cómo decirle esto a la madre de uno? ¿Cómo lidiar con ella si ese es el caso? La demencia no le impide planear y llevar adelante su siguiente mudanza.

Nos esperaba en la puerta trasera cuando llegamos. Tiene setenta años, el cabello entrecano, usa anteojos con armadura de fantasía y no se ha enfermado ni un sólo día en su vida. Abraza a Jill y luego a mí. Le brillan los ojos, como si hubiera bebido, pero no bebe. Dejó de hacerlo hace años, cuando a mi padre se lo llevó la carroza. Al acabar de abrazarnos, entramos. Son alrededor de las cinco de la tarde. Percibo el olor que emana de su cocina y me acuerdo que no he comido nada desde el desayuno. Ha desaparecido el zumbido que me aquejaba.

– Me muero de hambre -digo yo.

– Huele rico -dice Jill.

– Confío en que les guste -dice mi madre-. Espero que el pollo esté listo-. Levanta la tapa de una cazuela y clava el tenedor en una pechuga-. Si hay algo que no puedo tolerar es pollo crudo. Creo que ya está. ¿Por qué no se sientan? Siéntense donde gusten. Aún no sé regular la estufa. Las hornillas calientan demasiado rápido. No me gustan y nunca me han gustado las estufas eléctricas. Quita ese trasto de la silla, Jill. Vivo aquí como si fuera una gitana, pero no por mucho tiempo, espero-. Me descubre buscando un cenicero y dice: -Detrás de ti, cariño, en el poyo de la ventana. Pero antes de que te sientes, por qué no nos sirves un poco de Pepsi. Tendrán que usar estos vasos de papel. Les debí pedir que trajeran vasos. ¿Está fría la Pepsi? No tengo hielo, la hielera no enfría, no sirve. El helado se convierte en sopa. Es la peor hielera que he tenido.

Coloca el pollo sobre un plato y éste sobre la mesa, junto con frijoles, ensalada de col y pan blanco. Luego se queda mirando como si hubiera olvidado algo. ¡Sal y pimienta!

– Siéntense -dice.

Acercamos nuestras sillas. Jill extrae los platos de la bolsa y los pasa a través de la mesa.

– ¿Dónde vas a vivir cuando regreses? -pregunta Jill-. ¿Tienes algún lugar adónde llegar?

Mi madre pasa el pollo a Jill y dice:

– Escribí a la señora a quien le rentaba antes. Me respondió que tiene un bonito sitio en el primer piso, con el que puedo contar. Queda cerca la parada del autobús y hay bastantes comercios en el área, un banco y un Safeway. En un sitio hermoso, no sé por qué salí de allí-. Dice eso y se sirve ensalada.

– ¿Entonces por qué te fuiste? -pregunta Jill- si era hermoso y todo eso…?

 Y toma un muslo, lo observa y lo muerde.

– Te diré por qué. Había una vieja alcohólica que vivía al lado mío. Bebía desde el amanecer hasta el anochecer. Las paredes eran tan delgadas que la podía escuchar mascando cubos de hielo todo el día. Tenía que usar una andadera para caminar, pero eso no la detenía. La oía rascar el piso de la mañana a la noche. Eso y su hielera al cerrarse. Sacude la cabeza por todo lo que tuvo que afrontar. -Tuve que irme. Rasca y rasca todo el día. No lo pude resistir, no podía vivir así. Esta vez le ha dicho a la gerente que no quiero alcohólicos de vecinos. Tampoco vivir en el segundo piso. El segundo piso da al estacionamiento. Nada se ve desde allí.

Espera que Jill diga algo más, pero Jill no comenta nada. Mi madre voltea hacia mí.

Yo sigo comiendo como un lobo y nada digo tampoco. De cualquier modo no hay nada que decir sobre el asunto. Sigo masticando mientras observo las cajas apiladas junto al refrigerador. Luego me sirvo más ensalada.

Al acabar, echo mi silla hacia atrás. Larry Hadlock avanza por detrás de la casa, junto a  mi coche y baja una segadora de su camioneta. Lo observo desde la mesa a través de la ventana. Él no mira en nuestra dirección.

– ¿Qué quiere? -dice mi madre y cesa de comer.

– Va cortar el césped, al parecer -le digo.

– No lo necesita -responde ella, lo cortó la semana pasada. ¿Qué tiene qué cortar?

– Será para el nuevo inquilino- dice Jill-, quienquiera que resulte ser.

Mi madre se traga lo dicho por Jill y vuelve a comer.

Larry Hadlock enciende la segadora y comienza a podar el pasto. Lo conozco un poco. Bajó la renta a veinticinco al mes cuando le dije que se trataba de mi madre. Es viudo, corpulento y tiene sesenta y tantos años. Un hombre infeliz con sentido del humor. Sus brazos están cubiertos de pelo blanco y pelo blanco le cae debajo de la gorra. Parece agricultor de una revista ilustrada. Pero no es agricultor. Es un obrero de la construcción jubilado que ahorró algún dinero. Por un tiempo, al principio, divagué con la idea de que él y mi madre pudieran comer juntos algunas veces y convertirse en amigos.

– Allí está el rey- dice mi madre-, el rey Larry. No cualquiera tiene tanto dinero como él y puede vivir en una casa grande, cobrando altas rentas a otra gente. En fin, espero no ver nunca más su arrugada cara una vez que me vaya. Cómete el resto del pollo -me dice. Me niego moviendo la cabeza y enciendo un cigarrillo. Larry impulsa la segadora cerca de la ventana.

– No tendrás que verlo ya por mucho tiempo –dice Jill.

– Eso me alegra, Jill, pero sé que no me devolverá el depósito.

– ¿Cómo sabes eso? -le pregunto yo.

– Lo sé -responde. He tratado antes con gente de esta clase. Andan detrás de todo lo que pueden obtener.

– No será por mucho tiempo y ya no tendrás nada qué ver con él -dice Jill.

– Eso me hará muy feliz.

– Pero no faltará alguien más como él -dice Jill.

– No quiero ni pensarlo, Jill- dice mi madre.

Mi madre prepara café mientras Jill levanta la mesa. Yo enjuago las tazas y luego sirvo el café. Más tarde bordeamos una caja marcada como “Baratijas” y llevamos nuestras tazas a la sala.

Larry Hadlock se halla junto a la casa. El tráfico se mueve lentamente en la calle y el sol ha comenzado a caer sobre los árboles. Se escucha el revuelo que produce la segadora. Unos cuervos bajan del cable telefónico y se posan sobre el césped recién cortado del patio delantero.

– Te voy a extrañar, cariño – dice mi madre. -A ti también Jill. Los voy a echar de menos a los dos.

Jill bebe un trago de café y asiente con la cabeza. Enseguida dice:

– Espero que tengas buen viaje de regreso y encuentres por fin el lugar que buscas.

– Cuando me asiente, y esta es mi última mudanza, Dios mediante, espero que me visiten -dice mi madre. Y observa aguardando mi confirmación.

– Lo haremos -le digo, pero al decirlo sé que no es verdad. Mi vida se derrumbó allá y no he de volver.

– Me hubiese gustado que disfrutaras un poco aquí -comenta Jill. -Me hubiese gustado que te aficionaras a algo, ¿sabes? Tu hijo está muy preocupado por ti.

– ¡Jill! -le digo.

Pero sólo sacude un poco la cabeza y sigue.

– Algunas veces no puede dormir de tanto pensar. Despierta en la noche y dice que no puede dormir, pensando en su madre. Bueno- dice mirándome-, lo he dicho porque lo traía en la cabeza.

– ¿Cómo crees que me debo sentir? -dice mi madre. -Otras mujeres de mi edad pueden ser felices, ¿por qué yo no puedo ser como otras mujeres? Todo lo que deseo es una casa y una ciudad para vivir que me haga feliz. Eso no es un crimen, ¿no es cierto? Confío en que no. Creo que no le pido mucho a la vida-. Pone su taza en el piso, junto a su silla, y espera que Jill confirme que no espera demasiado. Pero Jill nada dice y mi madre comienza a esbozar sus planes para ser feliz.

A poco, Jill baja los ojos a su taza y bebe café. Sé que ha dejado de escuchar. De todos modos, mi madre continúa hablando. Los cuervos se acercan por el pasto del patio delantero. Escucho el rugido de la segadora y luego un golpe seco, como si hubiera cogido un nudo de pasto en la hoja y el motor de detiene. En un minuto, tras varios intentos, Larry la echa a andar de nuevo. Los cuervos elevan el vuelo, de vuelta a su cable. Jill se muerde una uña. Mi madre dice que el mercader de segunda mano vendrá por la mañana para llevarse los objetos que no enviará en el autobús ni llevará con ella en el coche. La mesa, las sillas, la televisión, el sofá y la cama se irán con el comerciante. Pero le ha dicho que la mesa de juego no le sirve por lo que mi madre la arrojará a la basura, a menos que nosotros la queramos.

– Nos la llevaremos -le digo. Jill me observa y comienza a decir algo, pero cambia de opinión.

Debo llevar las cajas a la terminal de la Greyhound mañana por la tarde, para enviarlas a California. Mamá pernoctará con nosotros la última noche, como lo acordamos, y al día siguiente, pasado mañana, se pondrá en marcha.

No cesa de hablar. Habla y habla describiendo el viaje que está a punto de comenzar. Conducirá hasta las cuatro de la tarde y luego pasará la noche en un motel. Confía en llegar a Eugene al anochecer. Eugene es un poblado bonito, allí durmió ya una vez, cuando venía hacia acá. Saldrá al amanecer del hotel y, con la ayuda de Dios, arribará de tarde a California. Que Dios la ayuda, lo sabe. O ¿cómo  explicar que aún siga sobre la faz de la tierra? El tiene planes para ella. Ha orado mucho últimamente. También ha orado por mí.

– ¿Por qué rezas por él? -quiere saber Jill.

– Porque así lo siento, porque es mi hijo – responde mi madre. ¿Qué tiene de extraño? Todos necesitamos rezar alguna vez. Quizás alguna gente no, no lo sé. Ya no sé qué sé. Se lleva la mano a la frente y arregla su cabello, desprendido de la peineta.

La podadora farfulla y pronto se ve a Larry rodear la casa tirando de la manguera. La conecta y luego se dirige despacio atrás de la casa a abrir el grifo. El aspersor comienza a girar.

Mi madre comienza a pasar lista de los modos en que imagina que Larry la ha mortificado desde que está en esa casa. Pero ahora yo tampoco escucho. Pienso cómo se va a lanzar carretera abajo, sin nadie que pueda hacerla comprender o detenerla. ¿Qué puedo hacer yo? No puedo atarla u obligarla, bien que podría llegar a eso eventualmente. Me preocupo por ella, es una angustia para mí. Ella es toda la familia que me queda. Lamento que no le haya gustado esta ciudad y quiera irse. Pero yo jamás regresaré a California. Al asumir esto, me queda en claro también otra cosa. Comprendo que una vez que se marche probablemente nunca volveré a verla.

La observo y ella cesa de hablar. Jill levanta la vista y ambas me miran.

– ¿Qué pasa, cariño? -dice mi madre.

– ¿Ocurre algo malo? -pregunta Jill.

Me inclino sobre la silla y cubro mi cara con las manos. Permanezco así por un minuto, sintiéndome incómodo y bobo por lo que hago. Pero no lo puedo evitar. La mujer que me dio la vida y esta otra mujer a quien me uní hace menos de un año hacen una exclamación al mismo tiempo, se levantan y se acercan hasta donde me encuentro con la cabeza entre las manos como un tonto. No abro mis ojos. Escucho el aspersor rociando el pasto.

– ¿Qué pasa?, ¿qué tienes? -preguntan.

– Estoy bien – contesto, y enseguida lo estoy. Abro los ojos, levanto la cabeza y tomo un cigarrillo.

¿Comprendes ahora? –dice Jill. -Lo está trastornando su preocupación por ti-. Jill se halla a un lado de mi asiento. Mi madre está en el otro lado. Podrían destrozarme en un dos por tres.

– Quisiera morirme para no estorbar a nadie – dice mi madre tranquilamente. -Ya no puedo más, que Dios me ampare.

– ¿Qué tal un poco más de café? -pregunto. -Quizás deberíamos poner el noticiero…- Pero será mejor que Jill y yo vayamos a casa.

Dos días después, muy de mañana, me despido de mi madre en la que puede ser la última vez. No he despertado a Jill. No dañará a nadie por una vez que llegue tarde al trabajo. Los perros pueden esperar por sus baños, sus cortes de pelo y esas cosas. Mi madre sujeta mi brazo mientras la acompaño escaleras abajo y abro la puerta del coche. Va vestida con pantalones blancos, una blusa blanca y sandalias blancas. Lleva el cabello recogido hacia atrás y atado con una pañoleta, blanca también. Será un hermoso día, el cielo está despejado y azul.

En el asiento delantero del coche veo mapas y un termo de café. Mi madre mira esos objetos como si no recordara haberlos traído hace apenas unos minutos. Entonces voltea hacia mí y me dice:

– Déjame abrazarte una vez más. Déjame acariciarte. Sé que no te veré en mucho tiempo-. Rodea mi cuello con un brazo, me atrae hacia ella y comienza a llorar. Pero se detiene de inmediato y retrocede, frotando la mano contra sus ojos.

– Dije que no lo haría y no lo voy hacer. De todos modos, déjame mirarte una vez más. Te voy extrañar, hijo. Pero me sobrepondré, he sobrevivido a situaciones que creí imposibles, supongo que también me sobrepondré a ésta-. Sube al coche, enciende el motor, lo deja calentar un minuto y luego baja la ventanilla.

– Te voy a extrañar – le digo. Y voy a extrañarla. Después de todo es mi madre. ¿Por qué no he de extrañarla. Pero, que Dios me perdone, también me alegra que haya llegado el momento de irse.

 – Adiós -me dice-. Dá las gracias a Jill por la cena de anoche, y despídeme de ella.

– Así lo haré -le digo. Permanezco allí con deseos de decir algo más, pero no se me ocurre qué. Nos miramos fijamente, intentando sonreír y tranquilizarnos. Después algo asoma a sus ojos, creo que recuerda la carretera y la distancia que deberá recorrer ese día. Aparta la vista de mí y observa el camino. Enseguida sube la ventanilla, mete el embrague y se dirige al crucero, donde debe esperar a que cambie el semáforo. Cuando advierto que ha entrado en el tráfico y se dirige a la carretera, regreso a casa y me tomo un café. Por un rato me siento triste, mas luego desaparece la tristeza y comienzo a pensar en otras cosas.

Algunos días después, al anochecer, llama mi madre para anunciar que se halla en su nueva casa. Se ocupa en acomodarla, como hace cada vez que llega a una nueva vivienda. Dice que me alegrará saber que está contenta de vuelta en la soleada California. Pero dice que hay algo en el aire donde vive, polen quizá, que la hace estornudar todo el tiempo. Y el tráfico es más pesado que antes, según recuerda. No se acuerda que haya habido tanto tráfico en su vecindario. Naturalmente, todos aquí conducen como locos.

– Conductores de California –dice-, ¿qué se puede esperar de ellos? Hace calor para la época, dice luego. No cree que el aparato de aire acondicionado de su departamento funcione bien. Le recomiendo hablar con la gerente.

– Nunca está aquí cuando se le necesita –dice mi madre. Espera no haber cometido un error al regresar a California, y hace una pausa.

Yo me encuentro de pie junto a la ventana, con el teléfono pegado al oído, observando las luces de la ciudad y la iluminación de las casas del vecindario. Jill se halla en la mesa con el catálogo, escuchando.

– ¿Sigues ahí? -pregunta mi madre. -Me gustaría que dijeras algo.

No sé por qué pero entonces recordé el mote cariñoso que mi padre solía usar cuando hablaba gentilmente a mamá, o sea las ocasiones cuando no estaba ebrio. Fue hace mucho tiempo, cuando yo era niño, pero siempre al escucharlo me sentía mejor, más seguro, con esperanza en el futuro. Querida, le decía. La llamaba Querida, hermoso apodo. Querida, si vas a la tienda ¿me puedes traer unos cigarrillos? O, Querida, ¿mejora tu resfriado? Querida, ¿dónde está mi café?

La palabra emana de mis labios antes de pensar lo que diría a continuación: Querida, y lo repito, querida. Querida, no debes temer. Le digo a mi madre que la quiero y que le escribiré, claro. Luego digo adiós y cuelgo.

Permanezco un rato en la ventana. Me quedo allí, observando las casas iluminadas del vecindario. Mientras observo, un coche dobla en la calle y entra al estacionamiento de su casa. La luz del porche se enciende. A poco se abre la puerta de la casa, alguien sale y aguarda allí.

Jill hojea el catálogo y luego se detiene.

– Esto es lo que necesitamos – dice. -Esto se parece más a lo que yo tenía en mente. ¿Quieres mirar esto, por favor? Pero no veo, me importan un bledo las cortinas.

– ¿Qué es lo que ves afuera, cariño? –pregunta Jill.

¿Qué puedo decirle? Las personas allá abajo se abrazan un instante y entran juntas a la casa. Dejan encendida la luz. Luego caen en cuenta y la apagan.