La vida de un paraguas oriental abandonado

Daniela Gil Sevilla

Dicen que de noche todos los gatos son pardos, así también los paraguas, sobre todo los que, como yo, fuimos abandonados.

Mi vida, hasta hace no mucho, transcurría bajo la cálida luz del sol entre las transitadas calles de Shanghái. ¿Les conté que soy un paraguas oriental?, mil disculpas si no lo hice, a veces pienso que mi apariencia es demasiado obvia, o por lo menos solía serlo.

Como todo paraguas oriental estoy hecho de aromática madera cortada por manos acostumbradas al trabajo duro y a las jornadas largas. Mi forro, al que yo dignamente llamo ajuar, se conforma de la más fina seda china, con bordados en hilo dorado de exquisitas flores de loto, símbolos de buena fortuna.

Confieso que, con tan refinado porte, no soy un paraguas cualquiera y, ciertamente, no estaba destinado a ser tocado por gota de agua alguna. Sombrilla, parasol, quitasol fueron nombres que escuché en mis orígenes, pero esas menciones se las llevó la noche y con la noche me volví un paraguas pardo.

Sin embargo, aún recuerdo que en otro tiempo tuve el privilegio de un techo y de una dueña que apreciaba mi belleza y elegancia. En otro tiempo tuve un lugar de honor en el primer cajón de la cómoda, lejos del polvo y la humedad.

Mi dueña, una mujer alegre y jovial, gustaba de aprovechar cada tarde disponible para dar largos paseos y llevarme con ella. Por aquella época el verano se había instalado indefinidamente en Shanghái, tras haber negociado un pacto con su hermano el invierno. El contenido del acuerdo era para todos un misterio, aunque el conocimiento popular hablaba de una cláusula que concedía a Invierno dominio sobre Mongolia Interior y el desierto de Gobi, a cambio de permitir el libre movimiento de Verano en el oeste y sur de la nación del pueblo.  

Lo que nadie sabía era que, en el anonimato de su destierro, Invierno poco a poco se fortalecía extendiendo peligrosamente su presencia. Los rumores de invasión llegaron demasiado tarde a los territorios de Primavera y Otoño, quienes ofrecieron exigua resistencia a los embates níveos. La muerte de las estaciones afectó enormemente a Verano, el cual, ofuscado, abandonó la ciudad en busca de su homicida hermano.

Invierno no tardó en aprovechar ese error táctico y, en una calculada maniobra militar, acorraló a Verano en el Paso de la Oruga. Ahí, en el antiguo camino de los mercaderes, se libró la última batalla. Por cuatro días el viento baló en agonía. Al quinto la canción cesó y supimos, todos supimos, que no habría ya más luz ni calor con el nuevo emperador. 

Con la caída de Verano se fue también la esperanza y con ella las sensaciones. Tras el suceso, Shanghái se convirtió en una ciudad solitaria, aunque llena de seres atónitos que se movían entre charcos de una lluvia fría y pestilente. Paulatinamente las personas perdieron su esencia y comenzaron a descuidar lo que para ellas alguna vez fue importante, valioso o bello. Así, en la decadencia de la civilización, mi dueña me abandonó sin más en la zona vieja de Shanghái una noche colmada de gatos.

Sucio y olvidado permanecí arrinconado, esperando en vano su regreso. No tardaron otros ojos en mirarme y en necesitarme como guarida contra los elementos. Y aquel paraguas que sólo conocía la bondad del sol aprendió de lodo y agua. Atrás quedó la pureza de las flores de loto y el olor del tronco labrado. Ahora, mi vida, o lo que queda, transita en la promiscuidad de los objetos cotidianos y en el infortunio de su eventual destino.

A veces sueño que estoy soñando, y que pronto despertaré en el cajón de la cómoda donde mi dueña devotamente me protegía, y que todo será como antes, y que saldremos a caminar por la ciudad y sentiré el sol en mis bordados, y que ya no habrá nubes de tormenta, ni cielo negro ni manos debajo de mi seda, que sólo me tocará ella. Pero la realidad impera y abro los ojos en una sombría calle del viejo Shanghái, justo antes de que uno más me posea.