Miguel Ángel Echegaray
Hablando de Memoria
Concentrado y minucioso en relatar, más que su infancia, ciertas emociones que la acompañaron, León Tolstoi anotó en un pasaje de sus Memorias que una tarde, mientras escuchaba tocar el piano a su madre, se inquietó por descubrir que algo ocurría en su propia memoria. Ella ejecutaba “el segundo concierto de Field, su profesor. Me hallaba en una dulce somnolencia, presa de superficiales recuerdos, luminosos, casi diría que transparentes. Mamá comenzó entonces la Patética de Beethoven, y yo recordaba cosas dolorosas, melancólicas, tristes. Mamá tocaba con frecuencia estas dos piezas, y recuerdo muy bien el efecto que me producían. Eran como recuerdos para mí, pero ¿qué recuerdos? Diríase que a veces nos acordamos de cosas que no han existido nunca”.
De esos recuerdos superficiales pasó, disparados por la música, a otros recuerdos sentidos y profundos, si bien producto quizás de cosas que no han existido nunca. Su memoria era capaz de cultivar y perpetuar recuerdos salidos de ningún lado; como si se tratara de una engañosa veracidad o de un dramático simulacro.
Viene a cuento El río de la conciencia de Oliver Sacks, volumen aparecido en 2019; una decena de ensayos pergeñados antes de morir por cáncer hepático cuatro años antes. Se refiere en uno de ellos a “la falibilidad de la memoria “y describe su trato íntimo con evocaciones que, acaso, tienen un parentesco cercano con los recuerdos vacilantes de Tolstoi. Empeñado en escribir sobre sus primeros años sin poder echar mano de cartas, diarios y testimonios, solo podía, pues, hablar de memoria. Su espíritu científico, como el del distinguido neurólogo que fue, no invadió su prosa ni dio en medicalizar planteamientos personales. Al poner manos a la obra, aceptó “que debía de haber olvidado o perdido muchas cosas, pero supuse que los recuerdos que tenía – sobre todo aquellos que eran muy vivos, concretos y circunstanciales – eran esencialmente válidos y fiables, y me quedé de piedra al descubrir que algunos no lo eran.”
Desconcierto por la ambigüedad y pérdida de confianza en su memoria. Dudosa vanidad de los memoriosos; echarla a andar como si tal cosa, sin garantía ni previa verificación. El descuido como revancha castigadora parece excesivo, porque muchos recuerdos le fueron trasmitidos por sus verdaderos actores; si bien él los incorporó plenamente como suyos. Concluye: “Hasta cierto punto, todos nosotros transferimos experiencias, y a veces no estamos seguros de si una experiencia es algo que nos han contado o hemos leído, o incluso hemos soñado, o algo que nos ha sucedido de verdad. Es algo que suele ocurrir sobre todo en los así llamados primeros recuerdos (…) De todos modos, asusta pensar que nuestros recuerdos más tempranos podrían no haber ocurrido nunca, o podrían haberle ocurrido a otro.”
En su relato, Tolstoi no insiste más en el asunto, ni vuelve a tratarlo o a preguntarse sobre el posible origen de sus aciagas regresiones. Años después, su madre muere y pareciera haberse llevado con ella esas visiones amargas. ¿Fueron meros recuerdos de su memoria infantil? ¿Los retomó solamente para situarlos en su narración autobiográfica? De nueva cuenta Oliver Sacks se hace presente para advertir que “no existe una manera fácil de distinguir un recuerdo o una inspiración auténticos, sentidos como tales, de los que se toman prestados o se sugieren, entre lo que Donald Spence denomina la ‘verdad’ histórica’ y la ‘verdad narrativa’.”
Si Tolstoi incluyó un racimo de pesarosos recuerdos como una brevísima verdad narrativa, por cierto, sin alusiones ni referentes concretos — salvo sus pespuntes emocionales–, el enigma puesto en juego, sin duda literario, queda intocado: ¿existieron sus dolorosos recuerdos sin un origen cierto?
¿Recordar es vivir, según afirma quién? Por estos días un escritor amigo sufrió dolores tremendos que solo él podría expresar ahora con palabras, pero que ya no pudo hacerlo luego de consumirse en una cama de hospital. Era un narrador impecable que desechaba los estorbos de las líneas prosísticas adivinables y, al final, puras solemnes somnolencias. Arriesgaba únicamente la naturalidad de su estilo. Sus cercanos nos preguntamos todavía cuáles fueron los recuerdos que le rondaron por la cabeza durante sus últimas horas: si fueron verdaderos o inventados, si dolorosos o placenteros, si exagerados o discretos, o, en última instancia, necesarios o prescindibles para quien no quiere dejar de recordar.
Ambos hablamos muchas ocasiones sobre un buen número de recuerdos, pero nunca hablamos de cómo debía procederse a su ilación, ni siquiera de su cuidadoso orden o progresión. No hablamos tampoco si era necesario, para apreciarlos más, tener siempre presentes en la cabeza ciertos recuerdos especiales. Aunque borroso, retengo incompleto uno: humillado como consecuencia de una disputa entre sus padres, y luego de ser sobajado, por si faltara, el padre destruye su acuario en el que se movían constantemente inquietos los pececitos que a diario alimentaba y observaba atento en su habitación. Antes, su madre había dispuesto que el acuario fuese hermoseado por un empleado de la tienda de animales y colocado en la sala de la casa. El padre desaprobó furioso que el acuario haya sido puesto a la vista de todos y luego de gritonear como un demente lo destruye, arrojando a la tina del baño los pececitos.
Leído otra vez a la vuelta de los años, me percato hoy de que no era otro pasaje más entretejido en la misma novela, y que cómodamente podría tildarlo también de recuerdo histórico convertido espléndidamente en narrativo, según la distinción de Sakcs. Fue totalmente cierto, me dijo una tarde de viernes celebrando con tragos la aparición del libro. Creo que aún le dolía demasiado ese recuerdo por ser verídico y lo reiteraba, narrándolo como si cortara un filete, sin poder conjurar el daño que recibió. No concluyó ese mal recuerdo en el pasado, continuaba extendiéndose al paso del tiempo. Sé que al calificar como indestructible su agria remembranza y su no menos agria evocación posterior, me otorgo un hallazgo de lector presumido y agudo, –¡vaya descubrimiento ¡– pero en realidad Álvaro Uribe conocía perfectamente bien su memoria y no en vano afirmaba que él solamente “escribía para saber lo que pasaba dentro de sus novelas”. Es decir, el recuerdo como personaje y el personaje como recuerdo, agitándose entre las letras. ⌈⊂⌋
Ciudad de México, 1959. Editor, crítico de arte y promotor cultural, concibe la novela como un gesto esencialmente narrativo, pero esto no lo separa ni del cuidado de situaciones y caracteres psicológicos ni de su manifestación visual.