Quien haya dormido en esta cama

Raymond Carver / Traducción: Leandro Arellano

Fue publicado en The New Yorker, el 28 de abril de 1986. Está incluido en el libro “El elefante y otros relatos”, editado por Collins Harvill, Londres, 1989, de donde se ha realizado esta traducción.

La llamada entra a medianoche, hacia las tres de la madrugada, y casi nos mata de susto.

-¡Contesta, contesta! -grita mi esposa-. Dios mío, ¿quién puede ser? ¡Contesta!

No encuentro la luz pero consigo llegar al otro cuarto, donde se halla el teléfono y lo levanto después del cuarto timbrazo.

-¿Está Bud?- pregunta la mujer, bastante ebria.

-¡Por Dios! Se equivocó de número -le respondo y cuelgo. Enciendo la luz y cuando entro al baño, vuelve a sonar.

-¡Contesta! -grita mi esposa desde la recámara-. ¡Dios mío!, ¿qué quieren, Jack? No soporto más.

Salgo rápido del baño y levanto el auricular.

-Bud -dice la mujer-, ¿qué haces, Bud?

-Mire usted -le digo-, tiene número equivocado. No vuelva a marcar este número jamás.  

-Tengo que hablar con Bud- dice ella.

Cuelgo y aguardo a que vuelva a timbrar; entonces tomo el auricular y lo pongo en la mesa, junto al teléfono. Con todo, escucho la voz de la mujer que dice: Bud, háblame por favor. Dejo el auricular en la mesa, apago la luz y cierro la puerta del cuarto.

En el dormitorio encuentro la lámpara encendida y a Iris mi esposa sentada contra la cabecera de la cama, con las rodillas dobladas bajo las cobijas. Tiene una almohada en la espalda y se halla más de mi lado que del suyo. Las cobijas le cubren hasta los hombros. Cobijas y sábanas se han salido del pie de la cama. Si queremos volver a dormir –y yo quiero volver a dormir- tendremos que empezar de cero, haciendo de nuevo la cama.

-¿Qué diablos fue eso? -pregunta Iris-. Debimos desconectar el teléfono. Veo que lo olvidamos. Te olvidas desconectarlo una noche y mira lo que ocurre. Es increíble.

Luego de que Iris y yo comenzamos a vivir juntos, mi ex mujer o alguno de mis hijos llamaban a medianoche para darnos una perorata. Lo siguieron haciendo incluso cuando Iris y yo ya estábamos casados. Así que empezamos a desconectar el teléfono antes de acostarnos. Lo desconectábamos todas las noches o poco menos. Se nos hizo hábito. Esta noche se me pasó, eso fue todo.

-Una mujer que busca a un tal Bud-, le respondí. Permanezco allí de pie, en piyama, con deseos de volver a la cama pero no puedo. -Estaba ebria, muévete cariño; ya desconecté el teléfono.

-¿No volverá a llamar?

-No-, le digo. -¿Por qué no te recorres un poco y me dejas algo de las cobijas?

Coge la almohada y la pone al otro lado de la cama, contra la cabecera y luego, de un impulso, se recarga de nuevo sobre ella. No parece tener sueño. Se le ve totalmente despejada. Entro a la cama y me cobijo. Pero me siento raro. No tengo sábana, sólo cobija. Miro hacia abajo y veo mis pies descubiertos. Me vuelvo de lado para quedar  frente a ella y subo mis piernas a fin de cubrir mis pies. Hacer la cama de nuevo, debería sugerirlo Mas al mismo tiempo creo que si apagamos la luz en este momento, quizás podamos quedarnos dormidos de inmediato.

-¿Qué tal si apagas la luz, cariño? -dije de la manera más suave posible.

-Primero vamos a fumar un cigarrillo –respondió- luego dormiremos. Trae la cajetilla y el cenicero, ¿quieres? Vamos a fumar un cigarrillo.

-Vamos a dormir -le digo-, mira la hora que es.- El radio despertador está junto a la cama.-Cualquiera puede ver que son las tres y media.

-Mira -dice Iris-, después de lo que sucedió necesito un cigarrillo.  

Me levanto por la cajetilla y el cenicero. Debo entrar al cuarto donde se halla el teléfono, pero no lo toco. No quisiera ni verlo, pero por supuesto lo hago. El auricular sigue en su sitio, en la mesa.

Me escurro de vuelta en la cama y pongo el cenicero sobre la colcha, en medio de los dos. Enciendo un cigarrillo, se lo paso a Iris y luego enciendo otro para mí.

Ella intenta recordar el sueño que tenía cuando sonó el teléfono.

-Lo recuerdo, pero con vaguedad. Era algo como, algo como… no, no recuerdo de qué se trataba. No estoy segura. No me puedo acordar -dice al fin. – Maldita sea esa mujer y su llamada. Bud -dice. -Me gustaría darle un puñetazo. Apaga su cigarrillo y de inmediato enciende otro; arroja el humo y pasea la vista por el armario y las cortinas. El cabello desordenado le cae sobre los hombros. Echa mano del cenicero y luego mira fijamente al pie de la cama, tratando de recordar.

En realidad no me importa lo que haya soñado. Yo sólo deseo volver a dormir. Al acabar mi cigarrillo lo apago y aguardo a que ella acabe. Permanezco tendido y en silencio.

Iris se asemeja a mi ex esposa en que algunas veces tiene sueños violentos. Se revuelve en la cama durante la noche y despierta en la madrugada empapada en sudor, con el camisón adherido al cuerpo. E igual que mi ex esposa, me quiere contar sus sueños en detalle y especular respecto a lo que éste significa o aquél presagia. Mi ex mujer se deshacía de las cobijas a patadas y gritaba mientras dormía, como si alguien la atacara. Una vez, durante un sueño particularmente violento, me dio un puñetazo en el oído. Yo dormía tranquilamente sin soñar, pero lancé un puñetazo en la oscuridad y la golpeé en la frente. Enseguida comenzamos a gritar. Gritamos sin parar. Nos habíamos lastimado, pero sobre todo estábamos asustados. No entendíamos lo que había ocurrido hasta que encendí la luz; así se resolvió. Después bromeamos sobre aquello de pelear a puñetazos durante el sueño. Pero cuando comenzaron a ocurrir sucesos más graves, procuramos olvidar aquella noche. No la volvimos a mencionar, ni siquiera en broma.

Una noche desperté y oí que Iris crujía los dientes mientras dormía. Era un ruido tan peculiar junto a mi oído que me despertó. La removí un poco y paró. Al día siguiente me comentó que había tenido un sueño espantoso, pero nada más. No le pedí detalles. Me figuro que me resistía a saber qué podía ser tan malo que se negaba a contarlo. Cuando le dije que había estado crujiendo los dientes mientras dormía frunció el ceño y dijo que haría algo al respecto. Por la noche trajo una cosa llamada Niteguard, un artefacto que debía ponerse en la boca para dormir. Algo debía hacer, dijo. No podía continuar crujiendo los dientes o pronto se quedaría sin ninguno. Así que se montó aquel artefacto que le protegía la boca por una semana más o menos y después dejó de usarlo. Dijo que era incómodo y poco atractivo. Quién habría querido besar a una mujer con una cosa así en la boca, dijo. No le faltaba razón, por supuesto.

Otra ocasión desperté cuando me tocaba la cara y me llamaba Earl. Tomé su mano y le oprimí los dedos.

-¿Qué pasa? -dije-, ¿qué tienes, cariño? -Pero en vez de responderme, ella también me apretó la mano, suspiró y se quedó inmóvil. Al día siguiente le pregunté qué había soñado la noche anterior y me aseguró que no había tenido ningún sueño.

-Entonces quién es Earl -le pregunté-, quién es ése Earl de quién hablabas dormida-. Se ruborizó y dijo que no conocía ni nunca había conocido a algún Earl.

La lámpara sigue encendida y en vista de que ya no se me ocurre qué pensar, recuerdo el teléfono descolgado. Debo colgarlo y desconectar el cordón, luego pensaremos en dormir.

-Voy a ocuparme del teléfono -le digo- y luego dormiremos.     

Iris usa el cenicero y me dice:

-Asegúrate de desconectarlo esta vez.  

Me levanto y me encamino al otro cuarto, abro la puerta y enciendo la luz. El auricular sigue en la mesa. Lo acerco a mi oído confiado en escuchar el tono de marcar, pero no escucho nada, ni siquiera el tono.

Ante un impulso se me ocurre decir:

-Hola.

-¡Ah, Bud, eres tú! -dice la mujer.

Cuelgo el teléfono y me agacho para desconectarlo de la pared antes de que pueda sonar otra vez. Esto es nuevo para mí. Este asunto es un misterio, esta mujer y su Bud. No sé cómo contar este nuevo incidente a Iris porque nos llevaría a otra disputa y a nuevas especulaciones. Opto por no decir nada ahora, quizás en el desayuno.

De vuelta en el dormitorio veo que Iris fuma otro cigarrillo. Veo, también, que son casi las cuatro de la mañana. Comienzo a inquietarme. Al dar las cuatro pronto serán las cinco y luego las seis, después seis y media y la hora de levantarse para ir al trabajo. Me acuesto, cierro los ojos y decido contar hasta sesenta, despacito, antes de mencionar otra vez lo de la luz.

-Empiezo a recordar -dice Iris-, está volviendo, ¿quieres escucharlo, Jack?

Paro de contar, abro los ojos y me incorporo. El dormitorio está lleno de humo. Yo enciendo uno también, ¿por qué no?, al carajo todo.

-Se celebraba una fiesta… -dice.

-¿Dónde estaba yo cuando eso sucedía? -Por la razón que sea, usualmente yo no figuro en sus sueños. Me irrita un poco pero me lo guardo. Mis pies están destapados de nuevo. Los cubro con las cobijas, me incorporo apoyándome en el codo y alcanzo el cenicero.

-¿Otro sueño en el que no aparezco? No hay problema-. Doy una fumada, retengo el humo, lo libero.

-No cariño -dice Iris-. Tú no estabas en el sueño. Lo lamento pero no estabas. Por ninguna parte. Sin embargo, te extrañaba. De eso estoy segura. Era como si supiese que estabas cerca, pero no donde yo te necesitaba. Tú sabes cómo llego a esos estados de ansiedad, algunas veces. Cuando vamos a algún sitio donde hay una multitud y nos separamos, y luego no puedo hallarte. Algo así. Allí estabas, creo, pero no te podía encontrar.

-Vamos, cuéntame el sueño- le digo.

Reacomoda las cobijas alrededor de su cintura y piernas y coge un cigarrillo. Le ofrezco el encendedor. Comienza luego a describir esa fiesta en la que lo único que ofrecían era cerveza.

-Ni siquiera me gusta la cerveza- dice. Pero bebió bastante de cualquier manera y cuando iba a salir para regresar a casa, asegura, un perrito se colgó del dobladillo de su vestido obligándola a quedarse.

Ella se ríe y yo me río con ella, bien que al mirar el reloj advierto que las manecillas pronto marcarán las cuatro y media.

Tocaban algún tipo de música en su sueño, un piano quizás, o un acordeón, quién sabe, los sueños a veces son así, dice. El caso es que recuerda vagamente que su ex marido apareció  por allí. Quizás era él quien servía la cerveza. La gente bebía cerveza de un barril, en vasos de plástico. Cree que incluso pudo haber bailado con él.

-¿Por qué me cuentas esto?

-Fue un sueño, cariño- me responde.

-Pues no me gusta, porque se supone que tú estás junto a mí toda la noche, pero en lugar de eso sueñas con perros extraños, fiestas y ex maridos. No me gusta que bailes con él. ¿De qué se trata? ¿Qué tal si te dijera que pasé la noche bailando con Carol? ¿Te gustaría?

-Es sólo un sueño ¿no?- contesta-. Si te pones pesado no diré nada más. No voy a decir nada más, me doy cuenta que no es posible, que no es buena idea-.     Acerca los dedos a la boca como hace cada vez que reflexiona. Su cara muestra la fuerza de su concentración; algunas arrugas aparecen en su frente.

-Lamento que no hayas estado en mi sueño, pero si te dijera lo contrario mentiría, ¿no es cierto?

Asiento con la cabeza y toco su brazo para indicarle que no hay problema. Y en verdad pienso que no hay problema.

-¿Qué sucede después, cariño? Acaba de contarlo, quizás luego podamos dormir- comento. Supongo que necesito saber la continuación. Lo último que escuché es que ella bailaba con Jerry. Si había algo más, necesitaba escucharlo.

Embona la almohada detrás de su espalda y dice:   

-Es todo lo que puedo recordar, no me acuerdo de nada más. Fue entonces cuando sonó el malvado teléfono.

-Bud- digo. Veo el humo flotar bajo la luz de la lámpara y el que se halla en el aire del cuarto.-Quizás debemos abrir una ventana- digo.

-Es buena idea -dice Iris-, dejemos que salga un poco de humo, no puede hacernos bien.

-Por supuesto que no- agrego yo.

Me levanto de nuevo y alzo la ventana unas pulgadas. Siento la entrada del aire fresco y a la distancia escucho que un camión baja la marcha al comenzar la pendiente que lo conduce al paso que lo llevará al estado vecino.

-Me figuro que pronto seremos los últimos fumadores en Estados Unidos -dice Iris-. Deberíamos pensar en dejarlo, en serio. -Al decir esto apaga su cigarrillo y coge la cajetilla que está junto al cenicero.

-Hay campaña contra los fumadores- comento.

Vuelvo a la cama. Las cobijas están revueltas y son las cinco de la mañana. Me temo que no dormiremos más esta noche. Total, qué más da. No hay una ley que nos obligue. ¿Nos pasará algo si no lo hacemos?

Iris coge un mechón de su cabello entre los dedos. Lo pone luego detrás de su oreja, me observa y dice:

-A últimas fechas siento una vena en la frente. Late, palpita a veces. ¿Sabes a qué me refiero? No sé si alguna vez te ha sucedido. No quiero ni pensarlo, pero, igual, cualquiera de estos días me da una embolia o algo así. ¿No es eso lo que ocurre? ¿Que te revienta una vena en la cabeza? Posiblemente eso suceda conmigo. Mi madre, mi abuela y una de mis tías murieron de embolia cerebral. Hay una historia de apoplejía en mi familia. Lo llevamos en la sangre, ¿sabes? Es hereditaria, como los males cardiacos, la obesidad o lo que sea. Total –dice- algo me ocurrirá un día, ¿no? A lo mejor será eso, una embolia cerebral. Quizás así sea mi fin. Creo que así es como comienza. Primero palpita un poco, como para llamar la atención, y luego late con fuerza. Late y late y late. Me da pavor –dice-, mejor dejemos estos malditos cigarrillos antes de que sea tarde. -Observa lo que queda de su cigarrillo y lo aplasta en el cenicero, luego trata de apartar el humo con su mano.

Yo sigo sobre mi espalda, mirando el techo, mientras discurro que este es el tipo de conversación que sólo se puede mantener a las cinco de la mañana. Creo que debo decir algo y digo:

-Yo me agito con facilidad –digo-, se me acabó el aliento apenas corrí a contestar el teléfono.

-Eso pudo ser a causa de la ansiedad -dice Iris.- ¡Qué necedad, a ver nomás! ¡A quién se le ocurre llamar a esta hora! Podría despedazar a esa mujer.

Me incorporo y me recuesto sobre la cabecera. Pongo la almohada en mi espalda y busco ponerme cómodo, igual que Iris.

-Te diré algo más que no te había dicho -le digo.- De vez en cuando tengo palpitaciones del corazón. Parece como si se volviera loco. Iris me observa fijamente y escucha con atención lo que he de decir a continuación. A veces siento que se me quiere salir del pecho, no sé qué pueda causarlo.

-¿Por qué no me lo habías dicho? -me pregunta. Coge mi mano y la mantiene en la suya, oprimiéndola.

-Nunca me habías dicho nada, cariño. Escucha, no sé lo que haría si algo te ocurriera. Me derrumbaría. ¿Te sucede a menudo? Me asusta ¿sabes?-. Aún sostiene mi mano, pero desliza sus dedos hacia mi muñeca, adonde se halla el pulso. Por un rato los mantiene ahí.

-Nunca te lo dije porque no quería asustarte- digo-. Sucede de vez en cuando. La última vez fue hace una semana apenas. No tengo que estar haciendo algo en particular cuando ocurre. Puedo estar sentado leyendo el periódico, o manejando el coche o mientras empujo el carrito del supermercado. No importa si hago esfuerzo o no. Sólo empieza pum, pum, pum. Así nomás. Me sorprende que la gente no lo oiga. Así de ruidoso es, créeme. Bueno, yo lo oigo y con pena te confieso que me produce temor -le digo-. De modo que si no me atrapa un enfisema, o un cáncer pulmonar, o una embolia como la que dices, entonces será un ataque al corazón, seguramente.

Tomo los cigarrillos y ofrezco uno a Iris. Se acabó el sueño para nosotros esta noche. ¿Hemos dormido siquiera un minuto? Ni me acuerdo.

-Nadie sabe de qué va a morir -dice Iris-. Puede ser de cualquier cosa. Si vivimos largo tiempo podría ser del riñón o algo así. El padre de una compañera de trabajo  acaba de morir de insuficiencia renal. A veces eso pasa si llegas a viejo. Cuando te fallan los riñones el cuerpo comienza a llenarse de ácido úrico y adquieres un color diferente antes de morir. 

-Excelente -digo-, eso suena formidable. ¿No crees que deberíamos cambiar de tema? ¿Cómo fue que llegamos a esto?

No contesta, tan solo se inclina hacia delante alejándose de la almohada y envuelve las piernas con sus brazos. Cierra los ojos y posa la cabeza sobre las rodillas. Luego comienza a mecerse de atrás a adelante con suavidad. Parece como si siguiera algún ritmo, pero no hay música, al menos nada que yo pueda escuchar.

-¿Sabes qué me gustaría? -dice. Cesa de mecerse, abre los ojos y voltea a mirarme. Sonríe para indicarme que se encuentra bien.

-¿Qué te gustaría, cariño?- Mantengo mi pierna enlazada con la suya, a la altura del tobillo.

-Me gustaría tomar café –responde-. Me encantaría una buena taza de café negro, bien cargado. Ya estamos despiertos, ¿no? ¿Quién volverá a dormir?  Vamos a tomar café.

-Tomamos demasiado café -le digo-, y tanto café no es bueno, tampoco. No digo que no debamos beber, sólo digo que bebemos demasiado. Es sólo una observación. La verdad es que a mi también me gustaría tomar uno -añado.

-Magnífico- dice ella.

Pero ninguno de los dos se mueve.

Se sacude el cabello y enciende otro cigarrillo. El humo flota suavemente en el cuarto. Se escapa un poco por la ventana abierta. Una lluvia leve comienza a caer afuera, en el patio. Suena la alarma del despertador y yo me estiro para apagarla. Después tomo la almohada y la coloco otra vez bajo mi cabeza. Me tiendo de nuevo y miro el techo otro rato.

-¿Qué fue de aquella brillante idea de contratar a una muchacha para que nos sirviera el café en la cama? -pregunto.

-Me gustaría que alguien nos sirviera el café, una muchacha o un muchacho. Una u otro. Aunque puedo ir yo por el café ahora mismo.

Coloca el cenicero en la mesita de noche y pienso que va a levantarse. Alguien tiene que levantarse y preparar el café, así como poner en la licuadora la lata de jugo congelado. Uno de los dos debe hacerlo. Pero en lugar de ello Iris se desliza hasta quedar sentada a mitad de la cama. Las cobijas están revueltas. Coge algo que hay sobre la colcha y lo frota en su mano de un lado a otro antes de levantar la vista.

-¿Leíste en el periódico la noticia del tipo que entró armado a una unidad de cuidados intensivos y obligó a las enfermeras a desconectar a su padre de la máquina que lo mantenía vivo? ¿Leíste eso? -me dice Iris.

-Algo vi en el noticiero -le respondo-, pero hablaron sobre todo de la enfermera que desconectó a seis u ocho personas de sus máquinas. Todavía no saben con certeza a cuántos ha desconectado. Comenzó por desconectar a su madre y a partir de allí se siguió. Como alucinada, me imagino. Declaró que pensaba que les hacía un favor y confiaba en que alguien se lo haga a ella, en caso necesario.

Iris se recorre hasta el borde de la cama. Se acomoda de tal manera que queda frente a mí. Mantiene aún sus piernas bajo las cobijas, y luego las mete entre las mías y dice:

-Y qué tal esa mujer tetraplégica en el noticiero, que dice que quiere morirse; quiere que la dejen morir de inanición. Ya ha demandado al médico y al hospital por persistir en alimentarla a la fuerza para mantenerla con vida. ¿Puedes creerlo? Es absurdo. La atan tres veces al día para meterle un tubo por la garganta. Por allí le dan desayuno, comida y cena. Además, la mantienen conectada a una de esas máquinas porque sus pulmones ya no funcionan. El diario decía que ella ruega que la desconecten o que simplemente la dejen ayunar hasta la muerte. Les ha implorado que la dejen morir pero no le hacen caso. Dijo que al principio lo que deseaba era morir con dignidad. Ahora está furiosa y quiere demandar a todo mundo. ¿No es sorprendente? ¿No es digno de una novela? Yo padezco jaquecas a veces –dice-, quizás tenga que ver con lo de la vena. A lo mejor no, a lo mejor no tiene ninguna relación. Pero no te digo cuando me duele porque no quiero inquietarte.

-¿De qué hablas? -le digo-, Iris, mírame, tengo derecho a saberlo. Soy tu esposo, en caso de que lo hayas olvidado. Si algo te ocurre yo debo saberlo.

-¿Qué podrías hacer?, preocuparte nada más. -Toca mi pierna con la suya una vez y luego otra. –    ¿No es cierto? Me dirías: toma una aspirina, ya te conozco.

Miro hacia la ventana, donde empieza a clarear. Siento la brisa húmeda desde la ventana. Ha dejado de llover pero es una de esas mañanas en las que podría caer un aguacero. Observo de nuevo a Iris.

-Para ser sincero -le digo-, a veces tengo dolores agudos en el costado-. Al momento de decirlo me arrepiento, ella se preocupará y querrá hablar del asunto. Debemos pensar en ducharnos, en sentarnos a desayunar.

-¿De qué lado?-, pregunta.

-En el derecho.

-Podría ser tu apéndice –dice-, algo tan sencillo como eso.

Me encojo de hombros.

-¿Tú crees? Yo no lo sé. Lo único que sé es que me duele. De vez en cuando, durante un minuto o dos, siento una punzada aquí abajo. Muy intensa. Al principio creí que podría ser un desgarre muscular. Por cierto, ¿en qué lado está la vesícula? ¿En el derecho o en el izquierdo? A lo mejor es la vesícula. O quizás un cálculo biliar, o lo que eso sea.

-Es como un gránulo, algo así. Es del tamaño de la punta de un lápiz. No, aguarda, es un cálculo renal a lo que me refiero. Creo que no sé de qué hablo- dice Iris moviendo la cabeza.

-¿Cuál es la diferencia entre cálculo renal y cálculo biliar? –pregunto-. Dios mío, ni siquiera sabemos en qué parte del cuerpo se hallan. Tú no lo sabes y yo tampoco. Eso es lo que sabemos los dos: nada. Pero escuché que se puede expulsar un cálculo renal, si de eso se trata. No es mortal normalmente, aunque sí es doloroso. Del cálculo biliar no he oído nada.

-Me gusta eso de “normalmente” -dice ella.

-Por supuesto -le digo-. Será mejor que nos levantemos. Se ha hecho tarde. Son las siete.   

-De acuerdo -dice Iris, pero permanece sentada-. Mi abuela -dice luego-, padeció una artritis tan fuerte hacia el final, que le impedía moverse. Ni siquiera los dedos. Permanecía sentada en su silla todo el día y con guantes en sus manos. Al final ya no podía sostener ni una taza de chocolate. Así de terrible era su artritis. Después le dio la embolia. Y mi abuelo –dice- ingresó a un asilo poco después de la muerte de la abuela. Era eso o que alguien se ocupara de él en casa todo el día. Pero nadie podía hacerlo. Tampoco pagar por su cuidado las veinticuatro horas. Así acabó en el asilo. Allí su salud se deterioró rápidamente. Una ocasión, cuando llevaba internado un tiempo, mi madre fue a visitarlo y al volver a casa dijo algo que nunca olvidaré-. Iris me mira como para que yo no lo olvide tampoco, y no lo haré. “Papá ya no me reconoce. No sabe quién soy. Se ha transformado en un vegetal”. Eso fue lo que dijo mamá.

Se dobla cubriéndose la cara con las manos y comienza a llorar. Me recorro al pie de la cama y me siento junto a ella. Tomo su mano y la pongo sobre mi pecho. La abrazo por los hombros. Nos hallamos sentados frente a la cabecera y a la mesita de noche. Allí se encuentra el reloj y junto a él algunas revistas y un libro. Estamos sentados juntos mirando la cabecera y la mesita de noche. Parece como si quien haya dormido en esta cama salió apresuradamente. Me doy cuenta de que nunca más veré esta cama sin recordarla de este modo. Sé que algo ocurre, pero no sé exactamente qué.

-No quisiera que algo así me sucediera a mí -dice Iris- ni a ti-. Limpia su cara con una punta de la cobija y respira profundamente, como si sollozara. -Lo siento, no pude evitarlo- dice. 

-A nosotros no nos pasará -le digo-. No te preocupes por eso, de veras. Estamos bien, Iris, y así seguiremos. En todo caso falta mucho tiempo. Mira, yo te quiero, nos queremos, ¿no es cierto? Es eso lo que importa, es eso lo que cuenta. No te preocupes, cariño.

-Quiero que me prometas una cosa –dice, aparta su mano de la mía y quita mi brazo de sus hombros-. Quiero que me prometas que me desconectarás llegado el caso. En caso necesario, quiero decir. ¿Me escuchas? Hablo en serio, Jack. Quiero que me desconectes si alguna vez tienes que hacerlo. ¿Me lo prometes?

No respondo de inmediato. ¿Qué puedo decir? Sobre este asunto no hay nada escrito aún. Necesito  un minuto para pensarlo. Sé que nada me costaría decir que haré lo que ella me pida. Total, son sólo palabras. Y las palabras vuelan. Pero hay algo más: ella quiere una respuesta honesta de parte mía. Y todavía no tengo una. No debo apresurarme. No tengo que decir algo sin haberlo meditado, en las consecuencias, en su reacción cuando yo responda, sea lo que fuere.  

Cavilo aún en ello cuando Iris pregunta:

– ¿Y tú?

-¿Yo qué?

-¿No quieres que te desconecten si llega el caso? Dios no lo ha de permitir, por supuesto. Pero debo tener una idea –dice-, alguna indicación de tu parte, lo que querrías que hiciera si se pusieran mal las cosas.- Me observa atentamente, en espera de mi respuesta. Quiere registrarla para usarla más tarde, en caso necesario. De contado. Bueno. Qué fácil para mí decir: Me desconectas, cariño, si crees que es lo mejor. Pero debo reflexionar un poco más, y ni siquiera he dicho todavía lo que yo haría o dejaría de hacer por ella. Y ahora debo pensar en mí y en mi caso. Mas creo que no debo seguirle el juego, es una idiotez. Somos unos orates. Con todo, me doy cuenta de que lo que diga ahora puede tener consecuencias algún día. Es importante. Es un asunto de vida y muerte lo que estamos considerando.

Ella no se ha movido. Aguarda mi respuesta. Y caigo en cuenta de que no iremos a ninguna parte hasta que ella la tenga. Lo considero un momento más y digo lo que en verdad creo:

-No, no me desconectes. No quiero que me desconecten. Me dejas conectado todo el tiempo posible. ¿Habrá quien se oponga? No lo harás tú, ¿verdad? ¿Habrá quién se ofenda por ello? Mientras que la gente pueda soportar mi visión, en tanto no comiencen con exclamaciones, nada de desconectarme. Me dejas seguir ¿de acuerdo? Hasta el amargo final. Invitas a los amigos para despedirme. Lo haces sin prisa.

-No es broma –dice-, estamos hablando de algo muy serio.

-Hablo en serio. No me desconectas. Así de simple.

Asiente con la cabeza.

-De acuerdo –dice-, te prometo que no lo haré. Me abraza. Me estrecha con fuerza por unos instantes. Luego me suelta, mira el reloj despertador y dice:

-Dios mío, mejor nos damos prisa.

***

Nos levantamos y empezamos vestirnos. En cierta manera es como cualquier otra mañana, excepto que hacemos todo de prisa. Bebemos café y jugo y comemos unos mofins. Hablamos del clima, está nublado y hay ventarrones. No hablamos ya más de conectarse, de enfermedades, de hospitales o cosas así. La beso y la acompaño al porche con el paraguas abierto, en espera de la recojan para su trabajo. Luego yo me apresuro a subir a mi coche. A poco de haber encendido el motor me despido con un movimiento de la mano y parto.

Durante el día, en el trabajo, reflexiono en lo que conversamos por la mañana. No lo puedo evitar. En primer lugar, por el hecho de que estoy agotado por no haber dormido. Me siento vulnerable, presa de todo pensamiento imprevisto y horrendo. En un momento, cuando no hay nadie a la vista, pongo la cabeza sobre el escritorio en espera de poder dormir un poco. Pero al cerrar los ojos me atrapa de nuevo aquel pensamiento. En mi imaginación veo una cama de hospital. Eso es todo: una cama de hospital. La cama se halla en un cuarto, supongo. Luego veo una cámara de oxígeno sobre la cama y, junto, unas pantallas y unos grandes monitores como los que muestran en las películas. Abro los ojos, me incorporo en la silla y enciendo un cigarrillo. Bebo café mientras fumo. Luego observo el reloj y me pongo a trabajar.

A la cinco de la tarde estoy tan agotado que lo único que alcanzo a hacer es manejar de regreso a casa. Llueve y debo conducir con cuidado. Con mucho cuidado. Ha ocurrido un accidente, además. Un coche golpeó por detrás a otro en el semáforo, pero creo que no hay heridos. Los coches se hallan varados y la gente conversa bajo la lluvia. Con todo, el tráfico avanza despacio. La policía ha instalado señales luminosas.  

Cuando veo a Iris le digo:

-¡Dios mío, qué día! Estoy molido. ¿Tú cómo estás? -Nos besamos. Me quitó el abrigo, lo cuelgo y tomo la bebida que Iris me ofrece. Enseguida, porque lo he traído en la mente y porque quiero saldar el asunto, le digo:

-De acuerdo, si eso es lo que quieres oír, te desconectaré. Si eso es lo que deseas, lo haré. Si te hace feliz, aquí y ahora, que te lo diga, te aseguro que te desconectaré o pediré que te desconecten, si llega el caso y lo creo necesario. Pero respecto a mí, se mantiene lo dicho. Y ya no quiero volver a pensar en este asunto nunca más. Ni mucho menos hablar de ello. Creo que ya hemos dicho lo que había que decir sobre el tema. Hemos agotado ya todos sus ángulos. Yo también estoy agotado.

Iris sonríe con ironía.

-Muy bien –dice-. Ahora ya lo sé, antes no. A lo mejor estoy un tanto loca pero ahora me siento aliviada, por si te interesa saberlo. Yo tampoco quiero pensar más en ello. Pero me alegra que lo hayamos aclarado. Nunca más lo traeré a la conversación, te lo prometo.

Toma mi vaso y lo pone sobre la mesa, junto al teléfono. Me envuelve con sus brazos, me estrecha y reposa su cabeza en mi hombro. Pero ése es el punto. Lo que acabo de decirle, lo que he reflexionado todo el día, una y otra vez, está ahí. Siento como si hubiera cruzado alguna línea invisible. Como si hubiese llegado a un punto al que nunca creí que llegaría. Ignoro cómo he llegado aquí. Es un sitio extraño. Un sitio en el que un sueño inofensivo y una conversación en entresueño de madrugada me han inducido a reflexiones de muerte y destrucción.

Suena el teléfono. Nos soltamos y extiendo mi brazo para contestar.

-Hola -digo.

-¡Hola! -contesta la mujer.

Es la misma mujer que llamó por la mañana, pero ahora no está ebria. Al menos eso creo, no parece haber bebido. Habla tranquila, coherentemente y me pregunta si la puedo poner en contacto con Bud Roberts. Se disculpa, lamenta tener que importunarme, pero se trata de un asunto urgente. Lamenta cualquier molestia que pueda estar causando.

Mientras ella habla yo busco atropelladamente mis cigarrillos. Pongo uno en mi boca y lo enciendo. Entonces viene mi turno de hablar y esto es lo que le digo:

-Bud Roberts no vive aquí. No se encuentra en este número ni creo que nunca lo estará. Nunca he conocido al individuo que usted busca. Así que por favor no vuelva a llamar aquí. ¿Me oye? Si no lo hace voy a torcerle el pescuezo.

-¡Vaya descaro de mujer! -dice Iris.

Me tiemblan las manos. Creo que también mi voz. Pero mientras intento decirle todo eso a la mujer, mientras trato poner en orden las cosas, Iris se inclina con rapidez y todo se acaba. La línea enmudece y ya no oigo nada.