Felipe Sánchez Reyes
Texto elaborado en el marco de la Cátedra Especial, Rosario Castellanos, en la cual participó el autor atendiendo una invitación de la Dirección General del Colegio de Ciencias y Humanidades (UNAM, 15 de junio de 2021).
Al joven crítico jalisciense, al futbolista polémico que mete goles, al combativo Aquiles de la literatura mexicana, le atrapó la lucidez mental de la obra y calidad artística de la joven escritora chiapaneca. Ella cose las historias de su pueblo, hila con paciencia textos delicados con las raíces nativas, en la soledad de sus cuatro paredes de adobe, como Penélope, en los distintos géneros literarios: la poética y narrativa, el ensayo y la crítica de libros. Él, primero, leyó con agrado y ojo crítico cada uno de los libros de ella. Luego, en 1962, le realiza una entrevista acerca de su obra poética y sus dos novelas: Balún Canán y Oficio de Tinieblas. Posteriormente, en 1964, Emmanuel valora sus dos primeros libros de cuentos: Ciudad Real y Los convidados de agosto.
Emmanuel Carballo (1929-2014), el principal y respetado crítico literario de la década de los sesenta, entrevista a los mejores escritores de su tiempo, desde José Vasconcelos hasta Carlos Fuentes, en su libro, Protagonistas de la literatura mexicana. Entre ellos, Carballo sólo analiza la obra de dos escritoras que considera trascendentales en nuestra literatura: Elena Garro (1916-1998) en 1979 y Rosario Castellanos (1925-1974) en 1962.
De esta última afirma: “Entre la prosa de sus compañeros de generación, la de Rosario Castellanos es la mejor construida e ideológicamente la mejor orientada. Consagrada profesionalmente a las letras, demuestra que la inspiración y el talento se complementan con la paciencia y el trabajo (Carballo, 1994: 499 y 503)”
1. La autora y sus lectores
Ella, en el cuento “La rueda del hambriento” de su primer libro de relatos, Ciudad Real, se define de este modo: “Chiquita, con tez blanca, pero mal hecha. Para monja no tenía vocación y para casada le faltaba novio (Castellanos, 1974: 106)”. Soy más o menos fea y tímida confiesa a Elena Poniatowska,pero la periodista afirma que no es cierto, sólo que a ella le gusta jugar a la fea.
Beatriz Espejo, una de sus primeras entrevistadoras, asevera: “Tiene unos ojos grandes y unas cejas negras, tupidas, que se depila y nunca le vuelven a salir, porque jamás le importa su arreglo personal, al contrario, hace todo lo posible por parecer una monja y conserva siempre su sello provinciano (Espejo, 1990: 133).
Rosario se define así en su poema “Autorretrato”, del libro En la tierra de en medio (1972):
Soy más o menos fea. Eso depende mucho
de la mano que aplica el maquillaje.
Soy mediocre.
En general, rehúyo los espejos.
Me dirían lo de siempre: que me visto muy mal
y que hago el ridículo
cuando pretendo coquetear con alguien.
Soy madre de Gabriel.
Vivo enfrente del Bosque. Pero casi
nunca vuelvo los ojos para mirarlo.
Sufro más bien por hábito, por herencia.
Me enseñaron a llorar.
Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo
el último recibo del impuesto predial (Castellanos, 2016: 186-188).
Rosario es una joven tímida, estudiante inteligente y sencilla, simpática y con sentido del humor (Zamudio y Tapia, 2006: 15-16) y remata José Emilio Pacheco, en el prólogo al libro de ella, El uso de la palabra: “Tenía el insaciable encanto de su conversación, el brillo de sus ojos y la sonrisa, su bondad y lucidez generosa. Se presenta bajo un aspecto gentil y risueño, su presencia era mágica y traía la felicidad (Pacheco, 1974: 8)”.
2. Una vida de creación
Comencemos por conocer parte de su infancia, adolescencia y adultez. Rosario Castellanos nace en 1925, en la ciudad de México, a la cual llegan de Comitán, Chiapas, sus padres chiapanecos: César Castellanos, ingeniero en una universidad norteamericana, y Adriana Figueroa, en busca de servicios médicos por el delicado embarazo de ella. A los pocos días de nacida, sus padres se la llevan a vivir, primero, a Tuxtla donde adquiere el paludismo, luego a San Cristóbal, por último, a Comitán, donde radica definitivamente y transcurre su infancia y adolescencia.
Sus padres le enseñan a ser cristiana -de allí su preferencia por la lectura de autores cristianos, como Santa Teresa, Simone Weil, Mary Mc Carthy, Flannery O´Connor- y lleva una religiosidad estricta en su casa. A causa de su religiosidad severa, “alguien cuenta -asegura Beatriz Espejo (Espejo, 1990: 130)- que, de adolescente paró en un hospital porque el novio quiso besarla”. En Comitán vive sus primeros años hasta 1941, en que la familia Castellanos, dueña de fincas y ya sin tierras, expropiadas por la Reforma Agraria, se traslada a la ciudad México.
Su padre era un hombre profundamente melancólico, incapaz de presenciar el sufrimiento ajeno y débil ante la adversidad. Su madre tuvo una juventud y un temperamento poderosos que el matrimonio destruyó. Cuando Rosario los conoció, ambos se encontraban física y espiritualmente en plena decadencia.
Rosario se cría solitaria, aislada, en el ambiente de una familia rica, venida a menos, que ya había perdido el interés por vivir. Ella tiene un hermano menor, Benjamín, un medio hermano cinco años mayor, y dos compañías indígenas: Rufina, su nana chamula, que le enseña a comer, hablar y coser; y María Escandón, su cargadora de niña que la prodigan de historias de su vida y del pueblo tzotzil.
De niña Rosario vive sola y rodeada de soledad, porque sus padres no la atienden y concentran toda la atención en su hijo Benjamín. En su infancia, cuando muere su único hermano, ella es vista por sus padres, comola figura esmirriada y desprovista de gracia. Como es hija única, no asiste a ninguna escuela o institución infantil en donde genere amistades, y se refugia en la soledad.
En su niñez comienza a escribir versos infantiles, redacta su diario íntimo, en el cual relata los sucesos del pueblo de Comitán que, más tarde, le sirven para escribir sus cuentos, novelas y poemas. En 1966, cuando tiene cuarentaiún años, confiesa en Los narradores ante el público:
Me recuerdo a mí misma sola. Para conjurar los fantasmas que me rodeaban yo no tuve al alcance sino mis palabras. A escondidas escribía unas lamentaciones rimadas (poesía) sobre la adversidad del destino, sobre el silencio de dios y sobre la renunciación eterna a los placeres. Simultáneamente comencé la redacción de un diario íntimo (relato) en el que recogía, con la mayor fidelidad y exactitud, todos los chismes que circulaban en el pueblo. A veces aparecía yo entre los renglones, con timidez (Castellanos, 2016: 1009-1010).
Cuando cumple trece años (1938), debido a su tenacidad e insistencia en la lectura, sus padres le regalan un libro de poemas de Amado Nervo, Serenidad. En la escuela secundaria, por su delgadez a causa del paludismo le prohíben correr y jugar a la pelota. Durante el recreo, Rosario se queda leyendo, es estudiosa y sus compañeras la buscan, para que les explique lo que no entienden sobre las materias. Tampoco acude a fiestas y se excusa diciendo que irá “en cuanto engorde”.
Su amiga del bachillerato en la ciudad, Dolores Castro,cuenta que era una niña tan delgada y tan frágil que la directora la perdonó de la gimnasia y del deporte. Rosario y Dolores se conocen en 1939, cuando ambas cursan el tercero de secundaria: “Dolores tenía 16 y Rosario 14; entonces las unía no sólo su gusto por leer y escribir, sino el hecho de que las dos provenían de familias de costumbres antiguas y tenían que librar las mismas batallas por su libertad, pues era una época en la que la mujer era encasillada en la cocina y en la crianza (Notimex, 2019)”.
Después, ambas coinciden en la Escuela de Leyes, donde Rosario no dura ni un mes antes de que llegue uno de sus maestros de la preparatoria y se la lleve a inscribir a Filosofía y Letras, en el edificio de Mascarones de Santa María la Ribera. Dolores también se matricula en la carrera de Literatura; ambas se ven en los descansos y comparten sus creaciones literarias. Allí conocen a los directores de la revista América, Efrén Hernández y Marco Antonio Millán, quienes les proponen publicar sus textos, invitación que inicialmente declinan. Luego, Castellanos publica más, porque tiene los recursos para hacerlo.
En 1941, a sus dieciséis años, su familia, dueña de haciendas, queda semiarruinada por el reparto agrario (1936-1938) en la época del cardenismo (1934-1940), como lo refleja en su cuento, “Cuarta vigilia”: “Cuando pasó el vendaval nada había quedado en su sitio. Las casas de doña Siomara estaban en poder de unos cualquieras y de los ranchos desaparecieron todas las cabezas de ganado y, al fin, vinieron los agraristas para hacer ‘viva la flor’ con lo demás (Castellanos, 1974: 97)”.
En ese año emigra a la ciudad de México. Aquí, como una medida práctica de sus padres, aprovecha su estancia forzada para estudiar una carrera. Pues, a causa de la crisis económica familiar, asume su dignidad por encima de cualquier obstáculo.
Aquí conoce un mundo menos opresivo y religioso que en Chiapas, otras ideas y otra conducta diferente de las mujeres que la hacen reflexionar. A sus dieciséis años empieza a escribir relatos. Pero la gente que quiere salir en las líneas de sus escritos no es la de la ciudad, sino los personajes de la Chiapas de su infancia. Cuando cursa el segundo de secundaria, elige el bachillerato de humanidades, por la gran aversión que tiene a las matemáticas.
Dos años después, cuando tiene dieciocho años (1943), se inscribe en la Facultad de Derecho y asiste quince días a clases. Al cabo de los cuales descubre que no le gusta, por ello, de modo inconsciente, comete tantos errores que decide abandonarla. Sin embargo, descubre su vocación para escribir y ahora decide estudiar la carrera de Filosofía.
En la Facultad de Filosofía, continúa el mundo tiránico patriarcal contra la minoría de las jóvenes que estudian una profesión. Pero, a cambio, escucha nuevas ideas y observa nuevas conductas que le ayudan a mejorar y modificar su visión de la vida. Sin embargo, el nuevo lenguaje filosófico le resulta inaccesible y las únicas nociones a su alcance, en la carrera, son las que se disfrazan de metáforas. Cuando está a punto de terminarla, descubre que ya no escribe nada y es demasiado tarde para cambiar de profesión.
En la Facultad de Filosofía, su punto de enlace con los estudiantes de su generación es la poeta Dolores Castro, su compañera desde la secundaria. En esa etapa, dos hechos decisivos se presentan en su vida: uno es la herencia chiapaneca, provinciana, y su religiosidad; y dos, los contrastes de su educación universitaria, citadina, y su nueva formación.
Estos dos mundos irreconciliables orientan su elección ideal y guían su carácter literario. Ante la formación rígida y católica de su infancia y su preparación personal, ahora ella añade una educación intelectual universitaria que incluye la lectura de autores clásicos y de pensadores modernos que entran en contradicción con su severa ideología cristiana.
En enero de 1948, cuando cuenta con veintitrés años, su madre Adriana Figueroa es internada en el hospital de Oncología en el octavo piso, en el pabellón de incurables, cuando aún conserva su amplia religiosidad y cree en los milagros. Este suceso que aún guarda en su memoria, porque le resulta traumático y fuerte, lo recuerda en dos cuentos de su primer libro de relatos: “La rueda del hambriento” y “Arthur Smith salva su alma”.
En el primero, recuerda, a través de la enfermera Alicia Mendoza, el surgimiento de la enfermedad y sus cuidados:
Hasta que vino la enfermedad. El diagnóstico fue claro y terminante: cáncer en el último grado. Pero Alicia tenía fe en los milagros y confió, hasta el fin, en que su madrina se salvaría. Santa Rita de Casia, abogada de los imposibles, ¿qué no lograría hacer? ‘Si se lo pido, sanará’, pensaba. Y mientras tanto no dejaba de cuidarla con abnegación. Durante los meses de su agonía, Alicia aprendió a poner inyecciones, a contemplar sin asco las heridas, a cambiar vendas, a discernir entre los innumerables frascos y saber cuál era el que debía usarse en cada ocasión (Castellanos, 1974: 107).
Además, rememora en sus visitas al hospital: el amplio pasillo, la puerta abierta y las filas de camas. Los llantos y gestos de desolación de las visitas de los otros pacientes que salían sin esperanza, las escenas dolorosas y lúgubres de la vida en el hospital. La visita del médico que toma el pulso a su madre y luego deja solas a madre e hija.
Ella la anima con palabras cálidas y amorosas. Pero sabe que el final se acerca. Porque huele el olor repugnante de la carne podrida y la tortura de la enfermedad, la última agonía y la reconciliación con su madre que muere de cáncer en el estómago. Ella la recuerda, a través del personaje del segundo cuento, “Arthur Smith salva su alma”, cuya madre muere de cáncer en el último grado:
Aquel cáncer… ¡Dios mío! ¿habría algo que pudiera borrar el olor repugnante de carne que se pudre con lentitud, con morosidad? Y los alaridos de dolor. ¿Dónde se refugiaba el espíritu en aquellos pobres cuerpos torturados por la enfermedad y los tratamientos, embrutecidos por la anestesia? El último instante de agonía fue tan luminoso que Arthur quedó maravillado. Su madre lo miró con una mirada ancha, húmeda, donde hubiera podido caber el cielo. Una mirada de reconciliación, de certidumbre que todo estaba en orden y era bueno, de paz. A partir de entonces asistió con más frecuencia al templo que su madre había sido feligresa (Castellanos, 1974: 156).
3. Su tránsito por las aulas
En ese mes de enero de 1948, ella cursa el primer año de la carrera de Filosofía en la Facultad y viaja con su padre, que maneja el automóvil por el centro de la ciudad. Cuando llega a la calle 5 de mayo, le da un síncope y muere su padre César Castellanos. Entonces, ella, decidida y con sus pocas fuerzas, lo cambia al asiento trasero, toma el volante del auto, lo conduce con seguridad a su casa, luego realiza el funeral y lo entierra. Así, ella, a los veintitrés años, pierde a sus dos padres, se queda sola en el mundo, revoloteando como papalote, y dueña de una renta mediana, para sus estudios universitarios.
Abandonada en su adolescencia a los recursos de su imaginación, en 1948, le llega la orfandad repentina que le parece lógica. Pues siempre había vivido sola y pronto comprende que todas las mujeres conocidas, en su misma situación, se encuentran solas: solas solteras, solas casadas, solas madres, como los personajes femeninos de su segundo libro de relatos, Los convidados de agosto (1964). Solas soportan en sus casas y en la ciudad unas costumbres patriarcales, rígidas, que condenan el amor y la entrega amorosa de ellas fuera del matrimonio, como un pecado sin redención.
1948 es el año decisivo en que vive cuatro sucesos importantes: es el año en que mueren sus padres, ella sufre la crisis religiosa, se dedica de modo profesional a la escritura y publica su primer libro de poesía, Trayectoria del polvo. Con este libro ella sale a flote y mantiene su compromiso de escritora por el resto de su vida.
Al año siguiente, a fines de 1949, Rosario sabe que el amor del hombre y la mujer viaja a través de un hilo oculto. Porque sus ojos luminosos se detienen en las miradas de los otros y acaban de descubrirlo en Mascarones, en la Fac. de Filosofía y Letras de la UNAM, y de enamorarse de Ricardo Guerra, más tarde su novio y esposo. Así lo confiesa y grita el amor en sus extensos poemas “Anunciación” y “Muro de lamentaciones”, que publica en la revista América en 1950 y que aparece en su libro, De la vigilia Estéril:
Tu presencia es el júbilo […]
Porque desde el principio me estabas destinado.
Antes de las edades del trigo y de la alondra
y aún antes de los peces. […]
Porque desde el principio me estabas destinado
era mi soledad un tránsito sombrío
y un ímpetu de fiebre inconsolable. […]
Dócil a tu ademán redondo mi cintura
y a tus orejas vírgenes mi voz, disciplinada
en intangibles sílabas de espuma […]
Porque habías de venir a quebrantar mis huesos,
mis huesos, a tu anuncio, se quebrantan. […]
Te amo hasta los límites extremos:
la yema palpitante de los dedos,
la punta vibratoria del cabello.
Creo en Ti con los párpados cerrados.
Creo en Ti fuego siempre renovado.
Mi corazón se ensancha por contener Tus ámbitos (Castellanos, 2016: 40-41, 53).
Durante su etapa universitaria, prevalecen la estrechez y estereotipos sobre lo femenino y lo masculino. Para ese momento, Rosario Castellanos confiesa, en su discurso del Día Internacional de la Mujer de 1971, acerca de la enseñanza superior de la mujer en México que
las diferencias son alarmantes. Un 85% de profesionistas varones contra un 16% de profesionistas mujeres. Y de estas últimas ¿cuántas ejercen la profesión que aprendieron? ¿Cuántas prefieren guardar el título en el desván de los trastos inútiles después de haber malgastado años de esfuerzo y sumas irrecuperables de dinero que la nación invirtió en quienes no habrían de resultar productivas? (Castellanos, 1992: 287).
En la Facultad de Filosofía asisten pocas mujeres estudiantes, y ella “tiene que hacerse la tonta para poder sostener una relación amistosa con los compañeros”. En la sociedad se piensa que la actividad profesional y la literaria, son incompatibles con una vida sentimental plena y una familia bien estructurada. Por tanto, las mujeres profesionistas, como ella, tienen que elegir entre una u otra alternativa (Cano, 2020: 22): la vida profesional o la familiar, pero no ambas a la vez. Sin embargo, ella decide ejercer las dos: profesora y escritora, esposa y madre, como actualmente lo efectúan las mujeres profesionistas.
En la Universidad, Dolores Castro la incorpora al grupo que conforma la generación de narradores, poetas y dramaturgos de 1950: Emilio Carballido, Ernesto Cardenal, Sergio Galindo, Luisa Josefina Hernández, Carlos Illescas, Sergio Magaña, Ernesto Mejía Sánchez, Augusto Monterroso, Jaime Sabines. Todos ellos colaboran en América, la revista coordinada por Efrén Hernández y Marco Antonio Millán.
De 1948 a 1952, es decir de los 23 a 27 años, Rosario publica cinco libros de poemas y crea una obra poética amplia y de calidad: Trayectoria del polvo (1948), Apuntes para una declaración de fe (1948), De la vigilia estéril (1950), Dos poemas (1950, 25 años), El rescate del mundo (1952).
Ella publica más tarde, en su obra narrativa, dos novelas: Balún Canán (1957) y Oficio de tinieblas (1962) que relata el levantamiento de los indios chamulas en San Cristóbal de las Casas, en 1867, y que culmina con la crucifixión de uno de estos indios, proclamado como el Cristo Indígena. Además de estas dos novelas, escribe tres libros de relatos: Ciudad Real(1960), Los convidados de agosto (1964) -con este libro cierra el Ciclo Chiapas- yÁlbum de familia (1971).
Para terminar, su vocación, disciplina y producción escrita la convierte en la gran figura de la literatura femenina, desde los cuarenta hasta este nuevo siglo. Ella surge en una etapa en que existen pocas literatas. Para una mujer, como ella, era difícil afirmarse como escritora y vivir de su oficio, como Alfonso Reyes (1889-1959) y Octavio Paz (1914-1998).
Ella asume la literatura como una profesión, en la cual dominan los hombres. Adquiere disciplina y jerarquiza sus lecturas con severidad, para poseer una cultura universal, como ellos, y no ser ninguneada por ellos. Escribe diez páginas diarias en la madrugada. Con ello confirma, como Colette, George Sand, Alfonso Reyes, Octavio Paz y Carlos Fuentes, que un escritor sin disciplina jamás llega a serlo, y excluye a las musas de la inspiración. Aprende que escribir es su oficio, aunque al principio padece su condición de mujer escritora y marginada.
Rosario Castellanos, asevera Carballo (1994: 511) desterró el lugar común de la inferioridad de la mujer respecto al hombre: su inteligencia, coherencia y aptitud para las letras estuvieron por encima de casi todos los miembros de su generación. Ella se habló de igual a igual con escritores tan valiosos de su época, como el Jaime Sabines poeta y el Carlos Fuentes ensayista. ⌈⊂⌋
REFERENCIAS
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Castellanos, Rosario (1975). El mar y sus pescaditos. México: SepSetentas.
Castellanos, Rosario (1992, septiembre 1). La abnegación: una virtud loca. Debate Feminista, vol. 6. Consultado el 12 de enero de 2022.
https://doi.org/https://doi.org/10.22201/cieg.2594066xe.1992.6.1623
Castellanos, Rosario (1996). Cartas a Ricardo (introd. Elena Poniatowska).
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Notimex (2019). Rosario Castellanos por Dolores Castro. Recuperado el 12 de enero de 2022.
https://www.20minutos.com.mx/noticia/843807/0/rosario-castellanos-por-dolores-castro/
Pacheco, José Emilio (1974). “Prólogo”, Rosario Castellanos, El uso de la palabra. México: Excélsior.
Poniatowska, Elena (1985). “Rosario Castellanos”, ¡Ay vida, no me mereces!.
México: Joaquín Mortiz.
Robles, Martha (1989). Escritoras en la cultura nacional. México, Diana, Tomo II.
Zamudio, Luz elena y Margarita Tapia (2006). De Comitán a Jerusalén. México. CONACULTA-FONCA-Tecnológico de Monterrey.
Puebla, 1956. Ensayista, narrador y traductor. Licenciado en Letras Clásicas y Maestro en Literatura Iberoamericana (UNAM). Es coordinador de la Colección Bilingüe de Autores Grecolatinos, dirigida al Bachillerato de la UNAM y es profesor-investigador de la UNAM (CCH Azcapotzalco), donde imparte las materias de Griego y Taller de Lectura y Redacción. Su obra incluye: Poesía erótica: Safo, Teócrito y Catulo (UNAM-CCH, 2020), Teócrito: poemas de amor, desamor y otros mitos (UAM-A, 2019), Pétalos en el aula. La docencia, lecto-escritura y argumentación (UNAM-CCH, 2018), Totalmente desnuda. Vida de Nahui Olin (Conaculta-IVEC, 2013). Ha colaborado en las revistas, Tema y Variaciones de Literatura, Texto Crítico, Liminar, La digna Metáfora, CambiaVías, Eutopía y Poiética.