Pan Comido

Raymond Carver/ Traducción Leandro Arellano

Me hallaba en mi cuarto una noche cuando escuché algo en el pasillo. Levanté la vista de donde trabajaba y vi que deslizaban un sobre por debajo de la puerta. Era un sobre grueso, pero no tanto como para que no cupiera por debajo de la puerta. Mi nombre estaba escrito en el sobre y el contenido parecía ser una carta de mi esposa. Y digo que parecía pues a pesar de que los motivos de queja sólo podían provenir de alguien que había convivido veintitrés años observándome diariamente en la intimidad, los cargos eran excesivos y del todo ajenos al carácter de mi esposa. Más importante, sin embargo: la letra no era la de mi mujer. Por lo tanto, si no era de ella, ¿de quién?

Me hubiera gustado conservar la carta para reproducirla hasta la última coma, hasta el más inclemente signo de admiración. Del tono es de lo que hablo ahora, no sólo del contenido. Pero no la retuve y lo lamento. La perdí o la traspapelé. Después, luego del triste asunto que voy a relatar, mientras ordenaba mi escritorio, debí tirarla sin darme cuenta, algo inusual en , pues normalmente no suelo tirar nada.

En todo caso, tengo una memoria excelente. Puedo recordar todo lo que leo. Mi memoria es tal que en la escuela solía ganar premios por mi habilidad para recordar nombres y fechas, inventos, batallas, tratados, alianzas y demás. Siempre obtuve las más altas calificaciones en exámenes sobre hechos y años después, en el “mundo real”, como le llaman, mi memoria me ha sido de gran utilidad. Por ejemplo, si me pidiesen ahora mismo dar detalles del Concilio de Trento o del Tratado de Ultrech, o de disertar sobre Cartago, la ciudad arrasada por lo romanos tras la derrota de Aníbal -en la que los romanos plantaron sal en el suelo para que de Cartago no quedase ni el nombre. Si me pidieran hablar de la Guerra de los Siete años, la de los Treinta años, la de los Cien años, o simplemente de la primera Guerra de Silesia, podría discurrir con entusiasmo y confianza. Pueden preguntarme lo que deseen sobre los tártaros, sobre los papas del Renacimiento o del esplendor y decadencia del imperio otomano. Las Termópilas, Shiloh, la metralla Maxim, fácil. ¿La de Tannenberg? Es pan comido. Los famosos veinticuatro que se derrumbaron ante el rey. En Azincourt los arqueros ingleses se llevaron la tarde. Y algo más: todo mundo ha escuchado hablar de la batalla de Lepanto, la última gran batalla marítima entre naves impulsadas por galeotes. Esa batalla tuvo lugar en 1571, en el Mediterráneo oriental, cuando la flota de las naciones cristianas de Europa repelió a las hordas árabes del infame muecín Alí Zade, un hombre que se ufanaba de cortar personalmente las narices a sus prisioneros antes de llamar a los verdugos. ¿Pero alguien recuerda que Cervantes participó en esa batalla y allí perdió su mano izquierda? Todavía más. Las bajas rusas y francesas de un día en Borodino fueron setenta y cinco mil, lo que equivale a las mismas víctimas de un avión jumbo que se estrellara cada tres minutos, del amanecer hasta el crepúsculo. Kutuzov se replegó hacia Moscú. Napoleón tomó aliento, reorganizó sus tropas y continuó su avance. Entró al área central de Moscú y permaneció un mes en espera de Kutuzov, quien nunca más mostró la cara. El generalísimo ruso aguardaba a que la nieve y el hielo obligaran a Napoleón a iniciar la retirada a Francia. 

Las cosas se me quedan en la cabeza. Las recuerdo. De modo que cuando digo que puedo recrear la carta, la porción que leí, que establecía los cargos en mi contra, sé de lo que hablo.

En parte, la carta decía lo siguiente:

Cariño:

Las cosas no marchan bien. A decir verdad, van mal. Han ido de mal en peor. Y sabes a lo que me refiero. Hemos llegado al final de la línea. Se acabó para nosotros. Con todo, siento que debimos hablar al respecto. 

Ha trascurrido tanto tiempo desde que hablamos. Quiero decir hablar de verdad. Hasta después de casados seguimos hablando mucho, intercambiando información e ideas. Cuando los niños eran pequeños o incluso cuando ya habían crecido un poco, siempre hallamos tiempo para hablar. Se había hecho más difícil entonces, pero aún así hallábamos tiempo. Creábamos el tiempo. Esperábamos a que los niños se durmieran, o salieran a jugar fuera o que  estuvieran con la niñera. Nos las arreglábamos. Algunas veces contratamos a la niñera tan sólo para que nosotros pudiéramos hablar. Hubo ocasiones en las que conversamos toda la noche, hasta el amanecer. Pero bueno. Ocurren cosas, lo sé. Las cosas cambian. Bill tuvo aquel lío con la policía y Linda se embarazó, etc. Nuestros tiempos felices se esfumaron. Y a ti se te acumularon responsabilidades. Tu empleo se tornó importante, y nuestro tiempo, juntos, se comprimió. Después, cuando nuestros hijos se marcharon de casa, tuvimos tiempo para hablar de nuevo. Nos tuvimos uno a otro de nuevo, pero cada vez teníamos menos de qué hablar. Sucede, diría algún hombre sabio, y con razón. Sucede. Pero nos sucedió a nosotros. No hay culpa en todo caso. Ningún reproche. No es ese el motivo de esta carta. Quiero hablar de nosotros. Quiero hablar del ahora. Ha llegado la hora de admitir, como verás, que lo imposible sucedió. De lamentarlo. De disculparse. De…

Leí hasta esta parte y me detuve. Algo andaba mal. Algo oscuro pasaba en Dinamarca. Los sentimientos que expresaba la carta quizás pertenecieran a mi mujer. (Seguramente lo eran. Digamos que sí, concedamos que los sentimientos allí expresados le pertenecían). Pero la letra no era su letra. Si alguien lo sabía era yo. Me considero experto en este  asunto de su letra. De modo que si no era de ella, ¿quién diablos había escrito esas líneas?

Debo decir algo de nosotros y de nuestra vida allí.  En la época de la que escribo vivíamos en una casa que rentamos para el verano. Recién me había recobrado de una enfermedad que me atrasó en casi todo lo que me había propuesto terminar aquella primavera. Estábamos rodeados de prados por tres lados, bosques de abedules y colinas bajas y ondulantes; una “vista panorámica”, como la describió el agente inmobiliario cuando nos la describió por teléfono. Frente a la casa el césped estaba invadido de pasto, atribuible a descuido de parte mía, así como un largo trecho de grava que conducía a la carretera. A lo lejos se podían contemplar los picos de las montañas. De allí la frase de “vista panorámica”, referida al paisaje apreciable sólo a la distancia.

Mi mujer no contaba con amistades aquí en la zona y nadie nos visitaba. A decir verdad yo me hallaba feliz en aquella soledad. Pero ella era una mujer habituada a sus amistades, al trato con abarroteros y comerciantes. Allí en el campo estábamos solos los dos, librados a nuestros propios recursos. Hubo una época en la que una casa de campo había sido nuestro ideal, la vida que habríamos codiciado. Ahora veo que la idea no era tan buena. No, no lo era.  

Nuestros hijos se habían marchado de casa hacía tiempo. De vez en cuando nos llegaba carta de alguno de ellos. Ocasionalmente, algún día de fiesta digamos, uno de los dos llamaba, por cobrar por supuesto, y mi mujer aceptaba felizmente los cargos. Esa aparente indiferencia de nuestros hijos fue, creo, causa importante de la tristeza de mi esposa y de su descontento -un descontento del que tuve vagamente conciencia, lo admito, antes de mudarnos al campo. En todo caso, hallarse de pronto en medio del campo luego de tantos años de vivir al lado de los centros comerciales y de la parada del autobús, el taxi no más alejado que del teléfono del pasillo, debió de ser difícil, muy difícil para ella. Creo que su declive, como lo habría dicho un historiador, se aceleró con nuestro traslado al campo. Luego entró en un remolino. Hablo en retrospectiva, desde luego, que siempre tiende a confirmar lo obvio.

No sé qué más decir respecto al asunto de la letra. ¿Cuánto más puedo decir sin arriesgar mi credibilidad? Estábamos solos en casa. No había nadie más en casa, hasta donde sé, que pudiera haber escrito aquella carta. Pues yo sigo convencido de que no era su letra la que llenaba las páginas de la carta. Después de todo, conozco la letra de mi mujer desde antes de que nos casáramos. Desde lo que pudiéramos llamar nuestros días prehistóricos –la época cuando ella se fue al internado en aquel uniforme gris y blanco. Me escribía cartas todos los días mientras estuvo ausente, y su ausencia duró dos años, sin contar feriados y las vacaciones de verano. En total, en el curso de nuestra relación, estimo que -y es una estimación conservadora- descontando nuestras separaciones y los cortos periodos que yo pasé en el hospital o de viaje, etc., estimo, repito, que recibí unas mil setecientas o posiblemente unas mil ochocientas cincuenta cartas de ella, sin contar los cientos, quizás miles, de notas informales (Al volver por favor pasa por la tintorería y compra un poco de pasta de espinacas en Corti Bros). Reconocería su letra en cualquier parte del mundo. Bastan unas palabras. Estoy seguro de que si me hallara en Jaffa o en Marrakech y encontrara una nota en el mercado reconocería si es de mi mujer. Basta una palabra. Tomemos la palabra conversamos, por ejemplo. Ese no es el modo en que ella escribiría conversamos. Con todo, soy el primero en admitir que desconozco a quién pertenece esa letra.

En segundo lugar, mi mujer jamás subrayaba palabras para enfatizar. Jamás. No recuerdo una sola vez que lo haya hecho. Ni una sola vez en nuestra vida de casados, por no citar las cartas que me envió antes de casarnos. Supongo que sería razonable señalar que le puede ocurrir a cualquiera. Quiero decir que cualquiera puede hallarse en una situación del todo atípica y ante la presión del momento hacer algo totalmente ajeno a su carácter y trazar una línea, una pura línea debajo de una palabra o de una frase entera.

Me atrevería a decir que cada palabra de esta carta es, digamos –bien que no alcancé a leerla por completo y ya no podré hacerlo porque no la encuentro-, totalmente falsa. No quiero decir falsa en el sentido de que no sea “verdad”, no. Algo hay de cierto, quizás, en las acusaciones. Que no haya equívocos. No quisiera parecer mezquino en este asunto, que ya las cosas están bastante complicadas. No. Lo que quiero decir, lo único que intento decir es que si bien los sentimientos que expresa la carta pueden ser de mi mujer, contener incluso algo de cierto –ser legítimos, por decirlo así- el peso de las acusaciones en mi contra disminuye, se debilita, se desacredita incluso, porque ella no fue quien escribió la carta. O, si ella la escribió, se desacredita por no haberla escrito con su propia letra. Esa laguna me exige aclarar los hechos. Y son varios, como siempre.

Aquella noche cenamos más bien en silencio, pero agradablemente, como de acostumbre. De vez en cuando yo alzaba la mirada y le sonreía, en muestra de mi gratitud por la deliciosa comida: salmón cocido, espárragos frescos y arroz pilaf con almendras.  El radio tocaba suavemente en el otro cuarto una suite de Poulenc que había escuchado por primera vez en una grabación digital cinco años antes, en un departamento en Van Ness, en San Francisco, durante una tormenta.

Cuando acabamos de cenar, luego del postre y el café, mi mujer dijo algo que me desconcertó.

– ¿Te quedarás esta tarde en tu estudio? – preguntó.

– Así es -le dije-, ¿se te ofrece algo?

– Sólo quería saberlo-. Tomó su taza de café y bebió. Pero evitó mirarme, a pesar de que intenté captar su mirada.

¿Te quedarás esta tarde en tu estudio? Una pregunta como ésa era ajena por completo a su carácter. Ahora me pregunto por qué diablos no seguí el asunto. Si alguien conocía mis hábitos, era ella. Mas creo que para entonces ya lo había decidido. Aquella misma pregunta ya ocultaba algo.

– Por supuesto que estaré en mi estudio-, repetí un tanto impaciente quizás. Ella no dijo nada más, ni yo. Bebí el café que quedaba en mi taza y aclaré mi garganta.

Ella alzó la mirada y me observó un momento. Luego asintió con la cabeza, como si hubiésemos convenido algo. (Pero no era así, naturalmente). Enseguida se levantó y empezó a recoger la mesa.

Tenía la sensación de que la cena había acabado con una nota desagradable. Hacía falta algo –unas palabras tal vez- para sellar el tema y volver a la normalidad.

– Ahí viene la niebla- dije.

– ¿De veras? No lo había advertido- respondió.

Con un trapo de la cocina limpió un espacio en la ventana, sobre el fregadero, y miró afuera. Por unos instantes no dijo nada. Luego habló, de nuevo en forma  misteriosa, o así me lo parece hoy.

– Ya veo, sí hay mucha niebla. Es una niebla muy densa, ¿no?- Fue todo lo que dijo. Después bajó la vista y empezó a fregar los trastos.

Estuve sentado a la mesa un rato más, y al cabo dije: -Creo que me iré a mi estudio.

Ella sacó las manos del agua y las apoyó en el fregadero. Creí que iba a darme unas palabras de aliento por el trabajo que desarrollaba en ese momento, pero nada dijo. Ni una palabra. Parecía esperar a que yo saliera de la cocina para disfrutar de su propia intimidad.

Recordemos, yo trabajaba en mi estudio cuando deslizaron la carta bajo la puerta. Leí lo suficiente como para dudar de la propiedad de la letra y a preguntarme cómo mi mujer había podido estar ocupada en labores domésticas y al mismo tiempo escribir la carta. Antes de continuar leyéndola me levanté y me dirigí hacia la puerta, alcé el pasador y me asomé al pasillo.

Estaba a oscuras aquella parte de la casa. Pero cuando cautamente asomé la cabeza, alcancé a ver luz en la sala, al final del vestíbulo. El radio sonaba suavemente, como de costumbre. ¿Por qué tuve dudas? Excepto por la niebla, se trataba de una noche ordinaria, como otras tantas que habíamos pasado en la casa. Pero algo más se fraguaba esta vez. De momento me percaté de que tenía miedo – ¡miedo en mi propia casa!- de llegar hasta el vestíbulo y comprobar que todo estaba en orden; o si algo andaba mal, si mi esposa estaba -¿cómo decirlo?- en algún aprieto, era preferible enfrentar la situación antes de que llegara más lejos, antes de perder más tiempo en esta necedad de leer la carta con letra de otra persona.

Pero no me resolví. A lo mejor buscaba evitar un ataque frontal. En todo caso retrocedí y cerré la puerta con llave, volviendo a la lectura de la carta. Me hallaba mortificado de ver cómo se escapaba la tarde en ese asunto absurdo e inexplicable. Empecé a sentirme inquieto. (No encuentro mejor palabra). Me produjo náusea tomar de nuevo la carta que pretendía ser de mi esposa y seguir leyendo.

El tiempo se agota para nosotros –tú y yo, a los dos- de poner las cartas sobre la mesa. Usted y yo. Lancelot y Ginebra. Abelardo y Eloísa. Troilo y Cresida. Príamo y Tisbe. Joyce y Nora Barnacle. Etcétera. Tú sabes a qué me refiero, querido. Llevamos juntos mucho tiempo: en la abundancia y en la escasez, en la salud y la enfermedad, en las buenas y en las malas, en la fortuna y en la adversidad. ¿Y ahora? No sé que podría decir salvo la verdad: no más.

En ese punto arrojé la carta y me dirigí a la puerta de nuevo, decidido a resolver esto de una vez por todas. Quería una explicación y la necesitaba ya. Estaba furioso, creo. Pero al abrir la puerta escuché un leve murmullo  proveniente de la sala. Era como si alguien intentara decir algo por teléfono y se esforzaba por no ser escuchado. Entonces oí que colgaron el auricular. Nada más. Luego todo volvió a ser como antes. El sonido suave del radio, la quietud de la casa. Pero yo había oído una voz.

En lugar de ira empecé a sentir pánico. Mi temor aumentó al asomarme al pasillo. Todo estaba como antes: la luz encendida en la sala, el sonido suave del radio. Avancé unos pasos y me detuve a escuchar. Esperaba oír el reconfortante, rítmico choque de sus agujas de tejer o el sonido al tornar una página, pero no hubo nada de eso. Avancé unos pasos hacia la sala y entonces -¿cómo decirlo?- perdí el temple, o quizás mi curiosidad. Fue en aquel momento cuando escuché el sonido sordo de la perilla de la puerta al girar y enseguida el sonido inconfundible de una puerta que se abre y se cierra calladamente.

Mi impulso fue ir de prisa hasta la sala y llegar al fondo de este asunto, de una vez por todas. Pero no quise actuar impulsivamente y, con seguridad, exponerme al descrédito. No soy impulsivo, así que aguardé. Mas en la casa ocurría algo, algo se fraguaba, de eso estaba convencido. Era mi deber hacer algo por supuesto, por mi propia tranquilidad, por no mencionar la seguridad y el bienestar de mi esposa. Pero no lo hice, no pude. Se me presentó el momento, pero vacilé. De pronto fue tarde ya para actuar. El momento había llegado y se fue, y no había manera de hacerlo volver. Así titubeó Darío en la Batalla de Gránico y la vacilación le costó cara. Fue derrotado por un Alejandro Magno que lo arrolló por todos los flancos hasta destruirlo.  

Regresé a mi cuarto y cerré la puerta. Mi corazón latía agitadamente. Me senté en la silla temblando aún y retomé  la carta.

Entonces ocurrió algo curioso. En vez de empezar a leer de principio a fin, o al menos a partir de donde había interrumpido la lectura, tomaba páginas al azar y las sostenía bajo la lámpara, leyendo una línea aquí y otra allá. Esto me permitió yuxtaponer la lista de cargos en mi contra hasta que la acusación -eso es lo que era- adquirió un carácter diferente, más aceptable pues al perder la cronología perdía con ello un tanto de su impacto.

Bueno. Así las cosas, saltando de una página a otra, un renglón aquí, otro allá, leí en trozos lo siguiente –que en otras circunstancias equivaldría a un resumen:

…retrocediendo más hasta… una cosita, pero… talco regado en todo el baño, incluso en las paredes… una concha… para no mencionar el manicomio… hasta que al fin… una opinión equilibrada… la tumba. Tu “obra”… ¡Por favor! No me vengas con eso… Ninguno, ni siquiera… ¡Ni una palabra más al respecto!… Los niños… pues la verdadera cuestión… por no citar la soledad… ¡Por Dios! ¡De veras! Mira…

En ese momento escuché con claridad que la puerta del frente se cerraba. Dejé caer las hojas de la carta en el escritorio y corrí a la sala. No me tomó demasiado darme cuenta de que mi mujer no se hallaba en casa. (La casa es chica, sólo dos habitaciones, a una de las cuales nos referimos como mi cuarto o, a veces, como mi estudio.) Pero hago constar: todas las luces de la casa estaban encendidas.

En el exterior había una niebla espesa, tan densa que con dificultad se podía distinguir el acceso de entrada. La luz del porche estaba encendida y en el porche había una maleta. Era la maleta de mi esposa, en la que había traído sus cosas cuando nos mudamos a esta casa. ¿Qué diablos pasaba? Abrí la puerta. De repente –no sé de qué otra manera contarlo sino como ocurrió- apareció un caballo en la niebla y un instante después, mientras lo observaba pasmado, apareció otro más. Los caballos pastaban en nuestro jardín. Descubrí a mi esposa junto a uno de los caballos y la llamé.

– Ven- dijo ella.- Debes mirar esto. ¿No es increíble?

Se hallaba de pie junto a un caballo enorme, acariciándole la grupa. Vestía su mejor ropa, llevaba  zapatos de tacón y portaba sombrero. (No la había visto con sombrero desde la muerte de su madre, tres años atrás). Luego dio unos pasos hacia adelante y acercó su cara a las crines.

– ¿De dónde vienes, muñecote? –dijo ella-. ¿De dónde saliste, cariño?-, y de pronto, mientras yo la miraba, se echó a llorar junto a la crin.

– A ver, a ver- dije- y empecé a bajar los escalones. Anduve hasta ellos y acaricié al caballo, luego la toqué a ella en el hombro, pero ella retrocedió. El caballo resopló, alzó la cabeza un instante y volvió a pacer. -¿Qué pasa?- pregunté a mi mujer-. Por Dios, ¿qué está pasando aquí?

No me respondió. El caballo avanzó unos pasos y siguió pastando. El otro caballo también pastaba. Mi esposa siguió al caballo, sujetándole la crin. Puse mi mano en el pescuezo del caballo y sentí una corriente que recorrió mi brazo hasta el hombro. Me estremecí. Mi esposa aún lloraba. Me sentí impotente, pero también yo estaba asustado.

-¿Puedes decirme qué ocurre?- le dije-. ¿Por qué estás vestida así? ¿Qué hace tu maleta en el porche? ¿De dónde salieron estos caballos? Por Dios, ¿puedes decirme qué pasa?

Mi mujer empezó a cantarle al caballo. ¡A cantarle! De momento paró y dijo:

– No leíste mi carta, ¿verdad? Puede que la hayas ojeado pero no la leíste. ¡Admítelo!

– La leí – le dije. Mentía, sí, pero se trataba de una mentira blanca, una media verdad. Quien esté libre de culpa que lance la primera piedra… -Pero quiero que me digas qué está pasando- le pedí.

Mi mujer giró la cabeza de un lado a otro. Luego hundió su cara en la crin oscura y húmeda. Pude escuchar los chasquidos del caballo al mascar y como, luego de aspirar por sus ollares, resoplaba.

– Hubo una chica, ¿me escuchas?- dijo ella-. Pues esa chica amaba mucho a este chico. Lo amaba más que a ella misma. Pero el chico, bueno, creció y no sé qué le sucedió. Pero algo pasó. Se tornó cruel sin proponérselo y…

No escuché más porque en ese momento surgió un coche de la niebla, con los faros encendidos y una luz azul intermitente en el techo. Un segundo después llegó una camioneta tirando de lo que parecía ser una caballeriza móvil, aunque en la oscuridad era difícil acertar. Podía ser cualquier otra cosa, una estufa portátil por ejemplo. El coche llegó hasta el césped y se detuvo, luego la camioneta se emparejó al coche. Los dos vehículos mantenían encendidos los faros, igual que los motores, lo cual daba un aire espectral, bizarro a las cosas. Un hombre con  sombrero vaquero –un ranchero supuse- bajó de la camioneta. Se levantó el cuello de su chamarra de cuero y silbó a los caballos. Luego bajó del coche un hombre corpulento con un impermeable. Era más alto que el ranchero y también llevaba sombrero vaquero. Como llevaba abierto el impermeable alcancé a ver que portaba una pistola al cinto. Debía ser ayudante del alguacil. A pesar de todo lo que sucedía, de la inquietud que sentí, consideré importante anotar que aquellos dos hombres llevaban sombrero. Me pasé la mano por el cabello y lamenté que yo no llevara uno.

– Llamé a la oficina del alguacil hace un rato, en cuanto vi los caballos- dijo mi esposa. Aguardó un instante y luego añadió algo más-. Ya no será necesario que me lleves a la ciudad, después de todo. Lo menciono en mi carta, la carta que tú has leído. Te decía que necesitaba que me llevaras a la ciudad. Me parece ahora que puedo conseguir que uno de estos caballeros me lleve. Y no he cambiado mi decisión en nada, mi decisión es irrevocable. ¡Mírame!- dijo.

Yo los observaba reunir los caballos. El ayudante del sheriff sostenía una linterna mientras que el ranchero conducía uno de los caballos a la rampa del remolque. Entonces torné a mirar a aquella mujer a quien ya no conocía.                   

– Me largo- dijo ella-, eso es lo que pasa. Me voy a la ciudad esta misma noche. Voy a arreglármelas por mí misma. Todo está escrito en la carta que leíste-. Mientras que mi mujer, como dije antes, jamás subrayaba palabras en sus cartas, en aquel momento hablaba, tras de haber secado su lágrimas, como si debiera enfatizar una palabra sí y otra no.

– ¿Qué se te ha metido?- me oí decirle. Era como si yo mismo no pudiera evitar cierta presión en algunas de mis propias palabras-. ¿Por qué haces esto?   

Ella sacudió la cabeza. El ranchero montaba el segundo caballo en el remolque silbando agudamente, chasqueando las manos y gritando de vez en vez: ¡Eh, eh! ¡Atrás, atrás!

El ayudante del alguacil se acercó a nosotros con una tablilla bajo el brazo y la linterna en la mano.

– ¿Quién llamó?- preguntó.

– Yo- dijo mi mujer.

El ayudante del alguacil la observó unos instantes. Dirigió la luz de la linterna a sus zapatos de tacón y fue subiéndola hasta el sombrero.

– Está usted muy elegante- le dijo.

– Dejo a mi marido- comentó ella.

El ayudante asintió con la cabeza, como si comprendiera. (Pero cómo podía comprender).

– No le va a crear ningún problema, ¿verdad?- dijo el ayudante del alguacil, enfocando su lámpara a mi cara y moviendo la luz arriba y abajo-. No lo va a hacer, ¿no es cierto?

– No- respondí-, ningún problema. Pero lamento que…

– Bueno- dijo el ayudante del alguacil- con eso basta.

El ranchero cerró el remolque y aseguró el cerrojo. Luego se dirigió a nosotros por entre el pasto húmedo que, advertí, le llegaba hasta lo alto de la botas.

– Les agradezco que hayan llamado- dijo-, estoy muy reconocido. La niebla es densa, si llegan a meterse a la carretera hubieran dado problemas.

– Fue la señora quien llamó Frank- dijo el ayudante del alguacil-. Necesita ir a la ciudad. Se va de casa. No sé quién es aquí la parte afectada pero es ella quien se va-. Y volviéndose hacia mi mujer le preguntó:- ¿Está usted segura?

– Estoy segura- dijo ella asintiendo con la cabeza.

– Bien- dijo el ayudante del alguacil-, asunto arreglado. ¿Escuchaste, Frank? Pero yo no puedo llevarla, debo detenerme todavía en otra parte. ¿Puedes tú llevarla a la ciudad? Seguramente querrá ir a la estación de autobuses o a un hotel, es lo usual. ¿Eso es lo que desea?- preguntó a mi mujer-. Frank necesita saberlo.

– Puede dejarme en la estación de autobuses- respondió mi mujer-. Mi maleta está en el porche.

– ¿Entonces qué, Frank?- preguntó el ayudante del alguacil.

– Creo que puedo- dijo Frank, levantándose el sombrero y volviéndoselo a calar-. Con mucho gusto la  llevaré. Pero no quiero meterme en líos.

– En lo absoluto- le dijo mi mujer-. No quiero causar ningún problema, pero me siento desolada en este momento. Sí, desolada. Estaré mejor en cuanto me vaya de aquí, lejos de este horrible sitio. Nada más echaré un vistazo para asegurarme de que no he dejado nada, nada importante –añadió. Vaciló un momento y luego dijo:- No es una decisión repentina como parece. Viene de hace mucho, mucho tiempo. Llevamos casados cualquier cantidad de años. Con altas y bajas, con buenas y malas épocas, tuvimos de todo. Pero ya es tiempo de que me valga por mí misma. Ya es tiempo. ¿Lo comprenden, caballeros?

Frank se quitó el sombrero de nuevo y le daba vueltas con las manos, como si examinara el borde. Luego volvió a ponérselo.   

El ayudante del alguacil dijo:

– Estas cosas suceden. Dios sabe que nadie es perfecto. No somos perfectos. Ángeles sólo hay en el cielo.

Mi esposa se dirigió a la casa pisando con sus zapatos de tacón el pasto húmedo y descuidado. Abrió la puerta del frente y entró. Podía ver que deambulaba detrás de las ventanas iluminadas y de pronto me percaté de una cosa. Quizás no la volvería a ver nunca más. Eso fue lo que pasó por mi mente y me cimbró.

El ranchero, el ayudante del alguacil y yo aguardamos en silencio. La niebla húmeda navegaba entre nosotros y los faros encendidos. Yo alcanzaba a escuchar los caballos removiéndose en el remolque. Creo que todos nos sentíamos incómodos. Pero sólo hablo por mí mismo, se entiende, no sé cómo se sentían ellos. Es posible que vieran que estas cosas suceden a diario, que vieran cómo se apartan las vidas. Al menos el ayudante del alguacil. El ranchero, Frank, con la vista baja, metió las manos en los bolsillos delanteros y de rato los sacó. Dio un puntapié a algo en el pasto. Yo crucé los brazos y permanecí en el mismo sitio, ignorante de qué sucedería luego. El ayudante del alguacil encendía y apagaba la linterna. De vez en cuando azotaba con ella la niebla. Uno de los caballos relinchó en el remolque y luego el otro también.

– No se ve nada en esta niebla- dijo Frank.

Lo decía para hacer conversación.

– Es de las peores que he visto- dijo el ayudante del alguacil. Enseguida volteó a verme. No me alumbró con la linterna esta vez, pero me dijo:- ¿Por qué te abandona tu mujer? ¿La maltrataste? ¿La abofeteaste?

– Jamás la he golpeado en todo el tiempo que llevamos casados- respondí-. Algunas veces me sobraron motivos pero jamás la toqué. Ella sí me golpeó una vez- dije.

– No empecemos- dijo el ayudante del alguacil-, no quiero oír pendejadas esta noche. No digas nada y nada pasará. Nada de broncas, ni se te ocurra. ¿No vas a crear ningún lío, verdad?

El ayudante del alguacil y Frank me observaban. Creo que  Frank estaba turbado. Sacó sus arreos y se puso a liar un cigarrillo.

-No, ningún lío- respondí.

Mi mujer salió al porche y levantó la maleta. Tuve la impresión de que no sólo había echado una última ojeada a la casa sino que aprovechó para arreglarse un poco, volverse a pintar los labios, etc. El ayudante del alguacil la alumbró con su linterna mientras ella bajaba los escalones.

– Por aquí, señora, pero tenga cuidado, está resbaloso- dijo.

– Estoy lista- dijo mi esposa.   

– De acuerdo- dijo Frank-. Pero que queden claras las cosas-. Se quitó el sombrero una vez más y lo sostuvo en las manos-. La llevaré a la ciudad y la dejaré en la estación de autobuses. Pero entiéndanme, yo no quiero inmiscuirme en este asunto. Saben a qué me refiero- dijo, y enseguida echó una mirada a mi esposa y luego a mí.

– Es correcto- dijo el ayudante del alguacil, muy bien dicho. Las estadísticas muestran que las disputas domésticas son potencialmente las más peligrosas para enredar a cualquier persona, en especial si se trata de un agente de la ley. Pero esta ocasión será la luminosa excepción. ¿No es así, amigos?

Mi esposa me miró y dijo:

– No te voy a dar un beso de despedida, sólo te digo hasta luego. Y cuídate.

– Exacto- dijo el ayudante del alguacil-. Si se besan quién sabe cómo acabe el asunto- y se carcajeó. 

Tuve la sensación de que todos esperaban que yo dijese algo. Pero por primera vez en la vida me faltaron las palabras. Luego me armé de valor y le dije a mi esposa:

– La última vez que te pusiste ese sombrero también llevabas un velo y yo te llevaba del brazo. Fue en el funeral de tu madre. Llevabas un vestido oscuro, no el que llevas hoy. Pero los tacones son los mismos, me acuerdo. No me abandones así- le dije-, no sé qué voy a hacer.

– Debo irme- dijo ella. Todo está dicho en la carta. Lo demás pertenece al… no sé. Al misterio o la especulación, supongo. En todo caso, no hay nada en la carta que no sepas ya. Luego volteó hacia Frank y le dijo- Vamos, Frank. Puedo llamarlo Frank, ¿verdad?

– Puede llamarlo como quiera, con tal de que lo llame a tiempo para la cena- dijo el ayudante del alguacil y soltó una carcajada.

– Por supuesto que puede- dijo Frank-. Bueno, en fin, vamos ya.- Cogió la maleta de mi esposa y se encaminó a su camioneta a ponerla en la cabina. Luego se paró en la puerta opuesta, manteniéndola abierta.

– Te escribiré una vez que me acomode- dijo mi esposa-. Creo que tendré que hacerlo, pero primero lo primero. Ya veremos luego.

– Así se habla- dijo el ayudante del alguacil. Hay que mantener abiertas todas las vías de comunicación. Buena suerte, camarada- me dijo a mí. Enseguida se dirigió a su coche y montó en él.

La camioneta hizo un amplio y lento rodeo en el pasto. Uno de los caballos relinchó. La última imagen que conservo de mi esposa es la del momento en que se encendió un fósforo en la cabina de la camioneta y ella se inclinó con el cigarrillo, aceptando la flama que le ofrecía el ranchero. Con sus manos envolvió la mano que sostenía el fósforo encendido. El ayudante del alguacil esperó a que la camioneta y el remolque pasaran y entonces echó a andar su coche, que patinaba en el pasto mojado hasta que se afirmó en el camino de la entrada, expulsando grava con las llantas. Al encaminarse hacia la carretera hizo sonar el claxon. Pitó. Los historiadores deberían usar más palabras como “pitar”, o “bocinazo” o  “estallido”, especialmente en momentos de gravedad como cuando ocurre una masacre o cuando un suceso terrible impone un manto funesto en el futuro de una nación. En momentos así se requieren ese tipo de palabras. Joyas en tiempo de necesidad.  

Quiero decir que fue en ese momento, mientras yo observaba en la niebla cómo se alejaba, cuando recordé una fotografía en blanco y negro de mi mujer con su ramo de novia. Tenía entonces dieciocho años, una niña todavía, me había espetado su madre un mes antes de la boda. Minutos previos a aquella fotografía se había casado. Sonreía. Acababa de o empezaba a reírse. En cualquiera de los casos, sonríe de felicidad ante la cámara. Tiene tres meses de embarazo, bien que la cámara no lo muestra, desde luego. ¿Y qué si está embarazada? ¿Qué más da? ¿No se embarazaban todas en esa época? Estaba feliz, en todo caso. Yo también estaba feliz. Sé que lo era. Los dos éramos felices. No me hallo en esa foto particular pero estaba muy cerca, a sólo unos pasos –según recuerdo-, estrechando la mano de alguien que me felicitaba. Mi esposa sabía latín y alemán, química y física, de Shakespeare y todas esas cosas que enseñan en escuelas privadas. Sabía cómo sostener correctamente una taza de té, sabía cocinar y hacer el amor. Era un tesoro.

Hallé esa fotografía, junto con otras, unos días después del asunto de los caballos, mientras buscaba entre las pertenencias de mi esposa, separando lo que podía desechar y lo que debía conservar. Empacaba para mudarme. Miré la fotografía unos instantes y luego la arrojé a la basura. Sin piedad. No me importaba. ¿Por qué había de importarme?

Si de algo estoy seguro, si conozco un poco la naturaleza humana, sé que no podrá vivir sin mí, que volverá a casa. Y pronto, que sea pronto. 

Pero no. No sé nada de nada, nunca supe nada. Se ha ido para bien. Lo presiento. Se ha ido y no volverá jamás. Punto. Nunca más. No volveré a verla si no nos cruzamos alguna vez en la calle.

Sigue pendiente aún el tema de la letra. Es un enigma. Pero el asunto de la letra no es lo importante, claro. ¿Cómo podría serlo luego de las secuelas que tuvo? No tanto la carta misma sino las cosas de la carta, que no puedo olvidar. No, la carta no es primordial, hay algo más allá de quien la haya escrito. Y ese “más allá” tiene que ver con sutilezas. Podemos decir, por ejemplo, que al elegir esposa se elige una historia. Y, de ser así, significa entonces que ahora me he quedado fuera de la historia, como los caballos y la niebla. O podría decirse que la historia me ha desertado. O que debo continuar la vida sin historia.  O que la historia tendrá que habérselas sin mí, a menos que mi esposa me escriba cartas o lo cuente a una amiga que lleve un diario. Así, años más tarde alguien podrá mirar al pasado, interpretarlo a partir de lo escrito, con sus tonterías y sus peroratas, sus silencios y sus insinuaciones. Lo cual me revela que la autobiografía es la historia de un hombre desafortunado, y de que estoy despidiéndome de la historia. Amada mía, adiós.