Itzayana Dorantes Martínez
No hay escapatoria posible al huir de nosotros mismos; el caos de adentro se proyecta siempre hacia afuera; la evasión es un camino hacia ninguna parte…, pero no hay que sufrir ni atormentarse, iniciemos el juego; el ambiente es propicio, sólo la magia perdura, el pensamiento mágico, el sortilegio inasible de la palabra…
Amparo Dávila, 1977
¿Qué pasaría si un día cualquiera, un ser espeluznante llegara a tu hogar, te observara con sus ojos amarillos, profundos y penetrantes? Imagina que en el sótano de tu casa existe alguien o algo a cuyos caprichos debes responder inmediatamente, alguien que no habla pero que con sus gritos y aullidos te eriza la piel y te hace pensar que en cualquier momento es capaz de terminar contigo. ¿Si una noche cualquiera llegará él a atormentarte? Si, a partir de un desafortunado día, escucharas chillidos, ruidos de veloces patas corriendo por doquier, los pasos de alguien que recorre tu hogar a su antojo, hasta que llega a la cabecera de tu cama.
En el género narrativo, este tipo de relatos conforman lo siniestro, “lo que suscita miedo o terror indefinido, algo inquietante que excita la intuición de algo horrendo o abominable. Sería lo extraño o lo desconocido, que puede tornarse inhóspito y hostil. Cuando debiendo permanecer secreto, oculto, se ha manifestado.”[1]
El 21 de febrero de 1928, en el pueblo minero y fantasmagórico de Pinos, Zacatecas, nació una de las maestras de lo siniestro, Amparo Dávila. De su imaginación, sueños y experiencias surgieron 32 relatos que transitan continuamente entre el género de lo fantástico, lo extraño y lo surrealista; que envuelven a las y los lectores desde el primer instante, y lo llevan de la mano de los desafortunados personajes por caminos inciertos de amor, locura y muerte.
Aunque la mayoría de estos relatos fueron escritos entre las décadas de 1950 a 1980, continúan siendo inquietantemente vigentes. A modo de un breve decálogo, en el presente artículo, se describen los elementos clave con los que Dávila logra sumergirnos magistralmente en lo siniestro.
1, La ambigüedad de lo siniestro
Amparo Dávila nunca describe físicamente a esos seres que llegan a atormentar a mujeres y hombres comunes y corrientes, ni siquiera nos deja la certeza de si son humanos, animales o monstruos. Lo siniestro está en la habilidad de la autora para generar una ambigüedad selectiva que sólo da pequeñas pistas de lo que atormenta, pero a la vez, ahondar en una descripción detallada y real del terror que invade a los personajes.
De esta manera, en el relato de “El huésped”, desconocemos qué es lo que llega atormentar a un ama de casa, sus hijos y a la mujer que le ayuda con las labores domésticas, por imposición de un esposo ausente y sordo a las súplicas de su esposa. Dávila sólo nos hace saber que “Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.”[2]
2. Entre lo inexplicable y la repentina invasión
La figura del invasor es pilar en la narrativa daviliana: “Este monstruo se presenta siempre como un invasor, un intruso, un huésped no deseado, inesperado, un acompañante molesto cuando no trágico, que irrumpe en la vida de los demás y la trastorna, la cambia, la vuelve un infierno sobre la tierra.”[3] Además de “El huésped”, estas intromisiones son la base de otros relatos como “Moisés y Gaspar” y “Óscar”.
En el primero, un cercano amigo del protagonista deja en su testamento que debe encargarse de Moisés y Gaspar, de quienes sólo sabemos que tienen la capacidad de arrojar objetos (¿tienen manos, son personas?), pero tienen características de animales (no pueden subir a un avión, olisquean las cosas):
“¡Qué duros y difíciles fueron los días que siguieron a la llegada de Moisés y Gaspar a mi casa! […] Con la llegada de Moisés y de Gaspar toda mi vida se desarregló. Tenía que levantarme a las seis para ir a comprar la leche y las demás provisiones; luego preparar el desayuno que tomaban a las siete en punto, según su costumbre. Si me demoraba, se enfurecían, lo cual me causaba miedo, por no saber hasta qué extremos podía llegar su cólera.”[4]
Lo que tampoco queda claro es la inexplicable razón por la cual los personajes terminan esclavizándose a la voluntad de los invasores, por temor a las represalias que, en su cólera y naturaleza siniestra, puedan tomar contra sus involuntarios e indefensos cuidadores.
Óscar es uno de los personajes más poderosos y siniestros de los relatos de Dávila. La historia inicia cuando Mónica regresa a su hogar en el pueblo con su familia y, en el sótano de la casa, está Óscar. Sabemos que es grande, hostil, escandaloso, con actitudes animalescas, acosadoras y violentas, así como de su capacidad de controlar la vida de las personas en aquella vieja casa:
“Desde el sótano Óscar manejaba la vida de aquellas gentes. Así había sido siempre, así continuaría siendo. Comía primero que nadie y no permitía que nadie probara la comida antes que él. Lo sabía todo, lo veía todo. Movía la puerta de fierro del sótano con furia, y gritaba cuando algo no le parecía. Por las noches les indicaba con ruidos y señales de protesta cuando ya quería que se acostaran, y muchas veces también la hora de levantarse. Comía mucho, con voracidad y sin gusto, con las manos, grotescamente. A la menor cosa que le incomodaba aventaba los platos con todo y comida, se golpeaba contra las paredes y cernía la puerta. […] Hacia la medianoche se escuchaba el crujir de la vieja madera de la escalera bajo el tremendo peso de Óscar. A veces abría la puerta de una de las recámaras y tan sólo se asomaba, volvía a cerrar la puerta y se regresaba al sótano. Pero otras veces entraba a todos los cuartos y se acercaba hasta las camas y allí se quedaba un rato, inmóvil, observando, y sólo su brusca y fuerte respiración rompía el silencio de la noche. Nadie se movía entonces, todos permanecían rígidos y paralizados ante su presencia, pues con Óscar nunca se sabía qué podía suceder. […] En los días de luna llena Óscar aullaba como un lobo todo el tiempo del plenilunio y se negaba a comer.”[5]
Se puede deducir que Óscar es uno de los hermanos y que tiene alguna enfermedad mental, parece constituir la única explicación lógica para justificar la carga que la familia soporta, pero en la narrativa de esta autora todo es posible, y el grado de lo siniestro que pueda alcanzar esta explicación recae sobre las y los lectores.
3. La cotidianidad adversa
Lo cotidiano en los relatos de Dávila puede tener dos sentidos. Por una parte, a pesar de que el invasor supone una irrupción irremediable a lo “normal”, el miedo y el comportamiento de supervivencia terminan volviéndose algo cotidiano para los personajes. Y aunque no significa que el terror disminuya, sí muestra a personajes que adaptan y transforman su día a día con base en el elemento disruptivo. El segundo elemento, y el más siniestro quizá, es que le puede pasar a cualquiera. En palabras de la propia Dávila, sus personajes son hombres y mujeres comunes y corrientes, con vidas normales. “Ese temor que puede asaltarnos en lo cotidiano, pues uno empieza a elucubrar y de repente ya no puede manejar todo lo que imagina; esto genera la angustia y por eso, el deseo de escape.”[6] En ese sentido, nadie está a salvo de lo siniestro en su día a día.
La tragedia de lo cotidiano se enmarca en muchos de los relatos en el hecho de no poder dormir, situación que lleva al borde de la locura a los personajes, quienes se aproximan irremediablemente a tres caminos: la huida, el suicidio o el asesinato. Es el caso de “El jardín de las tumbas”, “Música concreta” y “La señorita Julia”.
En el “El jardín de las tumbas”, Dávila nos cuenta la vida presente de Marcos, soltero de cuarenta años, mezclada con sus memorias de niño y adolescente cuando todos los veranos su familia lo llevaba a un convento que tenía un pequeño cementerio. Ahí, el pequeño Marcos debía lidiar cada noche con la presencia fantasmal de un obispo que lo perseguiría aún en su vida adulta:
“Su corazón latía con violencia y un frío espanto lo iba invadiendo hasta lograr paralizarlo por completo cuando advertía que no estaba solo, que alguien sentado frente a su cama lo observaba fijamente, penetrándolo hasta el alma con sus cuencas vacías… Transcurría una eternidad de angustia y pavor desorbitado hasta que su mente funcionaba de nuevo y descubría, o más bien se daba cuenta de que el obispo no era sino su ropa que había dejado en desorden sobre la silla.”[7]
Por otro lado, “Música concreta” nos cuenta el tormento de Marcela, a quien la amante de su marido, transformada en sapo, la aterroriza cada noche:
“-Ella. Me persigue noche tras noche, sin descanso, durante largas horas, a veces toda la noche, sé que es ella, recuerdo los ojos, reconozco sus ojos saltones, inexpresivos, sé que quiere acabar conmigo y destruirme por completo, ya no duermo, hace tiempo que no me atrevo a dormir de noche, estaría a su merced […]”[8]
Algo similar sucede con “La señorita Julia”, uno de los cuentos que mejor conjuga los elementos de lo extraño y lo siniestro característicos de Amparo Dávila. Julia tenía una vida ejemplar y tranquila hasta que comienza a escuchar ruidos como de roedores por las noches, y se obsesiona con acabar con ellos, a grado tal de perder su trabajo, a su prometido, su reputación de joven honrada, su familia y su salud mental.
4. Soledad sin salida
En la narrativa daviliana, no hay manera en que los personajes evadan o escapen de las situaciones siniestras que les acontecen. Más aún, en la mayoría de las ocasiones terminan aceptándolo sin remedio, sabiendo que por ningún medio existe escapatoria. Aceptar lo siniestro es aceptar la soledad, el miedo y la locura que éste implica, saber que nadie entenderá la razón que los ha llevado a acciones y comportamientos tan extremos.
En “La celda”, María Camino, hija de una familia respetable, ocultaba un secreto que la torturaba y por ningún motivo podía confesar a su madre ni hermana: un posible fantasma masculino la abrumaba en las noches; las descripciones llevan a suponer abuso físico y sexual, aunque la autora nunca lo dice de forma textual. “María no lograba apartar de su mente, ni un solo instante, aquella imagen. Sabía que estaba condenada, mientras viviera, a sufrir aquella tremenda tortura y a callarla. Los días le parecían cortos, huidizos, como si se le fueran de las manos, y las noches interminables. De sólo pensar que habría otra más, temblaba y palidecía. Él se acercaría lentamente hasta su lecho y ella no podría hacer nada, nada…”[9]
En “El espejo”, madre e hijo aceptan el hecho de “haber sido elegidos” (¿por quién?): “Los dos conocimos entonces toda nuestra insensatez. No volvimos a cubrir más el espejo. Habíamos sido elegidos y, como tales, aceptamos sin rebeldía ni violencia, pero sí con la desesperanza de lo irremediable.”[10]
5. La mirada en el centro
“La obra de Amparo Dávila […] posee abundancia de miradas. Más que hablar y escuchar, los personajes miran o son vistos.”[11] Pero son vistos de forma siniestra, penetrante, aterradora. La mirada de los invasores y agentes del terror en los relatos es, casi siempre, la única pista que tenemos de su monstruosidad, por lo que su descripción se vuelve fundamental en todas las historias. No hay un solo relato sin mención a las miradas.
“Julia tenía los ojos cerrados, pero estaba despierta y escuchaba los ruidos en la estancia… […] Abrió los ojos y se incorporó […] Escuchó como una estampida, una huida rápida, distinguió unas sombras alargadas y alcanzó a ver unos ojillos muy redondos, muy rojos y brillantes. Encendió la luz y saltó de la cama, ahora sí las encuentro… Después de algún rato de inútil búsqueda volvió a la cama tiritando de frío.”[12]
“De pronto sentí unos ojos detrás de mí, salté de la silla y me di vuelta; allí estaban Moisés y Gaspar. Me había olvidado por completo de su existencia, pero allí estaban mirándome fijamente, no sabría decir si con hostilidad o desconfianza, pero con mirada terrible.”[13]
6. Al encuentro de los detalles
Hasta lo que se ha visto, lo siniestro recae principalmente en el invasor o agente de terror; sin embargo, hay otro componente de suma importancia en los relatos de Dávila: la atmósfera. Ese ambiente en el que se desarrollan los acontecimientos es siniestro, tanto en las características del espacio físico, como en los detalles captados por los sentidos que dan el toque final a lo espeluznante. De acuerdo con León Guillermo Gutiérrez, “en los cuentos que integran los tres libros de Amparo Dávila, la acción transcurre en espacios cerrados, oscuros, o si son abiertos se convierte en escenografías lúgubres, pequeños microcosmos donde el horror agazapado lanza de repente el zarpazo, y sin misericordia alcanza a seres propensos a la indefensión.”[14]
La casa de Jana en “La quinta de las celosías” es el ejemplo perfecto de los lúgubres espacios interiores, llena de objetos valiosos, oscura, asfixiante, y también del efecto que causa en el personaje. Además, la casa se va volviendo cada vez más lúgubre, al mismo tiempo que Jana se va volviendo cada vez más irreconocible para Gabriel.
Respecto a los espacios exteriores, en “Griselda”, Dávila combina elementos de sombra, vegetación, escombros y hasta aromas para lograr un patio y un estanque que también se van volviendo cada vez más sombríos conforme Griselda va mostrando su tragedia a Martha: “El viento refrescó la tarde y traía el perfume de los jazmines y las madreselvas. El crepúsculo se desmadejaba entre los altos árboles. […] El olor de los jazmines y de las madreselvas comenzaba a ser demasiado fuerte, tanto que, de tan intenso, se iba tornando oscuro y siniestro, como la tarde misma y los árboles y el agua ensombrecida del estanque.”[15] En este fragmento se observa el uso de la sinestesia[16], al hablar de “olores oscuros”.
Otro manejo similar de esta figura literaria se observa en un fragmento de “Estocolmo 3”, relato en que la narradora visita el nuevo departamento de sus amigos Homero y Betty cuando, durante la plática, aparece una joven a la que ninguno de los anfitriones parece ver hasta que la narradora los lleva al cuarto donde la joven desaparece: “Sin decir más los dos se levantaron y se dirigieron hacia el dormitorio, y yo detrás de ellos. Entramos a la recámara y no había nadie allí, sólo un fuerte olor a gardenias y a nardos, un olor demasiado dulce y pegajoso, denso y oscuro, atrayente y repulsivo, que no se podía dejar de aspirar y que contraía el estómago en una náusea insostenible.”[17]
7. Feminidad siniestra
Es importante señalar que no todos los personajes que enloquecen o son víctimas en los cuentos de Dávila son mujeres. También escribió magistrales relatos con protagonistas hombres, como “Fragmentos de un diario”, “El entierro” y “Un boleto a cualquier parte”. Sin embargo, en la mayoría de sus cuentos existe una crítica respecto a los contextos que enmarcan las situaciones siniestras y de locura que enfrentan las mujeres.
Como breve pero necesaria acotación, “es importante considerar que las obras se ubican en la primera mitad del siglo XX, donde los roles de género estaban bien delimitados y el destino de la mayor parte de las mujeres era casarse, tener hijos y ser amas de casa. Si bien, ya existían algunas opciones para profesionalizarse, no era tan sencillo debido a que el entorno social no lo permitía.”[18] Así, se identifican nueve temas distintos desde los cuales las mujeres terminan siendo víctimas de lo siniestro: Así, se identifican nueve temas distintos desde los cuales las mujeres terminan siendo víctimas de lo siniestro: el matrimonio, la maternidad, el aborto, el envejecimiento, la soltería, su papel de amas de casa y cuidadoras, la censura a su sexualidad, la violencia y la incomprensión que genera todo lo anterior y deriva en “locura femenina”.
En “La quinta de las celosías” se aprecia una crítica velada a la premisa imperante de que todo problema de las mujeres radica en su soltería y, por tanto, el matrimonio no sólo es deseable sino necesario para su salvación y felicidad. El deseo de Gabriel de ser el caballero que salve a Jana de su inaceptable soledad y profesión (aunque fueran conscientemente elegidos por ella), lo lleva a su funesto desenlace.
El segundo abordaje del matrimonio lo realiza desde su inminente fracaso y la anulación que significa para las mujeres. En “El huésped”, es muy explícita la infelicidad de la esposa respecto del trato de su marido, y de que puede considerársele a él mismo un monstruo por ponerla a ella y sus hijos a merced del terrible huésped: “Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión.”[19]
La anulación de la esposa se da también a través de la infidelidad, condición que las minimiza y las pone aún más a merced de los invasores. En “Música concreta” es la amante de su esposo la que busca lastimar a Marcela, y en otros cuentos como “Final de una lucha” y “El entierro” se puede observar el sufrimiento que causa la infidelidad a las mujeres.
“El último verano” es uno de los cuentos más completos y críticos respecto a la problemática de la mujer. Aborda el ya mencionado tema de la infelicidad matrimonial, pero también de la enorme carga de la maternidad para las mujeres, de cómo el envejecimiento significa para ellas la pérdida de su valor, así como de la contrariedad e impacto del aborto.
En este relato, la narradora es una mujer de 45 años que, con pretexto de estar viendo su retrato de cuando tenía 18 años, lamenta estar ya en esa edad en la que “no es posible sentirse contenta y animosa cuando de sobra se sabe que una no es ya una mujer sino una sombra, una sombra que se irá desvaneciendo lentamente…”[20]. Sin embargo, recibe la noticia de que está embarazada, situación que ella ya no quiere padecer de nuevo: “Porque, claro, era bien pesado después de siete años volver a tener otro niño, cuando ya se han tenido seis más y una ya no tiene veinte años, y no cuenta con quién le ayude para nada y tiene que hacerlo todo en casa y arreglárselas con poco dinero, y con todo subiendo día a día.”[21]
Si bien ella no aborta intencionalmente, el relato da a entender que su inconformidad y frustración la hacen llevar la fatiga de su cuerpo al límite, provocando un aborto natural: “Estaba observando indiferente a las luciérnagas, que se encendían y apagaban poblando la noche de pequeñas y breves lucecitas, cuando algo caliente y gelatinoso empezó a correr entres sus piernas. Miró hacia abajo y vio sobre el piso un ramo de amapolas deshojadas.”[22]
Retomando el canon social de que el matrimonio debe ser la aspiración de toda hija de familia, decente y respetable, aquellos personajes femeninos que no lo han “logrado” o escogido, se convierten en objeto de escarnio social. Amparo Dávila muestra tres ejemplos muy concretos: La señorita Julia, Estela Peña y Tina Reyes, quienes dan nombre a sus respectivos relatos.
En el caso de las dos primeras, a pesar de llevar mucho tiempo con sus respectivos novios, los “caballeros” en cuestión nunca se decidieron por hacer la propuesta de matrimonio, argumentando cada cual sus proyectos personales de vida y que era necesario robustecer las finanzas antes de semejante decisión. Lo anterior deja muy mal paradas a las protagonistas, quienes estaban dispuestas a cumplir con lo que se esperaba de ellas, a pesar de lo agotador y desigual que es el matrimonio para las mujeres. En el caso de Julia es un malestar oculto, callado, que termina manifestándose en esas ratas que la atormentan por las noches, a las cuales intenta erradicar a toda costa mientras conserva su compromiso, pero al terminarse éste, Julia se da por vencida. Mientras que, en el caso de Estela, es un malestar explícito, una ruptura de sus sueños y esperanzas al escuchar a Rubén diciéndole que no se casaría con ella.
Lo que sucede después con Estela es la simbolización de que toda su vida ya estaba perdida, hasta el momento de su muerte, porque le había sido negada la posibilidad del matrimonio con el hombre a quien había amado:
“Estela abrió la portezuela y se bajó del coche sollozando […] se echó a correr y pronto se perdió entre las calles, en medio de la noche. Corría desesperada por calles oscuras y desiertas, por callejones llenos de sombras, por lugares sin rostro y sin nombre, corría hacia lo desconocido, hacia ninguna parte, entre la oscuridad amenazante y el desolado silencio de la noche, de esa noche cerrada sin luna y sin estrellas, sin esperanza y sin fin, en que se iba adentrando cada vez más […].”[23]
Si bien el relato de “El último verano” es muy representativo respecto a la fuerte carga doméstica y de cuidado que llevan las mujeres casadas, pues en varias ocasiones la protagonista hace notar que ella sola es quien trabaja en casa para el cuidado de su marido y los seis hijos, sin ninguna reciprocidad, apoyo o comprensión por parte de él, las mujeres solteras no se libran de ser cuidadoras ni del “mandato social dicta que deben quedarse en ese territorio cerrado, donde realmente está lo siniestro de la domesticación.”[24] Es el caso de Angelina en “El pabellón del descanso”, quien debe cuidar a su tía enferma y egoísta, para quien solo su enfermedad importa, reclama a cualquier desvío de atención y es ciega ante la fatiga crónica y posterior leucemia de su sobrina. Ante esa dura vida que la condena a la soledad y al trabajo extenuante, Angelina encuentra su descanso en el sanatorio y, la solución, en el pabellón solitario al cual llegará a través del suicidio.
Por otro lado, tres cuentos tratan el fatal desenlace que espera a las mujeres que no se apegan al régimen de la sexualidad femenina reprimida: “El desayuno”, “Detrás de la reja” y “La celda”. En el primero, Carmen relata a su familia una pesadilla en la que, aunque al inicio ella deseaba bailar con ese clavel rojo que se lo pedía, y que, de acuerdo con América Luna, Dávila lo utiliza como símbolo del órgano sexual masculino, después se percata de lo inapropiado de la situación y desea librarse de ella a toda costa, cosa que no consigue hasta la muerte de su novio Luciano.[25]
La narradora de “Detrás de la reja” termina encerrada por haber cedido ante la “tentación” de la sexualidad premarital. Ella y su tía Paulina, una mujer adulta que se hace cargo de ella al quedar huérfana, viven sin apuros en la provincia. Sin embargo, la llegada del joven Darío, conocido de ambas cuando apenas era un niño, acaba con la armonía entre ellas, pues él se enamora de la sobrina, quien accede a dar narcóticos a su tía por la noche para que puedan estar juntos; sin embargo, Paulina también siente atracción por Darío y al descubrirlos, encierra a su sobrina en un manicomio.
Algunos personajes femeninos de Dávila no sufren por las imposiciones masculinas, por la pérdida de la juventud o por no cumplir con los referentes sociales, sino por la pérdida de los hombres amados, sean los esposos o los amantes, pues también las mujeres pueden ser adúlteras en estos relatos. Son los casos de “Griselda” y las protagonistas de “La carta”, “El abrazo”, “Árboles petrificados” y “Arthur Smith”.
8. Simbología funesta
Amparo Dávila utiliza en muchos de sus relatos símbolos de vegetación, flores y animales con diferentes propósitos: los árboles petrificados dan una pista de que la narradora y su amado murieron; las amapolas deshojadas simbolizan la pérdida del hijo no nacido; los jazmines, las madreselvas y los nardos son símbolos de lo sobrenatural y lo obscuro; el clavel rojo de Carmen es símbolo de lo prohibido y después de la fatalidad; mientras que en “Alta cocina”, lo que acontece a esos pequeños “seres” que parecen ser vegetales vivientes (aunque otras pistas parecen apuntar a que son pequeños animales), denuncia la crueldad de la que es capaz el ser humano para satisfacer sus placeres y sus lujos.
Asimismo, “en el universo narrativo de Amparo Dávila a menudo nos topamos con algún animal cuya presencia está lejos de ser anodina; todo lo contrario, ya sea de carne y hueso, ya sea mero producto de la imaginación de los personajes, esos seres entrañan una carga simbólica que, por fuerza, orienta la lectura de los relatos en los que aparecen.”[26] Por un lado, animales como los roedores, los sapos y los insectos representan la locura, los deseos reprimidos y la culpa en los protagonistas: las ratas que atormentan a la señorita Julia surgen en respuesta a “lo clandestino y reprimido, ligadas no sólo al trabajo enajenante, sino a la opresión general y a veces total.”[27]
Estos roedores también tienen esta carga simbólica en “La celda”, cuando María Camino observa cadáveres de ratas y moscas cuando ya está encerrada, tras haber asesinado a su prometido por no quererse casar. La culpa se materializa en los gusanos que persiguen a la mujer de “El último verano”, mientras que el terror adquiere forma de sapo para Marcela en “Música concreta.”
Asimismo, la simbología de lo animal en los relatos de Dávila adquiere un tinte aún más siniestro cuando da lugar a una categoría de personajes entre monstruos y humanoides, en los que lo ambiguo de su descripción y las contrariedades en su comportamiento llevan a pensar que son bestias, pero con ciertas habilidades que sobrepasan esa condición. Es el caso de los personajes Moisés y Gaspar, Óscar y el huésped.
Finalmente, una variación de este manejo simbólico es cuando un personaje humano experimenta tal grado de locura que lo lleva a perder su condición humana hacia otra monstruosa y bestial. Jana: “Y los ojos claros de Jana eran como los ojos de una fiera brillando en la noche, maligna y sombría… Sobre Gabriel caía una lluvia de golpes mezclados con terribles carcajadas…”[28]
9. Sentido de lo vivido
Decía Amparo Dávila en su homenaje de 2008 en la Universidad Autónoma Metropolitana Iztacalco: “Creo en la literatura vivencial, ya que esto, la vivencia, es lo que comunica a la obra la clara sensación de lo conocido, de lo ya vivido, y lo que hace que perdure en la memoria y en el sentimiento, constituye su fuerza interior y su más exacta belleza.”[29]
Y así lo ha manifestado en diversas entrevistas, donde ha dado algunos ejemplos de sus propias experiencias que dieron origen a sus relatos. En primer lugar, ella misma fue víctima de la desigualdad por ser mujer, cuando su padre le impidió estudiar después de la educación básica, lo que le generó gran frustración. Además, fue testigo de las dinámicas de un matrimonio infeliz a través de sus padres, y tuvo una infancia enfermiza y solitaria.
La casa en la que vivió es el escenario lúgubre de cuentos como “El huésped” y “El patio cuadrado”, mientras la muerte, presente en tantos de sus cuentos, tiene su origen en el hábito infantil de ver pasar caravanas fúnebres desde su ventana:
“Pinos, el pueblo donde nací es el pueblo de las mujeres enlutadas de Agustín Yáñez […] yo nací en la casa grande del pueblo y a través de los cristales de las ventanas veía pasar la vida, es decir la muerte. Porque la vida se había detenido desde hacía mucho tiempo en ese pueblo. Pasaba la vida en diaria caravana, no había cementerios en varios ranchos cercanos y a Pinos llegaban a enterrar a sus muertos. Yo los veía llegar tirados en el piso de una carreta, atravesados sobre el lomo de una mula, y a veces en una rústica caja.”[30]
De experiencias más concretas surgieron los cuentos “Detrás de la reja”, “El huésped” y “Alta cocina”. El primero, Dávila lo escribió por una experiencia en la que tuvo que dejar a una tía en un psiquiátrico, donde le jugaron una broma en la era ella a quien dejarían encerrada allí. En “El Huésped”, es un búho el que le quitaba a la niña Amparo el sueño. “Alta cocina” surge de la impresión que le dio ver a un chef cocinar caracoles.
Dávila lleva estas experiencias, aparentemente simples y sin trascendencia, a otro nivel, nutriéndolas con críticas a las injusticias imperantes en la sociedad y con elementos siniestros que enganchan a las y los lectores desde las primeras líneas.
10. El punto final de la lectura
Además del uso de la ambigüedad que caracteriza el desarrollo de los relatos de Dávila, en diversos relatos la autora deja para el final un giro de 180 grados a la historia, así como la abierta posibilidad de múltiples interpretaciones. En “Estocolmo 3”, queda sin explicación la presencia de la joven en el departamento, cuál era su relación con la pareja y lo que sucede después: “-Pero, ¿tú crees que…? ¿Si será la…?- le preguntaba Betty a Homero. […] Después supe que se mudaron de Estocolmo 3 al día siguiente. Después supe, también, muchas otras cosas.”[31]
Finalmente, en “Con los ojos abiertos”, tampoco se sabe qué es lo que enfrentará Mariana ni el desenlace del relato, se deja totalmente a la imaginación de las y los lectores: “Cuando los pasos llegaron hasta la cabecera de su cama, un sudor frío y pegajoso cubrió todo su cuerpo y fue presa del terror, a tal grado que, por un momento, pensó y deseó posponer su decisión y quedarse así, quietecita, sin moverse como tantas veces, con los ojos bien apretados, pero Mariana había decidido enfrentar lo que fuera con los ojos abiertos, se clavó las uñas en las palmas de las manos y abrió los ojos.”[32]
La permanencia de lo siniestro
No importa cuánto tiempo pase ni cómo evolucionen las sociedades, el amor, el dolor y la pérdida siempre regirán la conducta humana, a la vez que lo siniestro, aquellos sucesos y comportamientos sin explicación lógica aparente, seguirán poblando nuestra cotidianidad. Esa permanencia y el uso de símbolos para nombrar a aquello que nos infunde miedo hace aún vigentes los relatos de Amparo Dávila. Mientras el ser humano sienta miedo, Amparo seguirá vigente
En lo posible radica lo siniestro, en el hecho de que, si todos estos relatos surgieron de vivencias, es inminente que en cualquier momento a cualquiera nos puede ocurrir. De ahí que lo siniestro nos enganche tanto, porque todas y todos tenemos experiencias siniestras a las que no hemos querido dar cabida, pero siempre están ahí, recordándonos que una hebra delgada nos separa del amor, la locura y la muerte. ⌈⊂⌋
[1] Claudia Cabrera Espinosa, “Lo siniestro en algunos cuentos de Amparo Dávila”, Conferencia en conmemoración de su natalicio, Museo de la Mujer, Ciudad de México, 23 de febrero 2022.
[2] Amparo Dávila [AD], Cuentos reunidos, Col. Letras Mexicanas, México, 2009, p. 19
[3] Jaime Lorenzo y Severino Salazar, “La narrativa de Amparo Dávila”, Tema y variaciones 6, UAM-Azcapotzalco, México, 1995, p. 62
[4] AD, Ibíd., p. 82-83
[5] AD, Ibíd., pp. 213-14
[6] AD en Cardoso, Regina y Cázares, Laura, “Entrevista a Amparo Dávila. 29 de agosto 2007”, Amparo Dávila. Bordar en el abismo, Col. Desbordar el Canon, Tecnológico de Monterrey y UAM, México, p. 187
[7] AD, Cuentos reunidos, Op. Cit., pp. 114-115
[8] AD, Ibíd., p. 102
[9] Amparo Dávila [AD], Cuentos reunidos, Col. Letras Mexicanas, México, 2009, p. 41
[10] AD, Ibíd., p. 78
[11] Óscar Mata Juárez, “La mirada deshabitada (la narrativa de Amparo Dávila)”, Tema y variaciones 12, UAM Azcapotzalco, México, 2008, p. 16
[12] AD, Ibíd., p. 63
[13] AD, Ibíd., p. 81
[14] Guillermo León Gutiérrez, Las historias ocultas de Amparo Dávila, texto leído en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes en el homenaje a Amparo Dávila, 17 de febrero de 2008.
[15] AD, Ibíd., p. 203
[16] Como figura literaria, la sinestesia es la “Figura retórica que consiste en la atribución de una sensación a un sentido que no le corresponde.”, Oxford Languages Dictionary.
[17] AD, Cuentos reunidos, Col. Letras Mexicanas, México, 2009, p. 227
[18] Nancy Granados Reyes en “La identidad femenina y las emociones en los cuentos “Matilde Espejo” y “Tina Reyes” de Amparo Dávila”, Dossier Acercamientos a la Narrativa de Amparo Dávila, Vol. 4 Núm. 8, México, 2021, p. 37
[19] AD, Op. Cit., p. 19
[20] Ídem, p. 205
[21] Ídem, p. 206
[22] Ídem, p. 207-208
[23]Amparo Dávila [AD], Cuentos reunidos, Col. Letras Mexicanas, México, 2009, p. 271
[24] Ana Luisa Coulon, “El callejón sin salida de “La señorita Julia” en Cardoso y Cázares, Op.Cit., p. 100
[25] Véase América Luna Martínez, Op. Cit., p. 6
[26] Laura López Morales, “Para exorcizar a la bestia” en Cardoso y Cázares, Op. Cit., p. 153
[27] Ana Luisa Coulón, Op. Cit., p. 97.
[28] AD Op. Cit., p. 38
[29] AD, “Mi actitud literaria” en Cardoso y Cázares, Op. Cit., p. 193
[30] Amparo Dávila leída por Claudia Cabrera Espinosa, Op. Cit.
[31] AD, Cuentos reunidos., Op. Cit. p. 227
[32] AD, Ibíd., p. 296
FUENTES-.
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Ciudad de México, 1993. Apasionada de la literatura escrita por mujeres. Licenciada en Relaciones Internacionales por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Su tesis “La labor diplomática de Rosario Castellanos en Israel, 1971-1974” obtuvo Mención Honorífica en el Premio Genaro Estrada 2020 (SRE). Ha impartido conferencias en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM y en Comitán de Domínguez, Chiapas. Servidora pública a nivel local, en el Gobierno de la Ciudad de México, y federal en el Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia y en la Secretaría de Bienestar.