Elogio de la Minifalda

Leandro Arellano

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De los diversos instrumentos del ser humano el más curioso es, quizás, el del vestido. La minifalda surgió hace sesenta años e impuso una nueva era a la moda en el vestir. La historia del vestuario ha marchado muy ligada a la narrativa del desarrollo humano. El vestido evolucionó hasta no ser más un velo o cortinilla del cuerpo, sino un elemento representativo del carácter y personalidad de pueblos e individuos. Dejó de ser un manto frágil  para constituirse en una de las más sutiles y convincentes maneras de presentación ante los demás.

Hay ciertos asuntos sobre los cuales la naturaleza no necesita rectificación. La apariencia es cosa personal. Es facultad individual, la genera cada ser humano. Es asunto de decoro y dignidad -en principio- y tiene múltiples derivaciones. Ningún lujo hay más ostensible que el del arreo personal. La moda del vestido incumbe no sólo a las  mujeres. Concierne a todos, especialmente a antropólogos, sociólogos, artistas, diseñadores, diletantes y otros grupos e individuos. En un libro de varios cientos de páginas, el insólito sabio Roland Barthes discurre sobre cómo los seres humanos pueden imponer un sentido al vestuario.                        

Parece entonces que el todo o nada comienza con el vestido, con estar a la moda. La moda proviene de tiempos remotos y se instala de modo irracional. Es un disfraz colectivo, acoge las nuevas creaciones, lo que se presenta como novedad, y se reinventa y recicla con cada generación. Y no es superficial todo lo que rodea al vestuario. Motivos menores pueden detonar sucesos extraordinarios.

Nadie pudo ignorar o desentenderse de aquella desusada creación. Representaba el comienzo de una época en la moda femenina, concentrada en aquel atuendo leve y telúrico. Su aparición no se ciñó únicamente a la renovación de la apariencia personal pues implicó algo más que una irrupción en el atuendo de la mujer: constituyó una acción que daba impulso a derechos reivindicatorios de las mujeres.

Los caminos de la creación son indecisos.  Una actitud, un gesto físico se tornaba un avance en el reconocimiento de atributos de las mujeres y de su propia manifestación personal. Al tiempo que enriquecía el vestuario de la mujer, removía prejuicios y modales en diversos sectores y mentalidades.

La portada de Life no dejaba dudas. Curiosos y viandantes se detenían momentáneamente ante la certeza de aquella foto cuya imagen irradiaba un fulgor que desdecía todo lo que no perteneciera a las formas puras del arte. En colores laicos mostraba a la joven amazona marchando en la acera de alguna avenida neoyorkina o sanfrancisquense, calada con la minifalda, el ornamento que instauraba aquella moda y abría la puerta a una nueva etapa de la modernidad.

Una revelación a los ojos de quienes contemplaban aquella foto que dio la vuelta al mundo.

La nueva prenda magnificaba la dimensión de las piernas desnudas, largas, rectas y sólidas de la joven mujer, en una longitud que descendía del dobladillo -al final del arco posterior- hasta las zapatillas, rematando el conjunto unos tobillos abastados y tersos.

Al encomiar el avance civilizatorio de Atenas, Tucídides destaca en su Historia de La guerra del Peloponeso, que los hombres mayores de la clase acomodada portaban todavía hasta su época, por el gusto de su lucimiento, la túnica larga de lino. Y fueron los lacedemonios –agrega- los primeros en adoptar la moda simple del momento, y Esparta donde los ricos adoptaron un tren de vida más cercano al de la masa que en otras ciudades.   

2

La hora de nacimiento de la minifalda no es fácil de precisar pues su origen emana de un proceso evolutivo. Fue generada en una carrera gradual, la elevación del dobladillo o bastilla fue paulatina: en los años veinte del siglo pasado, el francés Jean Patou lo elevó hasta la rodilla.          

La autoría de su creación se la disputaban diversas personalidades reputadas en el diseño, el corte, la confección, el estilismo mundiales. Mary Quant, André Courréges, John Bates y Jean Varon se hallaban a la cabeza. Sin embargo, parece haber coincidencia en que el lanzamiento masivo de la prenda tuvo lugar en 1963, en la airosa calle de King´s Road, en el barrio de Chelsea, en Londres, y fue obra de Mary Quant.

Francia no se quedó a la zaga. La impulsaban nombres de prestigiados diseñadores. Courréges se proclamó el auténtico creador y eligió a Brigitte Bardot como su musa, convirtiéndola en ícono de la minifalda.

La prenda se difundía sin trabas y adquiría una progresiva demanda combinada con otros aditamentos –como botas altas- que acentuaban su originalidad.     Pronto las muchachas desafiaban calles y avenidas, parques y plazas, enfundadas en el llamativo atuendo. Una multitud de jóvenes mujeres, famosas entonces- Julie Christie, Sylvie Vartan, Brigitte Bardot, Catherine Deneuve, Twiggi y varias personalidades del cine, la publicidad y otros sectores-, satisfacían pantallas y portadas luciendo la prenda.

Nada puede producirse sin cambio. La significación de la minifalda comprendía una moda, un instrumento de liberación y un desafío. La exposición fue un elemento ineludible de su esencia. Cierto arrojo la ha acompañado desde su nacimiento.  Como fuere, es indudable que su uso impulsó principios elementales de consideración sobre la igualdad de la mujer, en una sociedad eminentemente masculina.

Las grandes firmas del diseño y la moda -Chanel, Prada, Hermes, Loui Vuitton y otras- mantienen en la actualidad una industria millonaria alrededor del vestuario, las marcas y la publicidad, y en esos vendavales se mece la sexagenaria minifalda ya sin el imán de la novedad, convertida en prenda de uso común, pero jamás desprovista de atractivo.

La minifalda no surgió por generación espontánea. Fluían tiempos de cambio. Emergió en una época privilegiada, en medio de una multitud de acontecimientos que implicaron cambios en las sociedades de casi todos los continentes. Vio la luz en paralelo con la aparición de los Beatles, la avalancha del rock, los derechos civiles, la píldora anticonceptiva, derechos de la mujer, James Bond y otros fenómenos. Fue la etapa prodigiosa cuando el hombre viajó a la luna, cuando el Arte pop, la industria publicitaria y la moda en el vestir causaban furor.

Una muestra de los afanes que fluían entonces la condensó plásticamente la escritora Marta Traba, quien refiere (Arte de América Latina 1900 – 1980, BID 1994) cómo entre 1961 y 1964, la Galería Leo Castelli de Nueva York promovía los productos pop, La calle de Oldenburg, los Dick Tracy de Andy Warhol y las declaraciones de artistas pop en las revistas Time y Life.

La corriente del cambio abarcó también la vestimenta y la apariencia personal de los varones, quienes dejaron crecer su cabello y se enfundaron ropa ajustada, además de calarse pantalones multiformes. Los jóvenes –ellas y ellos- rechazaban el status quo y los hábitos sociales heredados de la postguerra. Protestaban exigiendo cambios, demandas de una nueva generación. Algunos postulados de la filosofía existencialista rebasaron los claustros editoriales y universitarios tornándose ejercicio callejero.

En el Pacífico oriental se enconaba la guerra de Vietnam.

El movimiento Hippy constituyó una de las expresiones sociales más originales de la época. Herederos de la antigua filosofía cínica, el movimiento inundó espacios con la expresión de grupos de jóvenes inconformes, de carácter pacifista y ecológico, que vestían de manera estrafalaria, predicaban y practicaban la libertad sexual, sospechaban del capitalismo y se oponían a la Guerra de Vietnam.          

3

El vestuario de un pueblo expresa más que su poesía, me asegura una amiga que conoce de estos asuntos. Lo cierto es que cada comunidad desarrolló gradualmente la vestimenta a la que el conjunto de circunstancias locales la emplazaba, de igual modo como cada época adopta y adapta los bienes materiales para su sobrevivencia.

Ni el color de la piel ni la estructura del cuerpo determinan por sí solos el modo de vestir. Al elegir, el principio rector que prevalece es, o debe ser, más el modo que la moda. La moda es, digamos, la prevalencia del gusto general en el conjunto de usos, costumbres y tendencias de una época, en materia del vestuario, la música, la literatura, el mobiliario, el arte, los usos sociales, etcétera. En la actualidad, si no se especifica otra cosa, se entiende por moda, la del vestir.

Hay en el vestir actual plena libertad. La moda asimilada como posibilidad y no como imposición. Ni los influencers –ellos y ellas- con todo y su caudal de seguidores, tienen potestad para establecer una sola ruta. Al seguir la moda, por lo demás, se adopta la de un grupo y se renuncia a las cualidades personales.

Atildarse para convivir con los demás es común en todos los estratos sociales, sobre todo en ocasión de celebraciones, aniversarios y festejos. La gente se atavía con esmero, viste ropa nueva o inmaculada, porque comparte y está a la vista de los otros. Si quieres hacerte amar –aconseja Cupido a Júpiter, en un diálogo de Luciano- hazte todo lo elegante que te sea posible.                                                                                  

La mirada saluda la gracia del conjunto que convoca la prenda, de la que emanan las piernas descubiertas hasta la prodigalidad de los tobillos. Un modo de mantener la fe en las cosas creadas. Que nadie se sorprenda: la templanza es moderadora, no enemiga de las voluptuosidades, escribió el prudente Montaigne.   

La minifalda ha sido veta recurrente del debate sobre el vestuario y la moda. Su persistencia radica en la excelencia de su utilidad y su simpleza. Su ambigüedad radica en lucir y ocultar al mismo tiempo. Oculta a las mujeres, pero luce a la mujer. Nada agrega al cubrimiento del cuerpo, por el contrario. Se ciñe a ornamento puro para ser contemplada. Se torna un objeto de belleza engendrador de goces permanentes.    

Pocos ornamentos del vestir han causado impacto similar en la sociedad del siglo veinte como la minifalda. Pero igual que en otros órdenes de la vida, la moda del vestido también pasa para dejar sitio a lo permanente. La minifalda celebra su sesenta aniversario tan campante. Atenida, quizás, al prestigio fascinador que da la distancia de los años. Consciente de que las cosas viejas que nunca envejecen conservan su aprovechamiento.      

Nuestros padres –escribió Jean de la Bruyére- nos transmitieron con el conocimiento de sus personas, los de su vestido, de su peinado, de sus armas y de otros ornamentos que amaron durante su vida. No sabremos reconocer este beneficio si no es transmitiéndolo a nuestros descendientes.      

            San Miguel de Allende, diciembre de 2022