Mario Alberto Serrano
Uno
Mi papá me contagió su pasión por la música pero nunca en abstracto, pocas veces una sola. Si la suma de los elementos nunca es igual a la totalidad, la música de mi padre resultaría una prueba más tajante del axioma. Cada música a la que me fue acercando era un universo particular. Cada universo una educación sentimental.
Pero debo precisar que nunca lo hizo de manera consciente ni programada. Ahora que escribo veo a mi papá levantarse disciplinadamente a las seis de la mañana y meterse al baño, pero antes de ese paso fundamental para comenzar su día, puedo reconstruir su manera de prender el radio de la sala. Primero prender la luz, luego mover los botones y perillas del antiguo aparato de la era analógica (y posteriormente presionar el “ON” del control remoto cuando la época digital) y ajustar el volumen. Esos aparentemente intrascendentes momentos los hacía de manera tan normal como si no hubiera ninguna otra persona en casa. No le importaba mucho que estuvieras durmiendo o en la mejor parte de tu sueño: le subía el volumen justamente para poder oír todo hasta el baño. Entonces la mañana se iba llenando de paisajes campestres, sobre todo una añeja estación de radio que parecía recitar eso de “paso del norte que lejos te estás quedandooo”; poco más tarde los comerciales de psíquicos que analizaban tu aura y pastores milagreros que eran reyes de la oratoria; desde luego música.
Entonces aprendí que el tono musical puede contaminar (o iluminar) tu día.
Dos
Por razones todavía incomprensibles tengo en mi posesión 101 discos de Miles Davis. La cifra parece superlativa pero es real. Cincuenta cajitas de plástico con sus respectivos discos compactos que hoy día parecen objetos en proceso de extinción; el resto está en sobres de plástico producto de los MP3 que podían tener treinta, incluso más “compilaciones”. Los veo a cada momento por el lugar que ocupa el mueble en mi casa, cerca de la puerta de entrada; irremediablemente pienso que una colección así hubiera sido increíble hace veinte años pero hoy solo es como un monumento a la nostalgia. No importa, tengo un viejo reproductor con el que a veces me entretengo, pero lo cierto es que tamaña discografía me obliga a ver entre líneas (de las cajas, de los entrepaños, de todas las memorias) el día que mi papá me inoculó sin querer el gusto por esa música. Lo sé exactamente, cómo olvidarlo. Fue en el consultorio de un dermatólogo en la calle Chopin, el corazón de la colonia Peralvillo.
Ahora mismo no tengo claras las razones que nos llevaron con el dermatólogo, pero a cambio, recuerdo que mientras llegábamos me iba haciendo notar los nombres de las calles: Beethoven, Berlioz, Julián Carrillo, Rossini, Felipe Villanueva, Liszt. Toda una colonia para ensalzar a la música clásica, lo que me pareció una excentricidad, aunque justo en ese momento, en mi municipio se reformaban las leyes estatales para que todo un pueblo tuviera nombre de poetas. Mi papá, pletórico como era en ciertos momentos, no sabía cómo conmoverme de que se hiciera un homenaje de tal magnitud a la música, y seguro no lo conseguía porque a mi vista y razón era un homenaje cargado de ironía: el lugar se veía cascado y decadente, por decir lo menos, pero ya que tampoco se arredraba mucho si no compartías al cien sus propias emociones, me siguió mostrando las bondades de tamaño homenaje dándome una ligera explicación de cada músico.
Llegamos sin mayor problema con el dermatólogo, que en realidad era un químico, y para mayor precisión tenía un parecido brutal con el poeta Fabio Morabito. Eso lo sé ahora, claro es, pero lo que nunca se me olvidó fue el golpe visual de su consultorio, una oficina ajada de los años 60 llena de muebles pasados de moda y olores intensos que emanaban de botellitas ámbar con nombres exóticos. Pero si ese golpe de memoria olorosa jamás podría olvidarla, la impresión imborrable fue que el Morabito de la Peralvillo estaba escuchando jazz con una concentración casi metafísica. Su colección de cassettes era más fantástica, desde luego, que todas sus botellas y ungüentos mágicos.
Tres
Mi padre vendía agroquímicos. Los colocaba en tiendas de semillas e insumos para el campo del estado de Morelos, Puebla, México y en el Bajío. Para llegar a esas enormes tiendas había que realizar recorridos exhaustos de hasta cinco horas de carretera y cuando estaba vendiendo se tomaba todo el tiempo del mundo para convencer de las bondades de sus “agüitas milagrosas” como un día nos enteramos que les decían los paisanos de burla.
Muchas veces lo acompañaba, sobre todo en los recorridos que hizo prácticamente por todos los pueblos del oriente de Morelos. Evidentemente, la música se volvía obligatoria aunque muchas veces tan solo era un pretexto para evitar el sopor de una carretera excesivamente recta. Sin embargo, la mayoría de ocasiones, el regreso tuvo una relación profunda con la música. Salir de Tepalcingo a las diez de la noche y sentir la frescura del aire entrando por la ventana no podía ser silenciosa de ninguna manera. A mi papá le gustaba platicar mucho, demasiado, pero cuando le subía el volumen al radio del auto es porque había encontrado la banda sonora perfecta de los caminos plagados de huizaches y guardaganados, de las sombras de la noche y de nuestras propias vidas en movimiento.
Cuatro
Hoy me detuve a observar el Kind of Blue, un disco al que se reconoce unánimemente como obra maestra. Ashley Kahn [Miles Davis y Kind of Blue: La creación de una obra maestra, Barcelona, Alba Editorial, 2002] por ejemplo, dice que es una exploración a la profundidad del mundo interno y un constante asombro respecto a lo que descubre, lo cual implica que de objeto comercial llamado “disco”, pase a ser una pieza artística e incluso una poética.
Pero como sucede con los recuerdos personales, toda discografía tiene olas y crestas, en un momento se vuelve inabarcable, chocosa; llega el momento en que, en lugar de escucharla, terminas como sugiero, observando los discos o peor, leyendo lo fabulosos que son pero sin tener la voluntad de escucharlos. Igual que la memoria.
De manera que sigo de largo en la estantería para detenerme en las últimas obras de Davis, You ´re under arrest, por ejemplo. La trompeta se ha fundido en ese cráneo espeso y duro que Miles pretendía disfrazar de amplia frente y que solo era una evidencia del inevitable conflicto experimental y creativo que el tiempo, las modas y la industria imponen en un ser que en pocas palabras se está volviendo viejo.
El asunto es que una discografía completa, aún en la comodidad de una plataforma digital, en conjunto se vuelve un recordatorio que tarde que temprano, la creatividad y los que vivieron para ella serán sepultados en una nostalgia abrumadora. Serán pura memoria.
Cinco
Después del entierro de mi padre no encontré ningún disco capaz de trasladar mis emociones al fluido de la vida, esa particularmente dolorosa y triste porque siempre sigue, nada la detiene. Cuando estuvo hospitalizado la doctora me sugirió que le pusiera su música favorita para animarlo. Intenté ponerle sones veracruzanos pero nadie que no haya dormido un par de días en el cuarto de un interno sabe lo absurda y aplastante que se vuelve la vida cotidiana en ese lugar. Una tarde en la que estuvo ligeramente más tranquilo puse música clásica pero me arrepentí: la soledad del enfermo solo conoce el alivio del silencio.
Pocas semanas antes de su fallecimiento le puse música de las bandas mixes de Oaxaca, una de sus más favoritas. “Quítala” me dijeron sus ojos perdidos antes de que su voz hablara.
Un mes después de su sepelio comencé a escuchar obsesivamente el Romance de Curro “El Palmo” interpretado soberbiamente por Antonio Vega. Para entonces era enero: el tiempo suspendido no es una figura retórica.
Seis
Durante varios días escucho una y otra vez Conception, disco de 1956 grabado con otros músicos del calibre de Stan Getz y Gerry Mulligan. Pese a la remasterización digital y toda la ingeniería que tuvo en su tiempo, aún tiene el inequívoco sonido que provocaba la aguja rasgando un LP. Más que un disco se trata de la irrefutable prueba de que las sesiones de grabación eran proezas para sacar adelante la urgencia de decir algo con los instrumentos. Un tanto como la desesperación de que unas palabras logren retener diversas emociones y sentimientos
La aguja capturada en el tiempo y tecnología es un guiño no previsto por nadie en este disco que más bien es una compilación y que podría pensarse como una raíz que trajo piezas de la década anterior y prometió nuevos sonidos para los ulteriores discos de Davis. Lo escucho una y otra vez pero ahora pienso que el sonido intermitente de la aguja es una muestra del pasado interfiriendo en el presente como un recordatorio de que todas las memorias pueden ser puntillosas pero no son nada para el futuro. A nadie le importaría por ejemplo, saber si el día de la grabación hacía muchísimo calor o por el contrario, los músicos tuvieron que llegar con espeso abrigo y guantes al estudio.
El día que falleció papá manejé hasta la que fue su casa en profundo silencio. Sin radio, sin ventanas, sin discos, sin palabras. Conforme el día se fue desgastando la tarde y la noche empezaron a sentirse frías pero tenían una belleza especial. Por la noche, mientras se hacían todos los ritos y tradiciones de nuestro pueblo, salí a comprar algo a la tienda y me detuve a mitad de la calle porque caí en cuenta que no era una tarde azul que de golpe se estuviera haciendo negra, sino una sucesión de duraznos y violetas, de contrapuntos y fugas. Una noche cuya única música fue el silencio arrinconado en la esquina de su casa y que mientras sucedía ya estaba diluyéndose en la forma de memoria que un hijo nunca quiere conservar respecto de su padre.
Siete
Ojalá tuviera tiempo para oír toda la colección de Davis, de repetir en mejor estado de ánimo a Antonio Vega o de volver a escuchar a Nat King Cole con inocencia. Oiría cada uno de los discos de cuando recorríamos papá y yo la carretera que va de Tepalcingo a Chinameca, de Marcelino Rodríguez a Jonacatepec, de Chinameca a Anenecuilco, de Cuautla a casa. Campos de cebollas y de nardos, de calabazas, gladiolas, maíz, caña, frijol y mucho viento, mucha noche, muchas baladas argentinas, mucha música. Alejandro Fernández grabó una versión de Paso del Norte que en cada una de esas carreteras me parecía real y contundente. Algún día mi papá me puso al volante, para que fuera la pequeña carretera, el olor a cebollas y los Teen Tops los que me enseñaran con él las lecciones definitivas de manejo. A veces pienso que si el Spotify hubiera llegado unos años antes a mi vida, mi bildungsroman con música hubiera sido más profunda. Creo que solo hubiera sido snob.
Entonces recuerdo, recuerdo, que en un viaje que hicimos toda la familia (esto es, mis dos hermanos, mi papá y yo) a Aguascalientes, el hombre tuvo la previsión de comprar antes que otra cosa, un estéreo MP3 para que la carretera no agotara la música. Después de las seis horas manejando incluso nos permitió escuchar nuestra propia música favorita de ese entonces.
Junto a Miles Davis tengo dos o tres discos de Glenn Miller que saqué de la casa después de que el duelo se convirtió en una capa espesa de polvo sobre sus muebles, sobre todo su “estéreo” Sony que se compró en un arranque de euforia que tuvo una vez que hizo no sé qué buena venta de sus agroquímicos.
En mi estado de ánimo corro el riesgo de decir a todo mundo y en cada aparte, que ese disco me lo compró mi papá, que esa canción él me la enseñó, que Cole era su músico favorito y el problema no es desde luego convencer anónimos lectores o hacerle trampa al recuerdo, sino terminar siendo un químico con cientos de cassettes de jazz en una colonia decadente.
Ocho
Al jazz se le tacha de ser música sentimental. Tiene una carta de intelectualidad que parece chocosa para los grandes públicos y una visión reducida apunta que fomenta la depresión y las poses ante la vida. La verdad es que como todo, la música no respeta momentos, la música no sonoriza tus emociones. La música simplemente es.
Escribiré sin embargo sobre Try, de John Barry. Apareció gracias a los algoritmos de mis alocadas playlist una tarde en la que intentaba recordar la música que escuchaba mi papá cuando yo era un niño. Entonces era devoto de aquella mítica 6,20 “la música que llegó para quedarse” el gallo y las canciones de nombres irrepetibles. Barry me hizo detener lo que estaba haciendo. Suena a la infancia. Decirlo es mucho más complicado que simplemente cerrar los ojos y dar un clic. Escribirlo es aún más doloroso. Porque mi niñez sonó a boleros, bandas de pueblo y a un ruido imperceptible que era la voz de mi padre y la música que gustaba escuchar en la mañana antes de bañarse.
Música imprecisa porque suena a un tiempo lejano que a los recuerdos y al aire los convierte de golpe en cosa muy antigua.
Aunque estén aquí y ahora. ⌈⊂⌋
MARIO ALBERTO SERRANO. Escritor, historiador y cronista. Autor de varios libros, el más reciente “Amecameca” (FOEM, 2020). Ha ganado diversos premios por su trabajo literario, de los que destaca el “Laura Méndez de Cuenca” de la Secretaría de Cultura del Estado de México en la categoría de novela (2017) y el Premio Internacional “Ana María Aguero Melnyczuk a la Investigación” (Buenos Aires, 2020). Parte de su trabajo literario ha sido publicado en México, Estados Unidos, Venezuela y Argentina.