Alejandro Estivill
Una ronda en cinco tiempos
¿Existe acaso un poemario que te atrape como novela de suspenso? ¿El poemario puede imitar el recorrido de la aventura? El Primero Sueño es equiparable al viaje astral de un místico de enorme potencia filosófica y religiosa; la Divina Comedia es, círculo a círculo, un apretón de escenarios hasta el desenlace luminoso. El paraíso perdido, en mi humilde opinión, despliega estrategias del thriller, la ciencia ficción y el terror.
Aunque haya trampa revirtiendo las causas y las influencias, aquí estamos en otra lógica: enfrentamos al poemario Soledad en llamas armado “por recopilación de trabajos publicados” y eso impone preguntar: ¿qué suspenso puede haber si una recopilación debiese ser el imperio de lo conocido, del déjà vu ?
El poeta se levantó exigido (el peor estadio de un poeta) y por horas, quizá días o meses, y con una cucharita de inspiración, seleccionó químicos, amalgamó poemas. ¿Puede entonces pretenderse saborear el resultado como si fuera una narrativa con un enigma tras sus muros? Tal vez sí, si las circunstancias y el lector le quieren.
Yo que no soy buen lector de poesía y reconozco que solo le entro como chapulín, brincando aquí y allá, desde el método de la inducción y para reparar momentos personalísimos de angustia, de búsqueda aleatoria de mi fe en el lenguaje como divinidad, la celosa “diosa palabra”. Hoy, por cariño al poeta (amigo de años allá en los sargazos de la diplomacia), me atrevo de manera diferente: como podadora de cancha grande, desde el primer recuadro arriba y a la izquierda, y de ahí en adelante;… desde la portada de dunas hasta el epílogo que me informa que él, Jorge Valdés Díaz Vélez (menciono sus tres apellidos porque lo conocí bien en sus tiempos del Servicio Exterior y siempre reclamaba sus tres apellidos porque “él, a diferencia de otros, siempre ha tenido progenitora”); pues sí, él ha vuelto a su nicho de nacimiento (los que tienen madre, eso hacen), a Torreón, Coahuila, a publicar…: y con semejante circunvolución, pues, mi actitud en la lectura será la de los jóvenes de los 70 que comprábamos el LP para oírlo como historia, sin interrupción, sin Twitter o whatsapp, ni llamada intrusa…, lo gozábamos entero acostados en el piso y enfocando malamente no más cosa que las grietas del techo.
Desde la cita de Gorostiza para epígrafe, pináculo de Muerte sin fin, su “oh inteligencia, soledad en llamas”, Jorge establece el trayecto… mitad calzada, mitad destino metafísico hacia eso que Los Contemporáneos tuvieron tan adentro: quemarse en el conocimiento y quemarse aún más en los otros conocimientos…: “ensayar hasta escenificar la potencia del trueno y los irremediables estragos de un fuego inteligente que todo lo trastorna y lo lleva a su consumación”, diría Evodio Escalante.
Pues cruzo entonces el poemario como mecha de pólvora y pienso: Jorge nos engaña; su selección no es por lo que gusta, tampoco lo que cree mejor o lo que así no más le late: no, es recorrido, es historia, es suspenso… No hablo del recorrido de su vida (su vida en poemas), tampoco de los highlights de su cadencia de Odiseo regresando a Ítaca. No. Yergue la trayectoria del suspenso que encuentra razones para hilar los trozos de la tela vieja buscando hacer un tejido, como aquel de las damas del patchwork, que hizo famoso al Gales beato. Lo imagino seleccionando y poniendo los elegidos en su hilo conductor de tendedero como en el estudio de revelado de fotografía a través de 5 secciones.
1
La primera, abundante en cementerios y lodos sepulcrales, cerradura de su primer poema Cap d’agde con ese rollo del eterno retorno, eterno principio. Construye con base en andares ingenuos, del flâneur impreparado, del que enfrenta el peligro. Ahí puso observaciones detallistas de las ruinas, de lo efímero y lo deleznable en el sentido etimológico del término y, a la par, sazona con una adoración avispada por esas ruinas que recuerda, ya que valen por el instante perdido, allá en antaño, cuando fueron vida.
Se trata de una primera canasta de poemas que muestran el humor flemático y pitutelear (diría un médico de los antiguos), ambiente de otoño, profundamente aldeano donde abundan las geografías. Nos habla un empeñado viajero con un mirar educado, distinto, casi un niño tentón de ojos convertidos en dedos. Y me cuadra que esta primera parte esté dedicada a La Tierra, como uno de los cuatro elementos básicos, y al otoño afligido porque en esa terrenidad hay fragmentos de la pasión que existió un poco antes (no sabremos qué fue lo que existió hasta cerrar el libro). Hay residuos de algo quemado (no sabremos qué se quemó hasta cerrar el libro), los fragmentos del espejo en llamas que se encuentra caído, pero sin encontrar la quemadura… Rebosa en paradojas de quien observa a ciegas, del deslumbrado, del que vive en la memoria y solo en la memoria ha podido fijar (¡qué digo fijar…! “saber”) la vida montado en un caballo que bien se llamaría “Perecedero”.
Vamos, amigo Jorge, llévanos por senderos, por puntos cardinales confrontados. Hay residuo, incluso un poema de nombre memorable Te quedaste (casi canción de José Alfredo)habla de lo sobre-escondido, lo superlativamente lejano, lo imposible de encontrar, pero que (¡caramba!) está ahí, “donde jamás habrás de hallarme”. Revierte así, en un disparo, los papeles de quién busca y quién se esconde. Y va avanzando, muriéndose de vida, en procesiones hacia la Nada. En fin, una suerte de viaje hacia abajo, hacia la tierra.
2
Con ese enigma en mente, nos vamos a la segunda canasta ya un poco envalentonados o, mejor dicho, bajo un embrujo de provocación: si primero fue la tierra y el otoño, el humor flemático y el planeta Saturno, pues nos correspondería pasar al invierno, al Agua, a Venus y, claro, como en buena novela policiaca, el poeta nos enfrenta a la pista. El poema sobre la Estación Les Halles, nos coloca frente a “enormes ofertas invernales” y, a partir de ahí, habremos de mojarnos.
Ahora escasean las palabras dedicadas al recorrido y los poemas son capturados por una ebriedad que lo fija todo: ahogo, foto, flashazo, estamos detenidos. Jorge Valdés recurre a las instantáneas, la sujeción del devenir inmóvil como momentos de certidumbre esperanza y juventud. Parpadeos, clics de cámaras como los que escuchamos claramente en los poemas Tres Monedas y Campo de Ourique. La luna está en lo alto de nuestra lectura, otorga su fulgor. Son ahora poemas salpicados de nieve, de corazones invadidos por esa nevisca, almas frías que enarbolan una metáfora contraria al sentido cálido que se le otorga a la víscera de las emociones. Y la clave del libro la encuentro instalada en su trono dentro del poema Latitud que nos describe cómo cada minuto de recuerdo es una creación de eternidad fija porque borramos con sonidos sus límites:
Mudan de piel y espinas las palabras
Igual que los recuerdos de los parques
Han dejado de ser lo que antes fueron
Razón, mito y verdad.
Soledad en llamas esgrime una lógica revertida, casi derridadiana: la esencia del vivir y el recordar, del olvidar y recrear, radica únicamente en la palabra, el texto mismo es primogénito, no resultado.
Después de meternos en algunos sonetos de luz, mar y creación diluviana con animales recuperados, y agua y océanos abundantes como en el poema Mediodía: Egeo, nos corresponde avanzar a una tercera canasta. Y ¿por qué no? Si ya estamos metidos en este entendimiento, esperamos encontrar la primavera, ver el reinado de Júpiter, agarrar humor sanguíneo, respirar la preeminencia del elemento Aire. ¿Será cierto?
3
Observamos con lupa de Sherlock. Pues sí, eh aquí que se cumple. Abrimos la tercera parte con los vuelos de los pájaros de Plomari: “Pájaros rasantes en búsqueda del aire al pie del día” y hasta vemos “tatuado el nombre del aire”. Así continua una rabiosa invasión de fragancias que nos llega desde el poema Sunset drive suite. Nos transmutamos en deseo etéreo y el poemario vuelve a viajar, quizá a volar, un volar que se desprende desde la superficie marina al aire aludiendo futuros y esperanza:
mudar a voluntad frente al oleaje
del alba o del ocaso. Ya está oscuro
el mundo. Están la noche y el futuro.
He establecido mi punto. No aburro. La trayectoria se aligera dentro de esas mismas líneas que, ahora esperanzadas adquieren un curioso intelectualismo. Aparecen los filósofos, las maniobras más propias del ajedrecista de la palabra, la serenidad del conocedor que entiende que no es inmortal. Surge un curioso realismo con transeúntes, propios de cualquier escena matinal y urbana. Incluso hay poesía con mapas revisados desde arriba (hay un poema que se llama La Mesa que hace recordar en 17 líneas el sentido del arte excepcional que figuraría el protagonista Jed Martin de la novela El mapa y el territorio de Michel Houellebecq, artista francés ficticio que alcanza la fama mediante la intervención de fotografías de mapas Michelin).
La transición está anunciada hacia la parte final de esta tercera canasta. Saltan poemas de abril, de pájaros y palabras que comienzan a incendiarse. Pero, en términos del suspenso, esta primavera es un canto de esperanza alado, soñador, porque acarrea consigo un mensaje favorable a los románticos: la ausencia es, ante todo, futuro maldito; Jorge Valdés Díaz Vélez nos convoca a desatar el futuro de las raíces pesadas que le dicta la memoria, lo libera.
4
Vénganos entonces el Fuego: la cuarta parte. Humor colérico, planeta marte, ambiente de verano, calor, ardor: que venga el viaje, el que se inicia con el poema Genealogía y que cuenta con el despliegue histórico de una estirpe donde todos se fulminan en su hoguera:
a la hora del pan frente a la música
en la noche del fuego.
Ya para estas alturas, estoy ansioso como lector de novela de John Le Carré; quiero descubrir las llamas, la fusión nuclear, el estallido fulgurante. Incluso escudriño para atrapar el tono de infierno que, como en el poema Pro Nobis, incluye un diablo chocarrero que le atiza al fuego. Poemas en rojo, en naranja, en cempasúchil.
Encuentro algo más emocionante: un estilo narrativo, con mezcales sobre la barra, baturros sorprendiéndose de los chiles en nogada, legados de ADN familiar, una amalgama de vida curiosamente mundana presta a convertirse en cenizas. Poemas que describen las cosas de todos los días desde la altura y con el estilo puntiagudo y gótico de la llama medieval. En esa forma final, el recorrido comienza a tener un cierto encuadre de retorno. Algunos de los motivos iniciales, esos del mundo terreno y de sepulcro, reaparecen y, como en las novelas policiacas se atan los cabos sueltos. La memoria, los muertos, el humor, la música encuentran ciertas soluciones de explicación que simplemente nos cuadra.
Pues sí, parece que vamos cerrando, que el libro ha cubierto los cuatro elementos.
Pero a mano derecha, entre pulgar y índice, quedan páginas suficientes para una sorpresa. La travesura del poemario ha pasado a ser, ahora, travesura de mujer convertida en pecadora de noche, envuelta en sus tempestades:
así que ahora estás sola y con euforia
te has vuelto a maquillar y te has vestido
de negro riguroso y perfumado
tu mínima porción de lencería…
En un instante, el fuego deja de ser reflexión a la manera de Cuesta. Es, por el contrario, explosión, descontrol. Peor aún, el poemario apunta de golpe a su lector de manera directa: “a ti que estás leyendo”, dice, y es tan policiaco que hasta te da instrucciones sobre la forma en que cambiarás la página.
Miro a un lado y a otro, busco la cámara escondida que me vigila. Descubro que es de nueva cuenta el imperio del texto (Derrida reaparece en el rabillo de mi ojo). Es la fuerza de muchos que ya pasaron, que ya murieron y que, por el imperio de la palabra, siguen aquí. El círculo de este viaje por tierra, agua, aire y fuego se clausura.
5
Queda una quinta parte. La imagino, como en las culturas nahuas; un quinto punto cardinal, la unificación del esfuerzo. Ese quinto elemento es el erotismo. Jorge Valdés colocó poemas de enorme intimidad hacia el final para que la unión de lo recorrido tome una dimensión mayor. Propone entonces una solución para el trayecto circular, pero disparando hacia una intimidad única que resulta un proceso de valoración del yo ascendente. Para subir, recorre ahora la vergüenza, el pecado, el temblor, la forma en que los novios nos ignoramos tan frecuentemente dándonos la espalda, el vocabulario del deseo que siempre se queda corto y los detalles más precisos de la piel, el poro, la arruga, los líquidos vitales y el pliegue hasta la caricatura misma del amor tórrido. Hace a la pareja tan real y luego la sublima usando tradición mística y mucho del mundo árabe. Al leerlo pensé en El collar de la paloma.
Acá, activado por el hecho de que accedemos a una selección personalísima y con semejante solución hecha en los talleres de su propia maquinara, me irrumpe preguntar finalmente (mientras leo su biografía elegante al final, porque también es parte del libro) ¿qué es ser poeta? ¿Dónde radica su definición identitaria? La simple respuesta dicta resolver simplista con aquello de que el poeta es quien sí sabe tomar el tiempo para analizar, descubrir y disfrutar (a veces llorar) por los recodos del camino, a sabiendas de que no todo es resultado, no todo es meta, y mucho más relevante es el camino mismo.
Esta experiencia nos introduce en los venas de una inteligencia oculta y recatada. Decía el gran especialista en biología evolutiva de Harvard, Joseph Henrich, en El secreto de nuestro éxito (muy de moda en estos días) que las razones para nuestra victoria ecológica están más allá de lo evidente, de la inteligencia en lo general. Entre esas razones y en lo más profundo se encuentran un buen nivel de procesamiento y correlaciones, habilidades de aprendizaje, así como la conducta para evolucionar; pero, sobre todo, nuestro éxito radica en el instinto del amor y la cooperación con los otros para hacernos fuertes. Lo que termina siendo en palabras de ese sabio antropólogo “la cultura”, el confraternizar con los otros, en los otros, gracias a los otros.
Hay algo al cerrar Soledad en llamas que define mejor al poeta; lo encuentro lejos de…, jugosamente lejos de una cerrazón humana en su pasado poético y sus virtudes de inteligente y sensibilidad. Jorge Valdés Díaz Vélez, después de recorrer los elementos y mostrarse tan listo, me devuelve la fuerza de un poeta que invita a un despertar de la persona en la palabra del amor más allá de su bello recorrido universal. Palabra a la mexicana, quinto sol o quinto punto cardinal, el vertical y el más atrevido. La canasta, la quinta canasta, la de la intimidad aglutinada en mil sensaciones, es una confabulación de entrega a los otros; habla e interactúa desde una inteligencia más profunda con los otros. Yo celebro esta entrega que me ha tenido atado a lo largo de una jornada de lectura poética maravillosa. ⌈⊂⌋
Diplomático y novelista mexicano, especialista en literatura mexicana del siglo XX y actual cónsul de México en Montreal. Es licenciado en Literatura Hispánica por la Universidad Nacional Autónoma de México, maestro y doctor en Literatura por El Colegio de México y maestro en Estudios Diplomáticos