Yo estuve al servicio del Rey

Daniela Gil Sevilla

–Fue en 1989 cuando comencé a mendigar –respondió el indigente–, ya llevo cuatro años así, antes había sido sastre y previo a ello estuve al servicio del Rey.

–¿Al servicio del rey? –repitió el reportero, cuyo rostro de querubín contrastaba con la socarronería de su carácter. –Sí, al servicio del Rey –expresó con satisfacción el indigente.

–Y se puede saber de qué “rey” estamos hablando exactamente –indagó el reportero. –Pues del Rey Jorge VI, ¿de cuál otro? –explicó el indigente.

El reportero, que llevaba un par de meses trabajando en un conocido periódico, y buscaba siempre noticias originales, replicó en tono casual, –¿me está usted diciendo que anduvo en una corte real europea y luego acabó de limosnero?

–Indigente, señor, soy indigente –aclaró–, y yo no formé parte de ningún séquito, yo serví a Jorge VI de Reino Unido, quien era además el Soberano de Nueva Zelandia, país del cual soy originario.

Vaya, pero esto se pone cada vez mejor –pensó el reportero–, ahora resulta que este viejo flaco ni mexicano es y, para colmo, hasta monárquico resultó. –Oiga, ¿y el perro que tiene ahí también sirvió al rey o nomás usted? –tanteó el reportero, con la intención de hacerlo desvariar.

–No señor, aunque lo diga de broma, el perro no sirvió a ningún Rey –argumentó el indigente–, el perro es mexicano, de orgullosa raza xoloitzcuintli.

La cara del reportero cambió de rosa a colorada, no sólo había fracasado en su intento por desmentir el relato fantástico del indigente, sino que éste le había dado un elegante touchéfrente al fotógrafo que lo acompañaba.

–Supongamos –advirtió el reportero–, que lo que usted dice es verdad, entonces ¿cómo es que terminó en México mendigando?

–Como le dije al principio, yo serví, cuando era apenas un chaval, al Rey Jorge VI como ayudante de su sastre de confianza. Cuando él murió en 1952 decidí continuar en esa línea de trabajo y abrí una pequeña sastrería en Londres, pero me aburría la circunferencia de los botones y la monotonía del bordado invisible de hilos.

Ahora el reportero y el fotógrafo se mostraban entretenidos con la narración. –Para eludir el hastío inicié un nuevo pasatiempo –prosiguió el indigente–, comencé a intercambiar correspondencia con personas de otros países. Pasaron los años y, si bien mi nueva diversión alivió un poco mi ansiedad, nunca llenó del todo el vacío dejado por mi tiempo al servicio del Rey.

El fotógrafo, que por profesión no se inmiscuía en las entrevistas, decidió animar al indigente a seguir con sus memorias.

–Un día recibí la carta de un distinguido mexicano que buscaba con urgencia un sirviente de tiempo completo. Ello llamó mi atención, recordándome viejos y mejores tiempos, y así es como fui a parar a México.

–¿Y luego qué pasó? –demandó el reportero, deseoso por conocer el desenlace de la saga–, no me diga que lo corrieron y terminó en la calle.

–Por el contrario –puntualizó el indigente–, aún continúo con el mismo patrón. El reportero y el fotógrafo se miraban confusos, –disculpe –atinó a preguntar el fotógrafo–, pero no nos queda claro quién es su patrón.

–El perro es mi patrón –afirmó categóricamente el indigente.

La perplejidad fue pronto sustituida por la mofa. Después de una sonada risotada, el reportero recapituló, –vamos a ver si entiendo este cuento, usted es un extranjero que sirvió a un rey en Inglaterra y después se vino a México contratado por un perro para ser su criado 24 horas.

–Sí, básicamente ese es el “cuento”, como usted lo ha bautizado –expresó el indigente, sin perder la serenidad. –¡Pero esto es inaudito! –vapuleó el reportero–, ¡habrase visto a un perro con mozo!

El fotógrafo, que no podía ocultar su curiosidad, consultó, –¿y qué tiene de especial el perro?

–Como perro no tiene nada de especial, su cola, orejas y hocico son los mismos que cualquier otro de su especie –describió el indigente–, lo especial no es lo que es, sino quién es.

–¿Y quién se supone que es? –interrogó el reportero, cada vez más exasperado.

–Pues nada menos que la reencarnación de Quetzalcóatl, el dios sabio –proclamó con solemnidad el indigente–, ¿es que acaso no perciben la luz que emana, la profundidad de su mirada, el porte de su figura?

Nuevas carcajadas emanaron del reportero y el fotógrafo, quienes por más que lo intentaban, sólo veían a un animal sucio y sarnoso rascándose las pulgas en pleno Zócalo del Distrito Federal.

–Y se puede saber por qué si su empleador es una deidad azteca, ustedes dos duermen en las aceras y comen desperdicios –refutó sarcásticamente el reportero–, no deberían de vivir en un palacio o, mejor aún, en una pirámide rodeados de comodidades.

–Porque Quetzalcóatl es un dios viajero que ha errado por más de 500 años por la faz de la tierra, pero pronto estará listo para reclamar sus dominios.

Esta historia es de lo más divertida pero no es material de publicación, un dios reencarnado en un perro, ¡de película! –murmuró el reportero al fotógrafo–. Así que decidió dar por terminada la entrevista y entregar 50 nuevos pesos al indigente, con la promesa de que los utilizaría para comer y, de sobrarle algo, para darle un baño al perro.

Las siguientes cuadras fueron testigos de las risas del reportero y el fotógrafo. Al pasar por la calle Belisario Domínguez, el reportero sugirió la idea de comer unos chiles en nogada en la “Hostería de Santo Domingo”, era noviembre y la jocosa ocasión lo ameritaba.

No habían acabado de ordenar sus alimentos cuando el fotógrafo exclamó, –oye, ¿te imaginas qué reportaje sería si la historia fuese cierta?, si entre nosotros anduviera Quetzalcóatl preparándose para recuperar su trono, con la ayuda de un neozelandés que de muchacho estuvo al servicio de Jorge VI.

–Si fuera cierto, pero no lo es, son puros cuentos, alucinaciones de un ruquito que lo que tiene de güero lo tiene de ocurrente, habría que aplicarle el 33 por entrometido –señaló el reportero–; esa entrevista fue una pérdida de tiempo, y dinero, ya vamos a la mitad del día y no tenemos nada para la edición sabatina. Ni modo amigo, vamos a tener que reciclar alguna noticia.

–¿Que tal –continuó el reportero–, si analizamos un escenario en el que México se retracta de la firma del TLCAN y anuncia que siempre no va a entrar en vigor ahora en enero? –Eso está muy grueso –opinó el fotógrafo–, además todo el mundo está escribiendo sobre el Tratado, mejor haz un artículo sobre el indigente foráneo, pero sin mencionar lo del rey o el perro.

–Ni madres –exaltó el reportero–, ese loquito no está para textos, lo que necesita es que lo traten en un manicomio y al perro que lo pongan en adopción antes de que alguien lo haga tacos, Quetzalcóatl su abuela, ¡que me parta un rayo si ese animal es un dios!

La mañana siguiente fue un día agitado en materia periodística, México se levantó con una noticia impactante, sin explicación científica: un comensal estaba a punto de almorzar en un tradicional establecimiento del Centro Histórico cuando, de la nada, fue fulminado por un destello.

La noticia se enredaba todavía más, pues el afectado, quien resultó ser un reportero de reciente ingreso al Excélsior, se encontraba degustando su plato dentro del mesón, lejos de cualquier circuito eléctrico. El fotógrafo que lo acompañaba, también del mismo diario, fue testigo de los hechos y enloqueció al grado de estar internado en una clínica psiquiátrica. Se desconoce si el fotógrafo estará en condiciones de presentar su declaración ante el Ministerio Público.

Del TLCAN ese día nadie escribió nada.