Daniela Gil Sevilla

—¡Alto ahí pinches viejas, esto es un asalto! —nos gritó el hombre que acababa de salir de los cimientos abandonados y cubiertos de grafiti.

—Denme todo lo que traigan —amenazó.

Tan rápido como mis dedos reaccionaron, comencé a desprenderme un reloj con extensible de plástico y unos pendientes dorados. También saqué el pequeño monedero marrón que guardaba en el bolsillo izquierdo de mi pantalón, con escaso dinero en él. No tenía más, habíamos decidido almorzar cerca de la oficina y sólo cargaba lo suficiente para pagar una comida.

Extendí mis raquíticas pertenencias al ladrón, mientras éste se tambaleaba en una nube multicolor de etanol y estupefacientes, lo que hacía que su pistola danzara a ritmo de colibrí. Comprendí que, si moría en ese preciso lugar, sería como resultado de algún balazo involuntario, y no de disparos malintencionados. Por extraño que parezca, ese pensamiento me llenó de esperanza.

—¿Los anillos? —preguntó el ladrón.

—No uso —respondí, mostrándole las manos.

—¿Y tú?, no te quedes nomás parada, pásame tus cosas —vociferó impaciente a mi compañera de oficina, pero ella no respondió, había quedado paralizada in subitum terrorem desde el pronunciamiento de las primeras palabras.

No en vano, la mujer había sufrido un robo de camino a casa meses antes, lo que le produjo un sentimiento de ansiedad que intentaba superar a base de terapia y medicamento. Nuestra salida a comer era prueba de ello, pues se negaba a abandonar la oficina para buscar alimentos, por lo que sus colegas se alternaban para acompañarla. Hoy, irónicamente, era mi turno.

Sin pensarlo dos veces tomé la iniciativa en mis manos, mientras que la mujer seguía petrificada. —Está bien —indiqué con voz conciliadora al ladrón—, ella también le va a entregar lo que lleva.

Comencé a quitarle lentamente, para no sobresaltarla, el reloj y los aretes, que en su caso eran tan poco valiosos como los míos. Luego procedí a desatorar los anillos de sus dedos y a descolgarle la delgada cartera que usaba con un tirante cruzado.

El ladrón nos observaba con detenimiento, interesado.

Al cabo de un par de minutos, le cedí sus pertenencias. Él extendió la mano sin sombra de gatillo para recibirlas, pero no volteó a verlas, su mirada embobada descansaba sobre nosotras.

—Quiero más —exigió.

Obedecí sin objetar, no porque me faltaran deseos de hacerlo, sino porque temía arrastrar a la mujer al abismo de mis intenciones.

Empecé a desanudar la mascada alrededor de su cuello, al tiempo que la tranquilizaba, prometiéndole que pronto estaríamos a salvo.

—Más —ordenó el ladrón después de esa última entrega.

Descubrí una diminuta cadena debajo de la pañoleta, con un crucifijo de plata apenas visible. Tuve que acercarme mucho a su clavícula para arrebatarle el colgajo, surcando riachuelos de sudor. Cuando terminé, me sentí asfixiada por el sol de mediodía que arremetía sin piedad, y por el olor a calor y miedo que emanaba de la mujer.

—¡Más! —insistió el ladrón entre resoplos.

—Ya no hay nada que darle, ya lo tiene todo —le aseguré.

Había un atisbo de expectación en su rostro, como si intentara expresar algo sin saber materializarlo en palabras. Ante tal silencio, fui yo de nuevo quien tomó la iniciativa, —¿nos podemos ir? —pregunté con condescendencia.

Los movimientos del ladrón se pronunciaron todavía más, dando la impresión de estar a punto de girar sobre su propio eje o de rotar en torno al nuestro.

Al cabo de un rato, por fin de su boca emanaron sonidos, —¿y si… me dan un besito?

De la nada se escuchó: “¡Ni madres, mejor dispárame!”, era la respuesta firme y tajante de mi compañera de oficina, quien despertaba de su letargo. Muy bien —pensé.

La inesperada réplica de la mujer despabiló de golpe al ladrón, librándolo de su cárcel de delirios. Y, por primera vez, nos contempló con ojos sobrios, capaces de deliberar a favor o en contra nuestra. Así, luego de meditarlo, atinó a dar su veredicto, —ta’ bien, ya lárguense.

Rápidamente me volví hacia mi compañera y le murmuré al oído, —vete, eres libre.

Sin dudarlo, la mujer dirigió sus pies rumbo a la protección de la oficina y avanzó a pasos agigantados, queriendo acortar la distancia que la separaba del sitio seguro con cada zancada, con cada movimiento, avanzó y siguió avanzando, hasta que se percató de que yo no la seguía.

Viró la cabeza y me encontró frente al ladrón con su pistola cargada apuntándome a la sien. Fue entonces cuando comenzó a gritar, —¡déjalo, que se lo quede todo, no insistas! —suplicaba, pero yo no la oía, estaba sumida en el último instante de mi existencia, esperando escuchar el sonido que finalmente me arrojaría al precipicio de los sueños de olvido.

—Te dije que te fueras —espetó el ladrón.

—No —le respondí, al tiempo que mi compañera de oficina se alejaba de nosotros. —¿Por qué no? —indagó curioso. No fue necesario hablar, mi mirada se lo contó todo, sin esconder ningún dolor, sin disfrazar ninguna pena.

—Lo siento, lo siento tanto —asintió entre lágrimas. Sabía que sus palabras eran sinceras, pero yo sólo quería sus balas. —Mátame —le pedí—, mátame ahora. Él, aún con gotas en las mejillas, levantó el arma y la colocó en mi frente.

—Dispara —le ordené, y el seguro del revólver fue desactivado.

—Dispara ya —le insistí, y su dedo acarició el detonador.

—Vamos, estoy lista —le aseguré, y sus ojos buscaron confirmar la sentencia en los míos, pero los encontró vacíos.

Tras la validación fallida, el ladrón bajó la pistola. —No, no de esta forma —razonó, mientras se daba la vuelta y desaparecía detrás de los cimientos abandonados y cubiertos de grafiti.

—Espera —le rogué—, no sé qué hacer si me dejas viva.

—Respirar, como yo, como todos los demás —me respondió, encogiéndose de hombros, antes de perderse por completo.

Mi siguiente recuerdo fue la voz de mi compañera de oficina, cuyos gritos alarmaron a varias cuadras a la redonda. La policía no tardó en llegar y comenzar con la búsqueda del ladrón. Pero nada de eso me importaba, sabía de antemano que no lo encontrarían.

—Esta es una de las zonas más peligrosas de la ciudad —aseveró el oficial asignado a la investigación—, me sorprende que no hayan intentado asaltarlas antes. Era cierto, tarde o temprano la realidad impera, y ésta no era la excepción a esa regla. Nuestra comida diaria había desfigurado en un ejercicio de supervivencia, sólo equiparable a la suerte de las gacelas que se aventuran al río infestado de cocodrilos para beber agua.

—Vaya que corrieron con mucha suerte —continuó el uniformado—, en especial usted, mire que enfrentar a un maleante para recuperar sus pertenencias, no sé si catalogarla de suicida o de… valiente —completó mi compañera de oficina—, mi amiga es muy valiente —afirmó la mujer, extendiéndome su amistad.

Y así, sin más, me convertí en una especie de celebridad, respetada por todos en la oficina y en las cuadras que mi compañera, ahora amiga, acababa de alertar.

Debo reconocer que el incidente sirvió para mejorar la seguridad del área, ya que, tras la amenaza de la oficina de demandar a la ciudad, las autoridades instalaron un puesto de policía que vigila constantemente los alrededores, brindando tranquilidad a mis colegas en sus salidas diarias.

Yo, desde entonces regreso al mismo sitio a la hora del almuerzo, buscándolo, intentando encontrarlo detrás de cada cerca, de cada pared inhabitada, pero es inútil, el ladrón se ha ido.

Ha pasado más de un año desde aquel suceso y la zona que alguna vez fue testigo de mis desvaríos es otra, completamente transformada en un bullicio de transeúntes y vendedores. Supongo que yo, al igual que ese lugar, también debo de ser distinta, pero la terquedad sigue aferrándose a lo contado por mi mirada.

Sin embargo, en ocasiones alcanzo a distinguir destellos de cambio, ligeras diferencias casi imperceptibles, y me pregunto si serán fugacidades efímeras o reformas perennes en mí. Hoy, por ejemplo, durante mi caminata por los cimientos abandonados, encontré un nuevo grafiti pintado en su superficie: “Si te rindes, entonces el fracaso será definitivo”.

Había pasado por ese espacio ayer sin vislumbrar la grafía, por lo que la frase probablemente fue escrita bajo el refugio de la noche sin luna, quizá por unas manos convulsas, incapaces de mantener la rectitud de sus trazos, o la firmeza de un revólver, pero facultadas para entender al mundo con nitidez, por breves instantes.

Sea cual sea el origen de las líneas, su significado me traspasó la sien, como si fueran aquellas balas que deseé la tarde en la que el sol lo invadió todo, o como si se tratase de una suave brisa que, sin esperarlo, te atraviesa y te hace sonreír.

Ciertamente, cualquier conjetura al respecto es irrelevante. Lo importante ahora, en este momento de mi existencia, es que contra todos mis pronósticos y a mis más oscuras pretensiones, pero tal y como el ladrón predijo, con cada segundo que pasa continúo inhalando sorbos de vida y exhalando infinidad de posibilidades.

Simplemente, sigo respirando.