Itzayana Dorantes Martínez
Era una mañana fría y húmeda tan característica de la Ciudad de México, de esas en las que Helvia sentía que le calaban los huesos. Había llegado a los 69 años. Se retiró del ventanal, volvió a la cama para retrasar el inicio del día y encendió el televisor, predispuesto como siempre en el canal de los noticieros matutinos. Su marido insistía en que no había manera más provechosa de iniciar el día para un político y empresario que estar al tanto de las noticias y los periódicos. Él no perdió esa costumbre ni siquiera después de que salió de prisión.
Helvia estaba adormecida nuevamente por la monótona voz del presentador y la calidez de su colcha, cuando de pronto algo captó su atención. En las notas breves de la capital informaban sobre la reubicación de la escultura “La Flechadora de Estrellas del Norte”, mejor conocida como La Diana Cazadora”, que para ese entonces estaba ubicada en la calle Río Ródano. La colocarían nuevamente sobre Paseo de la Reforma, de donde nunca debió ser retirada. Pobre de La Diana, llevaba vida de nómada, pues en 1974 la habían quitado de su ubicación original en Chapultepec por indicaciones de Luis Echeverría Álvarez, pues se iba a construir el Circuito Interior.
Con la noticia, Helvia, que siempre se había jactado de no tener que demostrarle nada a nadie, sintió que tenía que gritarlo a toda la ciudad, a los del noticiero, a las personas que la conocían y también a los millones de transeúntes, conductores y desconocidos que a diario la veían y la habían visto desde hace más de cincuenta años. Comenzó a imaginar con toda claridad los encabezados: “La Diana Cazadora revela su identidad”.
De inmediato volvieron los antiguos temores, ¿realmente la sociedad había cambiado como para ponerle nombre y apellido a la escultura? ¿o sería peor el rechazo y la condena pública por tratarse ahora de una mujer mayor que reclamaba a destiempo un acto que nunca se entendió como lo que fue: un acto de liberación y revolucionario?
Su mente voló al año de 1942, a esa tarde en la que dos hombres que se presentaron como Arquitecto Vicente Mendiola Quezada y el artista Juan Olaguíbel llegaron al despacho del Ingeniero Buenrostro Ochoa. Supuso que serían parte de las muchas personas con las que el ingeniero gustaba de reunirse para hablar sobre sus luchas contra Francisco Villa, sus años en el ejército, su carrera de servidor público y cómo fue firmar el Acta de la entonces reciente Expropiación Petrolera junto con Tata Cárdenas, pues después de todo, ése era el mayor logro nacional tras la Constitución Política.
Sin embargo, grande fue su sorpresa cuando preguntaron por la señorita Helvia Martínez Verdayes, ¿qué podían necesitar esos señores de una secretaria de apenas veinte años? El sencillo hecho de que hubieran preguntado por ella ya era motivo de polémica y chascarrillos en el despacho de la Dirección General de Petróleos Mexicanos. Entraron los tres a una sala de juntas y fue Juan Olaguíbel quien habló toda la reunión.
Comenzó diciendo que el desarrollo de la escultura en México era deplorable porque, cuando en México debía surgir una corriente propia basada en su propia historia de mestizaje, únicamente se trataba de imitar a los artistas europeos, que debía obligarse a la sociedad a ver la belleza del cuerpo humano como lo que era y no como algo pudoroso que debía ser escondido. Cambió de rumbo el monólogo contando que el Presidente Manuel Ávila Camacho le había pedido al Jefe de Departamento del Distrito Federal, Javier Rojo Gómez, que desarrollara un proyecto para embellecer la Ciudad de México y ponerla al nivel de las más grandes capitales del arte, que por eso él estaba trabajando en algo grande, “una figura asociada con los bosques y una muestra permanente de la belleza de una mujer mexicana típica”[1].
Todo eso seguía sin hacerle sentido a Helvia, que se limitó a escuchar, hasta que le hicieron la propuesta de ser la modelo y musa de Olaguíbel para tan distinguida y renombrada escultura, la cual tenía el humilde objetivo de salvar a la ciudad del olvido y la tragedia estética. Llegar a esa decisión no fue sencillo. A decir verdad, después de tanto tiempo, aún no estaba segura de por qué había aceptado. Había transgredido todas las normas que una hija de familia debía respetar, estaban en juego su respetabilidad, su reputación, su posibilidad de contraer matrimonio con un hombre de buena posición económica y social, y su trabajo como secretaria ejecutiva del que en ese momento era la empresa gubernamental más importante del país.
Y por si fuera poco, debido a que este acto iba a ser por el bien de la nación, se requería de su comprensión y sacrificio para con la causa, porque el tiempo que invirtiera y los riesgos que tomara, serían a cambio de ninguna retribución económica (aunque cabe mencionar que Olaguíbel se llevaría íntegros, después de gastos, tres mil pesos de la época). Sin embargo, Helvia aceptó, con la única condición de que mantuvieran su identidad en absoluto secreto. Que conocieran su nombre, su rostro de carne y hueso, eso poco importaba, de cualquier manera, ella sería todas las mujeres y ninguna a la vez.
Muchos días de temor a ser descubierta y expuesta al juicio implacable pasaron para ella, años de tejer mentiras sobre sus actividades vespertinas, para no decir que en realidad no iba por un café con una amiga, que no se quedaba a cubrir horas extras, de jurar y perjurar que no es que anduviera de libertina saliendo con algún pretendiente sinvergüenza que aún no se había presentado ante sus padres como era debido.
Porque lo que realmente hacía era tomar el metro hasta el estudio del Arquitecto Mendiola, donde ya la esperaba Juan Olaguíbel, Juan a secas, como ella se acostumbró a llamarlo después de tantas sesiones de modelaje. A Helvia le gusta detenerse en un recuerdo en específico, cuando el arquitecto le informó que la escultura para la cual posaba, basada en la diosa romana de la caza, se colocaría sobre Paseo de la Reforma, cerca de la entrada al Bosque de Chapultepec.
Le gustaba desmenuzar en su memoria cada palabra, volver a sentir esa mezcla de emoción y vergüenza, porque, ¿quién más sino sólo ella podía vanagloriarse de embellecer la avenida más importante de la ciudad? Luego, la invadía el temor, porque mostraría hasta lo más íntimo, estaría expuesta a la admiración y a la crítica, al morbo de todo transeúnte, conductor o ciclista que cruzara por allí.
No se equivocó. Una vez que la estatua fue develada, generó las más diversas reacciones. Olaguíbel recibió grandes ovaciones. Hubo quien dijo, entre ellos el propio Juan, que el cuerpo de La Diana era el “prototipo de la mujer mexicana”, aunque la verdad es que Helvia siempre tuvo sus dudas. Todo tipo de alabanzas a su belleza y altivez se publicaron en los diarios, ¡para ella! Aunque no supieran quién era en realidad, su nombre o su rostro, pero Helvia era “todo amanecer y carne de bronce y quisiéramos todos que viviera y se cayera muerta de amor por cada uno de nosotros.”[2] Pero lo que más le gustó, fue el poema que Efraín Huerta publicó a propósito de su renacimiento en bronce: “¡Buenos días, cazadora, flechadora del alba, diosa de los crepúsculos! Dejo a tus pies un poco de anhelo juvenil y en tus hombros, apenas, abandono las alas rotas de este poema.”[3]
El gusto le duró muy poco a Juan, porque inmediatamente, la Liga de la Decencia, cuya alta labor era la de preservar la moral y las buenas costumbres de la sociedad mexicana, y que además recibía el apoyo del Gobierno de Ávila Camacho, al ser su esposa promovente y miembro activo de la agrupación; le exigió “corregir” la escultura, pues si se mantenía así, contaminaría a la ciudad de cuerpos desnudos que corrompían la moral de sus habitantes. O le colocaba un taparrabos espantoso, que se antojaba más como cinturón de castidad, o se retiraría la escultura. Qué enojado estaba Juan con esa situación.
– “Pinches mexicanitos mochos, se espantan de ver en la calle la belleza que quisieran tener en casa. Perdóneme usted las majaderías, Helvia, no son formas de expresarse delante de una señorita.”
Al final, tuvo que colocarle el taparrabos. Siempre se arrepintió, pues para él “en el arte no existen impudicias”, aunque a decir de la época, en el cuerpo de las mujeres sí. Mientras, esa batalla perdida le refrendó a Helvia la precaución que debía tener para que nunca la relacionaran con aquella escultura. Como hombre y como artista, Juan podría cargar con la responsabilidad de haber diseñado a La Diana y de haber tenido que adaptarla a la gazmoña sociedad de aquellos años, pero con el tiempo se le perdonaría, se olvidaría y no le costarían ni su renombre ni su carrera… no sería así para ella.
Juan siempre se jactó de tener buen ojo para las mujeres, de saber encontrar, entre todas, a la más refinada, bella y digna representante de lo que se consideraba el ideal de la figura femenina. En cierto sentido, eso siempre halagó a Helvia, pero también la hizo sentir como un objeto de colección al que habían seleccionado entre muchos otros. Y vaya que Juan se volvió “experto” en eso, de tan convencido que él estaba convenció a los demás. Por eso cuando se celebró el Primer Concurso Mundial de Belleza y un grupo de refinados caballeros debía ser constituido para seleccionar a la concursante por México, los organizadores no dudaron en buscar a Juan para ser parte del jurado. Su mérito había sido haber encontrado a La Diana, a Helvia, y haberla inmortalizado en bronce como la figura a la que toda mujer mexicana debía aspirar.
Por esos años también ocurrió un episodio curioso, de esos que sin querer dejan entrever la doble moral y el contradictorio discurso sobre la decencia y el pudor en México. En el mismo sitio donde antes escandalizó la reproducción del cuerpo femenino desnudo se permitió, sin nadie que chistara o siquiera se ruborizara, la figura de un hombre totalmente desnudo. En diciembre de 1951 pusieron una escultura de Ariel (la estatuilla que se entrega en el afamado galardón cinematográfico) frente a La Diana, como homenaje al cine nacional y en celebración del vigésimo aniversario del cine sonoro en México.
Un peculiar columnista de El Universal que firmaba como el “Duende Filmo”, y encargado de una columna de cine, captó la atención de Helvia, pues en una serie de artículos osó darle voz a La Diana y protestar por el ultraje a su escultura en contraste con el libertinaje que se le permitía al Ariel. Simuló una carta escrita de La Diana al Presidente de la República y al Jefe de Departamento del Distrito Federal, en la que abogaba igualdad y justicia para su afrenta así como que retiraran el taparrabos que a ella, en su calidad de mujer, le exigían portar y no así al Ariel por ser un hombre al natural. En las columnas, así expresaba La Diana su molestia al Duende:
– “A ti que te gustan tanto los dichos populares no encontrarás fuera de razón que yo pida que o todos coludos o todos rabones. O me quitan los calzones, o le ponen una hoja de parra al Ariel. ¿No te parece? Fíjate mi querido Duende en esa actitud arrogante que tiene el Ariel, con el cuerpo arqueado hacia atrás mostrándome todo lo que a mí se me prohíbe exhibir.”
– “Esto me indigna, aparte de lo manifiestamente injusto, porque no creo conveniente que a una dama como yo se le haga objeto de una afrenta tal. ¿Dónde se ha visto que un hombre exhiba con tanto descaro sus desnudeces frente a una dama? No negarás que desde que me pusieron estos horrores de calzones puedo proclamar a los cuatro vientos que soy una señora recatada.”
– “Ya lo dije antes: o me quitan los calzones o a él le plantan un taparrabo. Esto que se hace conmigo es injusto porque dime: desnudo a desnudo, ¿cuál crees que sea más llamativo, el mío o el de Ariel?”[4]
No pudo evitar sentirse identificada. Helvia siempre creyó que quien firmaba como Duende Filmo debió de haber sido una mujer, ¿quién más, si no otra mujer, hubiera entendido ese predicamento y esa injusticia, y quién más se hubiese tomado la molestia de redactar artículos que denunciaran, entre lo anecdótico y la sátira, justicia para el cuerpo femenino? ¿Hombre? Seguro que no.
Faltarían todavía 15 años más hasta que el Jefe del Departamento del Distrito Federal en turno, Alfonso Corona del Rosa, de mentalidad un poco más abierta, convenciera al Presidente Díaz Ordaz de acabar con el puritanismo y recuperar a La Diana quitándole el taparrabos de la censura y la vergüenza. ¿Cómo se iba a explicar a las naciones de primer mundo, que nos visitarían a propósito de los Juegos Olímpicos de 1968, que en México aún predominaba una mentalidad y un entendimiento tan arcaico y celado del arte? El Señor Presidente accedió, y Alfonso Corona llamó nuevamente a Olaguíbel para remediar el asunto.
Sin embargo, la escultura se dañó al intentar remover el taparrabos. La solución que encontraron Alfonso Corona y Olaguíbel fue forjar una réplica de la escultura, que no tuviera rastros de la censura y vejación a las que fue sometida, mientras que la original con las huellas de los daños fue trasladada a Ixmiquilpan, un poblado en Hidalgo del que era originario el licenciado Corona, y ahí continúa hasta la fecha.
La develación del clon de La Diana fue como una nueva inauguración, con una congregación jubilosa, que se deshacía en gritos, aplausos y porras en torno a la glorieta de Paseo de la Reforma, Ródano y Lieja. Juan había ganado la batalla (¿solamente él?): “era la presentación de la belleza de la moderna mujer mexicana… de una mujer libre de prejuicios y de adefesios que la aprisionaban.” Dijo también que “al fin el arte, el adelanto de nuestra cultura y el amplio criterio de las autoridades habían triunfado después de 25 años de lucha, de amargura para él… de lágrimas.”[5]
Con el nuevo recibimiento de la gloriosa Diana, quien dejaba de ser víctima del moralismo de los años cuarenta para reivindicarse como una diosa del arte que ponía en alto el nombre de la escultura y el arte mexicanos, no fueron pocas las que quisieron hacerse pasar por Helvia. Hasta la estrella de cine Silvia Pinal aseguró ser la modelo detrás de la escultura. Pero en Helvia, siempre podía más ese temor y sentimiento de haber transgredido las reglas que el anhelo de justicia y reconocimiento ante aquellas que robaban su gloria y su mérito.
Sin embargo, a estas alturas se dice a sí misma, con una sonrisa socarrona, “eso ya no importa, ¿qué se puede perder a los 69 años?”. Había logrado lo que cualquier señorita de sociedad debía anhelar: un matrimonio conveniente, que no sencillo, pues su marido Jorge Díaz Serrano, pasó de ser un héroe nacional, descubridor de petróleo, padre del boom petrolero de los años 70, digno Director General de Petróleos Mexicanos (donde ambos se habían conocido) y potencial candidato a la Presidencia de la República, a un perseguido político, víctima de la renovación moral del nuevo presidente Miguel de la Madrid, a uno de los responsables de la crisis económica al haber permitido la compra de dos buques petroleros a sobreprecio, a ser el único ex Director General de PEMEX preso, y finalmente, a ser un olvidado dentro de la historia política en México. Helvia no pudo evitar pensar que a esta lista de desgracias se sumaba el haber abandonado a su esposa por ella, su secretaria. Quizá ése era motivo de mayor escarnio que haber posado desnuda en su juventud. Lo que no se veía es que ella siempre estuvo a su lado, en las buenas y en las malas.
Lejos quedaban ya esos años cuarenta. No le quedaba familia a la cual decepcionar (su marido tenía más de lo que avergonzarse, si de asumir vergüenzas y responsabilidades se trataba), no había tenido hijos a los cuales deshonrar, ya no se sentía identificada ni inferior en esa sociedad creciente, que cada vez vivía más a prisa, cada persona más aislada en sí misma.
En cambio, ahora tiene hambre de ese reconocimiento al que renunció por timidez o por comodidad. Se siente con la fortaleza de enfrentar a la prensa, de contar su historia las veces que sea necesario. Se sabe tan sola que sólo puede aferrarse a esa escultura que le sonríe como a un espejo, que la hiere con la imagen de la belleza y juventud perdidas.
La única cuestión pendiente era cómo dar a conocer la noticia. Pensó en una entrevista, pues más de un periódico o revista estarían interesados, o tal vez alguna televisora. Pero no, eso llegaría después si encontraba una manera más propia de hacerlo. Un libro parecía más indicado, porque era su secreto y lo contaría como ella quisiera. Así, Helvia se levantó de su cama, se dirigió al estudio, acomodó su Olivetti sobre el escritorio y comenzó a teclear la historia de La Diana Cazadora, su historia. ⌈⊂⌋
[1] Rafael Cardona, “La Diana Cazadora: peregrina de bronce”, El Nacional, México, 13 de septiembre 1989, p. 3
[2] Ídem
[3] Fragmento. Efraín Huerta, “Buenos días Diana Cazadora”, Suplemento de El Nacional, 18 de marzo 1951, p. 5
[4] El Duende Filmo, “Nuestro Cinema”, El Universal, 15 de diciembre 1951, pp. 3 y 25.
[5] Sin autor, “Sin taparrabos, Diana Cazadora vuelve a su sitio”, Impacto, 20 de diciembre 1967, p. 929