Exquemelin y los corsarios de América

Vicente Francisco Torres (UAM-I)

Las míticas vidas de los piratas que en el mundo han sido siempre estuvieron colmadas de aventuras. Por eso muchos escritores, como Daniel Defoe,  Conan Doyle, Walter  Scott, Washington Irving, Herman Melville, R.L. Stevenson, Joseph Conrad  y Julio Verne, entre otros,  las usaron como inspiración, o para reescribirlas[1].

Entre ellas, y por su cercanía con la tierra y las letras de nuestra América, el libro que escribió Alexander O. Exquemelin, titulado Piratas de América en la edición que Carlos Barral preparó para Barral Editores, es muy relevante porque tenemos no una recreación, sino la obra que originalmente escribió este autor holandés para dar noticia de la naturaleza americana, la vida cotidiana de sus habitantes y las terribles crueldades de los corsarios y bucaneros que acá vivieron.

En el siglo XVI, mientras España y Portugal se entregaban al saqueo del mundo recién encontrado, la economía de Inglaterra atravesaba por una situación difícil y sus marineros estaban desocupados. Es cuando nace la idea de los corsarios –piratas que contaban con permiso real; son ladrones que tenían patente de corso– que vinieron a infestar las aguas del Caribe y dieron origen a muchos nombres  míticos y   famosos. Uno de los episodios más explotados literaria e históricamente es el de la Hermandad de la Costa, establecida en la isla de la Tortuga[2], sitio  en donde se refugiaban ingleses,  franceses y holandeses de la persecución española. Después del descubrimiento, los españoles vieron amenazada su supremacía en las Antillas no solo por la ambición de ingleses, franceses y holandeses, sino por el riesgo de la llegada de los piratas calvinistas que perturbarían la fe que estaban imponiendo los peninsulares.

Como los españoles no podían proveer a sus nuevos súbditos, los corsarios empezaron a comerciar y terminaron por colonizar. Expulsados de la Española, los perros del mar se refugiaron en la isla de la Tortuga, ubicada frente a la costa noroccidental de la Española, donde fundaron una especie de república y construyeron un fuerte. En 1640 iniciaron un progreso que duró casi 80 años. En la isla se establecieron holandeses y franceses que eran curtidores de pieles y plantadores de tabaco y caña de azúcar, aunque también allí se refugiaron bucaneros[3], desertores y piratas, que pronto empezaron a surcar las Antillas.

El libro de Exquemelin se publicó originalmente en holandés, en 1678; después se editó en Alemania y, tres años más tarde, apareció la edición española de Piratas de América, reputada como un excelente trabajo de traducción.

En la primera parte de este libro encontramos un recuento de las cosas que el médico encontró en el Caribe. Se deshace en elogios para la feraz tierra americana y sus abundantes productos medicinales: “La próvida naturaleza ha andado en esta tierra tan manirrota que no ha querido que donde franqueó sus tesoros con tanta liberalidad dejase de abundar en contra morbíficas infecciones (que a ser yo grande físico pudiera granjearme, como otros, el título de botánico) pues la medicina puede hallar aquí materia suficiente para trastornar los almacenes galénicos y hornos paracélsicos”[4].

Se queja de los mosquitos y las hormigas y, a las luciérnagas, las llama moscas de fuego. Así se refiere, hiperbólicamente, a ellas: “Tuve un día tres en mi barraca hasta más de la medianoche, y en ella, sin otra luz, me daban tal claridad que muy cómodamente podía leer en cualquier libro por letra menuda que fuese”[5]. En su inventario figuran serpientes, grillos escandalosos, arañas grandes y peludas, galápagos, manatíes, ciempiés, escorpiones, papagayos, pájaros carpinteros, caimanes, caballos, toros y vacas. La historia de los perros salvajes, que abundaban en la isla, resulta sorprendente: como los europeos no podían someter a los naturales que se refugiaban en la selva, trajeron perros que, al multiplicarse y no ser domesticados, los dejaron que buscaran el sustento por su cuenta. Hay que agregar que ni con castigos como el descuartizamiento pudieron los españoles someter a los aborígenes, que se refugiaron en cuevas y allí murieron, como muestran los osarios encontrados.

Desde entonces, refiere el médico holandés, había entre los nativos la idea del chulel o animal protector: ponían a los recién nacidos en una cama de ceniza y esperaban a que algún animal dejara su huella.

Después de recordar batallas, invasiones y referencias a la vida cotidiana, Exquemelin refiere las vidas de los más notables perros del mar. Empieza con Pedro el Grande quien, después de asaltar un navío español cargado con armas y riquezas, en lugar de quedarse en las Antillas, se fue a Francia, su tierra natal, y nunca regresó a América. Tal parece que su ejemplo acicateó a otros europeos para que se embarcaran.

En Jamaica encontramos, en 1655, a Henry Morgan, el más famoso de los bucaneros, terrible ladrón que murió en su cama, en Jamaica, como un rico plantador cuyo cuerpo fue enterrado en la iglesia en Santa Catalina, en puerto Real. Su crueldad fue proverbial: “a algunos los colgaron por los compañones, dejándolos de aquel modo hasta que caían por tierra, al desgarrarse las partes verecundas, y si con eso no morían inmediatamente, los atravesaban con las espadas, por más que cuando no lo hacían, no solían durar más de cuatro o cinco días, agonizantes”[6].

Francisco L ´ Olonnais (El Olonés) robó en Cuba, Campeche, Venezuela y se escondió en la Tortuga. Su fama de hombre cruel se cimienta en una ocasión en que abrió el pecho a un español, sacó su corazón y lo mordió. Su muerte resultó ejemplar: los indígenas del Darién lo apresaron y descuartizaron. Luego echaron sus restos al fuego, hasta que el viento dispersó sus cenizas. 

Exquemelin, quien había firmado en Francia como cirujano por un periodo de tres años, fue vendido como esclavo en América. Vuelve a Ámsterdan y regresa a Campeche. Luego va a Jamaica y de nuevo a Holanda para estudiar medicina, profesión que había ejercido empíricamente.


[1] Véase Philipe Gosse, Historia de la piratería, traducción de Rodolfo Selke, México, Editorial Centauro, 1946. 

[2] Las peripecias allí acontecidas llegaron a conocerse gracias al libro, en forma de diario, que Oexmequelin escribió. En el mismo da cuenta de cómo se embarcó al servicio de la Compañía Francesa de las Indias y, cuando arribó a la isla, fue vendido como esclavo. De su amo aprendió el oficio de barbero y cirujano que desempeñaría entre piratas y bucaneros.

[3]“Luego están los bucaneros. Estos han convivido con los caribes, indios nativos de las Antillas, quienes tienen por costumbre cortar en trozos a sus prisioneros y colocarlos sobre unas parillas bajo las cuales encienden fuego. A estas parrillas las llaman barbacoa, boucan al lugar donde se encuentran y bucane al acto de asar y ahumar la carne. Por eso los bucaneros se llaman así”. Alex Olivier Oexmelin, Historias de piratas. Diario de un cirujano de a bordo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina (Biblioteca Fundamental del Hombre Moderno), 1972, p. 11.

[4] Alexandre O. Exquemelin, Piratas de América, traducción del Dr. De la Buena Maison, Barcelona, Barral Editores, 1971, p.32.

[5] Ibídem, p. 35.

[6] Ibídem, p. 138.