Las sonoridades denegadas del Nuevo Mundo

Samuel Cristóbal Máynez

Para nadie es sorpresa recordar que nuestro continente “nació” para la historia con la llegada de Colón, sin embargo, es menester reparar en las comillas puesto que hubo desembarcos previos acometidos por otros ‒de vikingos en las costas de Groenlandia y del mar de Labrador‒ que carecen de “validez” por no haber testimonio escrito. Y aquí comienza el retablo de patrañas que configuraron nuestro ser continental. Para empezar, la necedad del navegante “genovés”[1] por ubicarnos en una franja territorial asiática hizo que de tajo, por no haber constancia documental, los caribes, taínos, aymaras, caracas, bororós, patagones, apaches, comechingones, nahuas, lacandones y un largo etcétera, dejaran de serlo para volverse indios, que será sinónimo del hombre subyugado, sometido y conquistado, aunque también “reeducado”, “redimido” y “civilizado”.

No está por demás que rememoremos la tozudez colombina, pues nos concierne a todos: En su primer viaje, los ab-orígenes son “indios” asalariados del Gran Khan. Así lo consigna y lo sostiene. En el segundo, las “evidencias” adquieren estatus jurídico pues obliga a su chusma a estipular en un documento que Cuba se halla en Tierra Firme. En el tercero acrecienta su arrojo testimonial debido al desconcierto que le produce la dulzura del Orinoco, recurriendo a una interpretación que placería a la Iglesia: localiza el Paraíso Terrenal y el planeta ya no es esférico; asegura que su forma asemeja a un seno de mujer cuyo pezón estaría bajo la línea ecuatorial. Para el cuarto, el paroxismo de sus decepciones lo hace desistir de avanzar unas leguas más hacia el poniente, en busca de la salida al mar que tenía ya muy cerca, desandando su marcha y volviéndose trabajosamente a España, empero, escribe que de donde se detuvo ‒lo que transcribe como Caguare, hoy Panamá‒ restaban sólo diez jornadas para embocar el río Ganges.

Y remontando, por ahora, los fantasiosos decires de nuestro “descubridor” hemos de situarnos en una fecha clave: el 25 de abril de 1507. Ahí, para nuestra incumbencia y futura identidad, los monjes de la abadía de Saint Dié, ubicada en la Lorena francesa, publican el primer mapamundi que ostenta el nombre de América, en honor al cuestionado Amerigo Vespucci quien, como se ha demostrado, hizo menos viajes al continente de los que él afirmó. Además, para acreditar la actitud dolosa del florentino, digamos que tampoco tuvo empacho en asegurar que en el Mundus Novus había gigantes y que la lujuria de las “indígenas” llegaba al grado de, mediante artificios y picaduras de animales ponzoñosos, hincharles los miembros a sus maridos hasta tornárselos “deformes y brutales”. Así, a nadie debe sorprender que hayamos sido paridos, ante los ojos del Dios “verdadero”, por la ignorancia, el prejuicio y el dogma.

Mas regresemos a los farragosos relatos del fabulista Colón, pues en su prosa encontraremos respuestas a muchas incógnitas, sobre todo, en el plano sonoro que nos concierne. En sus escritos hace referencia, en once años de vivencias, a siete decenas de eventos auditivos, pero ninguno que nos sirva para reconstruir el paisaje sonoro amerindio. Es sintomático que, en la narración de su primer viaje, el famoso Diario de abordo, mencione un par de veces la ausencia del canto de los ruiseñores ‒en las Antillas no los había‒ para que el clima y el aire fueran perfectos. A esto debe sumarse la pobreza de su vocabulario. Encontramos, nada más, rugir, tronido y estruendo con sus superlativos. Nos enteramos así de lo que oyó en las cercanías del referido Orinoco:

“Allí se haze una boca grande de dos leguas de poniente a levante y que, para aver de entrar dentro para pasar al setentrión, avía unos fileros de corrientes que atravesaban aquella boca y traían un rugir muy grande […]Y en la noche, ya muy tarde, estando al borde de la nao oí un rugir muy terrible, y me paré a mirar y todavía venía un filero de corriente, que venía rugendo con muy grande estruendo…”

Es atinado deducir que sea la frustración para expresar claramente la intensidad del sonido percibido, la que lo empuja a concluir que las nuevas tierras debían rondar, como anotamos, el Paraíso Terrenal; es también paradójico percibir cómo tildará de sordos a los nativos sin cuestionar su propia torpeza auditiva:“La qual aqua que sale del Paraíso Terrenal para este lago trahe un rogir muy grande, de manera que la gente que naze en aquella comarca son sordos…”

Podemos preguntar quién es el sordo, cuando lo único que llama su atención son las sonoridades intensas y jamás el delicado canto de los muchos pájaros que cita, como si fuesen criaturas mudas. En cuanto a la inopinada tesis de su “sordera” podríamos agregar que fue él quien les intercambió a los indios cascabeles por oro. Por tanto, ¿no fueron éstos más receptivos al sonido al preferir artefactos aptos para hacer música en vez de su mineral áureo? ¿Para quién fueron baratijas en lugar de instrumentos con posibilidades artísticas? Notoriamente, este intercambio es uno de los episodios más socorridos en la narrativa colombina. Leamos:“Algunos d´ellos traían colgados algunos pedaços de oro colgado al nariz, el cual de buena gana daban por un cascabel d´estos de pie de gavilano y por cuentezillas de vidrio, mas es tan poco que no es nada.”

A pesar de que se muestre escrupuloso al describir los atavíos indígenas, no dejó ningún comentario sobre su música, sólo sobre los instrumentos que oyó de refilón:“Dos o tres hombres venían con las caras pintadas de colores de una misma guisa, y cada uno traía un gran plumaje de fechura de çelada, que no avía diferencia, ansí como en los plumajes: traían éstos en las manos dos juguetes con que tañían. Y avía otros dos ansí pintados en otra forma: éstos traían dos trompetas muy labradas a pájaros e otras sutilezas, no eran de metal, salvo de ébano negro muy fino…”

Nadie podrá negar que la connotación esgrimida para referirse a los instrumentos oriundos transparente su desdén: son los “juguetes” con que los aborígenes se divierten. Y frente a eso, no hay disquisición posible. “Ellos” son los portadores de la gran música, mientras que “los otros”, los salvajes, sólo atinan a emplear sus instrumentos en pos de solazarse como niños, entendidos aquí como débiles mentales.

 Aunque el asunto más relevante sobre la primera reacción indígena ante la música europea también es consignado por Colón, quien no cayó en la cuenta de la gravedad que tendría su omisión. Dejemos que él nos refiera el álgido entuerto:

“El día siguiente vino de hazia Oriente una gran canoa con veinte y cuatro hombres, todos mançebos y muy ataviados de armas, arcos y flechas. […] Quando llegó esta canoa habló de muy lejos e yo no otro ninguno no los entendimos, salvo que yo mandé fazer señas que se allegasen; y en esto se pasó más de dos horas, […] yo les fazía mostrar bazines y otras cosas que reluzían, por enamorarlos porque viniesen, y a cabo de buen rato se allegaron más que fasta entonces no avían; e yo deseaba mucho aver lengua, y no tenía ya cosa que me paresçiese que hera de mostrarles para que viniesen salvo que hize subir un tamborino en el castillo de popa, que tañese, y unos mançebos que danzasen, creyendo que se allegarían a ver la fiesta.[2] Y luego que vieron tañer y danzar, dexaron los remos y hecharon mano a los arcos y los encordaron, y enbraçaron cada uno su tablachina y començaron a tirarnos flechas… 

Imposible negar que en la “elocuencia” colombina hay elementos sobre los que podríamos bordar a voluntad. Quedémonos, por fuerza, en la superficie. Es de resaltar que el almirante escribe que los indios vieron tañer en vez de “escucharon”. Ahí se evidencia el tenor de su relación con los sonidos, funcionándonos para entender la mentalidad imperante en la relación inicial entre los dos mundos. Uno que impone su música y otro que se quedará sin la suya. Sin lugar a duda, el fragmento de la crónica presenta más problemas de interpretación de cuanto sonaría a simple oído. Nos sitúa, inevitablemente, ante la imposibilidad de conocer la versión de los inminentes vencidos. ¿Qué fue lo que desencadenó su reacción? ¿Una forma inaceptable de mancillar el silencio? ¿Una manera sacrílega de bailar? ¿Un son demencial emitido sin el respeto que la música merece? ¿Algún código rítmico-melódico reconocido como declaración de guerra?… Las respuestas se las tragó el desinterés y, a partir de ahí, sobrevendría la aniquilación del arte sonoro precolombino. ¿Alguna duda que refuerce nuestros congénitos equívocos?…

Mas es hora de dejar atrás los fárragos narrativos de Colón que hemos consignado en pos de dilucidar algunas claves que nos ayuden ulteriormente a entender la imposibilidad que tenemos para recrear el paisaje acústico amerindio. Todas las edificaciones en piedra del pasado precolombino han podido, de alguna manera, reconstruirse, en cambio, esto no se ha logrado con las construcciones invisibles como la música. ¿Nos sorprende?… Sigamos adelante para desentrañar ulteriores códigos interpretativos.

Si lo narrado fue el tenor establecido por nuestro “descubridor” el que le sigue es consecuente; constatamos que se arma un constructo organizado. En las complicaciones que vivió Europa para darle cabida a un continente desconocido no se contempló su audición como una materia independiente. El problema del “ser de América” volvió a resentir que sus sonoridades no fueran consideradas como un tema digno de estudio; sí lo fue en cuanto las lenguas, pero para intentar desterrarlas.

Vendría entonces la reseña que hace Pietro Martire D´Anghiera en sus Décadas donde resuena la carencia de nociones concretas sobre la música que se producía en aquel territorio que es él a denominar Novi orbis. El número de veces que Martire cita sonidos y ruidos de la naturaleza es de 17 en toda su obra, mientras que sólo hay 3 para los instrumentos musicales indígenas y 4 para los bailes; y los 7 registros son meras menciones.

Tampoco Núñez de Balboa, el “primero” en avistar el océano Pacífico, ni Cabeça de Vaca, el primer explorador de las cataratas del Iguazú y de los litorales del norte de México, ni Pedro de Valdivia, el fundador de Chile, nos ofrecen datos acústicos de relieve. Ocasionalmente encontramos descripciones más detalladas, ya no por los adelantados de la empresa exploratoria, sino por los cronistas oficiales y los advenedizos, pero son, otra vez, producto de una observación filtrada por el desprecio.

En el caso de Hernán Cortés, quien se prodigó en sus epístolas a Carlos V, la situación no mejora, pues, aunque aluda a diversas manifestaciones audibles como alaridos, “gritas”, los lloros de niños y mujeres y los “aparejos de bullicio”, es abiertamente vago, incluso ofensivo, con la música “precortesiana”. No pasa de considerarla ruido. En su carta de mayo de 1522 declara con desenfado: “Y aunque con harta tristeza de no haber alcanzado victoria, partimos de allí y fuimos aquella noche a dormir cerca del otro peñol, […]  y así nos estuvimos aquella noche oyendo hacer a los enemigos mucho estruendo de atabales y bocinas y gritas; y en la de septiembre de 1526 reitera: “sentimos cierto ruido de gente y unos atabales, y pregunté a aquellas mujeres que qué era aquello, y dijéronme que era cierta fiesta…”

Sin embargo, la prosa más directa para demostrar el desagrado corre a cuenta de Bernal Díaz del Castillo. Relata sin ambages: “tornó a sonar el atambor muy doloroso del Uichilobos, y otros muchos caracoles y cornetas, y otras como trompetas, y todo el sonido de ellos espantable, y mirábamos al alto cú donde los tañían […] y tañían su maldíto tambor y otras trompas y atabales y caracoles, y daban muchos gritos y alaridos […] digo otra vez que era el más maldito sonido y más triste que se podía inventar […], y sonaba, y tañían otros peores instrumentos y cosas diabólicas y tenían grandes lumbres, y daban grandísimos gritos y silbos…

A partir de la mitad del siglo XVI notaremos una leve mejoría en cuanto al quilate informativo sobre la acústica amerindia, más será insuficiente. Con dos ejemplos tenemos para captar su poquedad. A raíz del proceso incoado por las acusaciones ante su proceder en las Indias, Diego de Landa confeccionó su Relación de las Cosas de Yucatán para argumentar su defensa. Hay que decir que es una tarea ingrata acercarse al trabajo del provincial franciscano, ya que gracias a su enjundia evangelizadora se perdieron incontables documentos mayas ‒todos los que halló donde se comprobaran sus grandísimas bellaquerías e idolatrías‒ en el auto de fé del 12 de julio de 1562, pero también a él se debe la cauda de saberes en los que se fundó la mayística.

En esta paradoja entablada por el rabioso perseguidor de las creencias indígenas y a la vez el entusiasta observador de las “cosas” mayas, notamos que no ahorra encomios sobre las construcciones en piedra ‒habla de su hermosura, de haber sido labradas a maravilla, de haberse pintado con muchas galanterías y de su altura y grandeza‒, y que en aquellas que moran por los aires intenta, nada más, adjetivarlas. Así, la Relación reza:

“Tienen atabales pequeños que tañen con la mano, y otro atabal de palo hueco, de sonido pesado y triste, que tañen con un palo larguillo con leche de un árbol puesta al cabo; y tienen trompetas largas y delgadas, de palos huecos, y al cabo unas largas y tuertas calabazas; y tienen otro instrumento de la tortuga entera con sus conchas, y sacada la carne táñenlo con la palma de la mano y es su sonido lúgubre y triste. Tienen silbatos de los huesos de cañas de venado y caracoles grandes, y flautas de cañas, y con estos instrumentos hacen son a los bailables. Tienen especialmente dos bailes muy de hombre y de ver. Hay uno en que bailan ochocientos y más indios, con banderas, con son y paso largo de guerra, entre los cuales no hay uno que salga de compás…”

En otros pasajes nos topamos con que califica a los bailes de “solemnes”, de haber sido bailados con “mucho concierto y devoción”, y en el caso del llamado Naual, de “no muy honesto”. También nos enteramos de un cierto Xibalbaokot, sobre el que apunta su traducción, es decir, “baile del demonio”. ¿Le hubiera costado mucho salirse de su postura observadora para decirnos algo más sobre los “sones”, algo más allá de que tenían compás…? Pese a todo lo que podamos anhelar, nos estrellaremos con nuestra propia impotencia. Landa hizo lo que pudo, como destruir y reprimir, pero en el caso del paisaje sonoro, se estrelló él también contra su ignorancia musical.

Pasemos, por último, al observador más acucioso que se afincó en Indias quien, dados sus estudios en la Universidad de Salamanca, por fuerza, hubo de recibir una enseñanza musical que le hubiera consentido tomar el dictado de los “sones” indígenas que todavía alcanzó a escuchar. Se trata de Fray Bernardino de Sahagún. Como sabemos, en el proyecto antropológico-lingüístico del franciscano se condensan 19 años de actividad ‒van estos desde el 1558 con sus apuntes preparatorios, concluyendo en 1577, con el Códice florentino, su obra cumbre‒ para describir las cosas de la Nueva España; y en esa descomunal “cosificación” hallamos elementos que nos conciernen.

Nos ilustra los bailes, como el nematlaxo, y aquel que se hacía en honor a Huitzilopochtli en la fiesta de tlaxochimaco al que califica de “muy pomposo”. Nos ofrece también una catalogación de los instrumentos musicales y llega al extremo de proporcionarnos el nombre de los árboles con cuya madera se fabricaban los “teponaztles, tamburiles y vihuelas”, es decir, los tlacuilocuahuitl, a los que describe con aceptable precisión. Asimismo, proporciona datos útiles sobre los estratos jerárquicos del quehacer musical: nos habla del ometochtzin que era el maestro que dirigía y coordinaba a los cantantes, del tlapizcatzin, que era una suerte de tañedor y chantre y del sitio privilegiado para el oficio, o sea, la mixcoacalli, donde “se juntaban todos los cantores de mexico, y tlatelulco; aguardando a lo que les mandase el señor, si qujsiesse baile, o probar, o oyr algunos cantares de nuevo compuestos; y tenjan a la mano aparejados, todos los atavjos del areyto, atambor, y tamboril, con sus instrumentos, para tañer el atambor, y unas sonajas, que se llaman ayacachtli, y tetzilacatl y omjchicaoaztli.

Pero pese a todo ese aparente interés en los artificios del Arte Sonoro autóctono, es muy cauto para no emitir ninguna palabra comprometedora. No descalifica e intenta no calificar, sólo consigna, como haría un buen etnomusicólogo, aunque notamos que con respecto a las sonoridades emitidas por la fauna nativa se explaya. Y aquí tenemos un elemento de peso para comenzar el alegato contra su distanciamiento con respecto a la música. Mas tornemos a su relación sobre la actividad de la mixcoacalli. En ella nos aporta un hecho relevante para contraponer la relación despreocupada de los europeos con la música, al menos en comparación con la de los indígenas, quienes podían perder la vida si su manera de hacerla no era impecable. Esto escribe: “Y andando el baile, si alguno de los cantores hazian falta en el canto, o si los que tañjan el teponaztli y atambor faltavan en el tañer, o si los que gujan erravan en los meneos, y contenencias del bayle, luego el señor les mandava prender, y otro día los mandava matar.”

Para engrosar el dossier contra el franciscano que sí tenía conocimientos musicales pero que no se atrevió a ejercerlos, anotemos lo que reporta sobre aquellos seres vivos sobre los que no pesaba ninguna condena. Sobre el ocotochtli o “conejo del pino” dice: “tiene el aullido delgado como tiple”; sobre la techalotl o ardilla: “el chillido deste animalejo es delgado, y bivo” y para las aves no hay contención alguna. Lo conmueven y, además de verlas con fruición, las escucha con deleite. Son las criaturas aladas que transmiten el mensaje divino que captó el Santo de Asís, fundador de su orden. Hay descripciones sobre 73 variedades de las cuales reproduce, para 15 de ellas, la forma fónica de sus gorjeos. Los pájaros cohuixin cantan couixi, couix, los cochtli dicen coco, coco, los huactli oac, oac,los tlatuicicitli hacen ci-ci, los cuitlacochtotol  tarati, tarati, tatatati, y un melodioso etcétera, donde el inacabable trinar plasmó la santidad que había de reinar en los cielos de Indias.

¿Nos queda claro el veredicto?… Creemos que sí. Al indígena lo habitaban los demonios y a estos había que acallarlos. En la voz de los animales no podía haber maldad alguna, en cambio, en la música se colaban las idolatrías siniestras. ¡Que recaiga desde esta orilla de la historia una acusación contra Bernardino de Sahagún! A nombre de nuestro gremio se le imputa la omisión de un testimonio que ahora se antoja ineludible. Si hubiera querido habría podido disponer de los pentagramas para transcribir las sonoridades del mundo musical indígena… Gracias a su prevención nos quedamos anclados al silencio.


[1] Hay dudas sobre su origen itálico y hay investigadores que propugnan que pudo haber sido un catalán, o judío, o ambos.

[2] Se recomienda la audición  de un recitativo con la primera carta de Colón a los Reyes Católicos (Audio 1) así como de la pieza instrumental anónima Voca la galiera, contemporánea del “descubrimiento” de América (Audio 2) esta última procede del Cancionero Musical de Montecassino. (Miembros del Hesperión XXI, Jordi Savall, director. ALIAVOX, 2006)