Rosa Núñez Pacheco
En el barrio París y Londres encontré la memoria que Chile se resiste a olvidar. Esas calles céntricas del antiguo Santiago, con estilo europeo y adoquines negros, las recorrí durante los cinco días que anduve por ahí hace algunos años. Los gatos del hotel donde me hospedé no me anunciaron nada. Yo era feliz acariciando sus pelajes jaspeados, mientras me miraban con sus ojos cansados. El martirio, el dolor, la muerte estaban algunos metros más allá, enterrados en la noche de ese barrio que en otro tiempo fue el símbolo del horror. Lo supe cuando visité el Museo de la Memoria el último día de mi viaje a esa capital sudamericana, donde fui a participar en un Encuentro de narrativa latinoamericana reciente organizado por una universidad privada.
Para llegar al Museo de la Memoria tomé el metro que circula por las entrañas de Santiago, el cual me llevó hasta ese recinto cultural inaugurado hace unos años por el Bicentenario de Chile. El color verde oliva y la forma rectangular lo hacía ver desde lejos como un cuartel bordeado por unas rejas metálicas. Al fondo se lograba divisar unas gradas circulares que daban la impresión de representar al Estadio de Chile, lugar donde los prisioneros del régimen de 1973 daban sus últimos gritos antes de partir a la eternidad. Al lado de la recepción y a lo largo de una pared del primer piso estaba la letra de la última canción que Víctor Jara escribió en ese estadio: Canto que mal que sales / Cuando tengo que cantar espanto / Espanto con el que vivo / Espanto como el que muero.
Al interior mismo del Museo, había un mapa de Chile, cuyo territorio extenso y angosto estaba lleno de lugares dedicados a recordar aquellas décadas funestas. Desde Arica hasta Magallanes, o islas como Chiloé y Dawson, habían sido asoladas por la caravana de la muerte, y sobre todo fue Santiago el centro donde se maquinaba toda esa locura. Muerto Allende, Pinochet impuso la fuerza a la razón. Desde ese setiembre de 1973, la primavera llegó vestida de negro y se llevó a miles de chilenos, incluido al propio poeta Pablo Neruda. Ni la casa del Nobel de literatura, llamada La Chascona y ubicada en el barrio Bellavista a los pies del cerro San Cristóbal, se salvó del atropello de los militares. Más allá, las aguas del Mapocho sirvieron para arrastrar los cuerpos destrozados por la barbarie.
Desde el inicio del recorrido por ese Museo, lo primero que me impactó fueron las fotografías de los memoriales, y en especial uno: Londres 38, memorial de los desaparecidos de los primeros años de la dictadura. ¿Acaso yo no estaba hospedada a la vuelta de ese lugar? Todos los días atravesaba esa calle de nombre londinense sin fijarme en aquella construcción antigua ni el árbol que le daba sombra. Caminaba contagiada por la alegría que reinaba en las mesitas de la acera de enfrente con turistas que bebían cerveza y hablaban sin parar en lenguas disímiles. No me imaginaba que en esa casa antigua, muy cercana a la Iglesia de San Francisco y a la Alameda O’Higgins, habían muerto muchísimas personas, y por ello en la vereda habían 94 placas recordatorias con los nombres de las víctimas. Quienes transitan por ahí y desconocen los hechos, las pisan sin darse cuenta. De inmediato pensé que solo unas cuantas paredes me habían separado de ese lugar sombrío donde ya no despertaban más quienes eran traídos a la fuerza por los agentes del régimen de entonces.
Subir al segundo nivel del Museo fue como descender al infierno. El material audiovisual de los momentos mismos del golpe de Estado, las voces contrapuestas de Allende y Pinochet, las voces del Chile confuso y sometido al miedo, los manuscritos de cartas de prisioneros y familiares, los documentos oficiales, los instrumentos de tortura, las miles de fotografías de los desaparecidos, las cartas del exilio, la protesta internacional, etc., todo era exhibido en las distintas salas que eran visitadas por decenas de escolares y turistas.
Al terminar de recorrer el Museo, regresé al hotel a recoger mi equipaje y partir al aeropuerto. Apenas tenía un par de horas. Apresurada atravesé la calle Londres. Busqué el número 38, pero solo pude divisar el 40. Luego me di cuenta que estaba justamente a la entrada de ese espacio de memoria, ya que cuando bajé mi vista al suelo leí Londres 38. En el piso había una placa grande y otras más pequeñas con nombres de jóvenes que en su mayoría eran estudiantes que no superaban los veinte años. La puerta estaba medio abierta. No entré. Seguí hasta la calle París y de ahí al aeropuerto. Luego, desde la ventanilla del avión me despedí de Santiago. Su cordillera rociada de nieve bordeaba la ciudad por el oriente, y en el lado extremo estaba el camino hacia el litoral. Ahí frente al mar estaban las casas de los poetas de Isla Negra, Cartagena y Las Cruces. Hace unos años ya las había visitado en el Día de los Muertos, salvo Nicanor Parra que cumplía cien años de vida, Neruda y Huidobro yacían en sus tumbas. En medio de las nubes recité los versos de Neruda: Yo no voy a morirme. Salgo ahora / en este día lleno de volcanes / hacia la multitud, hacia la vida.
Después supe que Londres 38 había sufrido una serie de problemas antes de convertirse en espacio de memoria. Fueron los familiares de los desaparecidos quienes jugaron un rol importante para recuperarlo en plena democracia. Ahí ahora se hacen exposiciones y una serie de actividades con el fin de no olvidar lo que pasó. Es una forma de luchar contra el olvido, porque aún muchas personas, amigos y familiares de las víctimas, no encuentran respuesta a la pregunta ¿dónde están?
Pienso nuevamente en mi viaje a Santiago, pienso en las veces que visité esa memorable ciudad. La primera vez me pareció que ahí la poesía había encontrado su lugar. Ahora lo veo como algo más que recitales, conciertos, librerías, congresos, museos, tiendas, viajes en metro, etc., Santiago se ha convertido para mí en un lugar de encuentro, de recuerdos, de historias de vidas de aquellos que ya no están. Pienso en los viajes en general los que hice tras los pasos de la literatura, los que hice por el simple hecho de viajar, y los que aún no he hecho. Son viajes que han moldeado mi vida y la han vuelto errante. A veces se convierten en autoexilios, formas de encontrarme a mí misma. En cada viaje encuentro nuevos signos para interpretar la extraña forma de ser de los latinoamericanos. El viaje a Chile fue un descubrimiento de la memoria.
Mi memoria vuelve a Londres 38, imagino la puerta, la noche, el horror. Cierro mis ojos tratando de recordar los gatos de la calle París que acaricié en los pasillos del hotel. Son testigos silenciosos que maúllan recordando a los desaparecidos. La próxima vez que vuelva a Santiago treparé con ellos las paredes hasta llegar al centro mismo de ese memorial. Abriré las ventanas para liberar a las aves prisioneras que andan por ahí, estoy segura que los gatos las dejarán huir porque ellos también extrañaron la libertad por mucho tiempo. Yo las veré volar en el cielo, perdiéndose entre las nubes. ⌈⊂⌋
Narradora, ensayista e investigadora. Docente principal del Departamento Académico de Literatura y Lingüística de la Universidad Nacional de San Agustín de Arequipa (UNSA), Perú. Investigadora RENACYT. Doctora en Ciencias Sociales por la UNSA. Ha publicado libros y artículos en revistas internacionales. Autora del libro de cuentos Objetos de mi tocador (2004). rnunezp@unsa.edu.pe