Una gata en La Guajira colombiana

Andrea Mejía Fals

Los que saben dicen que los gatos se comen a sus crías para salvar la camada cuando perciben que tienen deformaciones o enfermedades, y en últimas, terminan siendo una fuente de nutrientes para quien los parió.

Afuera del hotel ubicado en Riohacha, departamento de La Guajira, había una gata de no más de un año, pelaje negro/marrón/blanco, hambrienta y sedienta, muy embarazada. Maullaba cuando algún humano cruzaba la puerta. Intentamos contactar un hogar de paso que la acogiera mientras paría sus crías, pero nadie contestó y al día siguiente saldríamos muy temprano a visitar comunidades indígenas. Le dimos pedacitos de salchicha antes de viajar.

La Guajira es un departamento peninsular en el extremo norte de Colombia. Tiene un poco más de un millón de habitantes y, si dividiéramos el departamento en tres trozos, la etnia indígena Wayuu ocuparía dos tercios de éste. La tierra es árida, el horizonte inmenso con cantos de aves, hay chivos que comen basura, la basura cuelga enredada de los cactus, casi nadie come cactus.

Solo se puede transitar en camionetas 4×4, pues los pocos trayectos pavimentados están en las cabeceras municipales. Fuera de allí, es solo atravesar desierto y polvareda, sin trocha, sin indicaciones, sin red de telefonía móvil. Es entonces cuando los lugareños resultan más sabios que un sistema de georreferenciación, pues, como los pescadores, encuentran en el cielo y en las dunas su infalible brújula.

Uno de esos sabios va en la primera camioneta, y los de más atrás no podemos perderla de vista, debiendo sortear con mucha pericia los obstáculos del camino, como el rústico sistema de los niños para pedir comida y dinero: usan un lazo de no más de dos metros de ancho, a lado y lado del recién abierto camino de la caravana, con uno o dos niños a cada extremo y, cada que pasa una camioneta, suben el lazo simulando un peaje, de manera que toca lanzarles unas galletas, golosinas o monedas para no perder de vista al sabio y disminuir el riesgo de perderse en el desierto. Otros niños intentan vender higos, langostinos y langostas, pero es improbable detenerse, pues si alguien se pierde, puede que lo encuentren primero los que roban, desvalijan o desaparecen.

Esos niños son las principales víctimas del abandono estatal y de la inmortal corrupción: según el Instituto Nacional de Salud, a la semana 36 del año 2023 han fallecido 84 menores de 5 años: 41 por desnutrición aguda, 29 por infección respiratoria aguda y 14 por enfermedad diarreica aguda, sin contar el muy probable subregistro. Además, hay 15 casos en estudio. Es esa la gravedad de la situación: la falta de agua potable, de ejecución de programas de seguridad alimentaria y del servicio de salud en zonas de difícil acceso terminan por impactar a los más frágiles, a los más vulnerables.

En el año 2017 la Corte Constitucional dictó una sentencia[1] para proteger esos derechos fundamentales de las niñas, niños y madres gestantes Wayuu. Son muchas órdenes: que se aumente la disponibilidad, accesibilidad y calidad del agua, que se mejoren los programas de atención alimentaria y se aumente la cobertura, que se aumenten y mejoren las medidas inmediatas y urgentes en materia de salud, que se mejore la movilidad para quienes residen en zonas rurales dispersas, y que se garantice un diálogo genuino con las autoridades indígenas Wayuu.

Seis años después persisten las deficiencias: en materia de agua la disponibilidad es mínima para lapsos prolongados, y los pocos sitios que cuentan con infraestructura tienen graves fallas en su mantenimiento y operación. A esto se suma el bajo número de carrotanques y el deficiente estado de las vías que impiden garantizar el recorrido hasta las comunidades, situación que empeora en época de invierno.

En esas tierras hay tres fuentes de agua. Los pozos, que operan con poleas y baldes; los jagüeyes o aljibes, que almacenan agua cruda proveniente de lluvias o filtraciones naturales, y destinada a los animales, el riego o actividades cotidianas; y unas pocas plantas desalinizadoras, pues La Guajira está rodeada por el Mar Caribe y hay máquinas que sirven para convertir el agua salada de mar en agua dulce y apta para el consumo humano. Con todo y ello, las sequías y las dificultades de acceso al territorio no permiten garantizar la disposición permanente del líquido vital.

Claro, también hay ríos y arroyos que podrían proveer de agua dulce a estas comunidades, como son el Río Ranchería y el Arroyo Bruno, pero fenómenos como la extracción minera, el desvío arbitrario de cauces y proyectos hidroeléctricos inconclusos, devienen en que las comunidades no puedan disfrutar de esas fuentes hídricas.

En cuanto a la seguridad alimentaria, si se parte de la ausente y -cuando la hay- penosa calidad del agua, resulta casi un imposible que las unidades comunitarias de atención y los mismos hogares puedan garantizar una adecuada preparación de los alimentos. Esa falta de agua también incide de manera negativa en la implementación de proyectos productivos como las huertas para el autoabastecimiento de verduras y frutas.

Además, no es extraño que la canasta de alimentos destinada a un solo menor de edad a modo de ayuda estatal llegue a una familia y termine repartida en la boca de otros menores y de adultos incluso: “no podemos dejar que los demás niños se queden viéndolo comer” dice una mamá.

Una líder comunitaria cuenta que, dados los pocos alimentos que recibe, debe repartir un banano entre tres niños, que los lunes nunca hay existencias y que no entiende porqué envían la misma ración para un niño de 3 años y para uno de 14.

Llegar al punto óptimo en materia nutricional de los menores también exige adoptar componentes etnodiferenciales respetuosos de la cosmovisión de las comunidades Wayuu. No obstante, aun cuando se planteó que fueran las mismas comunidades las que se encargaran de contratar y suministrar las canastas de alimentos y los programas de alimentación escolar, la corrupción aparece, enorme como es, para tragárselos.

En el servicio de salud, no pasa nada diferente. Los pocos centros de salud están ubicados a unas 8 horas en camioneta de los lugares que habitan los Wayuu, tiempo que es vital para un niño en avanzado estado de desnutrición.

En uno de esos centros, la enfermera explica que, al recibir niños con síntomas de desnutrición aguda, inicia un proceso que requiere hospitalización para que los medicamentos y el tratamiento médico se encarguen de recordarle a su organismo cómo es que debe absorber nutrientes. Mientras tanto, las mamás padecerán más hambre, pues tendrán que quedarse afuera de los centros de salud al cuidado de sus pequeños, lejos de sus rancherías.

De las vías, no es que se necesiten para el turismo. Además de facilitarles el suministro de agua y alimentos a las comunidades, quizás incidirían en que las familias no tuviesen que enviar a sus hijos a internados indígenas, pues la lejanía de los contados colegios es uno de los factores de deserción escolar. Allí, las niñas visten unas batolas hasta las pantorrillas, de tonos amarillos fulgurantes que repelen el sol, los niños bermuda azul y camisa rosada. Ambos coinciden en el morral azul con rojo.

Ya de nuevo en Riohacha, llegó al hotel la dueña de un albergue. Dijo que tenía más de treinta gatos en su casa: algunos de paso y la mayoría termina siendo gato con estadía permanente porque nadie quiere adoptarlos. Le dimos dinero. Abrió su guacal y la gata entró.

A los pocos días la gata parió tres gatos: uno muerto, uno que se comió y otro con las patas traseras unidas, que murió a los pocos días. Luego la dueña recogió tres gatos cachorros que alguien abandonó en una calle. Se los acercó a la gata y esta los amamantó.


[1] Sentencia T-302 de 2017.