Regreso a casa. Vengo de visitar a Leonardo en el hospital, quien me recibió con su abrazo fraterno y me preguntó por Rusia. Afuera del hospital estaban mis ahijadas, sus hijas que cargaban a los niños en brazos, y nuestros viejos amigos de la escuela: Pedro, el artesano que nos enseñó a hacer las máscaras de papel sobre molde de yeso; Carlos, el gordo, músico trashumante y amante de los Beatles; Nicolás, el negro, el Jimi Hendrix de aquellos tiempos; Vavá, el rey carioca del futbol escolar, hoy convertido en pastor evangelista con su iglesia propia. Los muchachos de entonces ya no somos los mismos. Algunos ausentes ya no existen en vida sino en nuestros recuerdos. Otros son abuelos con cuerpos fatigados y huesos frágiles. Otros más han vivido y disfrutado a mujeres, hijos, nietos, se han bebido la vida de un solo trago y hoy sólo esperan muy poco de ella: un hospital y ataúd, un ramo de flores y la ausencia de su familia.

Yo conocí y conviví hace muchos años en el aula de la primaria con Leonardo y con ellos. Ese mi primer lunes en la ciudad nos encontrábamos a mitad del ciclo escolar. Mi madre me tomó de la mano, me sacó de la vecindad, llegamos a la esquina, atravesamos la avenida Santa Coleta, hoy Avenida Eduardo Molina, y tocó el portón de la escuela. El conserje nos introdujo a la dirección escolar y nos atendió el señor director Jorge Villa Vallejo, quien, después de inscribirme, me asignó el grupo sexto A.

Mientras mi madre salía de la escuela, la secretaria me condujo por el pasillo y las escaleras a la planta alta al fondo del plantel, tocó la puerta del salón que abrió un profesor anciano a punto de jubilarse y me asignó una silla fría al fondo del salón, junto a un compañero. Poco después, la chicharra anunció el recreo y todos salieron despavoridos, cual desbandada de aves que salen del nido al escuchar un ruido, excepto yo que me encontraba desorientado en la escuela, ciudad y en la vida.  

Yo descendí lentamente las escaleras que me conducían a un mundo desconocido. Mientras todos corrían y jugaban alegres con sus amigos en el patio, yo me sentía como cervatillo perdido por su rebaño en el bosque. En toda la escuela, yo conocía solamente a mi hermana Lety que cursaba el cuarto año. Difícil de localizarla en ese avispero inmenso, y a un vecino, hijo de un tío de mi pueblo que correteaba con sus amigos. Si en ese momento del recreo, yo me hubiera trasladado a mi anterior escuela, yo habría sido feliz, correteando alegre a mis primos y amigos. Pero yo me encontraba aquí, en un mundo desconocido que de un día a otro mis padres me habían arrancado de un solo tajo, de mi pueblo y del cariño de mis abuelos, tías y tíos.

Si allá no éramos más de 20 alumnos por cada uno de los tres salones, aquí eran más de 30 por cada uno de los veinte salones que circundaban el patio. Si allá yo jugaba con todos porque nos conocíamos desde la niñez o éramos familiares, aquí todos me resultaban desconocidos. Como allá todos eran mis parientes, aquí, un día llamé “primo a un compañero de clase”. A partir de ese momento, ellos se burlaron de mí y me llamaron de manera despectiva “el primo”, o bien, “eres un primo –primate, primitivo-”. Esa media hora del recreo, yo la sentí como si me hubiese encontrado en medio del río de fuerte caudal que te arrastra de los pies a sus profundidades.

La tarde del sábado mi madre llegó a mi pueblo. Al inicio de este año escolar, ella partió con mi padre que trabajaba en una fábrica y mis dos hermanas pequeñas a la ciudad de México, donde las inscribió en la escuela. Mientras que yo permanecí en el pueblo con mi abuelita materna, maestra rural, y con mi abuelito paterno al que le ayudaba a dar de comer a sus animales domésticos. Después ella no retornó, solamente escribía cartas y enviaba dinero a mi abuelita para mi sustento.

Ese sábado, al caer el sol de la tarde, mi madre llegó mientras yo jugaba en el parque con mis primos. Cuando regresé a la casa, la encontré molesta discutiendo con mi abuelita porque yo también la abandonaba, le indicó: “¡Háblalo con tu hijo!”, y enseguida ella se marchó para atender sus aves del corral. Entonces mi madre me ordenó con voz de mando: “¡Echa tus cosas en la maleta y dile adiós a tu abuelito y abuelita, porque mañana temprano nos vamos a la capital! Allá ya te conseguí un lugar en la escuela, el lunes te inscribiré en sexto año y te quedarás con nosotros a estudiar”. Yo me puse triste por abandonar a mis abuelitos. Primero, mis padres me dejaron en el pueblo para estudiar y acompañar a mis abuelitos, y ahora ellos me arrancaban de mi raíz, sin importarles mis sentimientos ni el abandono de ellos.

Ayer domingo por la tarde llegamos, contra mi voluntad, a la capital y a mi nueva casa. Durante el trayecto yo me sentía triste, pues me faltaban el sol y el cariño de mis abuelitos, tías y amigos. En el autobús yo sentía que la cabeza me daba de vueltas, que me mareaba. Recordé que la última vez que me trajo mi tía Atala a visitar a su hermano Leonides, no aguanté el frío de diciembre ni el encierro del pequeño cuarto, tampoco el aceite pestilente de la cocina ni el olor nauseabundo de las coladeras, el desconocimiento de la colonia y de la ciudad. Ese recuerdo más el paisaje que desfilaba con rapidez ante mis ojos tras el ventanal del autobús me originó el vómito. O quizás porque tenía miedo ante lo nuevo, pues más tarde aprendí que lo desconocido nos provoca temor. 

Cuando terminó el recreo, nos formaron por grupos y alturas. Como yo era el más pequeño, el maestro me colocó al frente, después nos dirigimos a nuestro salón de clases. Pero, cuando yo subía un escalón, recibí una patada en mi muslo trasero por un compañero más grande. Entonces Juana, una compañera mayor de mi grupo, me protegió del siguiente golpe, lo insultó, me llevó al salón y a mi banca. Luego el profesor me presentó ante el grupo como nuevo compañero de ellos. Durante los recreos, unas veces ella me acompañó por un tiempo para evitar que los compañeros mayores, que ya superaban la edad escolar y trabajaban, me golpearan otra vez. Y otras, Olga, la adolescente del sexto B que, cuando estaba solo, se acercaba, miraba detenidamente mis largas pestañas rizadas que ella adoraba y platicaba conmigo.

Al mes siguiente nuestro anciano profesor murió y se jubiló de nosotros y de la vida. El día de su muerte no tuvimos clases, porque lo acompañamos a su entierro en un camión escolar que alquiló la dirección del plantel. Enseguida el director lo reemplazó en nuestro grupo por unos días, luego nos enseñó un joven estudiante de la carrera de Leyes, Jorge Salmerón, que más tarde se tituló como abogado, se casó y regresó a su ciudad natal, Mérida.

A él le debo mi sobrenombre. Cuando él descubrió que yo pronunciaba mucho la ssss, me sugirió practicar con dos canicas adentro de la boca, para que yo hablara de forma correcta, según él. Por eso me llamó “el Ruso” y así me identificaron mis compañeros. Esto que era un defecto para él, para mis compañeras resultaba novedoso; así es la vida de contradictoria. Ellas me llamaban a su lado porque querían escucharme hablar y pronunciar la ssss. Pero, como ellas eran más grandes de edad que yo y guapas, me intimidaba delante de ellas y no pronunciaba una sola palabra.

Un día, como era habitual, mi grupo se encargó de cuidar el portón de ingreso a la escuela, a partir de un sorteo, los responsables éramos tres compañeros grandes y yo. Un estudiante tocó la puerta, yo la entreabrí, vi a un joven alto, robusto y más grande que yo. Él empujó la puerta de forma violenta, le impedí la entrada a la escuela, porque faltaba media hora para permitir el acceso. Me insultó, me empujó, mientras que mis compañeros de la guardia veían y se burlaban de la debilidad del “Ruso” y de nuestra lucha cuerpo a cuerpo, hasta que intervinieron y lo apaciguaron a golpes.

Llegó el mes de septiembre. Salimos al recreo y todos recibimos una grata sorpresa: un grupo musical A GO GÓ estaba en el centro del patio tocando las canciones de moda. Era el día de la fiesta escolar. Olga, la joven alta, risueña, rostro hermoso y curvas de adolescente, llegó, me invitó a bailar, yo me rehusé porque no sabía bailar ni me interesaba el baile. Entonces ella invitó a un joven de su edad que al ver su belleza rápidamente aceptó. Después retornó sudorosa, sonriente, y me propuso: “¿quieres ser mi novio?”. “Yo no sé qué es eso”, le confesé. En respuesta, me dio el primer beso que mis labios de adulto aún recuerdan con dulzura y ella se convirtió en mi primer idilio inolvidable. 

Un mes antes de terminar el curso, se nos presentó el día de la fotografía individual, para el certificado oficial: camisa blanca y corbata negra. Llegó mi turno, pero yo no tenía la corbata, porque nadie en mi familia la portaba. Entonces Leonardo me prestó la suya. Con ella aparezco en la foto del certificado de la primaria Tezozómoc de 1967, con mi rostro infantil de once años y con el apodo de “el Ruso” que jamás olvidaron Leonardo, mis cuatro viejos amigos de la primaria ni nuestro joven maestro yucateco, a quien mi amigo Pedro encontró una vez caminando en el Paseo Montejo y le preguntó por su alumno, “el Ruso”. Por eso hoy me preguntó Leonardo: “Compadre, ¿al fin ya conociste Rusia, tu patria adoptiva?”. Soltamos la carcajada y olvidó por un momento su próxima operación.