Escribir y ser diplomático

Los escritores se dividen en dos grandes categorías:

los que quieren llegar a ser escritores y los que quieren escribir.

Juan Carlos Onetti

1. De manera personal

El epígrafe de esta participación simplifica mucho las cosas. Si me preguntaran por qué escribo además de ser diplomático, diría simplemente “porque sí, porque me nace y ya”.

No estudié literatura en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM porque tuviera una vocación clara; más bien porque me confundía —o ahogaba— en un mar de vocaciones posibles. Solo sabía una cosa de cierto: me gustaba evadirme, leer. Con excepción de terminar como dentista o contador, todo lo demás, ya sea profesión, oficio o vagancia bien orientada a algún objetivo que mantuviera despierto mi interés, me resultaba fascinante por igual y quería vivirlo como se vive la fantasía de una novela.

Así fue mi adolescencia y en ella fastidié a mi padre con la duda hasta llevarlo al pánico. Le cambié mis decisiones sobre mi futuro con un frecuencia soñadora e irresponsable que crecía en proporción directa a la urgencia que en ese entonces existía para meter en tiempo los papeles a la universidad: quizá sería antropólogo, quizá pícher de beisbol, quizá chofer de tráiler, quizá comerciante…

Poco a poco, la malvada Musa-literatura, que es como una amante por igual inalcanzable que irrenunciable y que exige mucho y da poco, dictó su voluntad y respondí a mis padres que estudiaría “literatura y algo más”. Sin embargo, el drama recomenzó al instante porque cada 15 días modificaba ese “algo más” con cualquier posibilidad expresada, en ocasiones, con venenosa incontinencia: “ingeniería química” (la profesión de mi padre), “acordeonista” (me ganaba unos pesos tocando), “administrador del tipo libre” (sí existía esa carrera) y “bibliotecólogo” fueron las respuestas más recurrentes, igualmente insostenibles.

Me decidí, como la mayoría, sobre la base de un hecho fortuito. Un tío sabio, de esos que hay de manera invariable en todas las familias, sentenció en una sobremesa con alcoholes que tener dos profesiones era —¡zas!— una estupidez: “El que mucho abarca poco aprieta”, fue su argumento y decidí ser valiente, enfrentar el repudio y hacer que el denominador común venciera: la vocación literaria. Ante el hecho, mi madre argumentó como pedagoga de avanzada de los años setenta: “lo que quieras siempre que salga de tu corazón”. Mi padre, hijo de carpintero, calló y me regaló un librero.

Estudié literatura y lo hice bien. Gané reconocimiento, una medalla y comencé a trabajar.

Me enamoré. La rival de la Musa-literatura y futura madre de mis hijos llegó a mi vida y comenzó a dar sus codazos demandando espacio. A punto de recibirme de licenciado en letras, ganando miserias como crítico de teatro, columnista y profesor de preparatoria, ella argumentó, a favor de esos futuros hijos, que de “todo aquello” no se iba a vivir. Mejor debía intentar ingresar al Servicio Exterior Mexicano porque yo le parecía lo bastante “book junkie” como para responder las extensas preguntas del examen. Siempre la culpo diciendo que ingresé al servicio, como se dice, “por instrucción superior” —de ella—, pero fui corresponsable: recuerdo que escribí con convicción la disertación que incluí como “propósito de ingreso” donde detallaba que creía, como aún lo creo, que México tenía, a falta de otros poderes, las herramientas culturales para lograr sus más ambiciosos objetivos.

La suerte estaba echada y terminé siendo un diplomático que escribe en los momentos en que le es posible.

Esta presentación biográfica, chocarrera, pero sincera, enfrentó pronto una condición única que se expresa por igual en milagros, aventuras y retos.

Remontémosla por partes empezando por lo bueno.

2. Un gremio sustentado en la palabra

En 1994, año de crisis económica nacional, mi generación de ingreso al Instituto Matías Romero fue un capital humano apetitoso: jóvenes formados, mano de obra barata, indispensable, urgente. Así que las autoridades establecieron un método ordenado de selección de egresados. Diversas secciones de la Cancillería (oficinas del secretario, subsecretarias, oficialía mayor…) pasarían una a una tomando a los nuevos funcionarios para aprovecharlos. La batuta para seleccionar nuevos miembros en las áreas cercanas al mismísimo Secretario la tenía el Coordinador de Asesores de aquel entonces, el Embajador Enrique Berruga, y llevaba preferencia sobre una primera ronda de selección.

Por razones que no viene al caso comentar, Berruga perdió su primera opción y tuvo que regresar a revisar la lista leyendo la columna de profesión de cada candidato. Él es un diplomático-escritor; así que un egresado de letras le pareció interesante —por lo menos—, pensando en la inmensa carga de trabajo que existía en materia de redactar discursos, prólogos, informes, textos en medios, comparecencias y notas estratégicas. Yo era ese egresado de letras. Mi vieja profesión me abría, así, un camino en la Secretaría de Relaciones Exteriores sin comparación: me alimenté desde un primer momento de una visión 360 grados, incluso estratégica; leía notificaciones provenientes desde todos los puntos geográficos y aplicaba matices lingüísticos para jugar y explorar diversas vías diplomáticas que permiten decir, connotar, denotar, implicar, sugerir y poco arriesgar. Nada mejor.

En algún momento Incluso llegué a creer que la diplomacia era más sutil, en términos de la retórica, que la propia literatura y crecientemente metafórica. Mi ejemplo se centraba en los regaños. En el mundo de la crítica del que yo venía, para denostar se esgrime la navaja filosa con frecuencia adosada de adjetivos feroces. No miento. En palabras de Emanuel Carballo: “el escritor come escritor”. Eso no pasa entre diplomáticos que supuestamente son antagónicos, desde su ADN, a la ofensa y la destrucción. Las guerras literarias tienen un arsenal que va desde lo más etéreo, pero efectivo, hasta graves injurias que detonan la violencia. Algo muy diferente a las comunicaciones en Cancillería. Cada que un jefe ofendido, ante un escrito equívoco de un colega que incumplía instrucciones diplomáticas en una lejana embajada, redactaba el famoso eufemismo de “sorprende a esta superioridad suyo de referencia…”, me surgía una mueca de descrédito. Al leer eso, yo recordaba con cariño y por contraste aquella cachetada en despoblado que escribió Lope de Vega sobre Cervantes en el mundo de las diatribas literarias: “ese tu Don Quijote baladi / de culo en culo por el mundo va / vendiendo especias y azafrán romí / y, al fin, en muladares parará“. Alguien llegó a aclararme que en la Cancillería sería muy grave recibir un “mucho sorprende a esta superioridad…” (subrayado mío), lo que se consideraría muy distinto a solo decir “sorprende” por externar un nivel supremo de reprimenda.

Ahora bien; el mayor de los alicientes tendría que venir de cierta omnipresencia histórica que caracteriza la diplomacia mexicana por la conspicua presencia del prototipo de funcionario bicéfalo: literato-diplomático o “diplo-plumas”, como se les ha llegado a llamar. Eso me significa una reflexión:

Mi entrañable amiga, la mujer de letras y ex funcionaria del Servicio Exterior Mexicano, María Palomar —que en paz descanse— dijo alguna vez que deberíamos simplemente sopesar que en un escritorio de la Cancillería se escribió “Muerte sin fin”; y eso, en sí mismo, ya hacía todo el binomio de literatura y diplomacia un éxito invaluable. Lo demás ya sobra.

Al respirar ese deseo que permea los pasillos por “recuperar” tiempos gloriosos, igualmente imprecisos —me refiero a la magia de Reyes en España, de Paz en la India, de García Terrez en Grecia…. y por supuesto Gorostiza desde las oficinas centrales—, se erige ante cualquier joven diplomático un muro enorme y apabullante. Se añora quizá una “época de oro” de internacionalización de valores, manifestaciones, expresiones y autores en una larga y prolífica lista que podría ir desde Lucas Alamán y José María Lafragua hasta Fuentes, Sergio Pitol y Fernando del Paso, más algunos otros más contemporáneos.

Cabe traer aquí una razón para entender aquel momento glorioso. En América Latina, en general, no se vive de escribir y mi esposa tenía razón en velar por el sustento estable de nuestros hijos. Los autores requieren acomodarse en una suerte de funcionalidad pública y mostrarse como acuciosos y denodados burócratas que escriben bien… siempre que se sientan motivados por esa eterna novela a la que todos contribuimos diariamente y que llevaría el honroso título de Oficios varios.

En casi todos los países, los ministerios de educación o cultura funcionaron como el mejor cobijo del poeta, del novelista. Pero podría argumentarse cierta excepcionalidad para México. Las peculiaridades laborales de nuestra SEP convirtieron a nuestra SRE en un albergue más adecuado e institucional gracias a la existencia de un Servicio Exterior de Carrera. Adicionalmente, el diálogo internacional alimentó de manera fascinante la escritura mexicana, la hizo afín al debate sobre el otro y a mostrarse atrevida e influyente sobre ese otro. Esa virtud apuntaría al cosmopolitismo, pero ocurrió no sin detonar en nuestras letras efervescentes diatribas sobre nacionalismo contra universalismo: la batalla sobre la virilidad literaria que atravesó a los Contemporáneos y la polémica de 1932 que apunto contra Alfonso Reyes en torno a la existencia de una verdadera mexicanidad a la hora de escribir o el simple “jicarismo” como lo acuñó otro diplomático-escritor, Rafael Cabrera. Pero eso es harina de otro costal.

Lo que me afano en subrayar es que entre los últimos años del siglo XIX (los años de Gamboa y Nervo) y hasta gran parte del siglo XX (Owen, Barreda, Fuentes, Paz, Pitol) las vías de comunicaciones eran menos demandantes y los tiempos más humanos y prolongados, en la misma proporción que tenía que ser más grande la confianza en el desarrollo propio que emprendiera el funcionario enviado —a veces desamparado— en algún país lejano.

La diplomacia en lo general, incluyendo la cultural, adolecía de los niveles actuales de intercomunicación con la propia capital, con las otras capitales, con los actores internacionales, con los medios de comunicación y con cuanto sujeto piensa en lo internacional. Era, entonces, una práctica basada en las conexiones personales a realizar en el otro país y más capaz de aceptar los matices de la intuición. Por ende, más independiente.

Entre más atrás vamos, encontramos que el diplomático “encarnaba al país”. En su persona —culta, refinada, inteligente, ingeniosa— podía estar la formalización entera y unívoca de una nación. Permeaba más una suerte de “abandono” del representante nacional a su suerte, a su astucia, a su creatividad y recursos personales. En algunos casos, el conocimiento que se tenía de una nación atravesaba por el representante designado: difícil decirlo, pero quizá Tablada fue la imagen misma de todo lo mexicano en Japón, al menos por algunos años.

3. Tiempo de Renovación

La tecnología nos ha llevado a un mundo diferente de contactos instantáneos, multiplicados hiperbólicamente, donde los mensajes desde su origen no respetan siquiera los husos horarios; donde se exigen flujos y respuestas de información que apenas logran atisbar las exigencias del ciberespacio donde cada dato gana y pierde su sitio a cada instante.

Los medios actuales relatan los resultados de un evento antes de que los actores (incluidos los delegados presentes) puedan ofrecer su versión. Hay una suerte de realismo e inmediatez irrefrenables que diluyen con severidad la personalidad creativa del representante diplomático como su genuino y sofisticado intermediario.

En desagravio de quienes han sentido la inmensidad del aluvión de prestigio literario-diplomático del pasado mexicano, cabe decir que el nuevo entorno resulta, por lo menos, limitativo. Más lo impacta, incluso, un asunto trascendental que permea todo el debate literario por encima de consideraciones diplomáticas o de otra índole: la utilización de las nuevas tecnologías, páginas web, newsletters digitales, twiters, facebooks están cambiando todo discurso creativo. A ello se añade que, a pesar de su mascarada poco oficial, esas “plataformas” se han convertido paradójicamente en una manera de actuar indispensable del funcionario, del gobierno y de la diplomacia misma.

Las redes sociales están peleadas con el tiempo tranquilo, con el sillón de lectura, con la pausa, con ese saborear que compete a la construcción poética y narrativa; incluso con la propia lectura a profundidad y con aquella que se emprende valientemente por mero disfrute. Así que las tensiones que circundan al escritor-diplomático son más contradictorias e invitan a que un nuevo fantasma inunde la habitación: la vieja armonía de las dos profesiones, literatura y diplomacia, parece ser disonancia contemporánea.

Me resisto a verlo así: al igual que el futuro del libro y de la literatura se descubre paradójico pero emocionante —los jóvenes apasionados de la insulsa premura del Instagram devoran por igual novelas de 600 páginas—, el diplomático sigue siendo la puerta a la otredad, la primera fuente de una aventura de extremos culturales que enriquece toda alma curiosa y que requiere de exégetas bien dotados de sensibilidad. Mejor aún, el diplomático es el visor de un desafío perene y cada día más importante: el problema de las peculiaridades culturales que tiene que encontrar su espacio en el concierto de la comunidad humana que parece construirse en un mundo con desafíos que trascienden toda frontera: individuo y cultura local identitaria en relación con la mismísima globalización.

Tan solo esa misión es motivo para regresar al inicio y decir que se escribe “porque sí…”; porque la experiencia de hacerlo es fascinante, porque vale la pena estar despierto, conflictuado, motivado, vivo. Los propios avances tecnológicos y las redes sociales —añadamos también la estremecedora “inteligencia artificial” leída como promisoria transformadora de la totalidad de la civilización— son en sí mismos un basamento para replantear la relectura de la interacción entre sociedades y la forma misma de narrarla. Vale la pena estar ahí.

Y en fin… La necesidad preeminente de diplomáticos capaces de manejar el infinito mundo del poder suave y la diplomacia cultural es motivo para confirmar que esta historia no se acaba, ni se acabará. La única perversidad a la que no podemos permitirle avance alguno es al vacío; ya sea informativo, reflexivo, creativo, donde se ceda y se deje de pensar. Peor aún sería dar paso irrefrenablemente a aquel oscuro pragmatismo que impida el goce de la Musa-literatura. Esa amante recelosa y tacaña tampoco está dispuesta a ceder un milímetro porque eso es ceder la plaza de toda la humanidad… Pero ella, la Musa, independientemente de diplomáticos, profesionistas, traileros, músicos, cómicos, aguafiestas, políticos y demás, siempre ganará.