Música para un domingo de fiesta

Quiero hablar de una música muy lejana a nosotros. Nadie me lo ha pedido pero intentaré definirla a través de la tersura y la espiritualidad en un sentido próximo a la poesía, esto es, revelando al mundo mientras permite su propio goce.

Pero no es posible definirla, debo reconocerlo. Acaso dar un acercamiento y proponer metáforas sea lo único que nos es posible, con el grave riesgo de caer en lo cursi. La melodía: un camino para alcanzar anhelos espirituales. Antes de corregir había escrito “la suave melodía” y otras sandeces. En fin. Esta es una música para el Espíritu; al mismo tiempo anhelo de comunión con la divinidad, coqueteo con el panteísmo, filosofía, mónadas, alegría simple. En suma, la belleza de la vida.

La música de la que quiero hablar apareció en ese momento tan confuso del fin de la Edad Media y el inicio del Renacimiento, por lo que no se le puede agregar una etiqueta clasificatoria. No es de un tiempo ni de un lugar. No es de un tema ni de un estilo, inclusive, perdón por el atrevimiento, tampoco de una técnica precisa. Me gustaría decir que es una música de alcances, un oxímoron. En ella está la doble condición humana de aspirar a la eternidad y sin embargo estar fijada a lo efímero.

A finales de la Edad Media la música se convirtió en el deber ser de la religión en tanto fijar la concentración y elevación que requería la oración. San Agustín lo dijo “cantar es orar dos veces”. El susurro y entonación polifónica, lo sabemos, alcanzó registros parecidos a mantras. Sin embargo, la polifonía no conecta solamente con lo divino. En su canturreo solemne parece que desfila el recuento de los daños, la suma de agravios y el subsecuente perdón para una edad siempre difícil de encasillar. El perdón de los pecados después de sublimarse solo puede ofrecer la vida. Por eso, la música del primer Renacimiento escancia las alegrías inmediatas que rodean los monasterios físicos y mentales: las campiñas, el tañido de un laúd, las florestas y el soto auténtico de las ciudades con sus rostros, cuerpos, rizos, gorros, ropa y nuevamente, cuerpos. Y aquí la música se convierte en periplo: en esos pequeñísimos, acaso íntimos detalles, está redonda la espiritualidad.

En el ritmo y peculiar sonoridad de las capellas, está luego entonces, la vida en pleno junto al deseo de trascender, pero no ascéticamente sino por el deleite mismo de la vida. Nunca es una evasión de la realidad, de esa brutalidad y violencia excesivamente humana que cualquiera quisiera desaparecer al cerrar los ojos a una melodía hermosa. Es en todo caso una aspiración. La de alcanzar un estadio más alto, más justo, mucho más inherente a la mitad ángel del ser humano que según los diversos teólogos nos pone por encima del animal pero, puesto que animales somos a fin de cuentas, encontrar la verdad en la vida misma.

Cada música es hija de su tiempo y no quiero cometer anacronismos, por ello me contengo pensando nuevamente en la tersura. Esta es una música de aspiraciones, tal cual el símil con el ritmo de la respiración, pues nunca puede ser agreste con riesgo del agotamiento y la asfixia. Si las polifonías invitan a la oración (o a la pasión a varias voces) la música medieval y renacentista incitan a la danza. Pero suave, justa, casi diría coreográfica.

Esta música nunca cabalga. Tampoco se aporrea como los pianos románticos ni hace juegos de perfeccionismo maniático como los barrocos. Que los expertos nos definan si en su centro se fue gestando la fuga y las partes canónicas de las danzas. En todo caso, para mí que no soy experto, es una música que fluye, más aérea que acuática, sin embargo.

Gozosa desmesura, alimento exquisito, aire sublime. Ustedes agreguen sus propios adjetivos. Esta música permite retratar la cotidianidad con belleza, una cualidad que dice el lugar común, se comprendió mejor justamente en el Renacimiento. Pero no solo belleza física, sino poco a poco elucubraciones más complejas de un mundo en expansión. El aire sublime también es, cómo no, abstracción del deseo, alquimia en el atanor de partituras, estudios racionales y desde luego magia y ocultismo.

Tómese por caso las canciones de Oswald von Wolkenstein (1377-1445), el estrafalario compositor tirolés. Fue poeta, diplomático, impenitente viajero. Uno escucha sus propuestas no como composiciones monódicas o polifónicas sino como escenarios. En ellos habla por supuesto de Dios y a través de él de sus representantes terrenos, los nobles y los poderosos pero luego comienza a hilar la vida en sí.

En su escasa biografía se rescata que viajó por la Europa de ese entonces cuyas incipientes fronteras parecían cosa de libros de caballerías, parafraseando la famosa frase. Oswald amó apasionadamente, escribió una poesía que influyó más o menos doscientos años entre sus iguales y algún tiempo estuvo en la cárcel. Todo ello se vuelve materia de primer orden para sus composiciones. Sus viajes al lado del emperador Segismundo le motivaron a hacer una pieza escrita en ocho idiomas, una excentricidad incluso para nuestra época. La solvencia económica de la que gozó, por otro lado, le permitió variar entre composiciones rigurosamente rítmicas, ajustadas a los patrones de su tiempo y las que dejó libres de rima, formas y reglas para su gozo personal o de un reducido grupo de amigos.

 Wolkenstein intentó retratar en algunas obras (Es seusst dort her von orient sobre todo) las emociones humanas a un punto tal que después de escucharlas cabría pensar en que logró no un retrato sino una traducción musical. Solo es posible ello con el espíritu. Pero despojado de las cercanías, la de la materialidad, la de la corporalidad, la del terruño y la habitación, su obra comenzó a perfilar la vida que envuelve y da lustre y forma a las emociones. Oswald sin embargo fue más lejos y la vida que retrata es una muy sutil construcción cosmopolita: la belleza del afuera solo puede ser expandida. Si el espíritu es un microcosmos, el cuerpo solo puede amoldarse al mundo entero. Una inimaginable travesía continental de hace ochocientos años se lo permitió: se sabe que estuvo en España, en lo que hoy conocemos como Georgia, en el norte de África y en tierras del sultán. El mundo, intercambiable al cuerpo, es enorme, pero también se puede abarcar.

No quisiera acabar esta frustrada definición de la música renacentista-medieval sin una breve impostura. La Capella de la Torre grabó un disco llamado Soundscape: Leonardo da Vinci en 2018. Un “paisaje sonoro” literalmente inspirado en el maestro. De sus piezas, que no tienen desperdicio, La gamba podría ser la más exacta banda sonora del genio, porque nos regala una imagen, un símbolo. El gran Leonardo da Vinci redivivo, saltando burlonamente los pasos de la danza cuyo autor se ha perdido con el tiempo, y precisamente, burlando las fronteras del tiempo para venir lento y majestuoso en todo el despliegue sonoro al lugar que sea.

Desde donde hoy escribo no puedo dejar de pensar en que esta tersura y espiritualidad que según dije al inicio es la definición provisional de esta música, sin problemas podría amoldarse al lugar donde vivo. Música en día domingo de fiesta.

Después de los oficios plañideros y repetitivos que a más de uno hicieron cabecear o francamente dormirse, los parroquianos salimos al atrio. Aquí no hay gaitas ni laúdes sino humildes chirimías y danzas típicas. Mientras la multitud se va juntando para ver a los danzantes, envueltos en la sombra del papel picado y los olores de la comida que se guisa lentamente en las casas, no sería descabellado ver a un tipo más extraño que extravagante, con gorro y luenga barba entrar a codazo limpio entre el círculo de los bailarines.

Sus manos manchadas de tinta y algún dedo estropeado por su trabajo mecánico se aferrarían a la cintura de una de mis paisanas. En lugar de la jarra de vino le pasarían una cerveza fría o puede que un jarro de pulque, eso no lo puedo asegurar.

Inolvidable el día en que se viera a Leonardo da Vinci pegar de brincos en una danza de atrio. Oír La gamba en un pueblo en lugar de las cortes renacentistas después de todo lo dicho no sería descabellado. En todo caso, en ambos lugares se busca infatigablemente el arte del buen vivir.