De Quebec a Abisinia

Escribo unas líneas asonantes respecto de algo muy común entre los diplomáticos como es dejar un puesto, hacer maletas y empezar el éxodo hacia un destino inexplorado… y aún no he llegado. En breve iniciaré mi labor en Addis Abeba como Embajador ante Etiopía y la Unión Africana… pero apenas empiezo a empacar.

Como una fiesta de niños que se prepara y prepara, para que luego se encienda la secuencia irremediable de sus acontecimientos, el proceso de traslado ha comenzado… y desde este momento es que estamos llegando, llegando casi, quizá viajando ya.

El Embajador Carlos Pujalte decía con frecuencia que eso de la carrera diplomática es, antes que cualquier otra genialidad, la virtud de reinventarse a cada paso. Nos mandan a una capital austral y de inmediato nos imaginamos el frío, los modos, las minucias de la gestión; mejor aún, las virtudes personales que tendrá nuestro futuro quehacer. Pasa un tiempo y de pronto nos mandan allá al extremo opuesto del mundo y recalibramos ágiles y certeros nuestras dendritas receptoras hacia el calor, la guayabera, y nos ponemos a pensar en los dones, parabienes y proyectos de nueva estirpe que llegarán. ¡Qué optimismo! Y todo aquello comienza antes de empacar.

Llevo varios meses leyendo sobre Etiopía ya que mi propia fórmula de reinvención siempre ha pasado por clavar los ojos en unos cuantos libros como antesala a la experiencia misma: obras académicas, quizá, pero sobre todo novelas. Antes de llegar a Quebec descubrí, por ejemplo, las novelas policíacas del este canadiense, únicas en su tipo (los “polar” como las clasifican ellos en librerías de viejo y tiendas de caridad). Fascinantes. Y por su conducto, me hice de una visión condensada del espíritu de estos francófonos del norte americano.

Recomiendo sin duda la experiencia que gané antes de llegar a Quebec con la obra de Jaques Côté, el autor de Le Chemin des brumes, que me atrajo porque inicia con dos policías quebecos que se van a una convención de pares de la investigación detectivesca que tiene lugar, nada menos, en la Ciudad de México (pensé que era un chiste, pero no). Más allá del breve referente mexicano, la novela expone la locura de un abuelo que desaparece con sus dos nietos al llevarlos de vacaciones, historia harto canadiense; en este país suenan la “alarma ámbar” en la totalidad de los celulares propios y ajenos cada tercer día por algún desquiciado progenitor que ha decidido huir por las estepas, los Tim Hortons y las arenas de patinaje con un menor.

Pero Côté me dejó más con otra novela: Nébolosité croissante en fin de joirnée. ¡Oh, qué cosa! Describe a uno de los mejores pérfidos enloquecidos de la modernidad. Se le conoce por H y dispara desde azoteas con rifles de alto poder a los neumáticos de autos que corren a alta velocidad por las autopistas canadienses. Lo hace con grave frialdad para poder detonar y disfrutar facundas carambolas con muertos y explosiones, que luego repetirá en su casa con miniaturas de cochecitos a escala y un minucioso trabajo de maquetista. Quizá, esa lectura me hizo cuidadoso frente a los frecuentes derrapajes y despistadas en el hielo negro de las carreteras canadienses.

Ahora bien; para iniciar el trayecto hacia la nueva Abisinia me esmero con lecturas de Hoga Salomon con su The Hyena people sobre los judíos etíopes, Raymond Jonas y su extraordinario estudio The Battle of Adwa donde nos convence que el 1 de marzo de 1896, en ese voladero del norte de Etiopía, se despeñó por siempre, con la sangre italiana, toda la doctrina del Destino Manifiesto. Leo a Camilla Gibb, escritora canadiense con muchas vivencias en África y en especial en la ciudad etíope de Harar, que le permitieron crear una magnifica perspectiva femenina del sufrimiento interno y la confraternidad en su obra Sweetness in the Belly. No han faltado, entre otras, Hijos del ancho mundo de Abraham Verghese, El lugar del aire de Dinaw Mengestu, The shadow king de Maaza Menguiste, Oromay de Bealu Girma y por supuesto El Emperador de Ryszard Kapuscinski (cuya versión actuada, una dura y frontal puesta en escena, se puede ver en Netflix).

Pero en la pasada Navidad, mi hija tuvo a bien hacerme un regalo curioso; algo bueno — pensó ella — para un padre que corre cada mañana como ejercicio (mental y físico), que lee en cada resquicio en que puede y que —en su opinión— no le hace caso: así fue como la obra del 2021 Out of Thin Air: Running Wisdom and Magic from Above the Cloud in Ethiopia de Michael Crawley, llegó a mis manos. Pocas cosas me han impactado de esa forma como para una lectura ávida, de corrido y gozosa.

Crawley, un británico antropólogo y también maratonista, se hace la pregunta: ¿por qué etíopes y kenianos ganan cuanta prueba les ponen en frente en el atletismo de fondo? Son imbatibles en toda distancia superior a los 3000 metros. Por su buen bagaje científico, descarta que sea solo porque las penurias y distancias los obligue a correr a la escuela desde niños, al trabajo de grandes y que la ruralidad africana les imponga escapar cada dos por tres de las fieras.   

Tras quince meses entre magníficos y sonrientes corredores, el autor concluye con una hipótesis insinuada a base de una y otra experiencia que vive en carne propia: en lo religioso, en lo cotidiano, en toda su existencia, el etíope no vive para alcanzar un confort; vive para retarse permanentemente y cambiar. Un ejemplo: si los corredores, que siempre andan en grupo, sintieron haber realizado una prueba productiva saliendo a las 5 am a entrenar, se imponen hacerlo ahora a las 4, y —¿por qué no?— a las 3 am. Si ya corrieron en bosques de eucaliptos, entre hojarasca y raíces que rebasan el suelo del monte Entoto, toca hacerlo en zacate lodoso, en gravilla… Y el plácido pavimiento, que también implica retos y riesgos urbanos por ser escaso, queda para el final. Es incluso insultante pretender probarse en asfalto si no se han vencido los demás terrenos.   

El vuelo de la estrilda de la esperanza abisinia es soñador por excelencia, pero va paso a paso, codo con codo con el desafío y la inconformidad, siempre con lo difícil a cuestas, tal y como son las pruebas de la maratón. Este sagaz libro de Crawley, que alguien podría pensar que va en paralelo al famoso Running with the Kenyans de Adharanand Finn, es mucho más profundo. Quizá por contar con la visión de un antropólogo, parece enseñarnos los trasfondos del país entero y no solo los pormenores de una comunidad de corredores de Addis Abeba.

El dinero que puede ganar un corredor etíope con un segundo lugar en la maratón de Tokio, una victoria en Estambul, Madrid o Berlín, le significa tal ingreso, en el marco de la economía local, que detonaría el cambio máximo. Miles de etíopes se prueban soñando ese logro mayor, pocos lo logran: ganar da para comprar una residencia, mandar a los hijos al extranjero, poner un negocio y ser otro… y a pesar de ganar, el seguir el reto por el reto mismo se impone.

El etíope corre para cambiar allá, a lo lejos, en lo grande, como en el juego que ellos practican y que se llama Genna (especie de hockey en la montaña) donde las porterías pueden estar a uno o dos kilómetros de distancia. Pero también buscan el cambio en cada pequeña prueba, en cada día, en cada hora, en cada parte de un entrenamiento que, como aprendemos en este libro, puede ser muy diverso. El Genna se juega también con la estrategia de los pequeños cambios. Fue eso lo que entendió el entrenador sueco-finlandés Onni Niskanen que cambió la historia de los juegos olímpicos y de la presencia en ellos de la raza negra, haciendo ganar la medalla de oro al maratonista descalzo de Roma 1960, Abebe Bikila; él inició su sprint final frente al obelisco de Aksum que en ese año todavía estaba en Roma por la mano invasora de Mussolini, 24 años antes, sobre el pueblo etíope.   

En fin, Etiopía entera parece entrar en la psique de un grupo de corredores que acompaña al antropólogo británico que los observa, los conoce y confraterna con todos ellos; un grupo que se vuelve único e indivisible avanzando en su fila exacta tras un líder, nunca en bola; un grupo de esos que comparte de mano en mano un único reloj con GPS para monitorear el ritmo de todo el grupo; corredores que dicen que eso de entrenar “solo” es de gente que “apenas quiere mantenerse saludable con un insulso trote y sin invocar el cambio real”.

Etiopía, su esperanza y su peso, parece quedar atrapada con el salir de madrugada a recorrer la montaña en un país que tiene la peculiaridad de contar las horas a partir de las 6 am: provoca que el salir a probarse entre los maratonistas sea en horarios negativos (-1 o -2 de la mañana). Un lugar donde no se dice que se ha corrido el maratón en 2 horas y tantos minutos, sino solo en el conteo de lo minutos (+15, +20) porque, de un maratón de más de tres horas, mejor no se habla.

Mi vuelo llegará a esa nación única, la de lengua única y alfabeto incomparable; la del añejísimo cristianismo sin igual, la que luchó sola y paró el colonialismo; la de un cariño especial por la resistencia y por quien comparte el esfuerzo con tu equipo cuando se enfrenta una carrera larga.

Crawley nos explica que, como en una especie de Alef, todas estas enseñanzas quedan atrapadas en el concepto etíope de idil, especie de suerte o chance de ser otro que otorga Dios después de un arduo trabajo, mismo que requiere el ritmo y la cadencia del hombre que se entiende con quienes lo rodean. Hay algo curiosamente absorbente en todo esto que se descubre en el preámbulo de un viaje. No será la pobreza, no será el conflicto… aunque estén presentes. Mi experiencia será quizá, y sobre esa base me reinvento, la magia de un idil que abriendo sus puertas puede invocar a pensar que el gran cambio de cualquiera está en leer bien la comunidad con los amigos y en los pasos más pequeños que se hacen en el conjunto de todo gran esfuerzo. Ya veremos. [ C ]